La sombra (BPG): 6
-Sabe usted, amigo D. Anselmo, que eso ya pasa de maravilloso -le dije-. ¿Pero es posible que la imaginación, por ardiente que sea, tenga fuerza bastante para dar cuerpo a una idea de este modo?
-Yo no sé, amigo mío -contestó-; yo no sé lo que era aquello: no sé sino que yo le veía, como le estoy viendo a usted ahora. Era hermoso; de una belleza no común, un conjunto de todas las perfecciones físicas, tal como yo no lo había visto nunca, a no ser en las obras del arte antiguo. Vestía con elegancia correcta y seria, como todos los que tienen el verdadero sentido y la exacta noción del vestir bien: era, en fin, perfecto en su rostro, en su cuerpo, en su traje, en sus modales, en todo.
-¡Cosa más particular! -exclamé-; ¿pero usted no le tocó, no trató de cerciorarse si era sueño, aparición, uno de esos singulares e incomprensibles fenómenos ópticos, que, cuando hay fantasía preparada para recibirlos, produce la reflexión de la luz?
-Yo no sé lo que aquello era: lo que sí puedo asegurar es que tenia cuerpo real, como el de usted, como el mío, y una voz cuyo timbre no era parecido a otro alguno.
-Pues qué, ¿también habló? -dije asombrado-. Yo creí que se iba a marchar después de saludar a usted como hacen todas las apariciones.
-¡Marcharse! nada de eso. Verá usted. Al principio no sabía yo qué hacer; no sabía si llamar o huir, temiendo que de aquella visita no resultara cosa buena; pero por último me esforcé en tener serenidad, y después de balbucir algunas palabras, lo señalé un asiento. Resolvime a hablar claro, y dije:
-«¿Puedo saber...?».
-«¿A qué vengo? -contestó-. Sí, señor; vengo a hacerle a usted un señalado favor».
-«Un favor...? Tenga usted la bondad de explicarse, porque no estoy al cabo... No tengo el gusto de conocerlo».
-«Sí, me conoce usted y no hace mucho -dijo con maligna sonrisa-; anoche sin ir más lejos...».
-«¡Anoche!».
-«Sí, anoche. ¿No se acuerda usted de aquel furor con que arrojaba piedras en un pozo, consiguiendo llenarlo al fin?».
Estas palabras y su sonrisa me helaron la sangre en las venas. Él no parecía preocuparse de mi turbación, y continuó:
«Precisamente venía a hablar con usted y decirle que son inútiles todas esas armas que ha tratado de emplear contra mí. Ha de saber usted, caballero, que yo soy inmortal».
No puedo pintar a usted la turbación que en mí produjo esta palabra: ¡Inmortal! «Pero este hombre es el demonio» -me dije yo para mí, y no podía hablar palabra, porque se me había hecho un nudo en la garganta.
-«Sí señor, inmortal -repitió con desenfado».
-«¿Y quién es usted? -pregunté haciendo un esfuerzo».
-«Yo soy Paris».
-«¡Paris! yo creí que eso era cosa de mitología o historia heroica».
-«Así es efectivamente; pero ahora no hagamos una disertación sobre mi nombre y origen; yo tengo prisa, y no puedo detenerme aquí mucho tiempo. El objeto de mi visita es decir a usted que se cansa en vano persiguiéndome: a mí no se me mata con puñales ni pistolas, ni enterrándome vivo. Resígnese usted ¡oh D. Anselmo! Todo es inútil: no hay más remedio que bajar la cabeza y callar. Alguien allá arriba ha dispuesto las cosas de este modo».
-«Caballero -dije en el colmo de la ansiedad, y procurando dominar tan singular situación-, advierto a usted que no puedo tolerar burlas de esta clase. Tenga usted la bondad de salir».
-«Poco a poco, señor mío; usted tiene mal genio; usted es insoportable; así a inspirado tanto horror a la pobre Elena».
-«¿Cómo se atreve usted a nombrarla?».
-«¿Por qué no? ¡si ella me ama! -exclamó sonriendo».
-«¡Monstruo! -grité levantándome con furia y amenazándole-, calla, o si no aquí mismo...».
-¡Cuidado! -dije a mi vez haciéndome un poco atrás, al ver que D. Anselmo, contando aquel pasaje, se levantó dirigiéndose a mí con los puños cerrados, como si yo fuera la infernal aparición que tanto le había atormentado.
-Recordando aquello -prosiguió más Sereno el doctor-, me exaspero de tal modo, que no me puedo contener. Cuando yo le amenacé, él se quedó tan frío como si tal cosa. Se sonrió y me miró con esa compasión desdeñosa y un tanto burlona que inspiran los hechos y palabras de locos. Su serenidad me desesperaba más, su sonrisa me mataba: no sé qué hubiera dado por poder estrangularle. Después, como si mi cólera tuviera tanto valor como las rabietas de un niño, Paris continuó:
-«Ella me ama; nos amamos, nos presentimos, nos acercamos por ley fatal, usted me pregunta quién soy: voy a ver si puedo hacérselo comprender. Yo soy lo que usted teme, lo que usted piensa. Esta idea fija que tiene usted en el entendimiento soy yo. Pero existo desde el principio del mundo. Mi edad es la del género humano, y he recorrido todos los países del mundo donde los hombres han instituido una sociedad, una familia, una tribu. En algunas partes me han llamado Demonio de la felicidad conyugal, pero yo he despreciado siempre este apodo y otros parecidos, y me he resuelto a no llevar nombre fijo; así es que me llamo Paris, Egisto, Norris, Paolo, Buckingham, Beltrán de la Cueva, etc., según la tierra que piso y las personas con quienes trato.
