V. El cristianismo de Jesucristo


La doctrina de Jesús, con todo lo que la distingue de las interpretaciones posteriores, ha sido expuesta la vez primera por Strauss en la Vida de Jesús. Aunque esta célebre obra haya precedido a los trabajos en que la escuela de Tubinga ha mostrado que el Evangelio de San Juan no es una fuente histórica de la cual se pueda hacer uso para el conocimiento de la vida, y menos aún de la doctrina de Jesús, la exposición separa ya suficientemente los sinópticos del cuarto evangelista, para que en la lectura pueda operarse sin dificultad la eliminación necesaria del último. Leída de esta manera la obra de Strauss, a pesar del progreso de las investigaciones históricas, es todavía el guía más instructivo para el estudio de la doctrina de Jesús, porque su crítica es la más sana y porque nos dispensa de esa fraseología sentimental en la que, a ejemplo de Renan, la mayor parte de los autores modernos han creído oportuno envolver su pensamiento hasta tal punto de que ya estamos hartos mucho antes de llegar al grano (7).

La doctrina de Jesús no contiene una multitud de dogmas que San Pablo, San Juan y el desenvolvimiento posterior nos ofrecen. Jamás acudió al espíritu de Jesús la idea de creerse un Dios, o igual o tan solo semejante a Dios: hubiera rechazado seguramente tales imaginaciones con más indignación aún que con la que se defendió del epíteto bien inocente de «bueno», en el sentido de hallarse exento de pecado (Mateo XIX, 13). Nada sabe acerca de una preexistencia que tuviera lugar antes de su nacimiento, ni reivindica ninguna otra gloria para el porvenir que la de un juez y un rey elegido por Dios para juzgar y conducir a su pueblo elegido; jamás emplea la expresión de «Hijo de Dios» más que para designar un objeto privilegiado del amor paternal de Dios hacia todos. No es necesario decir que se excluye totalmente toda idea de atacar la unidad y la simplicidad de Dios en el sentido de la Trinidad que se inauguró más tarde; pero la tentativa de achacar a Jesús la concepción de la identidad hegeliana del espíritu absoluto y del espíritu finito, es, bajo el punto de vista histórico, aún más monstruosa. Además, Jesús no ve en la muerte que le espera más que un medio enérgico de despertar a los indiferentes de su letargo y excitarles a la enmienda, y no de otro modo viene a ser un medio de salvación para muchas almas que, si no hubiera sido por este sangriento testimonio de lo serio, de lo sagrado y de la verdad de su doctrina, no habrían parado mientes en ella. De esto modo nos desembarazamos sin dificultad de la divinidad, de la impecabilidad sobrehumana de Jesucristo, de la Trinidad y de la muerte redentora, cuando reducimos el fondo del cristianismo a los datos proporcionados por los sinópticos sobre la doctrina de Jesús. La cuestión se reduce a saber si se han de tomar en cuenta las otras consecuencias de la resurrección, bajo el punto de vista de Jesús, que se deben buscar, si no precisamente más atrás del judeo-cristianismo, por lo menos en puntos de vista anteriores, como representando un modo de transición entre el judaísmo contemporáneo y el judeo-cristianismo.

Jesús era judío de los pies a la cabeza (8); su educacion había sido la educación nacional judía; jamás (excepción hecha de las influencias del essenisno judaico) había llegado hasta él la influencia de ninguna cultura extraña. Vivió y murió en el círculo de las ideas de su tiempo y de su pueblo, participando de la superstición del primero lo mismo que de la fe nacional en las profecías que era propia del segundo. Toda su actividad se consagró a reproducir el modelo del profetismo judío, sin exceptuar los ejercicios ascéticos. Después que los profetas la hubieran indicado, era creencia aceptada por todos, el que un día el Dios nacional de los judíos había de reunir a todos los pueblos en torno de su templo, y ya desde largo tiempo los judíos habían conseguido prosélitos entre los pueblos extranjeros. Las relaciones internacionales cuya frecuencia iba aumentando desde los últimos siglos, había fortificado el pensamiento de trasformar, por vía de expansión, el sentimiento religioso nacional en un sentimiento religioso universal, y el retorno posterior al nacionalismo judío exclusivo no fue más que una reacción contra el cosmopolitismo anti-judaico del cristianismo predicado a los gentiles. Jesús no se salía, pues, de las vías ya trazadas por el sentimiento religioso de su pueblo, cuando, al acentuar el carácter indeleble de la ley mosaica, no perdía de vista, sin embargo, la propaganda del culto de Jehová entre los gentiles. La creencia en el próximo fin del mundo no consentía ningún aplazamiento en la obra de la predicación, si es que se quería salvar a una parte de los gentiles. Considerando las cosas bajo el punto de vista psicológico, es muy natural que la esperanza de convertir a los gentiles se arraigase en el alma de Jesús, con tanta más fuerza, cuanto que se veía amargamente frustrado en su tentativa de difundir sus ideas entre los mismos judíos.

