La segunda casaca/28
Estaba en la calle de Eguiluz. No pasaba nadie por allí. Poco después, al extremo de la calle abriose una puerta y aparecieron en un oscuro hueco dos personas, hombre y mujer; el uno despidiéndose de la otra, a juzgar por las breves palabras cariñosas que en el silencio de la calle resonaron sin que ningún extraño las oyera. Después de confundirse los dos bultos en uno, efecto sin duda de la oscuridad de la noche, se separaron; la mujer desapareció, y el hombre echó a andar por la calle adelante, hasta que el obstáculo de un cuerpo atravesado en la acera le detuvo. En el mismo instante una vieja, llegando por el otro lado, se detenía también. Inclináronse ambos, examináronle el rostro, le palparon, le movieron, y el joven dijo:
-Es el Sr. D. Miguel de Baraona.
Trataron de reanimarle. Respiraba, pero no se movía. El joven, después de un rato de vacilación, se terció la capa, enlazó con sus brazos vigorosos el desmadejado cuerpo del anciano, y se lo echó a cuestas como un saco.
Felizmente el peso del Patriarca del Zadorra no era excesivo, ni el humanitario joven tenía que andar mucho para llegar a la calle de Sal si puedes. Los curiosos que en el camino se le unieron quedáronse a la puerta de la casa, y él subió solo. Ni porteros ni criados salieron a su encuentro en la escalera. Abrió la puerta una criada, y bien pronto sonaron en la casa gritos y lamentos de mujer, angustiosos diálogos, preguntas, órdenes rápidas.
Baraona fue puesto en el suelo. El que le había llevado permanecía en pie. Jenara miraba al uno y al otro con muda sorpresa; pero el dolor no dejaba lugar en su corazón a otro sentimiento. Las dos mujeres, azoradas, llamaron; acudió un criado; entre todos trasportaron al enfermo a su cuarto, tendiéndole de largo a largo en la cama. Abrió, al sentirse en ella los ojos, y lanzando un hondo suspiro, dijo:
-¡Me muero!
-¿Pero está herido? -exclamó Jenara-. Esa sangre... ¿Qué le han hecho? ¡Dios mío!... ¡Abuelo!
Interrogaba con los ojos al portador de tan gran desgracia; pero este, alzando los hombros, decía:
-No sé una palabra. Así le encontré en la calle.
Salió del cuarto, y en el laberinto de los pasillos medio oscuros preguntó que por dónde se salía.
-Por allí -le indicó Jenara, que a su lado pasó rápidamente, corriendo en busca de remedios caseros.
Dirigiose el joven a la puerta en el momento en que, abierta por fuera, daba paso a tres hombres. Carlos avanzó el primero, y tras él sus inseparables amigos. Vieron a aquel hombre, y la sorpresa les detuvo y les inmovilizó un instante, como cuando se ve lo imposible.
-¿Qué buscas aquí? -gritó Navarro, mirando colérico a Salvador.
-¡Has entrado aquí! -rugió destempladamente el que llamaban Zugarramurdi, asiendo al joven por el brazo.
El que llamaban Oricaín corrió a asegurar la puerta.
-¿Qué haces en esta casa? -repitió Navarro con mirada furibunda y amenazadora.
-Nada -respondió Monsalud, dando un paso hacia la puerta-, y por eso, me marcho.
La voz de Jenara, que llegó volando más bien que corriendo, puso término a aquella escena.
-¡Carlos, Carlos! -gritó-. El abuelo enfermo... herido... ¡Se muere!... Este... este buen hombre le ha traído de la calle... Un accidente desgraciado, un atropello... qué sé yo. Ven al instante...
Navarro miró a Monsalud, como pidiendo más explicaciones.
-Estaba en la calle de Eguiluz, arrojado sin movimiento ni sentido, sobre la acera -dijo Salvador-. No sé más.
Navarro tomó una determinación súbita.
-Yo averiguaré lo que hay en esto -afirmó-. Oricaín cierra esa puerta. Zugarramurdi, detén a este hombre.
Y corrió hacia dentro.
Carlos y Jenara se acercaron al lecho del enfermo, e hiciéronle mil preguntas; vendáronle su herida, le abrigaron, tratando de reanimarle por todos los medios. Baraona sufría un temblor convulsivo.
-La canalla me ha insultado -murmuró-. Pero les dije cuatro verdades... No pudo conmigo... ¡Conmigo no puede nadie!, ¡nadie!
