La sublevación de Martínez: 3


Capítulo III editar

Cuando Guadalupe deseaba dar broma al general en presencia de sus contertulios, se expresaba así:

—Este viejo, aquí donde ustedes lo ven, anda enamorado, loco, detrás de la Gringuita.

Cerrando una mano, le apuntaba con el dedo índice, y añadía, amenazante:

—¡Que te pille yo, y verás lo que es bueno!

Pero á continuación, considerando que la broma había durado bastante, decía con gravedad:

—La Gringuita es una joven muy apreciable, que gana su vida y mantiene á todos sus hermanos. Además, ¡lo que sabe! Yo me quedo asombrada escuchándola. Parece mentira que una mujer pueda estudiar tanto.... Perderías el tiempo, viejo. Esa no te hace caso á ti.

Era hija de un maestro de escuela que había muerto el año anterior. Se educaba en los Estados Unidos cuando esta desgracia la obligó á volver al país, dejando incompletos sus estudios. Quería servir de madre á sus hermanos menores, que después de muerto el padre, quedaban completamente solos en la casa. Seis años de vida en Nueva York habían desfigurado á esta joven mejicana, dándole otras costumbres y hasta un aspecto físico completamente diferente.

Los personajes de la ciudad la protegían, seducidos por sus finas maneras y por la sencillez con que hablaba de unos estudios que sólo conocían ellos de oídas. La habían colocado como maestra en una de las principales escuelas y prometían ayudarla en la realización de todas las innovaciones que proyectaba.

Algunas solteronas feas y de carácter agriado torcían el gesto ante el entusiasmo pedagógico de los hombres.

—¡Claro!... ¡La Gringuita es tan primorosa!...

Martínez figuraba entre los protectores de la maestra.

—Yo soy un hombre de progreso, ¿saben?—decía al hablar de ella—; por eso me interesan los proyectos de esa niña que ha estudiado con los gringos. Su pobre padre tuvo una excelente idea al enviarla á Nueva York para que aprendiese lo que no sabemos nosotros. La aprecio mucho, por su seriedad sobre todo. En cuanto á su hermosura, de la que tanto hablan las malas lenguas, ¡pchs!...

El general hacía un gesto de duda que casi llegaba á ser despectivo. Tenía razón: la belleza de Dora no era extraordinaria. La maestrita poseía el encanto de la juventud, una juventud ágil y sana, mantenida por los deportes y la higiene.

Pero lo que se callaba Doroteo era que él la prefería á las beldades del país por lo mismo que resultaba distinta á todas. Como recuerdo de su madre—una extranjera que se había casado en Méjico con el maestro para producir media docena de hijos y morirse inmediatamente—, tenía el pelo de un rubio ceniciento y los ojos verdes claros. En cambio, todas las mujeres del país eran morenas pálidas, con cabelleras de un negro intenso.

Dora iba vestida con unos trajecitos baratos, sencillos y elegantes, que el general había admirado muchas veces en los periódicos ilustrados. Tocaba el piano, cantaba en inglés y tenía la soltura y las formas gimnásticas de un muchacho.

La generala centelleaba de joyas, iba envuelta en sedas y bordados, como la imagen de la Virgen patrona de la ciudad; llevaba peinetas altas como torres sobre su apretada cabellera; tocaba la guitarra y prescindía de sentarse en los sillones y en todo mueble que tuviese brazos, por miedo á no poder introducir entre ellos sus exuberancias dorsales.

Cuando la maestrita se ponía bajo un rayo de sol, su cutis blanco parecía dorarse con la luminosidad de un vello finísimo semejante al de los frutos en sazón. Igual había sido Guadalupe en otros tiempos, pero ahora un bigote cada vez menos discreto empezaba á entenebrecer su boca.

El héroe visitaba con frecuencia la escuela de Dora, lanzando discursos á los niños, en los que repetía que la revolución se había hecho especialmente para el fomento de la enseñanza. También se apresuraba á entrar en el salón de su mujer siempre que le avisaban que la maestrita hacía tertulia á doña Guadalupe. Delante de la gente balbuceaba preguntas sobre los progresos de los gringos, abriendo los ojos con asombro cuando la joven le hablaba de la grandeza de su amada Columbia University, en la que había pasado sus mejores años.

—Usted dirigirá una Universidad igual ó parecida, señorita: yo se lo prometo. El gobierno dará los millones que se necesiten para construirla. Y si no los da, soy capaz de.... En fin, ¿qué no haré yo por la instrucción? ¿qué no haré por...?

Iba á añadir «por usted», pero se detenía mirando á la pomposa generala. Luego, por un deseo irresistible de establecer comparaciones, comenzaba á admirar con ojos disimulados la belleza especial de esta joven que parecía un muchacho con faldas, sintiendo al mismo tiempo en su paladar el sabor ácido y picante de un fruto todavía verde.