Jesús es judío y nada más que judío; y si esto se pone en duda, procede, aparte de la influencia perturbadora de la voluntad, de que se ignora lo que era el judaísmo en tiempo de Jesús y lo que le distingue del judaísmo de Moisés y de los profetas. No sólo existe entre ellos la misma distancia que entre la Edad Media y nuestros días, sino que el período que los separa se halla sembrado de acontecimientos tan extraordinarios (traslaciones, conquistas, mezcla con razas y civilizaciones extranjeras), que la idea de un estancamiento es completamente inadmisible. El Talmud, con sus ideas en parte liberales y humanas, estaba ya casi completo, bajo la forma de la tradición oral en sus principios más capitales, y el judío ilustrado de aquella época veía el Antiguo Testamento a través del cristal del Talmud, del mismo modo exactamente que un protestante liberal de hoy ve el Nuevo Testamento por el cristal de la cultura y del humanitarismo modernos. La doctrina de Jesús nada encierra que no estuviera en la cultura de su tiempo completamente impregnada del Talmud; algunas de sus parábolas están tomadas del Talmud (y no hay duda que los símiles los ha sacado del tesoro de los proverbios populares). El mérito positivo de su enseñanza no consiste de ningún modo en que hubiese enseñado nada nuevo, ni siquiera que hubiese dado a los elementos existentes un carácter esencialmente nuevo, invirtiendo su posición respectiva, sino tan sólo en el hecho de que, gracias a él, la tradición esotérica de las escuelas se escuchó en la plaza pública, los más pobres y los más miserables alcanzaron así su parte de edificación y de instrucción, y con su vista penetrante y segura supo sacar de la hipertrofia de la erudición talmúdica verdaderas perlas, sabiendo presentar con sencillez los preceptos que recogía y, por virtud de una exposición viva y figurada, poner al alcance de la inteligencia del pueblo lo que hasta entonces le había sido totalmente extraño.

Verdad es que Jesús, además de los elementos tomados de la creencia religiosa popular y de la teología de su tiempo, ha dado alguna cosa que le pertenece exclusivamente, y de lo cual había hecho el centro de su predicación, que repetía sin cesar, y que era en lo que más se apoyaba e insistía. Pero precisamente este elemento original de su Evangelio, en cuya propagación hacía consistir especialmente su misión, no es para nosotros ya más que la hoja seca desprendida del árbol, la escoria que se va depositando lentamente en el fondo del desenvolvimiento histórico. Mas si se hace abstracción del desarrollo subsiguiente, por velar la doctrina primitiva de Jesús, y se nos quiere presentar esta última como la única que debe considerarse con títulos suficientes para gozar de una autoridad religiosa, nos vemos obligados también a considerar la doctrina de Jesús tal como se presenta históricamente en los documentos, y a tomar para el aprecio conveniente de la importancia relativa de las cosas la misma medida de que él hacía uso.

Ahora bien: ¿qué es el Evangelio de Jesús? La afirmación profética de que el reino nacional judaico de Jehová (βασίλεια τοΰ Θσυΰ) esperado por los judíos en el sentido de una teocracia terrestre que debía regir una tierra que era necesario crear de nuevo (reino de la tierra) después de la destrucción de la antigua por el fuego; la afirmación, decimos, de que este reino se halla próximo y de que su advenimiento, el cual significa la supresión del mundo existente y el juicio final, debía realizarse en tan corto plazo que la generación presente se vería envuelta en este acontecimiento. A esto se limitó desde luego su Evangelio (que no es más que la continuación del predicado por el Bautista), y todos los consejos y advertencias relativas a la conducta práctica más conveniente, en las cuales se apartaba de las opiniones corrientes de los judíos sus contemporáneos, son las conclusiones lógicas de este Evangelio, es decir, de la creencia de que no vale la pena el ocuparse de nuestro paso sobre la tierra, puesto que no ha de durar más que un instante, y de que lo que verdaderamente nos interesa es ocuparnos de hacer penitencia y procurar la enmienda, para no ser, en el día del juicio, devorado por el fuego y excluido de la participación en el reino de la nueva tierra. Jesús mismo habla en todas partes de un modo que testifica claramente que en su pensamiento esto sólo constituye el contenido especial de su Evangelio, y que, por otra parte, sus predicaciones son la repetición de las enseñanzas y promesas ya de antes conocidas sin añadir nada nuevo.

