La tortilla de Juanito

Cuentos de Leopoldo Lugones
La tortilla de Juanito
LA TORTILLA DE JUANITO



C

uento, no sé ninguno de amor; pero te narraré una historia que podría ser un cuento, aun cuando estos salen más entretenidos, bien lo veo, pues tienen en su favor el encanto de la mentira...

No más que por verte hacer otra vez ese pucherito de guindas almibaradas, dijera yo mil perrerías de la Verdad; pero tu mohín (pongámoslo en estilo reporticio) es injustificado.

Por tu sexo y tus primaveras que cabrían, bien contadas, en un soneto con estrambote; por tu sexo, tus primaveras y la delicada gracia de tu rostro en que anticipan sus palideces románticos insomnios; por tu sexo, tus primaveras, tu graciosa faz y la esbeltez de tu busto, que semeja un fino ramillete; sin mencionar tus lindas manos, ni elogiar tus lindos pies que la falda avara cubrirá bien pronto—por todo eso, María Eugenia, eres una obra de arte y en consecuencia esencialmente artificial. Como Estela, como Eulalia, como Hortensia, como todas tus hermanas en juventud y en hormosura, has nacido para la mentira, la divina mentira de belleza que todos cultivamos en nuestro huertecillo interior.

No te impacientes si me encuentras filósofo, pues mi filosofía es amable y justifica todos los artificios del tocador, condenando solamente sus excesos, por antiestéticos, pues digan lo que quieran los moralistas, las mujeres pintadas son adorables.

Demasiado fea es la realidad para empeñarse tanto en poseerla, y por eso ha de predominar siempre, sobre toda razón, la coquetería con sus agridulces falacías, manifiestas de igual modo en tus afeites y en las margaritas con que Rosa, la novia de Juanito, se refregaba las mejillas... Pero ahora recuerdo que aun no sabes quiénes son Rosa y Juanito.

Rosa es la chiquilla más avispada del lugar y tiene doce años; Juanito es el chico más callado de la población y tiene catorce. Va para tres que la madre de Rosa murió, y su padre se llama Manuelote el carretero, un jastial a quien suponen malo por que es terriblemente forzudo, aunque debe de ser bueno porque Rosa tiene calzones bordados y canta a gritos en su casa. Es fácil ver lo primero cuando ella pone a secar la ropa sobre el cerco de ramas, y oir lo segundo cuando lava en el traspatio.

Juanito, que es huérfano, vive con su tía la señora Agueda, solterona a quien tachan de cicatera porque tiene una nariz de huso y se ha vuelto un poco beata; pero que no debe de serlo, pues recogió al chico y le cría por su cuenta, no contando para vivir sino con sus gallinas.

Las gallinas de la señora Agueda son célebres en los alrededores, tanto por la diversidad de sus razas cuanto por la calidad de sus huevos, que Juanito lleva todos los sábados al mercado de la ciudad. Esto constituye lo más pesado de su tarea, limitada, por lo demás, a la recolección diaria del suculento producto.

Efectivamente, todos los días, a eso de las once, cuando el bochorno empieza a difundir modorras de estío, y suenan en todas direcciones, como broncas matracas, los cacareos denunciadores, Juanito sale con su cesto y se interna en el bosquecillo inmediato, pues las gallinas, completamente libres, anidan en los matorrales.

Algunas se alejan mucho, siendo necesario vigilarlas para que no vayan a quedarse por ahí cluecas y se las coman los zorros. Así, la señora Agueda suele no extrañar las demoras de Juanito pero en los últimos tiempos estas son tan prolongadas, que ha debido regañarle. Además, volvió al otro día con el asa del canasto rota; y aunque le ha puesto un cordel en reemplazo, no es lo mismo, pues aquel se balancea demasiado.

Juanito soporta en silencio las amonestaciones de su tía y vuelve a demorarse. Empero, la producción de huevos no disminuye, y él, fortalecido por esto, sostiene que cómo no va a tardar, si el pasto ha disminuído mucho con el picoteo, y las gallinas, buscándolo más lejos, se han vuelto muy calaveras ahora...

El bosquecillo en cuestión llega husta la falda de una loma donde Rosa suele pastorear su majada, pues Manuelote es rico y tiene cabras, y dos carretas con tres yuntas de bueyes, y tres caballos.

Fueran inútiles los rodeos, hubiéndoseme: ya escapado que Rosa es novia de Juanito: y entre chicos campesinos, es decir un poco bobos, y pobres, es decir antipáticos, no cabe noviazgo sin amor. Eso queda para tus amiguitas, que sueñan con los honorables cuarentones del comercio y de la industria, y para tí cuando pienses en nodos. El amor así a la tremenda, con lágrimas y sin encajes, es una grosería de palurdos y de pobretes, que pondria en ridículo a una señorita bien. Pero como Juanito y Rosa eran dos salvajillos, se adoraban.

Ahora bien, Manuelote había sospechado algo de esto, advertido por el colorete de las margaritas, y por ciertos indicios más serios, como ser el quedarse Rosa durante grandes ratos con la aguja a media puntada, y el cambiarse varias veces al día, pasando del azul al rosa y del rosa al azul, la cinta de sus cabellos.

