La religión del porvenir/7
VII. Irreligión del protestantismo liberal
El hombre que lleva en sí algunos conceptos metafísicos que afectan su sensibilidad de un modo positivo, tiene religión. Que se sienta afectado en un grado mas o menos débil, que sufra estas impresiones de una manera puramente ocasional y fortuita, o bien las busque expresamente y se abandone a ellas de un modo estable, todo esto depende de su disposición natural religiosa y de la cultura que haya recibido. Pero es rarísimo que un hombre no tenga por lo menos el germen de esta disposición religiosa, aun cuando en ciertas personas los sentimientos despertados por ciertas conclusiones metafísicas permanezcan en el estado puramente instintivo o inconsciente, mientras que estas mismas concepciones ejercen en otros individuos una acción vigorosa sobre el sentimiento.
Ahora bien; la metafísica pertenece a la ciencia. Mas no es dado a todos llegar a la ciencia, y mucho menos aún al estudio científico de la metafísica. Y no obstante, como Schopenhauer ha demostrado admirablemente, todo hombre tiene una metafísica, todo ser humano necesita conceptos metafísicos para satisfacer su necesidad religiosa. De ahí la necesidad de un conjunto de conceptos metafísicos que sea posible comunicar y trasmitir por otra vía que la de la ciencia, y propios para satisfacer en aquellos que son extraños a la ciencia, directamente la necesidad metafísica e indirectamente la necesidad religiosa. Esta metafísica, que pudiera llamarse la metafísica popular, es la religión; la religión, sin embargo, encierra dentro de sí algo más que las concepciones metafísicas del pueblo, a saber: en primer lugar, medios y direcciones para despertar de un modo tan persistente y durable como sea posible el sentimiento religioso partiendo de esta metafísica, es decir, el culto; en segundo lugar, las consecuencias de la misma metafísica para la conducta práctica del hombre, es decir, la moral religiosa. El culto pertenece solamente a la religión; en cuanto a la moral, constituye un dominio que la religión comparte, no tan sólo con la ciencia propiamente dicha (como acontece con la metafísica), sino también con la costumbre, cuya génesis y desenvolvimiento son inconscientes. En la costumbre, la moral se presenta como algo empírico, inconsciente, que ostensiblemente no descansa sobre nada. Sólo en la ciencia en tanto que enlaza la moral con los principios metafísicos, y en la religión que desempeña las mismas funciones, encuentran los preceptos morales una justificación, y esta justificación opone una barrera, al menos teóricamente, a los ataques de la anarquía individual.
Así, pues, la religión abraza toda la filosofía del pueblo, puesto que las otras escuelas filosóficas le dejan por completo indiferente; comprende, en fin, todo el idealismo del pueblo, no siéndole el arte accesible sino bajo una forma demasiado grosera para elevarlo al idealismo artístico. Todo ideal (o con más exactitud, todos los ideales de una naturaleza ideal, excepción hecha del ideal metafísico de un país de Cocaña, al decir de la democracia socialista), todo ideal y toda tendencia del corazón al ideal se encarnan para el pueblo en la religión; ella sola es la que le advierte constantemente que existe algo más elevado que comer, beber y reproducirse; que este mundo efímero de los sentidos no tiene su fin en sí mismo, sino que es la manifestación de un principio eterno, supra-sensible, ideal del cual no vemos aquí más que la sombra confusa. Mantener despierto este sentimiento en el alma del pueblo sencillo, aunque no sea más que bajo el estado de oscuro presentimiento, es la tarea común de todas las religiones, desde que han conseguido elevarse sobre los rudimentos completamente primitivos de una grosera religión de la naturaleza.
