La segunda casaca/26
El Rey había prometido jurar; pero no juraba, ni se nombraba nuevo Gobierno, ni siquiera nuevo Ayuntamiento. Estábamos a merced de un golpe de mano, y si el ejército había dado al país la libertad, el ejército podía quitársela de la noche a la mañana. Las reuniones secretas, que ya eran públicas, trabajaron toda la tarde y parte de la noche, mientras seguían las demostraciones populares, juego inocente que nos daba risa.
Amaneció el día 9, el gran día. El pueblo, aguijoneado por quien sabía hacerlo, se reunió en los alrededores de Palacio, puso su planta en la puerta y dijo que quería entrar. La guardia callaba y dejaba hacer. El pueblo entró en el patio grande y se paseó de un extremo a otro, dando gritos y entonando las canciones de aquellos días. Por los vidrios de la galería alta asomaban las caras pálidas de medrosas damas y tímidos palaciegos que preveían un desastre. Cansado de esperar en el patio, el importuno visitante bramaba de impaciencia. Era aquella una visita que no se hace todos los días, y como cosa nueva carecía de reglas de etiqueta. El pueblo, pues, anhelaba subir antes de que se lo mandasen, o antes que lo echaran a la calle. El amo de la casa, sintiendo desde su gabinete el resoplido del animal que tan descortésmente quería penetrar hasta él, se sentaba y se levantaba, reía y bufaba, y a ratos pálido, a ratos rojo, dirigía preguntas a todos. Hubiera deseado que su mirada fuese un rayo que desde arriba, traspasando las paredes, cayese sobre la bestia y la aniquilara.
Al mismo tiempo el amo de la casa forjaba proyectos de venganza y estudiaba un papel, papel difícil que rara vez se desempeña bien ante el peligro. No es lo mismo recibir al cuerpo diplomático entre sonrisas de oficio y estudiadas fórmulas, que recibir al pueblo entre rugidos.
Fernando no se atrevía a formular el terrible que pase adelante. Pero el pueblo parecía dispuesto a colarse sin que se lo mandaran. Inquietos pero decididos los de abajo, inquieto y vacilante el de arriba, no era fácil prever en qué iba a parar aquello. ¡Si hubiera habido un batallón de la guardia dispuesto a desafiar las navajas!... pero los emperejilados guardias se mantenían tiesos y hermosos, empuñando sus armas como empuñaban sus palitos blancos las figuras del tío Mano de Mortero.
Por último, todos tomaron una resolución, los de abajo y el de arriba. La visita quería posesionarse del estrado; el señor había dispuesto enviar un mensaje a los del patio, rogándoles y prometiendo. Estos habían nombrado una comisión. La comisión y los mensajeros del Rey se encontraron en la escalera. Allí hubo expresiones benévolas, un cambio feliz de sentimientos conciliadores, y el asunto empezó a tomar aspecto risueño. Subieron al fin los comisionados que eran seis, y al poco rato bajaron con la noticia de que Su Majestad había mandado al marqués de Miraflores que estableciese el Ayuntamiento del año 14.
El Palacio quedó poco a poco libre y el movimiento del pueblo era en dirección a la Casa de la Villa. Los que deseaban mangonear en los primeros momentos y coger para sí los primeros peces del revuelto río, no tenían tiempo que perder. Yo fui de los más veloces en invadir las Casas Consistoriales, en ocupar las oficinas, en apoderarme de una resma de papel de oficio, en expedir órdenes menudas a los subalternos. Así es que cuando Miraflores llegó, ya estaba yo allí dictando leyes, como un déspota, expidiendo órdenes y preparándolo todo para el gran acto que se iba a realizar.
De buena gana me hubiera nombrado alcalde a mí mismo; pero yo no era del 14. Con aquella presteza febril y verdaderamente maravillosa que yo tenía para las improvisaciones oficinescas, me impuse desde el primer momento, y a los diez minutos de intrusión, ya no podía hacerse nada sin mí. Yo solo sabía dónde estaban los pliegos, yo solo sabía en qué términos debían hacerse los oficios, cómo se había de ordenar lo que entonces se llamaba la Tabla del Excelentísimo Ayuntamiento.
