La sublevación de Martínez: 2


Capítulo II

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Cuando el capataz Doroteo dejó de trabajar para irse con los revolucionarios, Guadalupe no dudó un momento en seguirle.

Un mejicano debe ir á todas partes con su mujer, hasta á la guerra. Lo mismo los defensores del gobierno que los revolucionarios, llevaban con ellos á sus mujeres, apodadas «soldaderas», que eran las que remediaban la ausencia de administración militar, cuidando cada una del alimento de su hombre.

Durante las marchas iban á vanguardia, rodeadas de enjambres de niños y con las ropas de la familia formando un lío sobre su cabeza. Lo robaban todo, arrasaban los campos, como una nube de langosta, y cuando las tropas hacían alto, encontraban ya la hoguera ardiendo y la comida en su punto. Los primeros contactos entre ambos bandos los realizaban casi siempre las dos vanguardias de «soldaderas». Olvidando momentáneamente su antagonismo, se vendían unas á otras lo que consideraban superfluo. El defensor del gobierno, por mediación de su compañera, facilitaba víveres al rebelde. Otras veces ocurría lo contrario.

La moneda carecía casi siempre de valor en estas transacciones. El bando falto de municiones sólo quería vender su pan á cambio de cartuchos, y el que los tenía los entregaba, ansioso de comer, sin fijarse en que, horas después, estos mismos proyectiles podían darle la muerte. Al entablarse el combate, las «soldaderas» y sus enjambres de chiquillos se retiraban á retaguardia. Otras veces, si el momento era angustioso, la hembra se mezclaba en la pelea para sostener al compañero herido y seguir tirando con su fusil.

Guadalupe vivió así; hizo marchas interminables á pie ó á la grupa del caballo de su hombre. Pero como Doroteo obtuvo rápidamente sus primeros ascensos, pronto se elevó sobre la muchedumbre de «soldaderas» de tez amarillenta, cabellera aceitosa y ojos ardientes, asombrosamente flacas.

Fué la capitana Martínez, luego la comandanta, y ya no tuvo que avanzar al trote junto á los jinetes, llevando sobre su cabeza el colchoncillo y las ropas que constituían el ajuar andante del matrimonio. Doroteo, excelente esposo, había matado á un oficial del gobierno para regalarle á ella su caballo.

Al ser coronel, su generosidad marital deseó algo más.

—¡Si pudiese robar un automóvil para «la vieja»!...

«La vieja» era Guadalupe, que tenía entonces veintiséis años. No resultaba difícil hacerse dueño de un automóvil. Abundaban mucho en un país vecino á los Estados Unidos y con la frontera libre. No había revolucionario de alguna graduación que no tuviese el suyo. La importancia de los jefes se medía por los parques de automóviles que llevaban detrás de ellos.

Y la coronela hizo la guerra en un vehículo americano. Su adquisición sólo costó á Martínez dos palabras breves y el apoyar su revólver en el pecho del primitivo dueño.

El chófer era un mestizo de enorme sombrerón y descalzo, que llevaba el fusil entre las dos manos fijas en el volante. Dentro iba Guadalupe y toda su casa: un lío de colchones, dos sacos para la ropa sucia, una criadita mestiza que se sentaba á sus pies, tres gatos y un perro en la banqueta, junto á la señora, y un loro que se paseaba por la capota recogida, sirviendo de remate trasero á este vehículo triunfal. Todos los automóviles ignoraban la limpieza desde muchos meses. La lluvia y el barro habían cubierto su exterior con una costra parda y agrietada. Parecían forrados de piel de elefante. Como la esposa de Martínez era relativamente esbelta, su vehículo se limitaba á chillar por la falta de aceite y de aseo. Otros tenían un muelle roto y saltaban sobre sus ruedas, acostándose como una barca próxima á zozobrar. Siempre se inclinaban del lado donde acostumbraba á sentarse la generala ó la ministra, con la abrumadora majestad de su centenar de kilos carnales.

Los revolucionarios marchaban como lo permitían las exigencias topográficas: unas veces en fila, extendiéndose leguas y leguas; otras en masa horizontal á través de las llanuras, llevando en torno un segundo ejército de mujeres y chiquillos. Lo mismo habían avanzado en otros siglos las grandes invasiones históricas. Eran como las antiguas naciones en marcha, que arrastraban detrás de ellas los seres y los muebles que forman la familia.