El conjunto de las concepciones metafísicas debe ser siempre en el hombre religioso la fuente viva de donde provengan la excitación del sentimiento en el culto y la acción sobre la voluntad en la moral. Cuando esta fuente se agota, el culto se petrifica en ceremonia muerta y sin valor, y la moral religiosa queda convertida en preceptos abstractos o en una insípida fraseología sentimental: ¡medio seguro de no hacer ninguna impresión en el alma por otra parte, la metafísica pierde su carácter religioso cuando cesa de ser un motivo inmediato de acción para el sentimiento o para la voluntad y ya no es más que esencia y teoría; esencia real en los filósofos, falsa en los teólogos que se limitan a interpretar y a reducir a sistemas los dogmas tradicionales. El pueblo no ha podido poner en claro las nociones y los elementos reunidos en la religión, pero su instinto le dice que lo que busca en la religión es la unidad de estas nociones y de estos elementos. El pueblo no conoce la palabra metafísica, pero sabe que lo que él pide a la religión es que le dé la verdad: no todas las verdades, tales como se hallan esparcidas en las diversas creencias especiales, sino la verdad tal como la persigue la ciencia universal, la filosofía, la verdad una y eterna capaz de satisfacer su inconsciente necesidad metafísica (14). No que ella pueda ser comunicada jamás al pueblo en toda su extensión y en toda su profundidad, aun suponiendo que la ciencia la hubiere realmente encontrado y formulado; no, lo supra-sensible no puede hacerse tan fácilmente comprensible para la inteligencia humana; la esencia de la verdad es misterio, y permanecerá misterio; su expresión no cesará de ser simbólica, ya consista este símbolo en nociones abstractas o en imágenes y figuras.
Sin la profundidad colmada de promesas y la riqueza infinita de un misterio que muestra a cada individuo un aspecto diferente, no hay religión posible; en otros términos, una metafísica sin misterio no ejercería ninguna acción sobre el sentimiento religioso. Existe misterio en la religión como en la obra de arte la obra de arte no empieza a merecer tal nombre sino cuando la imagen exterior es el símbolo de un misterio que abre un mundo infinito a la persona que lo medita y a los presentimientos del corazón; un mundo en el cual cada alma encuentra el sentimiento que la conviene, sin poder acusar de error, a los demás. Mas por otra parte el misterio no obtiene el sitio que le corresponde sino en el caso de que lo supra-sensible penetre, en lo sensible, lo eterno en el tiempo, como se verifica en la metafísica, en la religión o en el arte. No debe hablarse de misterio en las cuestiones en que no se trata más que de relaciones temporales y naturales de los fenómenos entre sí, sin remontarse al origen metafísico de la existencia física; esto es lo que pasa en los resultados de las ciencias especiales, en la acción recíproca que ejercen y sufren los seres naturales en su lucha por la existencia y en la vida práctica. Introducir el misterio donde no es necesario (por ejemplo, en la monarquía, como pretende David Strauss), es mistificarse a sí mismo y mistificar a los demás; negar el misterio en las cosas de las cuales constituye la esencia (v. gr., en la religión, como quiere Strauss), es elevar el conocimiento adquirido por una observación vulgar y superficial a la dignidad de soberano del mundo reducido a su desnudez física, en vez del ideal cuya misteriosa esencia se destruye. El pueblo, en suma, no se convence de que el misterio que se le presenta como la verdad sea contrario a la razón; mas la moderna cultura, que descansa sobre la autoridad de la razón, ya no consiente aceptar como verdad un misterio contrario a la razón. Nosotros no soportamos el misterio más que bajo la forma de una hipótesis, que, traspasando el dominio de las cosas sensibles, deja por esto necesariamente un resto incomprensible para nuestro entendimiento, que tiene su base en el dominio do lo sensible; pero este resto no debe contradecirse a sí mismo, porque entonces sería contrario a la razón.
El cristianismo ofrece al pueblo «la verdad», es decir, la metafísica de la Edad media, fusión maravillosa de la filosofía judía y de la filosofía griega, sistema admirablemente completo, que tiene para todas las objeciones respuestas lógicamente encadenadas y que no puede ser objeto de desdén más que para aquellos que a su vez no han traspasado el punto de vista de la hostilidad para llegar a la objetividad histórica. Si en sus buenos tiempos la verdad de esta metafísica estuvo preservada de los ataques de la duda, esto procede de que no tenía competencia, de que la teología era la única ciencia de la época. Al declinar la Edad media, alzóse de nuevo una ciencia libre, que se apoyaba sólo sobre la razón o la experiencia, sin tener en cuenta la revelación: las contradicciones entre esta verdad laica y la verdad cristiana fueron salvadas merced a la extraña doctrina de los dos órdenes de verdades. En la Reforma comienzan los ensayos de conciliación entre estos dos órdenes, ensayos cada vez más efímeros y que se suceden rápidamente. El protestantismo, con la falta de lógica que lo caracteriza, exige que se crea en la posibilidad de un acuerdo entre la revelación y la razón, entre la fe y la ciencia: sólo cuando el protestantismo ha terminado su carrera, ha roto con la revelación y ha cesado de poseer una teología en el sentido propio de la palabra, sólo entonces desaparecen estos castillos de la hada Morgana, sólo entonces la verdad del cristianismo, tenida en otro tiempo por divina, cede su sitio a la verdad laica de la ciencia.