Esta creencia en la proximidad del fin del mundo, que en este caso encuentra además en las profecías un punto de apoyo nacional, evidentemente procede de la convicción profunda de que un mundo tan malo merece perecer, y de la idea de que Dios participa de esta convicción, lo cual debe determinarle, por consiguiente, a aniquilar el universo sin pérdida de tiempo. Esta predicción no la ha hecho solamente Jesús, como es bien sabido, sino que en todas partes y en todos los tiempos un encadenamiento parecido de pensamientos en las almas abiertas a las emociones, ha conducido a semejantes profecías religiosas, y no es raro tampoco que hayan sido recibidas con tanta fe como las de Jesús lo fueron por sus discípulos. Aunque Jesús haya aludido alguna vez a una anticipación ideal de este reino de Dios que debe llegar muy pronto, esta anticipación ideal no se separa en él de la fe en la realidad de la profecía judía y en la verdad de su «gozoso mensaje» anunciando que el cumplimiento real está a punto de verificarse.

Así, pues, cuando los discípulos modernos de la doctrina de Jesús, históricamente testificada, dan tan grande importancia a la cuestión de ser cristianos evangélicos auténticos muros, conceden en primer término al gozoso mensaje de Jesús, relativo al reinado de Dios sobre la tierra, una significación contraria a la que le atribuye expresamente Jesús y que de ninguna manera podía alcanzar su pensamiento. No hay duda que si hacemos de la vida histórica tal caricatura que se vea en Jesús no un judío de la Palestina, viviendo bajo Tiberio, sino un miembro anticipado del Protestanverein (asociación protestante) de nuestra época, «maravillosamente ilustrado», entonces ya no debemos sorprendernos de nada, a no ser de la perseverancia con que Jesús ha fingido el ser judío por amor hacia sus compatriotas. Mas de otro modo no se encontrará en esta caricatura sino un resto del antiguo divorcio entre el sentimiento religioso y la razón, de esta facultad de fundir elementos conciliables para producir una imagen que satisfaga a aquel elemento. La diferencia que hay es que para el resultado que aquí se obtiene no merece ya la pena el mistificar la razón, y en segundo lugar, que, semejante procedimiento se compadece muy mal con la pretensión de seguir un método rigurosamente científico, crítico e histórico.

Pero aquí llegamos a la cuestión capital: siendo corriente que los secuaces de Jesucristo no quieren creer en Cristo sino como él creyó en sí mismo, ¿en qué sentido, pues, ha creído él en sí mismo? Se admite que él no ha creído en sí mismo ni como personalidad divina preexistente, ni como mediador en el sentido de San Juan, ni como redentor en el sentido de San Pablo, ni como modelo moral exento de todo pecado; pero no es menos seguro que no creyó en sí mismo como apóstol de una nueva doctrina religiosa, como fundador de religión. No se hubiera sorprendido poco, ciertamente, si se le hubiera predicho que de su actividad religiosa nacería una nueva religión que perseguiría a la judaica, su madre, con un odio exterminador.

De hecho, Jesús no se creyó en el comienzo de su carrera más que un profeta elegido de Dios, y sólo con el tiempo, y gracias a sus curas milagrosas y bajo la influencia de las alabanzas de personas enfermizas y exaltadas que saludaban en él al Mesías, pudo adquirir este sentimiento bastante altura para que él mismo creyese ser el Mesías esperado, aun cuando hasta las curas milagrosas ninguno de los signos marcados por los profetas convenían a su persona (9). Esta fue la causa de que él se resolviese a sancionar con su silencio la falsa opinión de que descendía de la casa de David y a interpretar su carrera profética como una actividad terrestre (totalmente olvidada en las profecías) destinada a preparar el camino al Mesías, el cual no debía bajar en toda su gloria sobre las nubes del cielo sino el último día. Jamás soñó Jesús en una interpretación ideal de las creencias mesiánicas de los judíos de su tiempo, hasta tal punto, que nunca renegó de su convicción en el próximo fin del mundo. según él, su reino no era de este mundo,» en el sentido solamente de que el principio de su reinado debía datar de la fundación de la nueva tierra y de la nueva Jerusalén, en cuyas concepciones nos equivocaríamos grandemente si viéramos otra cosa que imágenes.