Algunas veces llegaban á ser veinte mil, todos á caballo, sin medicamentos, sin víveres, confiando al azar la vida del día siguiente. Cada uno hacía la misma recomendación al camarada: «Si me hieren en el pecho ó en el estómago, dame un tiro en la cabeza. Prefiero esto á quedar vivo junto al camino.»

No podían ser considerados como caballería, á pesar de que todos iban montados. Carecían de armas blancas y no podían dar una carga. Eran infantes que sólo echaban pie á tierra en el momento de empezar el fuego contra el enemigo. Hasta los generales llevaban el rifle atravesado sobre el delantero de la silla.

La única infantería era la de los yaquis, indios montañeses que no habían querido aprender de los conquistadores españoles el arte de cabalgar y mostraban aún cierta repugnancia ante el caballo. Estos yaquis figuraban como enemigos de todos los gobiernos desde la época de Porfirio Díaz, que cometió el sacrilegio de implantar en sus tierras el telégrafo y el ferrocarril. Se dejaban convencer fácilmente por los revolucionarios, con la esperanza de que éstos les librasen de innovaciones vergonzosas. En los combates eran los únicos que se batían avanzando.

La muchedumbre montada, al emprender su marcha todos los amaneceres, veía á los yaquis tranquilos en su campamento, como si pensasen quedarse allí. Cuando al llegar la noche, después de una larga jornada á caballo, se detenían para descansar, encontraban instalados ya á los mismos indios en el lugar designado de antemano, como si hubiesen llegado volando y sin fatiga aparente. Puestos en cuclillas escuchaban con atención religiosa el repiqueteo de los tamborcillos pendientes de las muñecas de sus jefes, instrumentos que servían á la vez para sus fiestas y para transmitir órdenes.

La imagen de su esposa Guadalupe iba unida siempre á estos recuerdos de la guerra. Al principio la mujer mostraba cierto pavor; el silbido de las balas parecía irritar sus nervios. Un día, para recoger á su hombre herido, tuvo que lanzarse en pleno combate, y desde entonces consideró poca cosa el intervenir en las operaciones de guerra.

Las «soldaderas» hablaban de ella como de una gloria de su sexo, colocándola al nivel de los jefes más célebres de la revolución. Los hombres, por galantería instintiva, admiraban su hazañas, exagerándolas, como si nadie pudiese igualarlas. Todo el ejército repitió lo mismo al hablar de los esposos Martínez. «Él es un buen soldado, un valiente...pero como hay muchos. Ella vale más. ¡Qué mujer!...»

Su conducta durante la vida azarosa de marchas y campamentos contribuyó á aumentar su fama. Guadalupe tenía mal carácter. Muchas veces, al rozarse su automóvil con el de alguna generala—igualmente cargado de colchones, sacos de ropa sucia, cuadrúpedos, aves y numerosos chiquillos—, empezaban á insultarse ambas damas por si la una pretendía cortar el paso á la otra. La coronela, sin consideración á su grado inferior, recordaba á la generala las aventuras amorosas de su señora madre ó la época en que sus tías lavaban la ropa de los soldados. Hasta que el heroico Martínez, avisado del incidente, acudía á todo galope para meter su caballo entre ambas furias.

Los hombres, al recordar que esta mujer se batía lo mismo que ellos, encontraban lógico que se considerase superior á las otras, gordas aves domésticas que se habían lanzado al campo para marchar detrás de los combatientes, escarbando con el pico el terreno de la lucha, en busca de los residuos de la victoria.

Su fidelidad matrimonial era también muy admirada. Uno de los grandes jefes había recibido de ella varios latigazos cierto día que osó algunos atrevimientos con la amazona. El mismo personaje golpeado acabó por arrepentirse, y á impulsos de la admiración, fué en adelante un protector de Martínez y de su esposa.

Cuando Doroteo llegó á general, sus envidiosos atribuyeron toda la carrera del héroe á la influencia de Guadalupe. «No es que sea menos valiente que los demás—decían—; pero á causa de su compañera, los de arriba se fijan en sus acciones, que, realizadas por otros, quedarían ignoradas.»

Al terminar la guerra, cuando Martínez pasó á ser defensor del gobierno recién constituído, Guadalupe no quiso prolongar sus hazañas militares. Era ridículo que la esposa de un comandante de operaciones saliese al campo á perseguir á los rebeldes, muchos de los cuales había conocido ella meses antes como amigos, teniéndolos por excelentes personas.