El protestantismo liberal contemporáneo ha llegado muy cerca de este límite, y es una inconsecuencia de su parte el no dar el último paso. Ya no cree en otra revelación que la que se produce cada vez que aparece un genio iniciador y creador, y para él la verdad no debería ser otra cosa que el resultado actual de la historia de su desenvolvimiento en todos los espíritus que a ella colaboran. Ahora bien: en esta serie, Jesús y sus discípulos no podrían ocupar más que un lugar muy modesto, puesto que se rechaza su punto de vista en lo que tiene de esencial. En otros términos: el protestantismo liberal no debía buscar ya la verdad mas que en la historia de la Filosofía, y no debiera tomar en consideración la historia de la Teología sino en tanto en cuanto pudiera hallarse en ella alguna verdad filosófica, esto es, teniendo su fundamento en sí misma, no una verdad que descanse sobre una pretendida revelación. Pero no es así como las cosas suceden: se persiste en hacer teología manteniendo la forma exterior de la antigua, que no podría sobrevivir, como es natural, a la idea misma de revelación; se retiene haciéndola violencia una terminología que debe su origen a una concepción del mundo completamente distinta, y a la que se impone una significación del todo heterogénea por medio de las interpretaciones y de los supuestos más arbitrarios. Tales operaciones, en verdad, son aún más vanas y repugnantes que la actividad inquieta y estéril de la teología ortodoxa, ocupada sin descanso en su trabajo de Danaides. En circunstancias como estas no debemos sorprendernos si la ortodoxia, al combatir tales interpretaciones que trasforman y que alteran las nociones teológicas tradicionales, supone que su adversario le es inferior en buena fe. Si la imponente arquitectura gótica de la teología de la Edad media ya no nos acomoda, nadie nos impide levantar otra; pero no se nos pretenda persuadir de que la verdadera significación de las antiguas catedrales, encontrada al fin hoy por la primera vez, consiste en no ser más que castillos de naipes.
Así, el protestantismo liberal ya no tiene más que un simulacro de teología, al cual no quiere renunciar por no romper con la cadena histórica; mas este simulacro de teología que deja en pié le impide a su vez tomar la verdad científica como nueva y única base. Se sienta sobre la silla cuyos pies ha aserrado, y se mantiene cogido para no caerse a la silla vecina que permanece sana. ¿Esperará el pueblo encontrar en tal sistema «la verdad» que busca en la religión?
El elemento fundamental de una religión, lo hemos reconocido más arriba, en su metafísica. Si quisiéramos preguntar al protestantismo liberal cuál es, pues, su metafísica, le pondríamos en un gran aprieto. Sus representantes, y esto hace honor a su prudencia, envuelven en el misterio este asunto y evitan con visible temor toda ocasión de explicarse sobre él, y esto por dos motivos: el primero, es porque saben muy bien que cada uno de ellos tiene una metafísica distinta, cosa de la que el pueblo no debe apercibirse; lo segundo, es porque todos tienen más o menos el sentimiento vago de hallarse atados por su metafísica. En efecto, les es absolutamente imposible desprenderse del teísmo mientras quieran conservar la continuidad histórica que los liga al cristianismo, y no pueden menos de aceptar el antropopatismo del padre celeste que ama personalmente a sus hijos y que escucha sus oraciones, por lo cual se ven precisados a aceptar también las consecuencias del teísmo, que son desde luego la heteronomía de la moral, de la cual hemos hablado anteriormente; después, la necesidad de una teodicea, es decir, de una justificación del Dios personal omnisciente por los graves defectos de la creación, cuyo autor consciente y previsor es, con este fin un optimismo que atenúa los males y promete para el porvenir montañas de oro, y para terminar el libre arbitrio de la criatura sirviendo de emisario para el mal. ¿Qué diremos de esto? Que los protestantes liberales afectan ignorar los trabajos de los grandes filósofos desde Kant, o que por lo menos no toman de ellos más que las tesis accesorias que los conviene, y en cuanto a lo esencial no traspasan el teísmo vulgar «del último siglo.» La sola diferencia consiste en que amalgaman el seco racionalismo de esta época con el sentimentalismo del último teólogo a quien fue todavía permitido históricamente creer en la posibilidad de una reconciliación entre la fe y la ciencia. Compuesta la amalgama, la hacen pasar por medio de un ruidoso fárrago de frases cuyos ingredientes están sacados hábilmente de todos los cajones de la «civilización moderna.» Mas hoy el deísmo anterior a Kant, con su símbolo Dios, libertad, inmortalidad, no logrará que la filosofía lo acepte de mejor modo que las vaguedades sistemáticas de Scheleirmacher. Porque en tanto que su teísmo sea serio, el protestantismo liberal se halla fuera de la línea del dasenvolviento filosófico de los últimos cien años, y su celo por la verdad y por el progreso espiritual no se despliega en el fondo más que en un sentido negativo, allí donde se trata do destruir el dogma positivo y de allanar las barreras de la antigua autoridad (15).
