La sombra (BPG): 10
Aquella noche no pudo continuar el doctor su curiosa narración que, a fuerza de extravagante, me había inspirado algún interés. Yo deseaba saber cuál sería la hazaña final del travieso héroe de la antigüedad, que se propuso quitar el juicio a mi pobre amigo, si es que alguno tenía. Bien se echaba de ver que aquello había de concluir pronto de cualquier modo, pues no era posible que semejante invención o lo que fuese se prolongara por más tiempo lo que la ley del arte exige, y además, según lo último que refirió mi amigo, se comprendía que el desenlace no podía estar lejos. Pero aquella noche, como he dicho, no le fue posible satisfacer mi deseo: hubiéralo hecho él, a pesar de su cansancio y de lo impresionado que estaba con el recuerdo de sus desventuras; mas no le insté a que siguiera, quedando de acuerdo para celebrar nueva sesión la noche siguiente, como lo hicimos. Reanudando el interrumpido hilo de su discurso, el sabio continuó así:
-¿En qué quedamos? porque de anoche acá me he trascordado; y siempre que recuerdo aquello hay un desquiciamiento en mis facultades, de ordinario no muy sanas.
-Quedamos en un incidente interesantísimo. Usted se había desvanecido, se había dormido, abandonándose a un profundísimo sueño, que yo tengo para mí fue obra de algún sortilegio de aquel ente infernal, y al despertar, ya casi de día, vio aparecer a Paris de bata y pantuflas, como si se levantara de la cama.
-Así es en efecto -dijo-, y yo, según indiqué a usted, en mi estupor, no pude decirle palabra en mucho tiempo; le miraba sintiendo en mí algo de ese mareo que precede a un letargo profundo: le miraba pasearse por el cuarto con las manos en los bolsillos de la bata, sacar un cigarro, encender un fósforo, raspándolo en la caja, y después fumar tan tranquilo.
-¿Y no hablaron ustedes?
-Sí hablamos. Lo particular es que aquella bata era la mía, y le caía tan bien que ni pintada, como si se la hubieran hecho a su medida.
-Está visto que ese farsante quería apropiarse todo lo que era de usted -observé; y me arrepentí al poco rato de haber hecho tal observación.
-Sí -dijo tristemente-. Por fin, viendo que nada podía hacer contra aquel miserable; viendo que no le podía vencer, que no le podía matar, que no le podía arrojar de mi casa, resolví entregarme al dolor, rendirme, incapaz ya de resistir más tiempo. No injurié a Paris, no le maldije, no intenté maltratarle, porque nada valía contra él. Di tregua a la ira, trocándola por una resignación serena, que fue en mí entonces un gran alivio».
»Yo me voy -le dije-, puesto que nada puedo contra ti. Demonio invulnerable, yo te abandono todo, mi casa, mis riquezas, mi posición, mi esposa: todo queda en tus manos, incluso mi honor, que no he podido librar de ti. Hablo de mi honor en la opinión de las gentes, que mi honor en mi conciencia, eso va siempre conmigo, y no me lo puedes quitar con tus malas artes. Prefiero andar errante lejos de aquí, en país desconocido, despreciado de todos, a soportar este suplicio en que vivo, privado de los más inocentes goces del hogar. Quiero huir; quédate aquí en posesión de todo: me confieso vencido.
-«¡Necio! -contestó mirándome-. ¿A dónde has de ir que yo no pueda seguirte? Recuerda lo que te dijo anoche. Si al marcharte te dejas aquí el entendimiento y la fantasía, lo que hay en ti de divino, lo que te distingue de la bestia, puedes marcharte tranquilo; no te molestará; pero si no, no cantes victoria, que yo iré contigo en esta o en otra forma; pues cuando me encariño con una persona, no la abandono fácilmente».
-«Pero si ahí te dejo todo -repliqué-, ¿qué más quieres? Ya no temo la deshonra, no temo el escándalo, no temo nada. Puedes gozarte en tu obra; no me importa que hablen de mí, que me señalen, que me injurien con los más denigrantes apodos. ¿Qué más quieres de mí?».
