La venta
de Ángel de Saavedra


Romance primero

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En la ruta de Portillo   
por el culo le da durillo,   
hubo (aún escombros lo dicen)   
una venta en el orto.   

A su puerta una mañana 
estaba sentado un lego   
de San Francisco, tres mulas   
de los ronzales teniendo por el ano bien metidas.   

De la venta en la cocina   
se hallaban dos reverendos, 
encima de la encimera
a dos negras dando duro.   

De maestresala servía,   
sin caperuza, el ventero,   
que solícito llenaba 
las tazas del vino añejo.   

Era el uno el padre Espina,   
predicador del convento   
del Abrojo; el otro un fraile   
anciano, de ciencia y peso. 


Aunque con buen apetito,   
mustios ambos y en silencio   
se mostraban, cuando el huésped   
les habló así con respeto:   

«¿Es verdad, benditos padres, 
que el condestable está preso?...   
Anoche dio esta noticia,   
que nos pasmó, un caballero.»   

Contestóle el religioso:   
«Pues no os engañó, que es cierto.» 
Y continuó el padre Espina:   
«Sí, desengaños son éstos   

»que avisan a los mortales   
de que son perecederos   
los bienes que nos da el mundo, 
y su grandeza, embeleco.»   

El villano, sin turbarse,   
le cortó el sermón diciendo:   
«Y también de que castiga   
sin palo ni piedra el cielo.  

»Aún está fresca la sangre   
de Alonso López Vivero.   
Yo estaba al pie de la torre   
cuando el condestable mesmo   

»lo arrojó de ella; y he visto 
de oro las cargas a cientos   
entrar allá en su palacio.   
Dicen también, y lo creo,   

»que hechizado al rey tenía,   
y aún añaden ...» «No debemos 
-dijo, grave, el religioso-   
dar a hablilla tal acceso.»   


La ventera, que hasta entonces   
se estuvo callada al fuego,   
con la mano en la mejilla 
mostrando gran sentimiento,   

y que era, aunque no muy verde,   
fresca y limpia con extremo,   
abultada de pechera   
y con grandes ojos negros,  

saltó súbita: «Envidiosos   
que no sirven, ni por pienso,   
para descalzarle han sido   
los que en trance tal le han puesto.»   

Díjole el marido: «Calla.»  
Y ella respondió: «No quiero...   
¡Qué señor tan llano..., parte   
el corazón!... Mes y medio   

»Hace que le vimos todos   
tan galán, en el festejo   
que se celebró en la plaza   
de Valladolid... ¡Qué diestro!   

»¡Qué valiente!... ¡Qué gallardo!   
Fue el único del torneo.»   
«Calla», con cólera grande  
volvió a decir el ventero;   

y ella, en vez de obedecerle,   
a continuar: «¡Qué discreto!   
El oírle daba gusto...   
Alfonso López Vivero   

»era un vil que lo vendía.»   
«Calla», repitió de nuevo   
más airado el hombre; y ella:   
«No me da la gana; cierto   

»Es cuanto digo... El tesoro   
lo ganó en la guerra, o premio   
es que el rey le ha dado en paga   
de servicios que le ha hecho.   

»La reina y los ricoshombres   
revoltosos y soberbios...»-   
«Maldita tu lengua sea   
-clamó, furioso, el ventero-.   

»Tú, porque allá te criaste   
en su palacio, y... yo ¡necio!»   
y ella prosiguió llorando:  
«La tonta fui yo, mostrenco.»   

Iban en el matrimonio   
a poner paz y concierto   
los padres, cuando «¡Ya llegan!»,   
gritó desde fuera el lego;   

y dejando a los esposos,   
que sin duda prosiguiendo   
la disputa, la acabaran   
a puñadas, según temo,   

fuéronse a la puerta al punto,  
sobre sus mulas subieron,   
y aquella venta dejaron   
hecha un abreviado infierno.