Pero hay otra cosa peor. El protestantismo liberal percibe claramente este hecho, y ya no cree bien en su metafísica. No la conserva sino a falta de otra mejor y para mantener su punto de enlace con el cristianismo. Nos enseña, es verdad, la inmortalidad del individuo y su Progreso indefinido; mas supone que ya no abrigaremos inquietud sobre esta dudosa existencia futura. Nos enseña la libertad moral, la providencia paternal de Dios; pero al mismo tiempo admite como cosa muy natural que nosotros creamos con la ciencia moderna en las leyes invariables y necesarias que gobiernan el mundo. ¿Cómo no hemos de hallarnos tentados a pensar que la metafísica teísta no es más que una falsa fachada que oculta realmente un edificio de muy distinta arquitectura; queremos decir el naturalismo moderno con su fe supersticiosa en la sustancialidad de la materia? De nada sirve el defenderse y rebelarse contra un hecho: la antigua concepción teísta del mundo ha llegado a ser incompatible con la conciencia moderna, que ya no puede elegir más que entre el naturalismo materialista de Strauss y el monismo o panteísmo espiritualista. El que desee el primero, puedo dirigirse a los profesores que marchan al frente del materialismo; el segundo, como falta una religión panteísta en el Occidente, no se encuentra más que en los verdaderos filósofos. El deísmo y el materialismo guardan una notable afinidad, que procede sin duda de su común vulgaridad y de su común antipatía hacia todo lo que es profundo o incomprensible. Ambos son racionalistas en el mal sentido de la palabra, porque niegan, antes de toda investigación, todo resultado irracional, y encuentran todos los problemas tan sencillos y tan llanos como su propio entendimiento. Durante siglos han sostenido amigables relaciones en Francia y en Inglaterra, porque el mundo del materialismo es una máquina puramente material que Dios, añade el teísmo, ha construido y puesto en movimiento en un cierto día. Pero esta paz aparente termina siempre por la resolución que toma el materialismo de despachar al mecánico, que, le parece superfluo desde que advierte que las ruedas han girado durante tanto tiempo y tan perfectamente que la máquina ha concluido por marchar sola. Por ventura, ¿no tienen los protestantes liberales el sentimiento de que su Dios está amenazado de una próxima destitución? El exceso de su cólera contra Strauss, ¿no procederá tal vez de que les haya puesto tan verdaderamente bajo los ojos esta desagradable perspectiva?
