La religión del porvenir (1877)
de Karl Robert Eduard von Hartmann
traducción de Armando Palacio Valdés
VI. El protestantismo liberal no pertenece al cristianismo

VI. El protestantismo liberal no pertenece al cristianismo


En el último capítulo hemos visto de qué manera el principio protestante, en el curso de una crítica a la cual no es posible levantar barrera alguna y que cada día lleva más adelante sus ataques, socava y aniquila toda autoridad, no solamente la de los Papas y los Concilios, de la tradición y de los Padres de la Iglesia, del Nuevo Testamento y de sus autores, sino también y en el mismo grado la de aquél a cuya autoridad acudían todos los que acabamos de nombrar, suponiendo que trasmitía directamente la revelación divina. Una vez sacada esta consecuencia, ya no hay razón para atribuir, a no ser relativamente, más autoridad a Jesús, el hijo del carpintero, que a Pedro el pescador o a Pablo el fabricante de tiendas; nos vemos conducidos a colocarlos al mismo nivel y a no tener por útiles sus enseñanzas sino en los límites en que responden al punto de vista doctrinal del lector moderno. Mas como quiera que se demostró que la posición adoptada en la cuestión de principios por todos estos representantes de la idea cristiana es en el día insostenible, ya no puede ser sino por opiniones relativas a puntos de doctrina secundarios y accesorios por lo que obtengan todavía la adhesión de los representantes del «cristianismo moderno.» Este modo de pensar se llama eclecticismo. Pero con el eclecticismo nos colocamos ya fuera del periodo de desenvolvimiento en cuyas diferentes fases se elige a voluntad lo que se encuentra; la elección está dirigida por motivos y consideraciones que se hallan fuera de la evolución de la idea que gobierna el período (en el caso actual atendiendo a consideraciones sacadas de la cultura moderna).

No ofrece duda que puede uno muy bien haber abandonado la pretensión de ser cristiano, y, sin embargo, citar ocasionalmente pasajes de las Escrituras como se cita a los poetas; mas esto no se hace para prestar fuerza al argumento, no se piensa en otra cosa que en el adorno del discurso, o tal vez porque nos hallemos bajo el encanto de la expresión admirable que una inteligencia ha encontrado en tal o cual pasaje. Poco falta para que el protestantismo liberal se satisfaga con introducir en este sentido los pasajes bíblicos en sus sermones; pero no se detiene ahí, sin embargo, sino que trata de aprovechar el respeto hacia la Biblia que sobrevive en el seno del pueblo a la ruina de la fe en la revelación. No obstante, este juego es tan poco honroso como el que se hace con respecto a Jesús y del que hemos hablado en el capítulo precedente: ambos son pasos de escamoteo que todavía durarán algún tiempo, pero llegará un día en que los protestantes liberales verán a sus propios oyentes significarles que conocen el truco. En cuanto a manifestar si conviene a un predicador como los que consideramos, tomar un texto de la Biblia y dividir su sermón según las partes del texto, esto, después de la destrucción completa de la autoridad y abstracción hecha de toda idea de especular con el abuso de sus derechos aún no extinguidos, esto, decimos, es una cuestión completamente indiferente; un modo semejante de obrar sería, por decirlo así, una diversión inocente, si es que, permitiendo en servirse de esta forma vacía, el orador no pretendiese al mismo tiempo retener el carácter esencial de la predicación cristiana, que es el de ser la interpretación de la palabra divina. En medio de tales trapisondas, el protestantismo liberal trata de que aparezca la continuidad histórica con el cristianismo positivo, y aspira a representarla; muestra que en realidad, por el hecho de haber rechazado la fe en la revelación y en la autoridad de las Escrituras asestó a esta continuidad un golpe del que no se levantará jamás. No existe ya razón intrínseca para que un predicador de esta clase proteja su discurso con un texto cualquiera, puesto que es su razón el solo criterio soberano de lo que se la propone. Si le place apoyarse en opiniones doctrinales extranjeras, esta es cuestión suya, y sólo deben tenerse en cuenta las conveniencias de la exposición. ¿Buscará el apoyo que le hace falta entre los escritores modernos o clásicos, profanos o eclesiásticos, entre los autores chinos, budistas, judíos o cristianos? La respuesta a esta pregunta resultará de la solución dada a esta otra: ¿Dónde encontrará la expresión más concisa y más apropiada de las ideas que representa? Ya no es posible hablar de más o menos autoridad, puesto que no existe en ninguna parte.