También salí al balcón con otros, teniendo la suerte de enjaretar unos parrafillos tan bien dichos, tan conmovedores y del caso, que me aplaudieron frenéticamente. Yo fui quien inauguró los abrazos que tanto entusiasmaron a la generosa muchedumbre. Sin más ni más abracé al que tenía a mi lado, un liberalote furioso de toda su vida; este abrazó al vecino, y entre lágrimas y patrióticos pucheros nos abrazamos todos repetidas veces. Yo gritaba: «¡Se acabaron las discordias, se acabaron los odios! ¡Ya no hay más que españoles leales y amantes de la Constitución! Todos son hermanos. ¡Viva España, que es la Nación más sabia y más gloriosa del mundo! ¡Viva la Constitución! ¡Viva el Rey!».
¿Quién puede olvidar aquellos sublimes instantes? ¡Inefable día!
El marqués de Miraflores iba pronunciando los nombres de los individuos del Ayuntamiento. El pueblo aplaudía o denegaba, gritando: bien, bien, o ése no, ése no que es servil. Concluido esto, dirigiose a Palacio el Ayuntamiento recién establecido, para recibir el juramento de Su Majestad, y por el tránsito todo fue bullicio, loca alegría, vivas roncos, embriaguez indescriptible. Poco después, Madrid entero sabía que Fernando VII había jurado la Constitución.
¡Viva el Rey! Ya todo estaba hecho. Ya podían venir las iluminaciones, los festejos, las alegrías, las ceremonias llenas de exaltación política mezclada de religioso entusiasmo. Una nueva era se presentaba, una nueva era, sí, vasto campo a la actividad de los hombres listos. Yo no salí aquel día del Ayuntamiento y trabajé con ardor en diversos asuntos.
El 10 apareció el Manifiesto en que están las célebres palabras: Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional. El 14 dio D. Carlos su programa al ejército, congratulándose del juramento de la Constitución. El mismo día 9 nombró Su Majestad la Junta provisional consultiva que debía suplir al Ministerio mientras este se formaba, y tuve tan buena mano y tacto, que me congracié soberanamente con todos y cada uno de los esclarecidos individuos de ella, en tales términos, que no sabían cómo recompensar mis servicios. Estos eran importantísimos. Yo estaba siempre en primer término; yo salía siempre al encuentro de todo; yo era la previsión, el cálculo, la prudencia. Híceme de tal modo necesario, que mi nombre sonaba aquí y allí donde quiera que ocurrían dificultades. Debía esto a mi tino para todo, a mi destreza y experiencia suma de los hombres y las cosas. Por eso supe encaramarme dentro de la revolución a puestos tan altos como los que ocupé dentro del absolutismo, y en uno de los primeros consejos de ministros que se celebraron se acordó darme la plaza de consejero, en premio de los servicios que había prestado al liberalismo, y como compensación de las horribles persecuciones de que había sido objeto.
¡Ventura incomparable! ¡Qué bien sentaba a mi gallardo cuerpo la nueva casaca! ¡Cómo me reía yo de D. Buenaventura y de todos aquellos vanidosos prohombres que me habían postergado en 1819! Ellos purgaban sus culpas con la ignominia que les resultaba de humillarse ante la revolución, después de haberle combatido hasta el último momento. Verdad es que pronto le declararon nueva guerra; pero fue porque la revolución, despreciándoles, no quiso nada de ellos ni con ellos.
Largo tiempo estuve en gracia con la revolución, la cual no era tan fiera como nos la pintábamos los absolutistas cuando la combatíamos. ¡Matrona más condescendiente no la vieron mis ojos! ¡Qué excelente señora! En muchas, en muchísimas cosas del Gobierno apenas se conocía su existencia. Verdad es que sus noveles servidores hacíamos lo posible por ponerle una venda en los ojos para que nada viese y renunciase a la fatal manía de innovar, que era su flaco. Con mi nuevo y flamante destino renació la dicha en mi alma y la holgura en mi casa, que ya se iba desmejorando con el largo vagar; me vi de nuevo favorecido y adulado por grandes y chicos, y Su Majestad me mandó asistir a sus tertulias. El pobrecito no podía pasarse sin mí.
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No puedo seguir, no puedo hablar más, porque la alegría embarga mi espíritu y ahoga mi voz. Aunque algo sé digno de contarse, lo entrego a otro narrador para que con más aliento que yo lo continúe; y postrado y sin fuerzas doy fin aquí a mis curiosas Memorias, encargando al copista de ellas que me sustituya en las últimas páginas de este libro.