Sea de esto lo que quiera, la pérdida parece poco considerable, porque lo que importa al sentimiento religioso, el misterio, ha desaparecido, lo mismo del deísmo que del materialismo. Aquí como allí todo está tan bien esclarecido y explicado que ya no queda un solo punto oscuro a donde el sentimiento religioso pueda acogerse. Es posible que la filosofía alemana esté equivocada y que el simple deísta y materialista tenga razón; mas entonces fuerza es renunciar a la pretensión de fundar los medios de despertar y de satisfacer el sentimiento religioso sobre una verdad de esta especie que permanezca extraña a la metafísica o que no tenga más que una metafísica nueva. Cuando Strauss exige que experimentemos un sentimiento de piedad religiosa y de amor por un universo que no es más que el agregado de todas las sustancias materiales particulares y que amenaza a cada instante triturarnos, sin sombra de razón, entre las ruedas y los dientes de su cruel mecanismo, no podemos menos de encontrar la exigencia un poco fuerte, o, por mejor decir, muy sencilla. Este es un punto en que el ex-teólogo juega una mala pasada al pensador moderno. Pero más temerario aún que esta aserción es el ensayo de demostrarla con el auxilio de una experiencia aislada, es decir, haciendo constar la reacción de un sentimiento contra el pesimismo de Schopenhauer. Lo que resiste en Strauss en esto caso es precisamente el sentimiento de satisfacción y de cómoda felicidad que en este mundo experimenta, esto es, el sentimiento mundano, irreligioso (16), en oposición al punto de vista anti-mundano y verdaderamente religioso de Schopenhauer.
En los sacramentos cristianos el misterio era presentado al pueblo y puesto a su alcance bajo una forma, por decirlo así, palpable; ¿tiene el protestantismo liberal algo que ofrecer como equivalente religioso de estos misterios que ya no pueden aceptarse porque son contrarios a la razón? ¿Será tal vez la oración dirigida a un Dios cuya intervención sobrenatural en la marcha de mi pensamiento y en las determinaciones de mi voluntad es para mí tan inadmisible como la misma intervención en los fenómenos de la naturaleza exterior, de suerte que suplicarle pidiéndole fuerza en las luchas morales o consuelo en las penas del corazón, no sería más razonable que pedirle buen tiempo para la cosecha o que conjure una epidemia?
Mas una vez que no se ve en la súplica otra cosa que una ilusión de la cual tenemos conciencia, pero que es conveniente, sin embargo, practicar por los felices efectos psicológicos que produce, se la rebaja al nivel del juramento enérgico con el cual un mozo de cuerda se anima para cargar un fardo que pone en tensión toda su fuerza muscular.
La ética del protestantismo liberal no vale más que su metafísica. Como hemos hecho notar, el teísmo no puede, si es consecuente consigo mismo, engendrar más que una moral heterónoma; pero esta no puede convenir a la conciencia moderna, y el protestantismo liberal guarda demasiado respeto a la cultura actual para proponer torpemente en nuestra época una moral heterónoma basada sobre la voluntad divina. Por lo tanto, como su teísmo se avergüenza de sí mismo, cubriendo su desnudez metafísica con el manto del amor cristiano, el medio más sencillo de evitar esta enfadosa heteronomía, es declarar la moral independiente y separarla de la metafísica, a la cual se relega al último lugar. Se puede invocar aquí el ejemplo de Herbart y de Kant (aunque la Razón práctica de este último no tenga por entero un carácter puramente psicológico, sino más bien metafísico por el hecho de universalidad), se pueden entonar declamaciones sentimentales sobre un «amor sin fin», y por la adoración de la idea de humanidad elevarse a la altura de la civilización contemporánea. Con tal moral no se está expuesto al reproche de heteronomía, y hay bastante provisión de asuntos para los sermones.
Mas si es fácil predicar la moral, es difícil encontrar un fundamento para ella (17). «¿Qué fundamento van a tener los sermones de moral? Evidentemente el predicador se verá reducido a apelar a los pensamientos y a los instintos morales del hombre. Si son bastante fuertes, la llamada será fructuosa, y en tal caso superflua; si no lo son, el sermón de moral será objeto de burla y de irrisión, y el predicador se verá imposibilitado de demostrar a sus risueños oyentes que están en un error. En efecto, estos apelan lo mismo que él a los instintos y a las aspiraciones del corazón humano, y para determinar cuáles son los que debemos preferir, si es el amor o el odio, el perdón o la venganza, la abnegación o el egoísmo los que deben dirigir nuestras acciones, el predicador no tiene otro medio a su disposición que apelar al sentimiento o al gusto, los cuales difieren en todos los individuos.» Una vez desligada de la metafísica la ética, permanece como suspendida entre el cielo y la tierra; podrá todavía establecer reglas, pero se ve reducida a la impotencia si el individuo no encuentra estas reglas a su gusto. Sin metafísica, la ética es, a todo más la historia natural de los intereses y de las aspiraciones humanas, considerada en sus consecuencias para la sociedad; en cuanto a la pretensión de ser la norma de las acciones humanas, podrá aún tenerla, pero no puede justificarla si el egoísmo rebelde a toda regla le exige sus títulos de legitimidad (18). En tanto que es ética en el verdadero sentido de la palabra, esto es, en tanto que es ciencia destinada a la reforma de la realidad, la ética no puedo existir sino fundada sobre una metafísica monista. En efecto, esta metafísica reduce la voluntad individual que en su aparente sustancialidad se figura ser absoluta al estado de simple fenómeno, y la despoja así de la soberanía que se arrogaba. Por el contrario, el teísmo la confirma en la ilusión de la sustancialidad, y provoca seriamente otra vez la rebelión de Prometeo contra el Ser que lo ha creado sin su permiso.