-¿Pero quién, pero quién?... Dígame usted quién ha sido -vociferó ciego de ira Carlos, cerrando los puños-. ¡Dígame usted quién ha sido!
-Muchos, muchísimos. Los revolucionarios -murmuró el enfermo-. Sus manos inmundas me golpeaban... Está bien: ¿no abofetearon los judíos al Señor?...
Carlos rugía como un león y sus dedos se clavaban como garras en los colchones de la cama.
-Maldito sea yo si no me vengo -gritó-. ¿Y usted no recuerda quién le trajo aquí?
-¿Quién me ha traído? -dijo el anciano con la mayor sorpresa, abriendo mucho los ojos-. Nadie: he venido yo solo; he venido por mi pie.
-No sabe lo que se dice -indicó en voz baja Jenara.
-Pero ¿por qué gritáis tanto? -murmuró Baraona cerrando los ojos-. ¿Qué ruido, qué algazara infernal es esa?... Callad por Dios... necesito descanso, necesito dormir... ¿No habrá nunca silencio en esta casa?
Cuando esto decía, el silencio era profundo en la habitación. Jenara y su marido observaban fijamente la fisonomía del enfermo.
Mientras esto ocurría en la alcoba, el señor Zugarramurdi, que era un hombrazo corpulento, de espesa barba rubia, frente estrecha y miembros poderosos, se acercaba a Salvador Monsalud en la antesala, y dejando caer sobre el hombro de este una de sus gruesas manoplas, le decía con voz áspera y cavernosa:
-¿Sabes quién soy?
-Sí -repuso Salvador mirándole con desprecio-. Ya sé que eres un bruto.
Oricaín, pequeño, regordete, de ojos negros, cubiertos por una sola ceja pobladísima y corrida de sien a sien, guardaba la puerta.
-Soy Zugarramurdi -dijo el de este nombre-. Estuve en la batalla de Vitoria. ¿Te acuerdas de la retirada, juradillo?
-Sí; me acuerdo. Tú estabas entre los mulos.
-¿Te acuerdas del que hirió a nuestro amigo y jefe Carlos Garrote? -prosiguió el vizcaíno-. ¿Recuerdas que yo te guardaba y que te me escapaste, porque una señora compró a los centinelas?
-¡Déjame! -gritó con violencia Salvador apartando bruscamente el brazo del guerrillero-. Oricaín, abre esa puerta.
-Ven a abrirla -repuso imperturbablemente el navarro-. ¿Sabes quién soy?
-Sí; ya lo sé: ladrabas en la jauría de Garrote. Abre esa puerta, o pasaré por encima de ti.
-Ya te espero... -dijo Oricaín-; como no me coges de espaldas, no hay que temerte.
-Abusáis de mí, porque veis que no llevo armas -dijo Salvador conteniendo su ira-. Estoy indefenso, porque yo no muerdo como vosotros.
Carlos se presentó en el mismo instante, fruncido el ceño, pálido el rostro, con un visible sello de dolor y de desesperación en su grave persona.
-Carlos -dijo Monsalud-. ¿He entrado en una guarida de lobos?
-Es espía de los ateos -dijo Oricaín clavado siempre en la puerta-, y viene a saber lo que hacemos para contárselo a esa canalla.
-Ha venido a provocarte y a desafiarte -dijo Zugarramurdi-. Nosotros le enseñaremos a ser comedido.
-¡Carlos! -gritó Monsalud perdiendo toda prudencia-. ¡Mira que no tengo armas!... ¡Esto es una infamia!...
-¿A qué has venido aquí? Lo mismo te desprecio amigo que enemigo; lo mismo te desprecio espía que servidor. Vete y di a los revolucionarios que mañana salimos para Navarra a levantar partidas.
-Yo no soy espía... ¿Pagas con tan vil sospecha el servicio que acabo de hacerte?...
-No sé si te debo un servicio o una nueva ofensa.
-Yo no me ocupo de ofenderte -dijo Monsalud con desprecio-. Has sido conmigo cruel, implacable y sañudo como una fiera. Tu corazón de piedra no se ha movido al ver los tormentos de una pobre mujer inocente; te has opuesto a que la pusieran en libertad; has redoblado el furor de los inquisidores, verdugo. Y sin embargo de esto, cuando ha concluido el martirio de mi madre; cuando ha venido la revolución, y triunfábamos, y tenía yo todos los medios para tomar venganza de ti; cuando me era fácil prenderte, molestarte, denunciarte a los vencedores, nada he hecho contra ti, Carlos, y no queriendo abusar de la gran ventaja adquirida, te he perdonado.
