El camino (Saavedra)

​El camino (Saavedra)​ de Ángel de Saavedra


Romance segundo editar

Se alza una nube de polvo   
de lejos por el camino, 
y al tropel que la levanta   
borra y tiene confundido.   

En ella relampaguean   
reflejos de acero limpio,   
y forman un trueno sordo   
herraduras y relinchos.   

Dando lugar a que llegue,   
los religiosos franciscos   
a lento paso se ponen,   
y atrás miran de continuo.  


Se acerca gran cabalgada,   
y vese claro y distinto   
que Diego Estúñiga, el joven,   
es de ella jefe y caudillo.   

En un alazán fogoso 
viene, de hierro vestido,   
la gruesa lanza en la cuja,   
la luenga espada en el cinto;   

un penacho jalde y negro,   
cual matorral sobre un risco, 
ondea sobre su almete,   
y da al sol variados visos.   

El ancho dorado escudo,   
de una cadena ceñido,   
ostenta la banda negra, 
timbre de su casa antiguo.   

Vienen tras él diez jinetes,   
de la cimera al estribo   
armados de punta en blanco,   
y en las lanzas pendoncillos. 

Marchan todos en silencio,   
y en todos el sobrescrito   
de gran duelo y gran tristeza   
se ve de ballesta a tiro.   

Se dijera ser la escolta, 
no de un caballero vivo,   
sí de un caballero muerto   
que iba al postrimer asilo.   

En medio de ellos venía,   
cabizbajo y abatido,  
caballero en una mula   
con jaeces harto ricos,   

un insigne personaje,   
de aspecto notable y digno,   
de estatura no muy alta, 
pero gallarda y de brío.   

Un sayo de paño verde   
con franjas de oro guarnido   
es su traje, y lleva al hombro,   
más blanco que los armiños,

un gran manto, en cuyos pliegues   
la cruz roja, distintivo   
de maestre de Santiago,   
luce en recamo prolijo,   

y una toca de velludo 
negro con bordados picos,   
mas sin airón ni garzota,   
es de su cabeza abrigo.   

Era su mirar resuelto,   
bien que apagado y sombrío, 
y su aire tan de persona   
de poder y de dominio,   

que por más que se notaba   
ser un preso, descubrirlo   
sin sentir era imposible  
cierto respeto sumiso.   

Don Álvaro era de Luna,   
del rey don Juan favorito,   
que a Castilla largos años   
rigió sin freno a su arbitrio. 


Cuando emparejó la tropa   
con los dos padres franciscos,   
paráronse éstos, y humildes,   
saludo cortés y fino   

hicieron al condestable, 
de quien eran muy amigos.   
don Álvaro contestóles   
tan galán como expresivo.   

Ellos en la armada escolta   
se ingirieron de improviso, 
tomando del gran maestre   
a uno y otro lado sitio.   

Largo rato caminaron   
todos en silencio hundidos;   
pero al cabo el padre Espina 
se resolvió, y así dijo:   

«En verdad, señor, que valen   
poco del mundo mezquino   
las honras y los haberes   
para el varón de juïcio.  

»El hombre cristiano y cuerdo   
debe hacia norte más fijo   
encaminar su esperanza,   
servir sólo a Dios benigno.   

»Lo que nos da, lo mantiene, 
y al que busca en Él asilo,   
para siempre se lo acuerda   
en eterno paraíso.»   

Con grande atención escucha   
tan saludables avisos 
don Álvaro, que engañado   
juzgó, al salir de Portillo,   

que iba a recobrar honores,   
favor, riqueza y dominio;   
y entreviendo en el instante 
su verdadero destino,   

se estremeció a pesar suyo,   
cubrióse de sudor frío,   
y, «¿Voy a morir acaso?»   
preguntó como indeciso. 

Contestóle el religioso:   
«Todos; mientras somos vivos,   
vamos a morir. El hombre   
que va preso... en más peligro...»   

- «Basta -exclamó el condestable, 
y dando a su aspecto altivo   
gran dignidad y gran calma,   
y al semblante noble brillo-,   

»Basta -siguió- no es la muerte,   
cuando se sabe de fijo
que llega, tan espantosa   
como el vulgo vil ha dicho.   

»Venga pues: si el rey lo quiere,   
yo con gusto la recibo.   
Padres, hasta el duro trance 
no me dejéis, os suplico.»   

Oyendo tales razones   
lloró Estúñiga escondido   
en su celada, y lloraron   
hasta los armados mismos.   

Ambos buenos religiosos   
cumplieron bien con su oficio,   
consolando al condestable   
con discreción y con tino,   

y él, oyéndolos atento,  
siguió la marcha tranquilo,   
sin dar de dolor ni susto   
en su noble rostro viso.