Si tales predicadores, pues, toman los textos de sus discursos del Nuevo Testamento, van impulsados para ello por un motivo exterior, cual es el deseo de hacer creer que su pensamiento guarda una relación más estrecha con el Nuevo Testamento que con ningún otro libro. Pero tratan do hacer creer lo que no es, puesto que repugnan todas las opiniones dogmáticas del Nuevo Testamento. Bajo el punto de vista positivo, su eclecticismo bíblico no pasa de lo accesorio, esto es, de ciertos puntos en que falsean el sentido de las declaraciones escriturarias por una interpretación que nada tiene de histórica; su eclecticismo no se extiende a los principios más que bajo el punto de vista negativo, porque de los escritores del Nuevo Testamento aceptan las declaraciones por las cuales niegan expresa o implícitamente otros principios dogmáticos que pertenecen a la misma fase del desenvolvimiento. Por eso se apoyan en San Pablo para la negación de la ley mosaica, en San Juan para rechazar por completo el judaísmo (y accesoriamente para autorizar su indiferencia con respecto a la santa cena), en Jesús para negar los dogmas fundamentales del cristianismo, que no han podido formularse sino después de su muerte, visto que antes no existía religión cristiana separada del judaísmo. Parécenos excusado añadir que este eclecticismo negativo no puede aspirar a producir ningún interés positivo, y su única utilidad consiste en secundar a la crítica disolvente y destructora. La condición indispensable para que interese es, que lo positivo que se quiere destruir subsista en su fuerza histórica y haga necesaria la continuación de la lucha.

Preguntemos una vez siquiera: ¿qué derecho tiene en realidad el protestante liberal para llamarse cristiano, prescindiendo de la materialidad de que sus padres lo hayan hecho bautizar y confirmar? Aquellos que profesaban la religión cristiana han tenido en todo tiempo un carácter común: la fe en Jesucristo. Por lo que respecta al Dios de Jesucristo, los judíos y los mahometanos creen en él igualmente, y los mahometanos creen al mismo tiempo que Jesucristo ha sido un profeta, sabio, virtuoso, a quien Dios concede un afecto muy particular. Si bastase creer en Jesucristo como un orador religioso, popular, dotado de sentido y de juicio, los mahometanos estarían tanto y aún más autorizados que nosotros para reclamar el nombre de cristianos. Si la fe en Jesucristo es, pues, la que constituye el cristianismo, necesario es entenderla en un sentido más rico y más estricto. Ya hemos visto que los protestantes liberales no creen en Jesucristo, ni como Lutero, ni como Santo Tomás de Aquino, ni como San Juan, ni como San Pablo, ni como San Pedro han creído, y mucho menos como Jesús creyó en sí mismo, pues que se creta el Cristo (el Ungido, el Mesías). ¿De qué manera creen, según esto? Creen en él como fundador de la religión cristiana. Ahora bien: hemos podido ver en el capítulo precedente, que no es posible considerar a Jesús como fundador consciente y voluntario de una nueva religión. Queda, pues, demostrado que la sola forma en la cual los protestantes liberales creen en Jesucristo, está en desacuerdo con la historia.

