La sombra (BPG): 7

La Sombra
Capítulo II - La obsesión : 3​
 de Benito Pérez Galdós

Descansó mi D. Anselmo un rato, porque la relación anterior, con sus diálogos entrecortados, le había fatigado mucho. Cuando reposó un momento, procurando calmar la agitación que le devoraba, siguió el relato del modo siguiente:

«La sombra, el demonio, el semidiós, la pintura o lo que fuera, me miró un rato con aquella sonrisa maliciosa que tan bien ejecutara el artista en el cuadro donde anteriormente estaba, y después me dijo:

-«Ella me ha visto, sí, me ve en todas partes. Cuando pronunció aquel sí copulativo, que tan envanecido tiene a su esposo, me vio en el altar, en las luces, en el blanco ropaje de su vestido, en los negros paños del frac de usted. Desde entonces me encuentra en todas partes; en todos los reflejos halla la luz de mis miradas, en todos los ecos oye mi voz, en su propia sombra ve la mía... Abre su libro de oraciones, y las letras se mueven para formar mi nombre; habla con Dios, y sin querer me habla; cree escuchar el ruido del aire, el sonido profundo y perenne de la naturaleza, y escucha mis palabras; está despierta, y me espera; está sola y me recuerda, duerme y me invoca. Su imaginación vuela agitada en busca mía sin reposar nunca. Yo vivo en su conciencia, donde estoy tejiendo sin cesar una tela sin fin; vivo en su entendimiento, donde he encendido una llama que alimento sin tregua. Sus sentimientos; sus ideas, todo eso soy yo; con que a ver si tengo motivos para decir que me ha visto».

-«¡Espíritu infernal! -grité aturdido y como fascinado-, yo no comprendo una palabra de esa jerigonza. ¿No dices que vienes por ella?».

-«Sí».

-«¡Infame! Sal al punto de mi casa -exclamé, procurando sacudir mi aturdimiento».

-«No me iré sin ella».

-«¡Maldito! ¿Pues no dices que pasó la época de los raptos?».

-«Me explicaré: lo que yo quiero llevarme no es la persona de Elena; lo que yo quiero llevarme es tu mujer».

-«Sofista, embrollón: ¿y qué diferencia encuentras entre mi mujer y la persona de Elena?».

-«Mucha, Sr. D. Anselmo amigo -contestó».

«Hízome una relación sutil y laberíntica que acabó de llevar mi pobre cabeza al último grado de turbación. No menos de confesar que su voz me fascinaba, y que me parecía distinta de todas las voces que estamos acostumbrados a oír. Y si dijera que en medio del espanto, del trastorno que yo sentía, causábanme sus lucubraciones cierto asombro parecido al agrado, no mentiría ciertamente.

-Confieso, Sr. D. Anselmo -dije-, que nunca he oído narrar cosa alguna que se parezca a ese singular caso de usted. La aparición que se presenta de ese modo, en lenguaje, la familiaridad con que habla, todo me parece tan absurdo, que a no ser usted el que lo cuenta, lo juzgaría pura invención, obra de escritorzuelos y demás gente enemiga de la verdad.

-Pues es tan cierto que lo vi y lo hablé y me dijo lo que he referido, como es cierto que usted y yo existimos y estamos aquí charlando.

-En verdad, es cosa inaudita -apunté yo-, que la imaginación, sin ninguna influencia externa, pueda dar vida y cuerpo a seres como ese diablo de Paris que a usted se le presentó tan a deshora. Es indudable que ese caballero no era otra cosa que la personificación de una idea, de aquella idea constante, tenaz, que usted desde tiempo atrás, y principalmente desde su boda, tenía encajada en el cerebro. Lo que no puedo explicarme es cómo adquirió existencia material y corpórea esa idea: ni sé a qué clase de generaciones espontáneas se debió ese fenómeno sin precedente en la historia de las alucinaciones. Pero siga contando a ver en qué para eso.

-Lo que él me dijo se ha quedado grabado en mi memoria de un modo indeleble -continuó el doctor dando un suspiro-. Nada tengo tan presente como lo que me contestó cuando le pregunté qué diferencia había para él entre la persona de Elena y mi mujer. Habló de este modo:

«Yo no quiero la persona de tu mujer. La esposa, amigo mío, la esposa es lo que busco; quiero cargar con la mitad de su lecho de usted y enseñárselo a todo el mundo. No quiero romper por eso la institución: yo respeto el sacramento... Tres poderes establecen el matrimonio: el civil, el eclesiástico y otro que no está en manos del vicario ni del cura y sí en manos de eso que llamáis vulgo, sociedad, gente, canalla, vecinos, amigos, mundo, en fin. Ya sabe usted que el mundo rompe ciertos lazos que parecen inquebrantables. Pues bien: yo quiero llevarme de aquí lo que el mundo necesita para quebrantar esos lazos; quiero llevarme la abdicación de la personalidad del marido, el consentimiento de su flaqueza. Así daré alimento al vulgo, a la gente que vive de esto. Todos me preguntarán por ti y por ella; mas mi sola presencia es respuesta definitiva, porque yo soy por mí mismo la negación del lazo que os une. Quiero llevar fuera el amor que ella me profesa; hacer público lo que hoy está sólo en su imaginación, un mal pensamiento, lo que hoy está sólo en tu cabeza, una sospecha. Quiero hacer de tus dudas, de tus celos, de tus decepciones, de tus tonterías, de tus deseos, de tus locas ilusiones, un gran libro que pasará de mano en mano y será leído y releído con afán. Quiero sacar de aquí los dolores que padeces, la repugnancia y el horror que le inspiras. Quédate con su persona: yo no la apetezco.