Renanció a las costumbres violentas de campaña, á los largos galopes, al automóvil sucio y hasta á las palabrotas aprendidas en sus años de existencia varonil. Fué en adelante la «señora generala» y quiso rivalizar con Martínez en esplendores de lujo.

Las gentes de la ciudad casi se sintieron cegadas por el resplandor de las joyas que en ciertos días la cubrieron desde la garganta al vientre. Doroteo había trabajado bien, lo mismo que todos los padres de familia mezclados en la revolución. No tenía hijos, como los otros, pero tenía á Guadalupe; y siempre que en sus correrías veía algo vistoso y de precio, sacaba el enorme revólver de su funda, diciendo: «Esto para mi vieja...y esto otro también.»

Total: que la esposa del héroe de Cerro Pardo poseía una colección enorme de alhajas, y los maliciosos las encontraban iguales á las que habían comprado en Londres y en Nueva York ciertas familias del Méjico anterior que andaban ahora vagabundas, lejos del país.

Guadalupe huía de la ostentación en los días ordinarios y se limitaba á llevar simplemente media docena de sortijas de brillantes, un reloj con pulsera de platino en una muñeca, otro igual en la muñeca opuesta y un tercer reloj más grande colgando del cuello.

Así se mostraba por las tardes á la admiración pública, ocupando uno de los ocho automóviles que poseía el héroe como recuerdo de sus campañas. Su paseo favorito era la calle central de la ciudad, una alameda con árboles seculares, de cuyas ramas pendían á veces hombres ahorcados. Eran ladrones, mestizos incorregibles que hurtaban gallinas, hortalizas y otras cosas igualmente preciosas á pesar de los decretos del general. Y Martínez, que era enemigo inexorable del robo, les aplicaba sin compasión la pena decretada por su dictadura revolucionaria.

Guadalupe casi tenía una corte. Las damas del pasado régimen—la aristocracia del país—la visitaban y adulaban, para defender de este modo su tranquilidad y sus bienes. Los subordinados de su esposo, cuando deseaban algo, preferían pedírselo á la generala, como si creyesen más en su autoridad que en la de Martínez. Ella los tuteaba con una bondad superior. Volvía á ser la compañera de armas que se había encargado muchas veces de guisar en el campo para su marido y todos los de su Estado Mayor.

Recordaba con cierta nostalgia los años de guerra, pero tenía por mejor el tiempo actual. ¡Ojalá no se acabasen nunca los insurrectos y su marido fuese perpetuamente comandante de operaciones!...

Martínez se sentía menos contento en su interior. Empezaba á pesarle la autoridad de su esposa. ¿De qué le servía haber llegado á héroe nacional, si Guadalupe le inspiraba un miedo superior á su voluntad? No valía la pena haber hecho una revolución para verse privado de realizar sus gustos.

Luego de pensar esto, miraba á su mujer largamente, con una reflexiva atención que ella no llegaba á adivinar, acostumbrada á tener en poco todo lo de su marido. Aún la encontraba hermosa á los treinta y tantos años, lo mismo que cuando se casaron. Producto de varios cruzamientos de españoles con indias, tal vez había además en sus venas cierta parte de sangre africana. Unos ojos grandes, húmedos y ligeramente oblicuos; una dentadura fuerte y deslumbrante entre los labios gruesos de rosa obscuro; una carne pomposa y pálida, y una cabellera exuberante, negra y con tendencia á rizarse apenas la abandonaba el peine, eran los componentes principales de su belleza.

Así la vió Doroteo durante diez años, como si fuese una criatura insensible al tiempo, y así la hubiese visto siempre.

Pero un día se dió cuenta de que empezaba á disgregarse su armonía corporal, como si las tres sangres que existían en ella se hubiesen cansado de permanecer revueltas, aislándose, para asomar cada una por separado á la superficie. Sobre la tez blanca empezó á esparcirse una especie de viruela subcutánea, formada de puntos negros pequeñísimos, como granos de pólvora. En una mejilla y en otras partes menos visibles se marcaban ó desaparecían, según los días, grandes manchas violáceas. Era la madurez precoz de la criolla de diversos orígenes. Además, ¡sus palabras rudas y violentas, su ignorancia, su deseo de mantenerlo sometido, tratándole despectivamente en presencia de las gentes!...

Martínez vió todo esto de pronto, pero fué porque acababa de encontrar un término de comparación en otra mujer.