Pasemos por esta objeción. Todavía no es posible, sin embargo, conceder que la creencia que reconoce en una persona la cualidad formal de fundador de una religión, suministre una prueba suficiente de que se pertenece a esta religión. En efecto, desde luego todos los que no son cristianos y que han oído hablar de Jesucristo según la tradición cristiana, creen también en él como fundador de esta religión; y en segundo lugar, sería un círculo vicioso el que la fe cristiana específica consistiere en creer en Jesucristo como fundador de esta creencia. El resultado necesario de tal disminución de la fe en Jesucristo es hacerla mirar como una cosa sin consecuencia para la determinación de lo que constituye al cristiano, y buscar el carácter decisivo en otra parte, cosa que la historia del cristianismo no ha hecho en los 2.000 años que lleva de existencia. Aquí ya podemos ver cómo se efectúa la ruptura de la continuidad con el cristianismo histórico.

Ahora bien: una vez rechazada de un modo absoluto, en calidad de protestante, la autoridad de la tradición, desafío al hombre mas hábil a que me encuentre en el mundo entero otro signo de adhesión a la religión cristiana que la fe en la persona de Jesucristo o la fe en el contenido de su doctrina. Una y otra están vedadas al protestantismo liberal como lo acabamos de demostrar con respecto a la segunda, y como en el capítulo precedente lo hemos hecho con la primera; así que hemos probado rigurosamente que en realidad está ya colocado fuera de la religión cristiana, y que en el punto de vista en que se halla, el principio protestante ha traspasado los límites en que se interrumpe la continuidad histórica con el fondo esencial del cristianismo (13).

No hay para qué decir que está muy lejos de mí el pensamiento de acusar de falsedad subjetiva a los protestantes liberales que pueden ser reconocidos como cristianos: creo solamente que tales personas no han podido ver claro aún en lo que se refiere a las últimas consecuencias del principio protestante, o se hacen muchas ilusiones sobre el verdadero resultado del estudio histórico crítico de los orígenes, y que con los rápidos progresos de la ciencia en la actualidad, no puede estar lejos el día en que las ilusiones que alimentan se desvanezcan. Fácil es ver hasta qué punto se encuentran hoy incómodos en su posición. Este sentimiento de inseguridad y de inquietud explica el por qué la respuesta negativa de Strauss a esta pregunta: «¿Somos todavía cristianos?», ha sido objeto de ataques tan vehementes por parte del protestantismo liberal. Es cierto que, aun en esta parte, la argumentación de Strauss es muy superficial, debido a que no tiene en cuenta para nada el punto de vista del protestantismo liberal, y se contenta con señalarnos nuestra ruptura con la noción ortodoxa; mas los resultados a que conduce son los únicos inatacables de su «confesión», cuyo valor esencial agota por completo aquella seca respuesta.

El sentimiento de la flaqueza de su posición explica aún otra cosa más que la especial violencia de la polémica contra Strauss. Nos referimos a la intolerancia anti-liberal de los protestantes liberales con respecto a otros puntos de vista más liberales. Cuantos menos elementos cristianos poseen, más artificiales son los medios por los cuales permanecen en su ilusión de cristianismo, mas les es preciso naturalmente velar con celo por la conservación de los estrechos límites que aun a sus propios ojos les separan de los que no profesan esta creencia. Los cristianos que disponen aún de todo el rico tesoro de una creencia positiva, pueden ser tolerantes en cierto grado; mas cuando para preservar la ilusión de la profesión cristiana es forzoso imitar, por decirlo así, el juego de la carrera entre huevos, y batallar sobre cuestión de sílabas, toda tolerancia se hace imposible, y la izquierda cristiana se ve empujada hacia la intolerancia. Como es bien sabido, no todos los partidos religiosos son liberales, y no piden la tolerancia más que cuando se hallan en la oposición y están oprimidos por otros partidos que ejercen la autoridad; mas así que ellos llegan a dominar, desaparece por completo su liberalismo, y, regla general, en materia de intolerancia, todos aventajan a sus predecesores. Este fenómeno, del cual toda la historia ofrece una prueba bien clara, se repetiría en mucho mayor grado si el protestantismo liberal de hoy dominase en alguna parte; pues por la razón que hemos indicado, sobrepujaría en intolerancia a todas las confesiones que han ejercido el poder antes que él. Hoy por hoy, se aviene, aunque murmurando, con la filosofía anticristiana, mientras puede sacar de su arsenal armas para reforzar su trabajo de crítica y de destrucción; pero esta filosofía no tendría seguramente adversario más encarnizado que este mismo protestantismo liberal si consiguiera arrancar a la ortodoxia su supremacía.

