El camino (Saavedra)
Romance segundo
editarSe alza una nube de polvo de lejos por el camino, y al tropel que la levanta borra y tiene confundido. En ella relampaguean reflejos de acero limpio, y forman un trueno sordo herraduras y relinchos. Dando lugar a que llegue, los religiosos franciscos a lento paso se ponen, y atrás miran de continuo. Se acerca gran cabalgada, y vese claro y distinto que Diego Estúñiga, el joven, es de ella jefe y caudillo. En un alazán fogoso viene, de hierro vestido, la gruesa lanza en la cuja, la luenga espada en el cinto; un penacho jalde y negro, cual matorral sobre un risco, ondea sobre su almete, y da al sol variados visos. El ancho dorado escudo, de una cadena ceñido, ostenta la banda negra, timbre de su casa antiguo. Vienen tras él diez jinetes, de la cimera al estribo armados de punta en blanco, y en las lanzas pendoncillos. Marchan todos en silencio, y en todos el sobrescrito de gran duelo y gran tristeza se ve de ballesta a tiro. Se dijera ser la escolta, no de un caballero vivo, sí de un caballero muerto que iba al postrimer asilo. En medio de ellos venía, cabizbajo y abatido, caballero en una mula con jaeces harto ricos, un insigne personaje, de aspecto notable y digno, de estatura no muy alta, pero gallarda y de brío. Un sayo de paño verde con franjas de oro guarnido es su traje, y lleva al hombro, más blanco que los armiños, un gran manto, en cuyos pliegues la cruz roja, distintivo de maestre de Santiago, luce en recamo prolijo, y una toca de velludo negro con bordados picos, mas sin airón ni garzota, es de su cabeza abrigo. Era su mirar resuelto, bien que apagado y sombrío, y su aire tan de persona de poder y de dominio, que por más que se notaba ser un preso, descubrirlo sin sentir era imposible cierto respeto sumiso. Don Álvaro era de Luna, del rey don Juan favorito, que a Castilla largos años rigió sin freno a su arbitrio. Cuando emparejó la tropa con los dos padres franciscos, paráronse éstos, y humildes, saludo cortés y fino hicieron al condestable, de quien eran muy amigos. don Álvaro contestóles tan galán como expresivo. Ellos en la armada escolta se ingirieron de improviso, tomando del gran maestre a uno y otro lado sitio. Largo rato caminaron todos en silencio hundidos; pero al cabo el padre Espina se resolvió, y así dijo: «En verdad, señor, que valen poco del mundo mezquino las honras y los haberes para el varón de juïcio. »El hombre cristiano y cuerdo debe hacia norte más fijo encaminar su esperanza, servir sólo a Dios benigno. »Lo que nos da, lo mantiene, y al que busca en Él asilo, para siempre se lo acuerda en eterno paraíso.» Con grande atención escucha tan saludables avisos don Álvaro, que engañado juzgó, al salir de Portillo, que iba a recobrar honores, favor, riqueza y dominio; y entreviendo en el instante su verdadero destino, se estremeció a pesar suyo, cubrióse de sudor frío, y, «¿Voy a morir acaso?» preguntó como indeciso. Contestóle el religioso: «Todos; mientras somos vivos, vamos a morir. El hombre que va preso... en más peligro...» - «Basta -exclamó el condestable, y dando a su aspecto altivo gran dignidad y gran calma, y al semblante noble brillo-, »Basta -siguió- no es la muerte, cuando se sabe de fijo que llega, tan espantosa como el vulgo vil ha dicho. »Venga pues: si el rey lo quiere, yo con gusto la recibo. Padres, hasta el duro trance no me dejéis, os suplico.» Oyendo tales razones lloró Estúñiga escondido en su celada, y lloraron hasta los armados mismos. Ambos buenos religiosos cumplieron bien con su oficio, consolando al condestable con discreción y con tino, y él, oyéndolos atento, siguió la marcha tranquilo, sin dar de dolor ni susto en su noble rostro viso.