Verdad es que a Juanito le pasaba lo mismo, pues se arañaba rabiosamente con el peine, no queriendo andar ya sino de pantalón blanco muy bien planchado.

Manuelote interrogó un día a su hija, mas despertó tal indignación en ella, y tan copiosas lágrimas, que vaciló.

—¿Pero qué creía de ella, por Dios?... ¿Por qué mujer la tomaba?... ¡Malos!.... ¡Malos!.... Todos eran malos con ella!... El también, aunque fuera su padre. No la quería nada, nada, nadita!...

La cosa pasó, no sin cierto asombro de Manuelote ante lo intempestivo de aquella crisis, e hicieron las paces con muchas earicias, tan exageradas por parte de Rosa, que casi se lo comió a besos.

Tres días después, Manuelote buscaba por la falda de la loma que conocemos el rastro de uno de sus bueyes, cuando sintió el murmullo de un diálogo. Era, no cabía duda, la voz de Rosa: y así por ver con quien hablaba, como por bromear, sorprendiéndola, se deslizó hasta un tronco inmediato al sitio.

Rosa, monísima con su mejillas pintadas, los ojos bajos, visible la palpitación de su pecho en el escotito de su corpiño demasiado infantil, estaba sentada sobre la afrontuosidad de una peña, y hacía con el ruedo de su delantal un rollito muy apretado. Juanito, de pie ante ella, empinado el sombrero, cruzadas las manos a la espalda, balanceaba el canasto lleno de huevos, ya golpeándose con él las pantorrillas.

Rosa hablaba:

"¿Para qué se lo hacía decir tanto?... Sí, le quería y pensaba mucho en él. Tenía una estrellita para pensar en él cuando le venia la tristeza de la tarde."

—¿Y el beso que me prometiste ayer?... suplicó Juanito.

Hubo una larga pausa.

—¿...y el beso? — volvió a preguntar el muchacho.

Acometió a Rosa un temblor tan fuerte que casi la hizo caer, y bruscamente rompió a llorar. Juanito giró una mirada afligida, visiblemente turbado ante aquella situación en la cual nada se le ocurría. La chica sollozó:

—Si te prometí Juanito... Pero... no puedo...

Y entonces apareció Manuelote.

Tan petrificados se quedaron, que Rosa cesó de llorar, con las manos crispadas a la altura del rostro y corriéndole entre los dedos lágrimas rosas, pues el carmín floral se le desteñía: en cuanto a Juanito, dejó caer el cesto sin notarlo y permaneció en su sitio, temblándole ligeramente los labios pálidos.

Munuelote avanzó furibundo. ¿Fuera de ahí esa mocosa! Y encarándose con Juanito:

—Ah, bribón! Con que eras tú, no? Vas a ver ahora!

Amagó un bofetón que indudablemente no pensaba dar: el chico intentó retroceder, tropezó y cayó sentado sobre el canasto.

Un ¡ay! de Rosa desvió las furias paternales.

—A casa! A casa, he dicho!

Echó ella a correr, y el monstruo la siguió con enormes trancos.

Apenas desaparecieron, Juanito brincó presuroso, y olvidando el maltrecho cesto se internó por los matorrales, hacia lo más intrincado, no volviera aquel bárbaro, y le rompiera dos costillas.

Cuando se consideró seguro, empezó a caminar lentamente, cavilando sobre su situación, y hasta creo—Dios me perdone — que maldijo su amor en un arranque de despecho.

Pero el buen Amor velaba por él, como vas a verlo.

Entretanto, Manuelote había conferenciado con la señora Agueda, refiriéndole el suceso. Ella, es claro, se horrorizó con toda la sencillez de su virginidad resignada; pero, compasiva al fin, no pudo menos de preguntar:

—Y le pegó fuerte, Manuel? Le pegó, diga?...

—No, no; qué le iba a pegar. Eso quedaba para ella; cada cual arreglaba a sus muchachos.

La señora Agueda se dispuso a ser terrible. Eligió entre varios lazos, sin decidirse por ninguno, a decir verdad; pero arrebatada de indignación cuanto viera al culpable, improvisaría con cualquiera un látigo.

El momento crítico llegó, Juanito venía lentamente, sollozando; pues como infiriera por la cura de su tía que algo grave iba a pasar, simuló un copioso llanto.

La señora Agueda no se conmovió. Puesta en jarras frente a la puerta, fruncido el ceño, pálida, casi blanca la punta de su largu nariz, esperó que el reo pasara. Y como notase que había perdido el canasto, si indignación aumentó. ¡Ahora sí que le escarmentaría de veras!

Todo esto mientras Juanito llegaba. Pero cuando pasó por detrás, notando en qué estado venían sus pantalones blancos. toda su ira rebotó sobre Manuelote

—El bruto!... Qué manera de castigar al pobre chico! Y quería más azotes aún! Como sería la paliza que le dió cuando....

Así fué cómo el buen Amor salvó a Juanito de una soba.