¿Y lo conseguirá? No es posible desconocer que en Alemania los augurios no son por completo desfavorables, y que se presentan de un modo que justifican en el liberalismo tales esperanzas. Por lo menos, si él no creyese en esta posibilidad, no se explicaría la causa de que persista con tanta obstinación en vivir dentro de la Iglesia evangélica unida de Prusia, donde se halla lo mismo exactamente que un gorrión en un nido de golondrina. De todos modos, el protestantismo liberal de las «comunidades libres» tenía en la generación pasada una marcha más franca: a pesar del error en que estaba en cuanto a su carácter cristiano, aún se dudaba de que fuera posible que permaneciese en una Iglesia oficial cuya base fuera el cristianismo positivo. ¿Se habría ocupado más de los intereses temporales si se hubiese lisonjeado de ser algún día el maestro de la Iglesia oficial?

Esta es una pregunta a la cual es difícil contestar. Mas quizá la suerte que ha tenido el movimiento de las comunidades libres sirvió de saludable advertencia al protestantismo liberal de nuestros días, que ha comprendido que no es preciso contar con el apoyo del pueblo, sino tratar de apoderarse de una posición valiéndose para ello de las más altas influencias. Verdad es que semejante reflexión sería la más ruda condenación de la causa que, a decir verdad, no tiene más que más que apariencia de popularidad. Equivaldría a confesar que el pueblo no puede entusiasmarse con lo que el protestantismo liberal le ofrece y que sólo de una manera artificial y con el auxilio de la jerarquía y de las ruedas eclesiásticas tradicionales puede este partido hacer del pueblo uno de sus medios; y, no obstante, ¿por medio de qué signo se ha reconocido en todos los tiempos la vitalidad de un movimiento religioso? Por su poder de inflamar y arrastrar al pueblo. Pero como el pueblo, en el seno del cual el protestantismo liberal hace su propaganda, ya no es cristiano en el sentido estricto, y por lo tanto no puede ser la ruptura con el cristianismo, disimulada por lo demás lo mejor posible, lo que atemorice a este pueblo; como por otra parte, a excepción de las grandes ciudades, no ha llegado a ser irreligioso, antes por el contrario, la necesidad más viva de su corazón es el satisfacer su sentimiento religioso de un modo que esté en armonía con los tiempos en que vivimos, no es preciso acogerse a lo que contiene o, mejor dicho, a lo que no contiene el cristianismo liberal, si las gentes no pueden entusiasmarse con él más que en la medida en que satisface por su aspecto negativo el deseo de hacer oposición a las autoridades consagradas, es decir, no una necesidad religiosa, sino una necesidad de libertad. Aquel a quien el odio a la ortodoxia o el solaz que procura un talento oratorio poco común no le lleva a escuchar un sermón liberal, prefiere ordinariamente pasearse o emplear la mañana del domingo en el trabajo o en la lectura. Aunque las causas de este fenómeno ya no sean misteriosas después de lo que precede, vamos sin embargo a consagrarlas un capítulo ad hoc.

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(13) De Lagarde, obra citada, llega francamente a este resultado manifestando que ya no debemos ocuparnos del cristianismo; con lo que da pruebas de una consecuencia y de una claridad tanto más notables cuanto que permanece fiel a la ilusión de no ver en el cristianismo más que una alteración y no un desenvolvimiento del Evangelio, y de considerar a este último en su forma pura, es decir, históricamente auténtico, como una base suficiente todavía hoy para la renovación religiosa.