Después de visto que estas promesas quedaban sin cumplimiento, fue cuando se buscó el expediente de las interpretaciones ideales; pero los secuaces de la doctrina primitiva de Jesús, que pretenden marchar de acuerdo con la crítica histórica, ¿tienen derecho a recurrir también a estas interpretaciones? Si lo hacen, sin embargo, teniendo la conciencia de que con la alegoría desnaturalizan la historia, ¿qué significa su llamada a la autoridad del Evangelio de Jesús? Y en tesis general, ¿por qué tal extravío, inútil a la par que chocante bajo el punto de vista histórico y bajo el punto de vista filosófico? ¿Por qué no se dice de una vez a dónde se quiere llegar? San Pablo enlazó la idea mesiánica de su pueblo con su propia idea del redentor: esto era atrevido, arbitrario, falso con relación a la historia y con relación a la crítica, pero era posible. Mas si Jesús pierde su cualidad de mediador divino y de Salvador que rescata los pecados, ¿dónde hallar una interpretación de la fe que Jesús tenía en sí mismo, como Mesías de los judíos, suficiente para que salga de ella un sentido cualquiera admisible? Una curiosidad histórica; he aquí todo lo que es aún para nosotros la creencia mesiánica judía, y por consiguiente es insensato el suponer que nosotros podemos creer en Cristo en el sentido que el creía en sí mismo.

Eliminados así del cristianismo de Jesucristo los dos elementos por los que él creía cumplir las promesas nacionales de la religión judía, debemos, para encontrar otras particularidades distintivas de Jesús, llevar nuestros ojos a la concepción del mundo que él hacía desprender de su creencia en el próximo fin de todas las cosas. Consiste en el menosprecio del Estado, de la administración de justicia, de la familia, del trabajo y de la propiedad; en suma, de todos los bienes de la tierra y de todos los medios que sirven para hacer reinar el orden en el mundo y para dar a esto orden estabilidad (10). Estas consecuencias se derivan muy naturalmente de la creencia en el fin próximo del universo, de tal modo, que ya nos sorprendemos como de una espacie de inconsecuencia cuando ocasionalmente Jesús condesciende (lo que también Schopenhauer suele hacer) en penetrar en el horizonte visual de aquellos que no pueden elevarse a su punto de vista ascético para dar los preceptos morales relativos al aspecto inferior de la voluntad, realizándose, y satisfaciéndose en el siglo. Pero como estas consecuencias del Evangelio «primitivo» están en diametral oposición con las aspiraciones do la cultura moderna, se disimulan lo mejor posible por los secuaces de la doctrina auténtica de Jesús, se colocan bajo el tinte ebionítico de los relatos sinópticos (particularmente de San Lucas), necesariamente Jesús es acusado de inconsecuencia y de falta de habilidad en el pensar, todo para mejor adaptar su doctrina a la cultura moderna.

Agotadas estas cuestiones capitales, ¿qué nos queda aún como rasgo característico que distinga la doctrina de Jesús del talmudismo contemporáneo? La convicción pesimista de que este mundo es indigno de la existencia; pero este pesimismo se opone, si no a la civilización moderna, por lo menos a la satisfacción optimista que inspira el mundo al racionalismo protestante, tan perfectamente satisfecho de su Dios y de su creación; por eso tiene buen cuidado de no percibir este pesimismo ni el de los otros escritores del Nuevo Testamento.