»Lo que llevaré y sacaré a pública plaza, es: las miradas que me dirige, las citas que me da, los favores que me concede, los desaires que te hace, las reticencias que deja escapar hablando de ti, el epíteto de bueno que te propinará de vez en cuando. Lo que me llevaré es la opinión de su doncella, de tu lacayo, prontos a contar por dinero una historia, me llevaré la clave de tus distracciones oportunas, de mis entradas a tiempo. Quédate con tu esposa: yo no haré más que pasearme ante ella y ante todos, recibir la exhalación de sus ojos en presencia de centenares de personas, difundir por mi cuerpo su perfume favorito, recorrer las calles de modo que en cualquier parte parezca que salgo de aquí, y en la obscuridad de la noche proyectar mi sombra sobre las tapias de tu jardín. Eso es lo que yo quiero».

«Cuando escuche esto, amigo mío, mi furor fue tan grande, que hice algún movimiento para pegarle: y lo habría conseguido, si una fuerza secreta, una especie de terror como respetuoso no me contuviera.

-Veo que ese Paris, que se presentó cortésmente en su casa, acabó por tratarlo con familiaridad irreverente -le dije-. He notado que al fin le tuteaba a usted.

-Sí; aquel maldito, a poco de estar hablando conmigo, se dejó de composturas; tomaba en el sillón posiciones cómodas; me tuteaba; a veces se paseaba por el cuarto con las manos en los bolsillos, y por último, sacó un cigarro y se puso a fumar con toda franqueza.

-Pero hombre -le dije-, ¿por qué no probó usted a ver si con una buena paliza se disipaba la sombra?

-Vea usted lo que hice. Mi situación era tan terrible, que resolví tomar una determinación enérgica. «Es preciso acabar de una vez» pensé; y plantándome delante de él, le dije:

-«Caballero, esto es una superchería y usted un farsante que ha venido aquí a burlarse de mí. ¿Piensa usted que creo en esas tonterías que ha contado de su doble naturaleza, de que es inmortal, etc.? Yo no soy ningún loco para creer eso. Voy a romperle a usted la crisma hoy mismo, ¿lo entiende usted bien?».

-«¿Quieres batirte conmigo? -dijo con familiaridad burlesca-. Bueno; nos batiremos, te mataré que es lo mismo».

-«¡Oh! Me batiré con una legión como tú -grité en el colmo de la rabia-; te mataré, te degollaré con más deleite que si venciera a un tigre, a un boa».

-«Pues lo dicho dicho».

-«Te mataré -continué con redoblada furia-, aunque te protejan todas las potencias infernales. No sé manejar ningún arma; pero Dios vendrá en mi ayuda. Dices que has venido a quitarme mi honor. Pues yo prevaleceré contra ti, malvado de todos los tiempos, genio protervo de todos los países. En vano tratas de desarmarme con tu ironía sangrienta, de infundirme espanto con la relación de lo que eres y de lo que puedes. Si eres un hombre, te mataré; yo estoy seguro de ello. Si eres un espíritu, te aniquilaré también, porque Dios vendrá en mi ayuda; hará de mí su instrumento para extirpar tamaña monstruosidad y aberración».

-«Bien -replicó Paris, arrojando la colilla del cigarro-, nos batiremos esta noche».

-«¿Cómo esta noche? Hoy mismo, ahora mismo».

«El odio me había hecho elocuente. En cuanto a mi determinación de batirme con aquel ente sobrenatural se explica por la situación de mi espíritu. La muerte no me daba espanto; antes al contrario, me parecía un consuelo. Si me mataba, concluían todas mis penas; si él era un hombre, yo podía tener la suerte de acabar con él. Si era un espíritu... en fin, ¿a qué razonar en aquel momento? Mi determinación estaba tomada, y por razón ni ninguna hubiera desistido de ella.

-Pero hombre -le dije-, ¿no era temeridad dar ese paso, arriesgarse a morir?

-Yo no sé lo que era. Yo quería concluir -repuso el doctor-, y no veía otra manera de despejar la incógnita.

-¿Y se batieron ustedes?

-Sí: yo no quería padrinos; quería que aquel duelo fuese solitario como mi pena. Nada me importaba morir. Resuelto a no prolongar mi agonía, nos dirigimos aquella misma tarde a un sitio cercano a la capital.

-Pero hombre, ¡sin testigos!

-Llevamos dos pistolas; ambos fuimos en mi coche, y su buen humor era tal durante el camino, que me aseguró más en la inminencia segura de mi muerte. Para mí aquello era en realidad un suicidio que yo realizaba en forma inusitada y nueva.

-¿Y cuál fue el resultado? Tengo curiosidad por saber cómo se portó usted delante de un adversario tan temible.

-¡Oh! amigo -dijo el doctor-, el resultado es lo más singular de la aventura; y en ningún modo puede usted sospecharlo. Yo le aseguro que es enteramente distinto de lo que usted se ha figurado.


Prólogo

Capítulo I - El doctor Anselmo : I - II - III - IV

Capítulo II - La obsesión : I - II - III - IV - V

Capítulo III - Alejandro : I - II - III - IV