La sublevación de Martínez: 1


Capítulo I

editar

Después que triunfó la revolución, y sus caudillos, instalados definitivamente en la capital de México, se repartieron los principales cargos—desde presidente de la República hasta rector de la Universidad—, el valeroso Doroteo Martínez empezó á sentirse aburrido, sin atinar con la causa.

En verdad, no podía quejarse de su suerte. Seis años antes era segundo capataz en la hacienda de un gran señor que pasaba la mayor parte del tiempo en París.

Un día montó a caballo para seguir á los vengadores de Madero y derribar a su asesino Huerta. ¿Por qué no había de ser revolucionario, á semejanza de otros mejicanos de tan humilde origen como él, que llegaban á ministros y hasta presidentes?... Guadalupe su mujer, carácter despótico, opuesto sistemáticamente á todas sus decisiones, aceptó esta vez con entusiasmo el proyecto de dedicarse á la guerra.

—A ver si llegas a general —le dijo—. ¡Está una tan cansada de ver generalas que empezaron siendo criadas!...

El miedo a la mujer, una buena suerte incansable y el afán de que su nombre apareciese en letras de imprenta y fuese cantado en verso con acompañamiento de guitarra, le empujaron en su ascensión gloriosa. A los treinta años se vió general de brigada, sin haber tropezado con grandes obstáculos. Su astucia de campesino le hizo saltar oportunamente de un grupo á otro en las contiendas civiles que surgieron al final de la revolución, adivinando quién iba á triunfar y quién iba á sumirse para siempre en la desgracia y el olvido.

Su primer jefe y maestro fué Pancho Villa. A sus órdenes hizo la mayor parte de la guerra; pero al verlo en lucha con Carranza, presintió que este antiguo «ranchero», de porte solemne y aseñorado, al que llamaban «el viejo barbón», tenía más aspecto de presidente que el antiguo bandido, y se fué con él.

Por segunda vez Guadalupe reconoció que su esposo era á veces capaz de resoluciones acertadas.

El guerrillero, durante la presidencia de Carranza, conoció todas las dulzuras del poder. De la capital de Méjico le llegaban grandes sobres con el sello del gobierno llevando esta inscripción: «Al ciudadano general Doroteo Martínez, comandante de las tropas en operaciones.»

Su autoridad se extendía nominalmente sobre un territorio más grande que algunas naciones de Europa, pero sólo era efectiva en la población donde había establecido su Estado Mayor y en otros grupos urbanos ocupados por sus tropas.

La importancia de estas tropas también era más ilusoria que real. Vistas desde las oficinas ministeriales de Méjico, constaban de una docena de miles de hombres, con casi igual número de caballos. Sobre el terreno de las operaciones los regimientos se achicaban hasta convertirse en partidas; los miles de combatientes bajaban á ser centenares; y los caballos, que debían estar próximos á morir de un reventón, según las montañas de forraje que llevaban consumidas—a juzgar por las cuentas pagadas por el Ministerio de la Guerra—, eran escuálidos jamelgos que pastaban en los campos de los particulares, alimentándose á la ventura con lo que podían encontrar.

El general, siguiendo una respetable tradición, se guardaba tranquilamente los sueldos de los combatientes que no existían y el valor de los piensos que jamás habían olido sus caballos. De algún modo debía pagar la patria los servicios pretéritos de sus héroes y los que le seguirían prestando en el resto de sus días.

Continuaba en guerra el país. En vano el gobierno de la capital hacía decir á los periódicos que sólo se mantenían en armas algunos bandidos, á los que pensaba exterminar de un momento á otro. Lo de que fuesen bandidos ó no lo fuesen quedaba reservado á la apreciación siempre divergente de los gobernantes y de sus enemigos; pero lo cierto era que los que corrían montes y campos, haciendo saltar trenes con dinamita, quemando poblaciones, fusilando prisioneros y llevándose mujeres, habían convivido como camaradas de armas con los mismos que marchaban ahora en su persecución.

Martínez se tuteaba con todos los insurrectos que tenía encargo de fusilar así que cayesen en sus manos. Meses antes eran todavía tan generales como él. Hasta le obligaban á marchar contra su antiguo ídolo el temible Villa, y procuraba hacerlo con la mayor discreción, como un esgrimista novel que se bate con su maestro.

Perseguidos y perseguidores parecían evitar los golpes decisivos. Los adversarios de Martínez propalaban en la capital que éste tenía más empeño en eternizar la guerra que los mismos insurrectos. La paz significaba para él, como para los otros jefes de operaciones, la supresión de los regimientos fantasmas y de los piensos de la caballada no menos irreales.