Tuvo que abstenerse de sacar á bailar á la maestrita cuando se celebraban fiestas en la Comandancia.

—¡Pobre viejo!—le decía Guadalupe—. ¿No ves que aburres á esa pobre señorita? Además, la gente se ríe un poco de ti.

¡Reírse del héroe de Cerro Pardo!... Que probasen á hacerlo francamente, y él enviaría á los burlones á dar una vuelta por el foyer del teatro, donde funcionaba el Consejo de guerra siempre que lo exigía la salud de la patria.

Una mañana, con los ojos hinchados por el insomnio, le entregó un papel á su secretario.

—Sandoval, dígame qué le parece. Cuando yo era muchacho y aún no había aprendido á leer, inventé muchos versos como éstos, mientras punteaba la guitarra. Usted pondrá lo que les falte: yo entiendo poco en eso de la ortografía. ¿Qué me dice de ellos?

El poeta se acordó de dos ocasiones en que el héroe, irritado por su franqueza, le había dado varias bofetadas, manifestando luego su arrepentimiento con valiosos regalos. Olvidó los regalos para acordarse únicamente de los golpes, y tuvo prisa en manifestar su entusiasmo por los versos. Eran de amor, é iban dirigidos á una mujer cuyo nombre quedaba en el misterio, pero el secretario la reconoció desde la primera estrofa.

—Publíquelos mañana mismo en el mejor sitio de mi diario oficial. Como firma, la misma que llevan: El caballero de la ardiente mirada. Es un apodo que encontré en no sé qué novela, y me gustó tanto, que lo he guardado para mí.

Sandoval quiso marcharse con los versos, pero el autor todavía le dió otra orden.

—Mañana escriba á máquina un anónimo para la persona que usted sabe, y dígale que El caballero de la ardiente mirada y el general Martínez son una misma persona.

No consideró suficiente esta indiscreción, en vista de la serena indiferencia de la maestra, y pocos días después hizo una visita á la escuela, declarando á Dora de pronto todos los deseos, las esperanzas y las contrariedades que formaban lo que él llamaba «el mayor amor de mi vida».

—¡Oh, general!... ¡Haberse fijado en una pobrecita como yo!...

Parecía próxima á desmayarse de sorpresa, como si nunca hubiese sospechado esta pasión, extrañándose de ella con toda la ingenuidad de que es capaz el disimulo femenil. Pero hacía meses que se había dado cuenta del enamoramiento del héroe, riendo á solas de sus tímidas insinuaciones.

En vano Martínez habló de su amor. La maestrita movía la cabeza negativamente. La existencia no era para ella una sucesión de delicias. Graves deberes la obligaban á mirar las cosas con seriedad. Era pobre: debía mantener y educar á sus hermanos.

—Yo me casaré con usted—dijo Martínez con un tono dramático, como si arrostrase el mayor de los peligros—. Comprenderá usted que he pensado en eso antes de hablarla. Usted no es una «pelada»; usted es una señorita, una profesora que ha estudiado, y yo respeto mucho á las personas científicas....

Luego añadió triunfalmente:

—Por algo nos hemos batido en la revolución, para algo hemos establecido el divorcio.

Los enemigos de la revolución afirmaban que era más urgente que el divorcio dar una ley obligando á las parejas á casarse, pues la mayoría de las gentes del país, para evitar gastos y molestias, prescindían de las formalidades del matrimonio, viviendo en estado natural, como sus ascendientes. Pero Doroteo se sentía ahora satisfecho de haber dado su sangre por el triunfo del divorcio.

Dora no participaba de este entusiasmo. Pareció asustarse de verdad, temblando ante la idea de casarse con Martínez, más aún que si éste hubiese intentado una violencia contra ella.

—¡Qué horror!... ¡Divorciarse usted de la generala!... ¡Tener yo por enemiga á doña Guadalupe!...

Sólo la suposición de que la amazona gloriosa pudiera perseguirla con su venganza hacía temblar las piernas de la maestra. El general participó por reflejo de esta inquietud. Su Guadalupe era realmente temible, pero esto no podía impedir que empezase á odiarla. ¿Hasta cuándo iba á sufrir su despotismo?...

Los meses sucesivos fueron de desaliento para el héroe. Dora evitaba los encuentros con él, apelando á ciertas astucias que el general no podía prever.

Cada vez la deseaba con mayor vehemencia. En ciertos momentos volvía á resucitar el guerrillero en el interior del comandante en jefe de operaciones.

