La segunda casaca/27
Concluidas las Memorias que por dichosa casualidad vinieron a nuestras manos, seguimos contando por cuenta propia.
El 8 de Marzo, uno de los tres días de bulliciosa huelga que sirvieron de introito a la revolución, un anciano avanzaba al caer de la tarde por la plazuela de Santo Domingo, en dirección a la calle Ancha de San Bernardo. Su paso era vacilante; su actitud la de un descaecimiento lamentable. Fijaba la vista en el suelo y movía la cabeza, cual si no tuviera en su cuello fuerza suficiente para mantenerla derecha. A ratos hacía con los brazos y las manos súbito movimiento, como el de quien se ocupa en cazar moscas. Hablaba consigo mismo y daba bastonazos en el suelo tan fuertemente como los ciegos que reconocen el terreno. Su cuerpo encorvado tropezaba a menudo con los transeúntes, sin que el choque le distrajera de su penosa marcha meditabunda.
Al llegar a la entrada de la calle Ancha, un obstáculo que no podía vencer le detuvo. Tropezó con una muralla. Había allí tanta gente reunida que no se podía seguir.
-¡Otra pared de carne!... -gruñó el viejo con impaciencia-. ¡Y no hay quien la derribe a cañonazos!
Trató de abrirse paso, pero no pudo. Se abría ante él un boquete; pero al punto se volvía a cerrar, dejándole tapiado dentro de una ardiente mampostería de brazos, muslos y espaldas. El viejo movía sus codos y avanzaba la mano y el palo como una cuña. En una de estas, dos piedras enormes se juntaron, cogiéndole en medio y exprimiéndole sin piedad.
-¡Mil demonios! -chilló el viejo con voz angustiosa-. Que me aplastan ustedes... Atrás, animales... Dejen pasar a un hombre de bien, que no se mete en estas danzas y aborrece la bullanguería... ¡Eh!, so bruto que me destroza usted con su anca.
-¡Maldito viejo! -gritó uno de los más cercanos-. ¿Para qué se meterán entre el gentío estos escarabajos? ¡Hermano, váyase al hospital!
-Si todo el mundo estuviera en su casa -dijo el anciano-, si el Gobierno no permitiera estas atrocidades ridículas, no se obstruirían las calles.
-¿Quién es ese cernícalo que grazna?
-Señor abate, señor capellán, señor sepulturero o lo que sea -dijo un individuo en tono compasivo-, sálgase usted de este laberinto, porque le van a hacer tortilla.
-¡Paso, paso! -gritaba el viejo con un arranque de cólera y de energía que contrastaba extraordinariamente con su miserable cuerpo-. ¿No hay quien meta en cintura a esta canalla?
En torno al anciano se elevó un murmullo siniestro, entre burlón y hostil, que hubiera asustado a otro, pero que a él no le alteró; tan grande era su ánimo.
-Sí, lo repito -añadió echando fuego por los ojos-, estas borricadas existen, porque no hay un Rey que tenga calzones.
Diciendo esto, el sombrero del anciano voló por los aires, y unas manos vigorosas, cogiéndole ambas orejas, le hicieron dar grotescas cabezadas. Risas generales celebraron el hecho. El pobre viejo rugía como un noble animal prisionero e insultado. Todo cuanto la lengua contiene de festivo, de grosero, de ignominioso y de mordaz resonó en las insolentes bocas. El anciano fue empujado, estrujado, arrastrado y su endeble cuerpo, escurriéndose dolorosamente por una grieta, erizada de agudos codos y de crueles manos, fue a chocar contra una pared de la calle de la Inquisición. Pegado a ella, con las manos cruzadas, la boca espumante; llenos de luz y de ponzoña los ojos vengativos, parecía una pantera vieja, que en su agonía estaba resuelta a hacer estragos.
-¡Miserables!, ¿pensáis que os temo? -exclamó más bien rugiendo que hablando-. Yo no temo a nadie, yo no temo a indignas sabandijas que huyen del peligro y se ensañan picando a los débiles; yo temo a hombres valientes; no a una vil chusma gritona.
-Es un demente -repitieron varias voces.