»En cuanto a mi influencia en los altos destinos de la humanidad, diré que he encendido guerras atroces, dando ocasión a los mayores desastres públicos y domésticos. En todas las religiones hay un decretito contra mí, sobre todo en al vuestra, que me consagra entero el último de los mandamientos. Los moralistas se han atrevido a desafiarme, y los filósofos han tenido el mal gusto de publicar unos libelos impertinentes contra mi humilde persona, permitiéndose algunos hasta la tentativa de emplear medios para extirparme de raíz, ¡imbéciles! como si yo fuera un callo o un abceso. Han pretendido acabar conmigo; como si yo pudiera perecer, como si la inmortalidad estuviera sujeta a la acción de los agentes mortíferos de que disponen. Así es que por decoro y amor propio me veo en la precisión de continuar desempeñando mi papel de plaga con toda la diligencia y recursos de que mi doble naturaleza es capaz. Aquí me ve usted siempre activo, siempre eficaz: los grandes centros de población son mi residencia preferida, porque ha de saber usted que los campos, las aldeas, los villorrios me son antipáticos, y sólo de tiempo en tiempo me tomo la molestia de visitarlos por pura curiosidad. En las capitales es donde me gusta vivir. ¡Oh! siempre he amado estos sitios, dónde la comodidad, la refinada cultura y la elegante holgazanería me ofrecen sus invencibles armas y eficacísimos medios. La esplendidez y la voluptuosidad me gustan: soy tan sibarita como mi antigua amiga Semíramis, a quien di la inmortalidad. Crea usted, amigo, que Babilonia valía más que estas poblaciones de que están ustedes tan envanecidos; sí valía más. Y en cuanto a vestidos, prefiero los ligeros cendales de los antiguos tiempos, y me molesta el tener que doblegarme a las exigencias del pudor moderno, ente maligno a quien no he podido sobornar sino a medias, en punto a trajes. Por lo demás, no me va mal; los moralistas me vituperan, y los filosofastros me tratan como si fuera un mal sofista; pero me importa poco. Los que no son suficientemente tontos, ni han perdido todo el seso necesario para ser filósofos, me aplauden, me miman, me señalan cuando me ven; las mujeres son mis más sinceras amigas, aunque algunas me tratan con cierta desconfianza, producida más bine por las calumnias de los sabios que por mi propio carácter: otras se muestran un tanto benignas conmigo, y algunas me hablan de sus maridos en un estilo que me hace reír. Esa es mi literatura.
»Por otra parte, yo no soy ambicioso; soy de los que dicen: tengo lo que me basta, y detesto la anarquía conyugal, procurando aplacarla siempre, en unión con algunos moralistas modernos, que saben el modo de no provocar esa anarquía, cultivando mi amistad, siempre desinteresada. No me gusta el escándalo, y siempre pongo en práctica los más silenciosos medios para llegar a un fin más silencioso aún: ya ha abandonado el medio antiguo y desacreditado de los escalamientos, de las sorpresas, de los sobornos, por distinguirme, de cierta falsificación mía que anda por el mundo, un tal D. Juan, que es un usurpador insolente, y además una plaga poco temible. Con que, amigo, no asustarse, y concluyamos pronto. Sepa, que está escrito, como diría un musulmán. Soy como la muerte; suena la hora y vengo. Evitarme es tan imposible como evitar a mi cofrade».
Cuando oí esta relación, resolví hacer un esfuerzo a ver si podía descifrar el espantoso enigma. Afectando una serenidad que no tenía, y tomando el asunto con la calma decorosa que me pareció conveniente, me levanté y dije:
-«Caballero: sepa usted que estoy dispuesto a no tolerar sus inconveniencias. Sepa usted que tengo la edad suficiente para no creer en brujerías, ni la paciencia que se necesita para sufrir las locuras de usted».
-«Este hombre no me quiere entender: ¿sabe usted que Elena es mía? -dijo después de reír con estrépito, con la expresión de desahogo que da la resolución de no alterarse por nada».
-«No pronuncie usted más ese nombre -grité sin poder contener mi cólera».
-«Pero si precisamente vengo por ella... -dijo Paris con una acentuación maligna que me erizó el cabello».
-«¡Infame! ¿Qué dices? ¡Por ella! -exclamé arrebatado.
-«Sí, por ella: anoche quedamos de acuerdo, y...».
-«¿Anoche?¡Ay, yo estoy loco! Demonio, hombre infernal, o lo que seas; explícame este obscuro enigma; yo no puedo vivir así; yo quiero saber qué es esto... Pero Elena es inocente: ella me ha jurado que no te ha visto jamás».
-«Sí me ha visto».
-«¿Cuándo?».
-«Siempre, a todas horas. Pero usted no entiende estas cosas; voy a explicárselo claramente».