¿No le era fácil robar á la profesora y llevársela al campo? Él tenía entre su gente muchos hombres de confianza. Pero á continuación se acordaba de sus enemigos, de los periódicos de la capital, de que Dora era «una persona científica» y el asunto metería ruido. ¡Un partidario de la instrucción y del progreso robando á una señorita del profesorado!... Además, pensaba en doña Guadalupe, que seguía repitiendo su cariñosa amenaza, pero cada vez con tono menos cordial, erizándosele un poco el mostacho, apuntándole con un índice como si le apuntase con un revólver. «¡Que te pille yo, y verás lo que es bueno!»

Por otra parte, las gentes empezaban á murmurar que la Gringuita tenía un novio. Era un joven de la localidad, que rivalizaba con Sandoval en la confección de versos «á la moderna» y además hacía discursos contra el gobierno. Su pobreza resultaba igual á la de Dora, pero esto no impediría que se casasen muy pronto. ¡Y mientras tanto, él, héroe nacional, gobernante omnipotente, tendría que mantenerse impasible al lado de su doña Guadalupe! ¡Ira de Dios! ¿Para esto había hecho la revolución?...

Los sucesos políticos le obligaron á olvidar momentáneamente sus tristezas amorosas. El «viejo barbón» fué derribado de la presidencia de la República por varios generales, antiguos amigos de él y de Martínez. Éste, á pesar de sus preocupaciones, supo inclinarse instintivamente del lado de los que iban á triunfar.

Cuando asesinaron á Carranza, el heroico Doroteo se encontró en excelentes relaciones con los vencedores y tan comandante de operaciones como en el gobierno anterior. Pero ¡ay! su alto cargo tal vez iba á quedar anulado por innecesario.

Los diversos partidos que infestaban el país de insurrectos en armas parecían haber ajustado una tregua junto al cadáver de Carranza. Todos mostraban un tácito deseo de someterse al nuevo gobierno, para hacer ver al mundo que en Méjico es posible la paz, aunque sólo sea por una temporada.

Los guerrilleros rebeldes se iban presentando á Martínez y á otros generales. Hasta Pancho Villa, el eterno insurrecto, se sometió á los nuevos personajes instalados en la capital, pero con una sumisión orgullosa y magníficamente retribuida. Le daban un millón de pesos, le pagaban los atrasos de toda su gente, y además le permitían que se estableciese en un pueblo, rodeado de sus más seguros partidarios. Lo importante era hacer ver en el extranjero que ya no quedaba ningún insurrecto.

Martínez se irritó al enterarse de lo que le regalaban á su antiguo maestro, como si esto representase una injusticia para él.

—Sea usted leal—decía con amargura—, manténgase disciplinado, y no le darán nada.... ¡Pensar que no me he sublevado nunca y siempre he estado con los gobiernos!

Doña Guadalupe se preocupaba más aún que su esposo del nuevo estado político. Los gobernantes de ahora eran compañeros de revolución á los que no habían visto en varios años. Era preciso buscar un puesto de reposo bien retribuído, hasta que hubiesen otra vez insurrectos en el campo y jefaturas de operaciones. La verdadera historia de Méjico no iba á cortarse para siempre.

Pensó en la conveniencia de que Martínez hiciese un viajecito á la capital para reanudar amistades. Luego dudó de sus condiciones para este trabajo. Era mejor que fuese ella. Precisamente su protector de los tiempos revolucionarios, aquel personaje del que había tenido que defenderse con el látigo, figuraba entre los gobernantes provisionales y era uno de los que aspiraban á la presidencia de la República.

Los periódicos de la capital anunciaron la llegada de la generala Martínez, «digna compañera del héroe de Cerro Pardo»; y pocos días después ocurrió el hecho inaudito, inexplicable, que produjo más emoción y extrañeza trañeza en el país que la mayor parte de las revoluciones anteriores.

Una mañana, los habitantes de la ciudad gobernada por Martínez vieron agruparse en el paseo de la Alameda y la plaza principal varios centenares de jinetes con grandes sombreros y la carabina apoyada en un muslo. Los jefes gritaban indignados:

—¡Han violado la Constitución!...

Los transeúntes empezaron á correr para meterse en sus casas. Que hubiesen violado á la Constitución les importaba poco. La pobre estaba hecha á estas pruebas y podía considerarse la persona más violada de todo Méjico. En su vida no había servido para otra cosa. Pero la gente, que se imaginaba vivir libre por algún tiempo de la calamidad de las sublevaciones militares, huía miedosa al ver que volvían á empezar.

Martínez, con botas altas, dos revólveres al cinto y su gran sombrero campesino de fieltro adornado con el águila de general, escuchaba á su jefe de Estado Mayor.

—Todo está listo. Nuestra gente se muestra conforme. Ya se aburría de tanta paz. ¿Qué grito damos?

—«¡Han violado la Constitución! ¡Abajo el gobierno!»—dijo gravemente el caudillo.