-Es un hombre de bien -gritó él-, es un buen patricio, es un cristiano, es un español. Cáfila de rateros y farsantes, respetad a los que nunca han robado, ni conspirado, ni maldecido a Dios, ni hecho revoluciones; respetadle o no faltará quien os enseñe a hacerlo.
Una mano cogió el cuello del frenético viejo, y otra mano le golpeó.
-Está bien -dijo con voz ahogada cuando quedó libre-. De este modo abofetearon a Cristo. Escúpeme también, sayón.
Le golpearon de nuevo, y el anciano añadió:
-Está bien. Burro, acepto tus coces.
-Dejarle ; es un pobre viejo inofensivo -indicó una voz-. ¿No veis que está demente?
-Desprecio tu misericordia -gritó el inexorable hombre caído-. Si no insultarais, si no escupierais, si no deshonrarais, si no rebuznarais, no seríais lo que sois: masones, revolucionarios, ateos, jacobinos.
-Vamos, padrito; levántese usted y se le dará un vaso de agua.
-Aparta tus manos de mí -repuso con desprecio-, y ve a coger las tijeras, sastre. No abras tu boca para hablarme, y ve a mascar la suela, zapatero. No me toques y ve a espumar los pucheros, pinche. Soy un caballero. Señores sastres, zapateros, pinches y albéitares, que hacéis revoluciones y quitáis al Rey sus derechos y enmendáis la obra de Dios, buscad para vuestra miserable obra un Reino que no sea este Reino de España, esta tierra de caballeros, de santos, de soldados...
¡Cómo se reían al oírle!
-Haced revoluciones -prosiguió-, degradad más el suelo que pisamos; manchadlo todo, imbéciles. Haced un estercolero con las banderas gloriosas, con los laureles, con las coronas de santos y reyes, y el Demonio estará contento... Poned la historia toda bajo vuestras patas y bailad encima, acompañados del Cabrón. El Infierno triunfa.
Dicho esto lanzó una carcajada siniestra.
-Es un servil -dijeron algunos.
-No hacerle daño -añadió un compasivo.
-Colgarle de una reja de la Inquisición -añadió un cruel.
En aquel instante todas las miradas se fijaron en un edificio, a cuya puerta el gentío se apretaba, cual si todos quisieran entrar a un tiempo. Era la Inquisición de Corte, cuyo frontispicio, marcado hoy con el número 4 de la calle de Isabel la Católica, nada tenía de particular. Componíase de algunas ventanas y una puerta grotesca en el piso bajo, de una serie de balcones en el piso principal y de varios huequecillos enrejados en el sótano. Los balcones estaban llenos de paisanos. En la calle y arriba el general bramido de triunfo e impaciencia formaba una algarabía infernal. Un hombre echó el cuerpo fuera en el balcón principal, y sacudiendo las manos arrojó una gran masa de papeles que cayeron a la calle. Multitud de hojas quedaban suspendidas y flotando de aquí para allí, llevadas por el viento. Iban y venían como pájaros que han recobrado la libertad. Eran las causas de la Inquisición. El pueblo soberano estaba inventariando a su modo el archivo.
Casi todos querían entrar para ver los terribles calabozos. Penetraron muchos; pero salían descorazonados, diciendo que todo había sido ocultado a tiempo y que no restaba nada. Quién sacó una tarima de brasero, quién un fuelle roto; este una sartén vieja, aquel un cazo. No se encontraron otros instrumentos de tortura. De repente un individuo apareció en la puerta principal. Venía cargado de extrañas cosas. Arrojolo todo en el suelo, diciendo así:
-Ahí están las picardías.
Una lluvia de soldaditos a pie y a caballo, de muñecos articulados, de peones, de animalillos de cartón, de reyes magos, de pastores de Belén, de panderetas y rabeles, cayó sobre las cabezas y los hombros del gentío. Carcajadas generales acogieron el regalo.
Después de esto despejose un tanto el terreno, y una turba de chiquillos cayó, cual manada de lobos, sobre tan rica presa.
Poco después oyose un rumor de júbilo. Por el portal grande apareció un grupo de gente gritona, que sobre sus hombros, a manera de trofeo glorioso, sacaba tres personajes, nada flacos ni extenuados. Eran los únicos presos que se encontraron en el piso alto del edificio; uno de ellos, D. Luis Ducós, rector de Hospitalarios.