Hemos separado, pues, de la doctrina de Jesús todo lo que se contiene de característico. El resto consiste en parábolas y sentencias, las cuales, teniendo presente que Jesús aceptaba lisamente la metafísica de la teología judaica, no encierran ningún valor metafísico, ni aportan nada nuevo a la moral. Se concede un gran desenvolvimiento a la moral que se basa en la recompensa y el castigo (11), moral que el protestantismo no puede sustentar, aunque la vele o la deje en una discreta oscuridad. La transición a una moral más elevada se presenta en la conclusión del Sermón de la Montaña, reproduciendo la conocida respuesta de Hillel a un discípulo, de que toda ley se halla contenida en el precepto: «Haz por otro lo que quisieras que hicieran contigo.» En otro pasaje (Mat., XXII, 40) designa como sumario de la ley y de los profetas los dos mandamientos (Deut., VI, 4-5 y Lev., XIX, 1), no creyendo, por ningún concepto, decir nada nuevo, como se desprende del asentimiento inmediato del doctor de la ley (Marc., X, 32-33), y todavía mejor de la versión de Lucas (X, 25-28), que hacer citar al mismo doctor de la ley estos mandamientos del amor de Dios y del prójimo como los principales. Inmediatamente cita (Luc., XVIII, 20) los cinco mandamientos más importantes de la ley mosaica, y formula al fin, seguramente según Lev. (XIX, 2, y XI, 44), este precepto: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celeste» (Mat., V, 48), es decir, el mandamiento de tomar por modelo ético al Dios Personal. Esta última concepción no puede subsistir más tiempo que el teísmo trascendente, teniendo en cuenta que con un Dios inmanente, ya no es posible hablar de relaciones éticas entre él y sus manifestaciones.

Terminemos. Toda la parte del contenido ético de la doctrina de Jesús que le place conservar al protestantismo liberal, se reduce a los preceptos mosaicos del amor de Dios y el amor del prójimo, que están citados una sola vez, aun cuando se señale, bien su importancia, pero sin que produzcan segura consecuencia, y cuya significación se encuentra al mismo tiempo gravemente debilitada por el hecho de que otro pasaje atribuye la misma importancia en principio, como compendio de la ley de los profetas a la moral de Hillel, donde todo se limita al precepto trivial de la reciprocidad que pertenece a la moral del interés bien entendido. ¿Qué pensar de esto, sino que Jesús no había comprendido claramente la diferencia de las dos máximas, es decir, que el mandamiento del amor de Dios y del prójimo no tenía en su pensamiento más amplitud ni más elevación que la regla práctica de la reciprocidad de servicios que la prudencia sugiere y que tantas lenguas poseen como proverbio autocon?

San Juan ha sido el primero que colocó en el centro de la ética al amor, tomado en su sentido más profundo, y es desconocer totalmente la historia el referir este punto de vista a la enseñanza de Jesús, cuya moral, en plena armonía bajo este aspecto con el espíritu de sus contemporáneos, se dirige principalmente al motivo egoísta de la preferencia de mal menor y del mayor provecho (12). Si en el orden de la moral, o más bien, de los resortes o motivos morales, se señala la doctrina de Jesús por alguna particularidad, esta se encuentra en el Evangelio propiamente dicho, el cual declara que el fin del mundo y el reinado de Dios se hallan próximos, y coloca la representación de la pena terrorífica y de la recompensa seductora a una distancia corta y proporcionada a nuestro órgano visual, prestándole así mayor eficacia.

Así es que, por lo que concierne a la ética, la doctrina de Jesús no nos ofrece nada de particular de lo cual se pueda hacer uso, y los pasajes en que se consignan las experiencias de su aplicación, se reducen a citas ocasionales cuya profundidad y alcance no ha apreciado Jesús de un modo completo. Por esto los secuaces de Jesús se ven estrechados y no tienen otra salida que el atribuir su sentido a las declaraciones de Jesús y colocarlas fuera de texto, como se hace con un epígrafe cuya acepción histórica no nos creemos obligados a escrutar de demasiado cerca. La consecuencia es, que los sermones de estos secuaces del cristianismo de Cristo sobre los textos bíblicos, en lo arbitrario de la interpretación y en el talento que emplean para hallar símbolos y combinaciones, sobrepujan aun a las producciones do los siglos pasados, y no encuentran semejantes, a no ser en las predicaciones de los rabinos liberales, que tienen al menos un modelo o una excusa en el vuelo y en los saltos atrevidos de la imaginación oriental, de esa asombrosa facultad cuyas manifestaciones en el Talmud no pueden menos de hacernos sacudir la cabeza. Allí, en efecto, las sentencias no están presentadas la mayor parte de las veces bajo la forma abstracta, sino expresadas por medio de imágenes, y desde entonces este procedimiento contrario a la crítica y a la historia, que so pretexto de interpretación hace pasar los pensamientos modernos a los viejos textos, se facilita considerablemente, atendido a que con la interpretación una imagen se presta fácilmente a todos los deseos, sobre todo si se la aísla de todos los lazos históricos y psicológicos.