—Eso ya lo hemos gritado, general. Pero falta un viva. ¿A quién le damos viva?

Martínez se rascó la cabeza por debajo del sombrero.

—No sé.... Esperemos. Hay que pensarlo. Yo veré qué personaje quiere ponerse á la cabeza de nuestra revolución. No faltará alguno. Debemos salvar la patria.

Por el momento, los sublevados sólo pudieron gritar: «¡Han violado la Constitución!» Pero ellos, por su parte, también deseaban violar algo; y como en toda sublevación mejicana bien ordenada y que se respeta, empezaron por asaltar, carabina en mano, las tiendas de los extranjeros ó á derribar sus puertas si estaban cerradas, llevándose el dinero y los géneros. Además, golpearon é hirieron á unos cuantos olvidadizos del pasado que se atrevían á protestar y hablaban de sus cónsules, como si las revoluciones de los años anteriores no les hubiesen enseñado nada.

Los soldados querían terminar pronto su trabajo. Estaban enterados del programa de todo general que se subleva en una ciudad. Lo primero es marcharse antes de que lleguen las fuerzas mejor organizadas que guarnecen la capital con toda su artillería. Después vuelven á ella si han adquirido nuevas fuerzas en el campo.

Lo mismo ocurrió esta vez. Doroteo Martínez se fué de la ciudad con sus «leales»; pero como necesitaba consolarse de que hubiesen violado á la Constitución, se llevó á viva fuerza á Dora. Sus hermanitos lloraron mostrando los puños impotentes á un automóvil en el que gritaba y se agitaba la maestrita sin poder librarse de sus raptores.

Todo el resto de la nación se asombró tanto como el vecindario de la ciudad. Una sublevación no tenía nada de extraordinario. En diez años no se había visto otra cosa. ¿Pero sublevarse Martínez, que siempre había estado de acuerdo con los que mandaban?...

En el Palacio de Méjico, el presidente provisional, los ministros y los personajes que dirigían al gobierno se miraban con extrañeza al comentar este acto inexplicable.

—Pero ¿qué le ha dado á ese hombre?... ¿Qué es lo que busca?... Si deseaba algo, no tenía mas que haberlo pedido.

El asombro les hacía suponer fuerzas ocultas y temibles detrás del sublevado. Algunos hablaron de meter inmediatamente en la cárcel á varios personajes de la capital para someterlos á un Consejo de guerra.

El poderoso caudillo que pasaba por ser el protector de Martínez y de su esposa parecía más indignado que los otros, para librarse de este modo de toda sospecha de complicidad.

Precisamente cuando hablaba de la conveniencia de fusilar á un hombre que no se había sublevado nunca y sólo se decidía á hacerlo cuando los antiguos insurrectos acordaban mantenerse en paz, anunciaron á la generala Martínez.

Entró doña Guadalupe. Muchos de los presentes, que eran jóvenes y tenían aficiones literarias, creyeron ver la imagen de la Venganza. Parecía con más bigote; los ojos le brillaban de tal modo, que era difícil mirarla de frente. Sobre la torre de su cabellera temblaba un gran sombrero de terciopelo que había sustituido momentáneamente á la gran peineta de su vida de salón.

—¿Le parece á usted bien lo que ha hecho ese imbécil?—gritó el protector antes de saludarla—. ¿No merece que...?

Pero se detuvo, impresionado por el aspecto de la generala. Nunca la había visto tan interesante: ni aun cuando se defendió de él con el látigo.

—Vengo á pedir al gobierno—dijo solemnemente la amazona—que me dé el mando de un batallón. Yo me encargo de batir á ese sinvergüenzón.

Y añadió que lo traería allí mismo, atado con una cinta de sus enaguas.

El presidente, los ministros y demás personajes empezaron á mirar con cierto interés risueño á la generala, dejando á su compañero la tarea de contestarle.

—¡Calma, doña Guadalupe!—dijo éste—. Hablemos en serio. Un batallón no se le entrega á una mujer.

—Entonces, pido que se me permita marchar con las fuerzas que saldrán á perseguirle. Ya sabe usted que yo he hecho la guerra. Deseo ir como simple soldado.

El personaje intentó desviar la conversación, para no repetir su negativa.

—Pero ¿por qué se ha sublevado ese hombre? ¿Qué mal le ha hecho el gobierno?...

La generala contestó con un gesto de extrañeza. ¿Qué tenía que ver el gobierno en tal asunto?... Luego, sus ojos se humedecieron con lágrimas de cólera. Su voz se puso ronca y apretó los puños:

—¡Si él los quiere mucho á todos ustedes!... Acabo de hablar con personas que vienen de allá, y sé bien lo que digo. No; ese canalla no se ha sublevado contra el gobierno. Se ha sublevado únicamente contra mí.... ¡Contra mí, que soy su mujer!