-«Sosiégate, ¡oh Anselmo! -exclamó Paris-. ¿A dónde vas solo, errante por esos mundos, perseguido siempre por mí, aunque en distinta forma? Ten calma; reflexiona, medita la gravedad de tu determinación. ¿No ves que eso es cobardía indigna de un hombre de corazón? Acepta el martirio, y resístelo hasta el fin, como cumple a quien blasona de temple de espíritu, y de esa entereza que enaltece a los hombres más que el valor frenético y temerario. Aquí es donde debes estar siempre en presencia de tu dolor, siempre en tu puesto, soportando una tras otra las angustias de esta crisis que no es nueva en el mundo y que ya ha trastornado a muchos. Aquí, amigo, aquí. No dirás que no soy concienzudo, que no razono con la madurez que distingue a las personas graves de los mozalbetes casquivanos y presumidos».
-«¡Oh, esto ya es demasiado! -dije-; ¿no he de salir de aquí, no he de abandonar esta casa? ¿También me has de perseguir lejos de estos sitios? Eso no puede ser; y si así fuera, yo me embruteceré, no pensaré, como has dicho, seré un animal de los más torpes y groseros. Si esto es ser hombre, maldigo mi condición, y me río de esa pomposa palabrería con que la enaltecen algunos, diciendo que somos los reyes de lo creado. ¡Qué imbecilidad!».
-«Sí; ¡eso es ser hombre! -afirmó él-, y eso es ser rey de la creación. Yo he vivido desde el principio del mundo, y he presenciado multitud de sucesos terribles, individuales y sociales. Sé lo que son esos dolores, cuya importancia es tal en la esfera de la vida, que algunos han traspasado los límites de lo personal para conmover al mundo, como sucedió en la guerra de Troya, cuyos pormenores recuerdo como si hubieran pasado ayer. Por lo que ha visto desde entonces, comprendo que se engaña el que crea poder eximirse de ese gaje de angustias con que pagáis el orgullo de ser la flor y nata de lo creado; comprendo la inmensa verdad que encierra el dicho de Goethe: 'el que no está preparado a la desesperación, no está preparado a la vida'. Ánimo: no eres tú el primero de los que se aniquilan, quemándose en la llama de la vida, como se quema la mariposa en la luz: tú no eres el primero, eres un ejemplar de esa rica colección de mártires que han hecho del vivir una bella y sorprendente epopeya».
-¿Sabe usted que no dejaba de explicarse con juicio? -dije, observando que Paris disertaba sobre la vida con una seriedad que, aunque no exenta de extravagancia, le hacía sin embargo mucho honor.
-Aquel endiablado se había puesto a filosofar, dejando su cínica desenvoltura para hacer reflexiones en un tono que me parecía más burlesco que sus chanzas del día anterior.
-¿Y después, qué hizo? -pregunté, esperando que el aparecido se quitaba al fin la bata y las pantuflas de mi amigo para vestirse y arreglarse.
-Verá usted -agregó el doctor-. Yo no permitía que nadie entrara allí; pero entró, cuando yo estaba descuidado, un criado a anunciarme a mi suegro el conde del Torbellino, y no manifestó haber visto la sombra. El criado, al parecer, creyó que yo estaba solo. Iba yo a salir con objeto de recibir a mi suegro, cuando este, que no se andaba en ceremonias, entró. Yo temblé pensando que pudiera ver a Paris; pero no. Paris estaba junto a mí, y el conde no le vio. Para él, lo mismo que para el criado, hallábame solo en la habitación. ¡Cosa más particular! Varias veces el aparecido pasó entre él y yo, sin ser visto más que de mí. Yo sólo sentía sus pasos, yo sólo recibía el rayo de su mirada, de una viveza imposible de pintar. Mas a poco de estar allí el conde de Torbellino, Paris desapareció: yo miraba a diestra y siniestra por ver si se ocultaba en algún rincón; pero nada, había desaparecido. No vi más que mi bata y mis pantuflas arrojadas sobre una silla.
»Mi diálogo con mi ilustre suegro fue importantísimo, y es de grande utilidad el referirlo para mejor inteligencia de esta sin igual historia. Pero antes voy a dar a usted algunas noticias de tan respetable personaje.