Que la ética del protestantismo liberal no tenga carácter científico, no sería, después de todo, cosa tan grave, teniendo presente que si no favorece la moralidad, por lo menos no la contraría directamente, como acontece con la pseudo-moral heterónoma del verdadero teísmo cristiano, que por otra parte tampoco es científico. Mas lo que aquí nos importa ver es que ya no puede llamarse ética religiosa como lo era la ética heterónoma del cristianismo. Una ética, en efecto, no puede decirse religiosa sino cuando es algo más que una simple explicación del juego psicológico de los instintos, apoyándose sobre las bases metafísicas de la religión y sacando de allí su fuerza. No hemos roto con la ley de Moisés y con los mandamientos de la Iglesia infalible para dejarnos dictar por algún predicador liberal las leyes de la moral, cuyas leyes, por otra parte, seguirían siendo para nosotros heterónomas. El sacerdote ortodoxo puede darse aires de oráculo, mas el liberal debe renunciar a ellos; en la ética como en la metafísica, debe hallarse dispuesto a demostrar el valor intrínseco de sus prescripciones, allí donde el ortodoxo apela al mandamiento de Dios. Cuando el predicador liberal se ve obligado a bajar de la posición autoritaria que rehúsa y rechaza en teoría, pero que en la práctica se alegraría de compartir con su ortodoxo colega, acostumbra recurrir al amor como principio moral. Pero si es preciso llegar a la conclusión de que la moralidad es idéntica al amor y a la bondad del corazón, los predicadores deben cesar en su tarea de predicar la moral, porque jamás lograrán en sus sermones crear el amor en aquel que no ama. Si a fuerza de psicología no se quiere ver en la religión más que moral, y a fuerza de dulzura no ver en la moral más que amor; si, en una palabra, se reduce toda la religión al amor, se renuncia a todo lo que presta al amor su carácter religioso; en otros términos, se confiesa que es preciso elevar a la dignidad de religión el instinto del amor, porque se ha perdido el sentido de lo que es propiamente la religión. Sin duda la religión no es un tiburón como creían los inquisidores, pero tampoco es una medusa; el tiburón aparece por lo menos temible, la medusa es siempre insípida y repugnante.
Al hacer esta observación, no queremos de ningún modo negar el valor inmenso del amor, sino tan sólo recordar que no debe tomarse la parte, aunque sea la más noble, por el todo. El amor no es más que una de las numerosas formas en las que la moralidad se produce como sentimiento; el sentimiento, a su vez, no es otra cosa que una de las formas bajo las cuales el elemento moral se produce en el alma, y la verdadera base de la moralidad no reside en ninguno de estos factores psicológicos. El amor puede ser natural, hasta puede ser moral, sin tener de ningún modo el carácter religioso. Conceder al amor este carácter, es negar la esencia de la religión; atribuir la calificación de religiosas a todas las relaciones mundanas penetradas de amor, es apartar la vista de lo que sólo es verdaderamente religioso.