El error fundamental de los secuaces del cristianismo de Jesús, es doble. Consiste, en primer lugar, en creer que es preciso atribuir el valor histórico de Jesús a su doctrina más bien que a su influencia personal sobre el medio en que vivía; después, que Jesús debe ser considerado y honrado como el fundador de la religión cristiana universal.

Sobre el principal punto, San Pablo y San Juan manifestaron una percepción histórica más clara que nuestros historiadores críticos modernos. San Pablo no se cuidaba, bajo ningún concepto, de lo que Jesús había dicho y de los λόγια κυριακά cuya tradición existía en el círculo de los discípulos; esta esclavitud de la letra le parecía frívola y que podía perturbar las ideas produciendo efectos nocivos, por lo que no buscaba otro punto de apoyo que el Evangelio de la proximidad del fin del mundo, el carácter mesiánico de Jesús y, sobre todo, su muerte en la cruz, sobre cuya eficacia redentora levantaba su nueva religión universal. En cuanto a San Juan, es decir, al autor del Evangelio de este nombre, tenía tan poco respeto a la doctrina histórica de Jesús, que él trasformó del modo más atrevido la tradición de esta doctrina para ponerla en condiciones de servir a sus propias tendencias; en desquite, vela en la encarnación del Logos o en la luz que ha venido al mundo, la crisis del juicio universal, crisis ocurrida ya, y la muerte de Jesús sobre la cruz se lo representaba como el punto de división en la historia. Verdad es que nosotros ya no podemos creer que el sentido de estos dos discípulos tiene particular eficacia en lo que se refiere a la persona y a la existencia de Jesús, pero sí lo podemos creer un sentido puramente humano.

Difícil es de definir lo que puede el encanto seductor de una personalidad sobre las personas que se encuentran en contacto con ella. Si la pluma del poeta apenas logra evocar nuevamente en la imaginación del lector lo que hay en ello de misterioso, con menos razón puede alcanzar la prosa este resultado. Aunque se enumeren todas las amables cualidades de un hombre, siempre quedará una parte, un algo que no se puede definir ni expresar, y que es lo que realmente ejerce sobre los que le rodean un efecto eléctrico y avasallador; con tales elementos pueden existir, por otra parte, grandes defectos que, considerados aisladamente, excitarían la antipatía. Jesús debió haber sido dotado de este poder personal indefinible, como lo prueba el entusiasmo de la multitud que por seguir sus errantes pasos abandonaban la casa y los negocios a sus mujeres y a sus hijos.

Sigamos en sus efectos la abnegación personal y entusiasta que inspiraba el personaje profético maravilloso que ya mientras duró este orden reconocían ellos como «Señor» anticipando así el reinado del porvenir. Esta abnegación, llamada positivamente «fe», de aquellos que habían estado en contacto con su persona, fue la que por su persistencia más allá de la tumba del maestro, y por su gozosa aceptación del martirio, se impuso lo bastante a uno de los más decididos perseguidores, para que el encanto de la personalidad que tales efectos producía comenzase también a envolverlo en sus redes y, favorecido por otros hechos psicológicos, lo tomase de Saulo en Pablo.

Nada se hallaba más lejos del pensamiento de Jesús, ya lo hemos manifestado, que el ser heraldo de una doctrina nueva o fundador de una nueva religión. A la manera de los antiguos profetas, no quería enseñar nada más que el puro judaísmo, declarando que el cumplimiento de las promesas nacionales de la religión judaica estaba próxima, y presentándose como el Mesías esperado, como aquel que estaba llamado a realizar este cumplimiento. Si más tarde se hizo de su vida el punto de partida de una religión nueva, no judaica; y si su doctrina fue interpretada y desfigurada bajo el sentido de esta nueva religión, todo esto fue contrario a su voluntad y a sus miras. La misma persuasión en que estaba de que el fin del mundo y el nuevo reino de Dios no tardarían en llegar, le hubieran hecho considerar como quiméricas estas consecuencias de su doctrina. La obra y la muerte de Jesús no fueron, pues, otra cosa que la causa inconsciente e involuntaria de la fundación de una religión nueva llevada a cabo por San Pablo. ¿Qué habría acontecido si Pablo no se hubiese apoderado de la muerte de Jesús sobre la cruz para desenvolver partiendo de aquí sus nuevas ideas dogmáticas y religiosas, si la doctrina de Jesús se hubiera inmovilizado en el judeo-cristianismo tomado en su primera fase, es decir, tal como existía antes de las modificaciones producidas para el advenimiento de las influencias paulinas? No distinguiéndose de los demás judíos sino por la creencia de que el Mesías iba a aparecerse, y esto en la persona de Jesús volviendo a la tierra, la comunidad de los discípulos de Jesús, después de la demostración histórica de la falsedad de tal «fe» se extinguiría por sí misma en lo que tenía de característica. La diferencia era demasiado pequeña para que ni aun pudiera hablarse de una secta judía en el sentido ordinario de este término, pues que la noción de secta implica una divergencia cualquiera en el dogma o en la liturgia.