-¡Dice que me ha perdonado!... ¡que me ha perdonado! -exclamó Garrote, con el rostro encendido.
-Sí, te he perdonado; he tenido lo que tú no conoces: generosidad.
Navarro permaneció un momento en extraña perplejidad.
-Vamos -dijo al fin con desdeñoso acento de ironía-, es un modo raro de pedir misericordia. Salvador, tu odio y tu generosidad, tu venganza y tu perdón, son igualmente despreciables para mí... No quiero hacerte el honor de mirarte. Zugarramurdi, Oricaín, registradle bien, y si veis que no tiene armas, dejadle salir.
-Sí, eso, eso -dijo Oricaín con pena-, para que nos denuncie a los ateos, y vengan acá y nos prendan.
-Y nos impidan salir mañana para Navarra -añadió Zugarramurdi.
-Que vaya... que lo diga... que vengan esos cobardes bullangueros a detenernos -dijo Navarro-. Ya sabía yo que algunos polizontes atisbaban estas noches mi casa.
-No hay duda de que es espía -gritó Oricaín-. Me consta.
-No se burlará de nosotros, ¡con cien mil demonios!
Zugarramurdi asió con violencia los dos brazos del joven, que se estremeció al sacudimiento de aquellas tenazas, sin poder desasirse de ellas. Oricaín acudió en auxilio del otro sayón; vino también un criado, le sujetaron, le contuvieron, le amordazaron, le liaron una larga cuerda en brazos y piernas, y llevándole a una habitación cercana donde había un pie derecho a manera de poste, resto de un tabique antiguo recién derribado, le sujetaron a él tan fuertemente, que el desgraciado joven no podía mover ni un dedo. Palpitante, sofocado, rugiente, como un volcán obstruido; amenazado de violenta congestión, Salvador veía a sus enemigos delante de sí, y no se podía defender sino mirándoles... La rabia de sus ojos era su única arma. Se contraían sus músculos: la prisionera sangre hinchaba sus venas.
-¿Qué pensáis hacer? -preguntó Carlos a sus amigos, cuando concluyó la operación, sin que él se dignara tomar parte en ella.
-Cuando nos marchemos -repuso Oricaín-, le ahorcaremos.
En aquel instante Jenara pasaba.
-Es demasiado -dijo Navarro-. Le dejaremos así. Basta que no pueda hacernos daño de aquí a mañana... ¿Sabes que esa postura es buena para conspirar contra el Trono? -añadió, contemplando con hosca serenidad a la víctima-. ¿Por qué no vas ahora de Herodes a Pilatos, comprometiendo oficiales, repartiendo proclamas, engañando al país, difundiendo la rebeldía contra Dios y contra el Trono? ¡Miserables conspiradores! Ve y di a tus revolucionarios que vengan a sacarte de aquí. Llámales, invoca, la libertad, los derechos del hombre. ¡Que vengan Riego y Quiroga a desatarte!... ¡Oh!, si desde un principio hubieran puesto a la masonería y al ateísmo como estás ahora, ¿habría revoluciones? Que me den el mando un solo día, y verás qué gran soga lío alrededor del gran cuerpo. ¿Por qué no conspiras ahora? ¿Por qué no sublevas regimientos? Abre la boca y predica libertad y jacobinismo... ¡Ah!, tú creerás que eres un mártir digno de lástima. ¿No lo has de creer, si en ti y en esta canalla que acaba de triunfar no hay idea de justicia?... ¡Justicia! ¡Castigo del crimen! ¡Qué sublimes ideas! En medio de la impunidad espantosa que invade el reino todo como una plaga, aquellas grandes ideas se ven realizadas en un rincón de Madrid... en un rincón de mi casa...
Cuando esto decía, Jenara volvió a pasar.
