Cuentos
de Leopoldo Lugones
Piuma al vento
PIUMA AL VENTO


Q

ué gran payaso aquel "Pass-key"!

Cuando concluían los saltos mortales de doble tumbo por sobre una fila de doce caballos y tres hombres encimados, en un silencio casi solemne de la orquesta; cuando remataba sus proezas de fuerza, asiendo un piquete de la barra con su brazo rígido, para bajar, girando en espiral sobre este único apoyo, hasta dar sentado en el piso; cuando terminaban los vuelos vertiginosos de los trapecios y las serenatas grotescas, rasgueadas con un pie tras de la nuca, venía la suerte clásica.

El colega Arlequín soplaba hacia el techo, por medio de una cerbatana, una pluma de pavo real. La pluma surgía veloz, como un cohete, llegaba al techo casi; luego, describiendo una lenta curva, caía, caía titubeando, y el payaso la recibía en la punta de su nariz. Cambiaba sus posturas, se descoyuntaba en todas las formas, sosteniéndola siempre; simulaba la cacería de un ratón por toda la pista, manteniendo el sutil equilibrio; llegaba hasta ponerse de espaldas y erguirse otra vez, sin perderlo, mientras los violines susurraban un airecillo tirolés. Y la infalible de su acierto sorprendía.

Ni los juegos ecuestres que la húngara de lozanas piernas ejecutaba, ni los equilibristas japoneses, ni los excéntricos yanquis, ni el ciclista francés con sus paradójicas geometrías, ni el parque zoológico con sus curiosidades, entusiasmaban tanto al público como aquella suerte de la pluma. Había de veras algo artístico en el juego fino y elegante da aquel payaso, que vestía todo de blanco como el "Gilles" de Watteau; una especie de flexible esgrima, en complicación de curvas silenciosas como los trazos de un blando lápiz, cierta vaga angustia en aquella destreza obligada a luchar con el aire, como con un duende invisible, y hasta cierto incentivo de azar en la indecisa levedad de esa pluma...

—¿...Te acuerdas Gabriela?

El payaso estaba enamorado, sin embargo; y este "sin embargo" es un mérito que le agrego, pues bien se sabe cuánto rompen el equilibrio las palpitaciones de corazón. Estaba enamorado de una muchacha rubia que una noche le tiró flores a la pista. Sola en su palco, afrontó sin desconcertarse el murmullo de asombro canallesco que semejante arte produjo: y el payaso, admirado de aquel heroismo que le llenó el pecho con un calor de buen vino, la adoró.

Nunca había amado en serio, absorto desde chico por la preocupación de su arte, distrayendo apenas tal cual noche en parrandas de camaradería, cuya torpeza no incitaba a reincidir.

Pero aquella muchacha galante, con su excesivo perfume de flor estrujada, su fugacidad de capricho y sus intrínsecas maldades de ponzoña, le enloquecía. Llegó a querer todos sus artificios — sus artificios más que sus encantos — las falsas ojeras, el carmín comprado, el lunar postizo y hasta el ceceo que acaramelaba sus palabras. Y el idilio duró un mes, al cabo del cual tuvieron una disputa.

Berta sostuvo (se llamaba Berta) que aquello de la pluma no podía ser. Que tenía un peso en la punta y por esto caía tan bien, o alguna pega, o algo, ¡que sabía ella!... ¡Nunca había estado en circos!... Dijo mil disparates hirientes, y por último sostuvo que debía tratarse de un imán.

En vano intentó su amante disuadirla, riendo de sus tonterías al principio; después ofendido hasta el alma por esa duda. Tres años de trabajo obscuro le había costado aquello, de cólera, de desazones, de torturados abandonos: aquella futilidad que hacía reir... Y ella, ella tan luego, no creía?...

Por último Berta propuso que la próxima vez, acabado el juego, le diese la pluma para verla bien; pues ¡qué quería!... No se alcanzaba a convencer. Pero allá, en el circo mismo ¿eh?... Y si la pluma no tenía nada, vería cómo erraba el golpe!

El despechado artista aceptó.

Dos días después llegó el momento. Berta resplandecía en su palco. Pasaron los malabaristas, los yanquis, el trapecio, la barra, los saltos, los perros sabios que aquella noche estrenaban una nueva habilidad, concertando y llevando a cabo un duelo por los amores de una doncella. Pasó, la húngara en su caballo negro, pasó la familia Bill con sus palomas amaestradas.. hubo un silencio... un ondulante cuchilleo.... y el director de la compañía avanzó hasta la mitad del circo.

—Respetable público por una indisposición repentina del payaso "Pass-key", se suspende la suerte de la pluma.

Y como en previsión del murmurado descontento, apareció, en su azulino traje de marquesita Luis XV, Mlle. Olivie la bailarina.

Los diarios de la mañana siguiente anunciaron que "Pass-key" se había suicidado, ignorándose las causas de su fatal resolución; y hasta escribieron necrológicas, muy filosóficas por cierto.

La pluma, que yo ví, no tenía artificio alguno.