No es maravilla que un sistema que tiene muchas razones para ocultar su metafísica, cuyo estudio es un tejido de contradicciones, y cuya moral, separada de la metafísica y de la religión, queda suspendida en el aire sin saber dónde asentarse; no es maravilla que tal sistema no pueda satisfacer la necesidad religiosa. El protestantismo liberal es un fenómeno histórico que ha llegado a ser necesariamente irreligioso, porque ha tomado por medida los intereses de la civilización moderna, y ha tratado de rehacer el cristianismo sobre este patrón, cuando esta civilización moderna que se pretende hacer la norma del cristianismo, tiene por sí un carácter irreligioso, puesto que debe su origen a la lucha del principio mundano con la religión.
La religión nace en todas partes de la sorpresa que se produce en el espíritu humano ante el mal y ante el pecado, y del deseo que experimenta de explicar su existencia, y si es posible, de destruirlos. El que no se siente herido por algún mal, cargado con alguna falta, seguro es que no soñará en elevar sus pensamientos por encima de los intereses de este mundo. Mas el que se pregunta: «¿por qué debo yo soportar estos males?», y, «¿cómo podré reconciliar consigo misma a mi conciencia cargada de pecados?», se halla en el camino de la religión, es decir, está en vías de ocuparse de cuestiones y de intereses que no son los de este mundo. Que uno acentúe con más fuerza el mal del dolor, otro el del pecado, siempre es el descontento de las cosas de este mundo el que conduce a la religión, descontento de los males que es preciso referir al descontento de su propia naturaleza que conduce al pecado. Si las sensaciones dolorosas causadas por el sufrimiento y por el pecado no son bastante fuertes para contrapesar las sensaciones agradables de la vida humana, las aspiraciones religiosas no serán más que arrobos fugitivos, accesos pasajeros sin influencia duradera sobre las disposiciones del alma. Sólo cuando la duda dolorosa causada por el mal, o las inquietudes de la conciencia, pesan en la balanza más que las alegrías de la vida, y llegan a ser la disposición habitual del alma, esto es, cuando se ha llegado al punto de vista pesimista, sólo entonces puede la religión asentarse en el corazón de un modo fijo y estable. Allí donde no existe la disposición pesimista, la religión no puede crecer, a lo menos espontáneamente; el respeto inculcado por la educación hacia las formas exteriores de la religión, es lo que hace únicamente contraer la apariencia de religiosidad.
El cristianismo, como toda religión digna de este nombre, debió su origen a una concepción pesimista del mundo, y la religiosidad cristiana ha mantenido sus raíces en el pesimismo hasta el Renacimiento. En esta época comenzó el conflicto entre el amor pagano de la vida y el menosprecio, el alejamiento del mundo, que caracterizan al cristianismo; después la decadencia de la fe en una felicidad de ultratumba hizo que se buscase con mayor avidez los bienes terrestres que había hecho desdeñar hasta entonces la esperanza de la felicidad celeste. El racionalismo se apresuró a justificar teóricamente el optimismo que el renacimiento pagano favorecía prácticamente, y el protestantismo liberal, de acuerdo con la cultura moderna, vive y se mueve en esta glorificación pagana de la vida y en este agradable optimismo, es decir, en la teoría más desfavorable posible para la religiosidad. El protestantismo liberal vive de compromiso, y su talento consiste en proporcionarse alguna misión: no hay cuidado que deje este talento sin empleo cuando se encuentra enfrente de los males y del pecado de este mundo, que nada tienen de terrible después de todo, cuando sabemos comportarnos, según su modo de pensar, con aquel buen humor y fácil contentamiento de un pastor protestante. Y, cosa notable sobre este punto, ortodoxos y liberales se parecen como dos gotas de agua. A la verdad, los reformadores habían mirado con rostro sombrío este miserable mundo que sin género de duda se había entregado al diablo; pero en secreto, no obstante, le habían concedido el dedo pequeño, y sabido es que en semejantes casos, el diablo se apodera bien pronto de toda la mano. En teoría los discípulos ortodoxos de Lutero hablan todavía secretamente de este mundo profundamente malo, corrompido, gimiendo bajo el peso de la maldición de Dios; mas en la práctica se encuentran perfectamente a gusto en este detestable mundo que por premio de sus injurias les brinda con una posición donde tienen mujer, casa y vaca en el establo, lo mismo que los liberales que alaban este mundo como el mejor de los posibles. Esto tal vez sea muy sensato, muy natural, muy idílico, todo lo que se quiera en fin, menos cristiano y religioso. Si se quiere una prueba aún más segura del grado, hasta donde se lleva este espíritu satisfecho y mundano, es decir, irreligioso, del protestantismo, basta escuchar los gritos de cólera que estos protestantes liberales lanzan contra los que osan perturbarlos en medio de su vida pagana, de sus descansos, de su admiración por este glorioso mundo, contra los que tratan de abrir nuevamente a la humanidad moderna y mostrarla la nada de todo lo que este mundo encierra, la profundidad y la universalidad de las miserias, la naturaleza ilusoria de la mayor parte de las alegrías de este mundo y de aquellas que con más ardor se desean. ¡Apedread al infame, gritan, que osa llevar su mano sacrílega a nuestro santuario, a la felicidad terrestre! Porque si tales doctrinas se generalizasen, ¿quién sabe?, tal vez los hombres concluirían por ser religiosos, y, ¡qué sería entonces del protestantismo liberal y de su dulce bienestar! (19).