-¡Bonita imagen de la revolución tenemos delante! -prosiguió Carlos con amarga ironía-. ¡Qué emblema tan hermoso del sistema curativo de una Nación revolucionaria! En esa postura se olvida el modo de andar y se pierden los deseos de agitarse mucho; se puede meditar tranquilamente en Dios y reconocer las ofensas que se le han hecho... La voz se olvida de que ha dicho herejías e infamias. Se aprende a obedecer y a callar, y el que manda, manda... Yo querría que toda España fuera pasando por esa puerta y viera a su revolucionario... el pobrecito no mueve brazo ni pierna; no habla ni gruñe. Está convertido, y ya no hace daño ni con su lengua ni con su brazo... ¡Qué lección, Sr. Monsalud!... ¡Si esos locos o imbéciles que chillan por las calles vieran esto!... Si estoy por abrir entrada pública y exponerte como una cosa rara, anunciando «el gran fenómeno de la justicia», o sea «la revolución en la soga...». Esto abriría los ojos a muchos... Tal idea debe cundir y propagarse; es admirable. Todos los que han atentado contra su Rey deberían atravesar ese pasillo y mirar adentro... Se te pondrán luces...
Jenara pasó de nuevo.
-Mi opinión -añadió Garrote-, es que no se te quite la vida, a no ser que resulte que has maltratado a mi abuelo, como sospecho. Si eres inocente, no te haremos daño. La enemistad privada que tenemos tú y yo, me obliga a ser generoso. Ni aun consentiría la violencia que sufres si yo y mis amigos no estuviéramos en peligro de ser denunciados por ti; pero es preciso asegurarse, señor masón... ¡Cuánto me alegraría de tenerte así el día del triunfo de mis ideas para soltarte y decirte: «Ahora, los dos a solas, arreglaremos una cuenta antigua!...». Pero yo estoy caído, y tus amigos son poderosos... es preciso tener algún rigor con los vencedores, mientras se puede; que tiempo tienen ellos después para abusar de su victoria. Cuando esto pase, cuando yo y mis amigos no corramos riesgo de ser denunciados a un partido vengativo, nos veremos, ¿eh?... No haya miedo que se te aten entonces las manos. Al contrario, te las multiplicaría si en mi poder estuviese... ¿Me buscarás tú? ¿Será preciso que yo te busque? ¿Entrarás entonces furtivamente en mi casa para espiarme? ¿Golpearás en la calle a mi infeliz abuelo, con el fin de encontrar después, socolor de ampararle, un pretexto para meterte en el domicilio de un hombre de bien? Esto se averiguará... Me parece que penetro tu intención... eres astuto... Sabías que aquí se conspiraba... sabías que aquí nos reunimos en estos días algunos hombres del partido del Rey. Sin duda les viste entrar. Bien, Sr. Salvador; todas esas cuentas se arreglarán después... Hasta la vista.
Cuando Carlos salió, Jenara pasaba otra vez.
Cerraron la puerta y Monsalud se quedó solo. Los rumores de la casa sonaban a lo lejos. En su desesperación sentía transcurrir el tiempo sin darse cuenta de él, y pasaron minutos que le parecieron horas. Cualquiera que fuese el delirio de su mente y la exagerada proporción que daba a todo, ello es que pasó mucho tiempo, y un reloj cercano le iba marcando los plazos solemnes de su agonía. Imposibilitado de moverse, luchaba con extraordinaria fuerza del espíritu y del cuerpo; pero no le era posible vencer. Su sangre era una corriente de fuego: sentíala en el palpitar de las sienes, semejante al golpe de un hacha. Al fin perdió el sentido claro de las cosas.
A hora bastante avanzada creyó sentir mayor intensidad en los ruidos de la casa, el ir y venir y el precipitarse, que indican la gravedad de un enfermo y la consternación de una familia. Constantemente subía y bajaba gente por la escalera principal, que cercana de su prisión estaba. Sintió al fin gran rumor de pasos, como si subiera mucha gente a la vez, y acompañaba a este rumor el triste son de una campanilla y rezos en latín. El Viático entraba en la casa. Monsalud distinguió lejano resplandor de faroles; después de un gran silencio, sólo interrumpido por algunas voces que en lo más hondo de la casa sonaban, semejantes a los tristes ecos del coro de un convento. Luego se oyó el estrépito de los pasos, la misma campanilla, los mismos rezos. Dios salía.
No supo apreciar bien el tiempo que trascurrió después. Su pensamiento estaba fijo en la idea terrible de que después de entrar Dios en la casa, continuase la iniquidad que en su persona se cometía... La fiebre empezó a trazar sus vertiginosos y atormentadores círculos dentro del cerebro del infeliz; pero al fin, trascurrido un plazo de difícil apreciación, distinguió una claridad que parecía la de la aurora; vio claramente que la puerta se abría, que alguien entraba sin hacer ruido, más semejante a una sombra que a una persona, y por último, que unas manos blandas y frías tocaban su cuerpo.