Pero el valeroso Doroteo despreciaba estas invenciones de la malevolencia. ¡Qué hombre ilustre carece de envidiosos!

Había perdido su timidez de los primeros tiempos de la revolución, cuando rondaba en torno de los caudillos principales como un oficial de lealtad perruna, siempre dispuesto á encargarse de las misiones peligrosas. Empezaba a creer que había nacido para cumplir una misión histórica, según afirmaban sus aduladores. Al marcharse á la guerra, sólo sabía trazar su firma como un jeroglífico, y aun esto lo había aprendido durante unos meses que pasó en la cárcel á causa de ciertas puñaladas recibidas por alguien que pretendía casarse con la que ahora era su mujer. Durante la guerra se familiarizó con la literatura declamatoria de las proclamas y los artículos revolucionarios, y pudo llegar á leer de corrido estos impresos, siempre que fuesen de letra gruesa.

Ahora tenía como secretario á un periodista traído de la capital, joven poeta, que redactaba todos los decretos que el comandante de operaciones dirigía á los pobladores de su territorio, tratando en ellos muchas veces sobre los destinos de la humanidad futura y la revolución universal, como si fuesen dedicados á los habitantes del planeta entero.

Al verse tan bien servido por la pluma del secretario, Martínez, cuando no estaba de operaciones, sentía la necesidad de convertir en leyes todas las ideas simples y nuevas para él que hervían en su cerebro.

—Sandoval, vamos á escribir media docena de decretos—decía después de las comidas, como si esto suavizase su digestión.

Y á un mismo tiempo legislaba sobre la limpieza de las calles de la ciudad, sobre el amor libre, sobre la hora de empezar el espectáculo en los cinematógrafos y sobre un nuevo reparto de la propiedad rural. Los decretos siempre terminaban condenando á ser pasados por las armas á todos los que desobedeciesen las órdenes de su autor. La gente, familiarizada con el peligro y la muerte, no hacía gran caso de ellos. ¡Eran tantos los decretos, y por otra parte tan poco numerosas las personas del distrito que sabían leer!

Pero si rara vez llegaban á ser una realidad positiva, estos documentos servían de un modo maravilloso al general cuando deseaba suprimir á alguien. Siempre ocurría que este importuno había desobedecido alguna de sus leyes tan minuciosas y tan diversas, y el Consejo de guerra que se reunía en el foyer del teatro de la ciudad no necesitaba discutir mucho para enviar al acusado al cementerio, lugar donde se verificaban los fusilamientos de rebeldes, evitándose de este modo las molestias de una larga conducción de los cadáveres.

Estos castigos extremados apenas alteraban la popularidad de Martínez. ¡Qué general no había hecho otro tanto! En el populacho, medio indio, persistía el alma de sus crueles ascendientes, los cuales veneraban á sus dioses cuanto más sedientos se mostraban de sangre y según el número de víctimas á las que se extraía el corazón en sus altares.

Además, Martínez casi gozaba honores de gloria nacional. Su secretario rara vez lo designaba por su apellido. Era por antonomasia «el héroe de Cerro Pardo», lugar donde había batido á los «soldados de la tiranía» durante la revolución. Otros generales se veían venerados como semidioses por haber perdido un brazo ó una pierna. Martínez había perdido una oreja en Cerro Pardo, y mostraba con orgullo su sien mocha en las ceremonias oficiales. Pero con una guedeja de su largo cabello procuraba ocultar la falta del pabellón auditivo, siempre que, abusando de la adormecida fiereza de la generala, se atrevía á visitar á ciertas señoras admiradoras de su heroísmo.

Muchas de las comunicaciones que enviaba Sandoval al gobierno de Méjico eran devueltas con una nota pidiendo un estilo más claro, por considerar el texto incomprensible. El héroe se indignaba.

—¿Para esto hemos hecho la revolución? En el Ministerio de la Guerra no hay mas que gente atrasada; reaccionarios que no pueden entender lo que es el simbolismo.

Como todos los simples que sólo han recibido una instrucción primaria y tardía, amaba con entusiasmo el estilo complicado y los neologismos que exigen largas explicaciones.

El libro más interesante de la época presente iba á ser la Historia del general Doroteo Martines, obra voluminosa que estaba escribiendo su secretario. De ella, lo más apreciado por el autor y por el protagonista era el «Capítulo ochenta y dos», titulado así: «De cómo el general, a pesar de ser antimilitarista, comunista y ácrata, se vió obligado á fusilar á doscientos cincuenta compañeros de armas que se rebelaron contra el gobierno, faltando á la disciplina.»