Para resumir; el protestantismo liberal consiste en una metafísica indecisa, insuficiente y vulgar, que evita en cuanto lo es posible las miradas de la crítica, en un culto libre felizmente de todo misterio, pero de ningún modo exento de contradicción, y en una moral separada de la metafísica y por lo mismo irreligiosa; al mismo tiempo descansa sobre una concepción del mundo que por su carácter optimista no puede suscitar ninguna religión, y debe tarde o temprano dejar perecer de inanición en el seno de la alegría y del bienestar los restos de religiosidad que ha conservado. Este resultado de nuestro estudio bastará para justificar el reproche de irreligiosidad que dirigimos al protestantismo liberal, no en el sentido de que hoy sean ya sus partidarios hombres irreligiosos, sino en el de que el principio mismo en que se funda es irreligioso, y que si llegase a influir de un modo estable sobre la humanidad, no dejaría subsistir de la religiosidad más que algunos mezquinos restos, dignos apenas de este nombre.
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(14) Véase Henri Lang, «Religióse Reden» (Discurso religioso), pág. 149-151 y 254 y siguientes.
(15) Véase Lang, obra citada, pág. 290 y sig.
(16) El que no se ha ya dado cuenta todavía del grado de [111] pobreza superficial y trivialidad a donde llega la doctrina de Strauss, puede consultar el escrito frecuentemente citado de Overbeck (pág. 71-78); pero sobre todo la deliciosa burla que hace Bruno Bauer en el escrito titulado Philo Strauss und Renan und das Urchristenthum (Philon, Strauss y Renan y el Cristianismo primitivo, Hempel, Berlín 1874), páginas 36 y siguientes. El primer cuaderno de Unzeitgemaessen Betrachtungen (Consideraciones intempestivas), de Nietzsche, encierra también excelentes observaciones, pero en general va más allá de su objeto y deja también que desear bajo el punto de vista de la forma.
(17) «Moral predigen ist leicht, Moral begründen ist schver.» (Schopenhauer).
(18) Véase Max Stirner: «Der Einzige und sein Eigenthum.» (El individuo y su propiedad, Wigand, Leipzig 1845), especialmente el capítulo «Der humane Liberalismus», (El liberalismo humanitario), pág. 145 y sig. y pág. 478 y sig. Esta obra, más rica en ideas que las obras completas de este célebre filósofo, es, por la locura carnavalesca de sus resultados perfectamente lógicos, la prueba indirecta más brillante de la imposibilidad de fundar la ética sobre la base del individualismo y de la necesidad de buscar esta base en el monismo. Se ha fraguado contra este libro la conspiración del silencio hasta en los círculos más liberales, y todos se han cubierto el rostro con afectada indignación; pero el secreto terror que se echa de ver en este modo de obrar, prueba tan sólo que no se ha sabido encontrar el punto vulnerable del incómodo adversario, o que se ha retrocedido ante la necesidad de ceñir las solas armas con las cuales se puede herir al egoísmo en el corazón, el monismo y el pesimismo.
(19) Sobre el valor de la idea pesimista, bajo el punto de vista de la moralidad del arte y de la religión, y sobre el poco fundamento de las preocupaciones esparcidas generalmente contra ella. Véase A. Taubert. Der Pesimismus und seine Gegner, (El pesimismo y sus adversarios.) Berlín, Carl. Duncker, 1873.