Tras la procesión siguió toda la muchedumbre, dando vivas a la libertad, y la calle de la Inquisición empezó a despejarse, mientras se llenaba la de Torija, junto al edificio de la Suprema.
Era ya completamente de noche, y el infeliz viejo a quien dejamos rugiendo de cólera entre un grupo de ciudadanos, continuaba en el mismo sitio, arrojado en el suelo, con la espalda y la cabeza apoyadas en la pared. No hablaba ya ni se movía. Un hilo de sangre corría por su rostro, desapareciendo por el cuello entre la ropa. En derredor suyo había nuevo corro de ciudadanos, pero de ciudadanos prudentes y compasivos, que en silencio le miraban, guardando religiosa compostura en torno suyo, sin atreverse a tocarle, llenos de curiosidad y aun de respeto. Eran Currito el de la carbonera, de ocho años; Joselito González, el del covachuelista, de siete; Paco el de D. Robustiano, de diez; Isidorillo, el de la tía Rampiosa, de seis y medio, y otros que la historia y la tradición no recuerdan bien. Entre todos eran una docena. Cada cual llevaba en su mano un objeto de los que estaban desparramados en la calle ante la puerta de la Inquisición.
Acercábase uno a mirar de cerca el rostro del anciano, y con ademán pavoroso decía: «Está muerto». Reían todos, mirándose unos a otros, y ya se disponían a retirarse juntos, cuando Isidorillo el de la tía Rampiosa, que por ser el más chico era el más travieso de todos, tuvo una feliz idea, que al instante puso en ejecución. Llevaba en la mano una varita delgada y larga, y con la punta de ella exploró por dentro la nariz del desgraciado anciano. Este hizo una mueca, se movió, y un coro de risas infantiles acompañó a su movimiento.
Abrió el anciano los ojos, miró a todos lados, pasose la mano por la frente, dio un suspiro...
-¡Qué buena turca ha cogido usted, hermano! -dijo Currito el de la carbonera.
El anciano revolvió sus ojos a todos lados, amedrentando con la fiereza de ellos al regocijado concurso, y en voz ronca, habló así:
-¡A esto llamáis una revolución! Menguados, si queréis hacer una verdadera revolución, hacedla; alzad la guillotina; cortadnos la cabeza a todos los que tenemos en ella la idea de Dios, la idea del deber, la idea de la justicia, la idea del honor y de la hidalguía... ¿Queréis acabar con los buenos?, pues a ello. Combatidnos y se os vencerá. Matadnos y resucitaremos en otra forma. Pero no, no llaméis revolución a este conjunto de graznidos y patadas... Sois miserables y grotescos bufones que deshonráis el suelo de la patria. Apartaos de mí, despreciables bailarines. ¿Creéis que una Nación es el tabladillo de un teatro?... Inmundos tiples, no chilléis más en mi oído... Mi voz atruena.
Una algazara de risas siguió a estas palabras. Los pajarillos piando con alegría en torno al buitre moribundo, no se hubieran expresado de otro modo. El anciano hizo esfuerzos por levantarse; sus huesos crujían; pero al fin lo consiguió y se puso derecho, apoyándose en la pared. Los ciudadanitos, agrupándose en torno de él, no le dejaban dar los primeros pasos.
-Fuera de aquí, hombres pequeños -dijo el viejo empujándoles a un lado y otro-. Queréis hacer revoluciones y ninguno de vosotros alza una vara del suelo.
Cuando los muchachos se oyeron llamar hombres pequeños, redoblaron las risas. Siempre con las manos en la pared, siguió andando el viejo. Los chicos le seguían, tirándole de la ropa e impidiéndole el paso. Él observaba las fachadas de las casas, como para orientarse; doblaba todas las esquinas que encontraba al paso. De este modo recorrió lentamente varias calles, y después de muchas idas y venidas, entró en la de Amaniel. Los chicos habían ido desertando poco a poco. Al fin Joselito González, que era el más pesado, le dejó solo. El anciano se detuvo, reconoció la calle, y con voz débil murmuró: «no es por aquí». Volvió atrás, dobló varias esquinas, siguió a lo largo de la pared apoyándose en ella... pero sus pies vacilaban, temblaban sus piernas; su cuerpo abatiose rozando el muro y cayó al suelo sin sentido.