En la vida ordinaria era una buena persona, que hablaba con voz tímida, ceceando lo mismo que un niño, y si su interlocutor le miraba fijamente, apartaba los ojos como avergonzado. Los efectos de su bondad y su sencillez se extendían hasta Europa. Como ejercía una autoridad de procónsul sobre su comarca natal, una de sus primeras disposiciones fué apoderarse de la gran propiedad en la que había trabajado como humilde capataz.

El propietario, residente en París, recibió de él una carta dulce y respetuosa: «Venga usted por aquí, patroncito; tendré un verdadero gusto en verle. Arreglaremos cuentas sobre su hacienda. Le manifestaré mi agradecimiento por sus bondades con este su antiguo servidor.»

Pero el propietario, que era mejicano y conocía á su gente, no pensó un momento en volver á un país donde los capataces se convierten en generales. Se sentía mejor cerca de los Campos Elíseos, aunque tuviera que recurrir á préstamos y trampas para compensar las rentas que ya no llegaban del otro lado del Océano. Prefería ver el Arco de Triunfo con hambre, antes que la sonrisa melosa y los ojos terriblemente dulces del héroe de Cerro Pardo.

Los comerciantes de la ciudad, extranjeros todos ellos que daban parte á Martínez en sus negocios y no se atrevían á acometer empresa alguna sin tenerle por consocio, le habían regalado por suscripción una espada «artística» y un uniforme de general.

Este uniforme, mezcla de japonés y de alemán, quedó en una silla, bajo la mirada pensativa del héroe. La gorra con entorchados deslumbrantes y un águila de oro enorme, los bordados de las mangas y las hombreras, parecían herir su vista.

—Yo soy un ciudadano—dijo á su secretario—. (No olvide usted, Sandoval, de repetirlo en el libro.) Yo soy un ciudadano, y estos uniformes son los que perdieron á muchos de mis camaradas que han muerto fusilados por traidores.

Y como él prefería ser ciudadano, siguió usando sus trajes civiles, una indumentaria soñada sin duda en sus tiempos de pobreza como algo magnífico y quimérico: trajes de paño azul celeste ó verde esmeralda, corbatas y pañuelos con las tintas del arco iris, productos de fábricas misteriosas de Inglaterra ó los Estados Unidos, cuya existencia ignora el común de los mortales y que parecen trabajar únicamente para la elegancia masculina de los trópicos. Una placa de esmalte con un águila, fija en una de sus solapas, revelaba á los demás mortales su condición de general.

Pero un día se mostró en los salones del antiguo palacio del obispo, convertido en comandancia de armas, vistiendo el deslumbrante uniforme.

—Somos débiles, Sandoval—dijo melancólicamente—. Me lo he puesto para dar gusto á la generala.

Un viejo tendero español—el iniciador de la suscripción—se entusiasmó al verle.

—Estás más hermoso que el sol. Pareces Bismarck...pareces Hindenburg. Así deberías ir todos los días, Doroteíto.

Y le acariciaba el vientre con suaves palmadas. Era el único que podía tutearle, como un privilegio de la época en que el general frecuentaba la tienda del gachupín como simple peón, llevándose al fiado de comer y de beber. Además, este personaje opulento y respetable era el que se encargaba de figurar como único contratista en todos los servicios de las tropas.

Para darle gusto, así como á su Guadalupe, se sacrificó al fin el general, vistiendo su uniforme de gala siempre que estaba en la ciudad. Al salir de operaciones volvía á cubrirse con el enorme sombrero mejicano, poco menor que un paraguas, única prenda uniforme de sus soldados en tiempo ordinario.

Su gloria y su poder no encontraban obstáculo alguno en el rincón de la República sometido á su autoridad. Los jóvenes empleados en los ministerios de la capital se agrupaban para reir, leyendo en voz alta las comunicaciones enviadas por el héroe de Cerro Pardo.

Los grandes periódicos comentaban con una ironía algo miedosa las sublimidades laberínticas de su estilo. Pero el presidente y los ministros restablecían el prestigio del héroe:

«¿Martínez?... Algo tonto y vanidoso, pero un hombre leal, un soldado fiel, y además un héroe.»

Era tan común en la historia del país la traición, el sublevarse los generales contra el gobierno con las mismas tropas facilitadas por éste, que Doroteo resultaba un personaje excepcional.

Todo cuanto hiciese se lo tolerarían los gobernantes. Firmemente asegurado en su situación, no temía á Dios ni á los hombres.

Únicamente una persona le infundía miedo: su mujer.