Las manzanas verdes

Cuentos de Leopoldo Lugones
Las manzanas verdes
LAS MANZANAS VERDES


E

ntre las casas de Naira y de Braulio, había un manzano; pero este manzano pertenecía verdaderamente a la casa de Naira. Braulio y Naira eran dos pequeños campesinos que se amaban:

Amábanse, pero eran desdichados. Pues Naira vivía minuciosamente vigilada por la tía Miseración que era también su madrina y que la había criado.

No abandonada aún con la timidez la sumaria correspondencia de los suspiros, sorprendiólos la tía una tarde, muy arrobados y colorados, al pie del árbol solariego; tan tembloroso él en la turbación de su dicha: que las piernas se le volvieron longanizas y no pudo moverse, sintiéndose horriblemente descubierto e idiota; anonadada ella por emoción tan tumultuosa, que sólo supo arderse más en rubor como una brasa soplada, y bajar mucho la cabeza, y denunciarse más con las dos lágrimns clarísimas y grandes en que desbordaron sus párpados presurosos.

Y para colmo, al airado "¿qué haces aquí?" de la tía, su confusión habíale impuesto la necedad de responder:

— Buscaba manzanas... —Manzanas en febrero! Cuando no son todavía más que bolitas verdes de insoportable aeritud.

Todo lo cual fué empeorado aún por el aturullado Braulio, que añadió con la falsedad más visible de este mundo:

—Buscábamos manzanas...

La tía adoraba a Naira; pero tenía, respecto al decoro, escrúpulos tiránicos, y hasta cierto inconsciente escándalo de solterona — azás inconsciente por cierto, pues gozaba de una inmensa bondad — ante el esplendor de aquella primavera.

Así, no pudo menos, mientras endilgaba por un brazo a la chica en autoritario rumbo de hogar defendido, no pudo menos de volverse hacia Braulio, diciéndole con la indignación irónica que merecía su falsedad:

—¿Manzanas, atrevido? ¡Están verdes!


Los chicos, a decir verdad, no se habían dicho una palabra, y hasta ignoraban el secreto de su encanto. Los catorce años de él y los doce de ella, eran demasiado ignorantes para definirlo; pero, despedido Braulio inexorablemente de la casa de Naira, el dolor habló en él y muy luego comprendió que estaba enamorado.

El ridículo incidente del manzano, había cavado, no obstante, un abismo para el chico. Aun hallando sola a Naira, jamás hubiese osado declararle su amor. Entonces, después de bien padecer, como es justo, decidió emplear el lenguaje de los símbolos, caro a los amantes, ideando una estratagema.

La estación fué mala. El manzano perdió casi toda su fruta antes de que llegara a pintar. Verdad es que algo insólito concurría a agravar las naturales plagas, pues durante varias noches la tía creyó oir ruidos en el árbol: quizá alguna comadreja. Pero andaba mal de salud para levantarse, y Naira tenía miedo.

Así llegó mayo, precozmente frío para peor. La pobre tía Miseración tosía mucho, pero, enternecida por la enfermedad, mimaba como nunca a Naira cuyo perdón era ya completo.

Naira se había puesto endiabladamente bonita, la cual aumentaba, como es natural, el dolor de Braulio, que seguía sin poder hablarla. Su furtiva comunicación tuvo que limitarse a señalarle dos o tres veces el manzano.

Una siesta, la tía, que decididamente enfermaba, cosía disfrutando del solcito ya invernal, al pie del árbol, cuando Naira notó de pronto que se había dormido. Sueño profundo, sin duda, en la tibia apacibilidad de la huerta.

Naira decidió, entonces subir al manzano. Por más que escudriñara desde abajo la copa, no podía discernir hasta entonces el ademán de Braulio.

Unas cuantas trepadas, lleváronla con ágil suavidad de ardilla hasta los altos gajos. Allá, entre las hojas, quedaban solamente cinco manzanas. Exigua cosecha que hizo, sin embargo, desfallecer dulcemente su alma; pues sobre el carmín de cuatro de ellas resaltaban en verde tierno otros tantos corazones atravesados por la flecha inmortal.

Pero cuando su mano se extendía hacia la quinta fruta, sintió un vértigo de pronto.

Sobre el caballete de la pared medianil que los gajos del árbol cobijaban, apareció la cabeza de Braulio. Una mirada le rebeló todo; y heroico, rojo, deliciosa y terriblemente audaz para el corazoncillo de Naira, el imprudente comenzó a subir.

Inútiles fueron los ademanes desesperados con que la chica procuró contenerle. El caso es que, no pudiendo ya descender hubo de esperarle, muda, en esa deliciosa alarma que la mujer goza como una embriaguez suprema bajo el imperio de la intriga y la fatalidad.

Candentes de intimidad, breves palabras explicaron todo. De esas palabras cuyo anhelo siente en soplos que anticipan besos, muy junto a ella la orejita muy roja.

"El trepó durante las pasadas noches al árbol, buscó al tanteo las frutas, pegó sobre ellas los papelitos destinados a impedir la coloración del punto que cubriesen, para declararle así su amor, con galantería pastoril, en la noble madurez de las manzanas."

¡Ah, y también se había vengado! Podía verse esto en la única fruta no cortada aún por Naira.

Reaultaban sobre ella, en efecto, en zurdas letras, estas palabras: "la tía"; y al lado mismo una calavera con las dos tibias de rigor.

¿Como resistir al beso que merecían, sin duda, tan buen amante y tan graciosa ocurrencia?

¡Ay! Pero aquel beso provocó una catástrofe. Pues sin que supieran cómo, hete aquí que, al unirse sus labios, Naira dejó escapar de su regazo las frutas.

Al cuádruple golpe despertó la tía; y recogiendo el cuerpo del delito (afortunadamente la manzana vengativa quedaba en poder de Braulio) levantó la cabeza.

Bastaba la pintura de las frutas para revelarle todo; así es que hubo de prenderse en gran cólera.

Pero la actitud de los chicos era tan cómica, estaban verdaderamente tan necios y tan lindos, que la tía se echó a reir, diciendo:

—Vamos, Braulio, vamos. Tira la otra manzana.

¡La otra manzana! Aquí sí que se hundía toda la felicidad.

Entonces Naira tuvo una inspiración. Arrebató la fruta a su compañero, y de un mordisco se comió la injuriosa figura.

La tía, sin embargo, perdonó todo, a cambio de la verdad. Y desde entonces los chicos, pronto consumadas las bienhechoras frutas, sólo tuvieron que apresurarse a madurar sus adolescencias como sendas manzanas, para ir lo más pronto posible, bajo la tierna honestidad de la tía Miseración — mística policía de esa angelical embriaguez — a renovar la cosecha en el Paraíso...