Resulta evidentemente de lo que precede, que el intento de volver a la doctrina primitiva de Jesús, eliminando la proximidad del fin del mundo y la idea mesiánica, no significa realmente otra cosa que el retorno al punto de vista del judaísmo en la época de Jesús, puesto que se quieren borrar los rasgos que lo separan del cristianismo. A menos, pues, que prefieran la doctrina del Bautista a la de Jesús, estas personas no debieran hacerse bautizar sino circuncidar, porque Jesús, que no ha bautizado a ninguno de sus discípulos, aceptó, por el contrario, la circuncisión, puesto que ni un solo artículo de la ley mosaica debe quedar sin efecto (Mat. V, 18-19). Mas como está claro que los secuaces de la doctrina de Jesús no se hallan conformes con esta consecuencia, sino que se juzgan muy superiores al judaísmo, aun cuando no sea posible señalar ninguna diferencia esencial entre ellos y la forma liberal moderna del judaísmo, el punto de vista que adoptan se disipa y desaparece totalmente. Debajo del título «El cristianismo de Cristo», no queda más que una hoja en blanco, de la cual se borró ya cuanto había figurado en otro tiempo como verdad adquirida en la historia. En el fondo se ve, a no dudarlo, lo que estos señores desean: un espacio sin límites y sin barreras para difundir sus propias ideas en el mundo, sin abandonar el nombre de cristianismo, o, lo que es igual, las ideas de la cultura moderna, navegando bajo el pabellón cristiano.

Todo esto sería muy bueno, si, enfrente de la falsedad de esta denominación, el sentido de la verdad y de la razón se mostrase más flexible que enfrente de cualquier otro dogma, y si el sentido histórico no se revelase al contemplar a la verdad escarnecida, ¿y por quién?, por hombres que pretenden fundarse sobre la ciencia histórico-crítica. después que estos señores han hecho a sabiendas liquidación de todos los dogmas reales del cristianismo, para salvar al menos un último y miserable residuo, esto es, el nombre de cristianos, se detienen ante un dogma que ya nada tiene de aceptable para la razón, y este dogma es la afirmación de que las luces de las sentencias bíblicas, desviadas de su sentido y de las ideas recogidas en la cultura moderna, son «el cristianismo primitivo y auténtico de Jesucristo.» Las indicaciones precedentes han mostrado lo que significa la doctrina de Jesús y en qué sentido él ha creído en sí mismo; claro está que la empresa de resucitar en nuestra época este cristianismo de Jesucristo, es mil veces más quimérica que la de propagar nuevamente el paulismo o el joanismo.

Pero en el ruido que se forma en torno del cristianismo de Jesucristo, todavía existe otra cosa que es necesario apreciar. Se oculta aquí un resto de la antigua fe de autoridad que no es posible dejar de esclarecer. Sin duda la autoridad de Jesucristo se funda sobre la fe en su divinidad, pero no es menos cierto que, gracias a la larga vida de que se hallan dotados los poderes morales, este respeto sobrevive un tiempo más o menos largo a la raíz de donde arranca, y se echan cálculos sobre la persistencia en el corazón del pueblo de un sentimiento que ha reinado durante un período tan largo de tiempo. Este respeto, que en la actualidad no tiene fundamento, es el que después de consumada la ruina de toda otra autoridad, debe asegurar a lo que se da como la doctrina de Jesús, una acogida más completa e incondicional que esta exposición encontraría si se la considerase y examinase como lo que es en realidad, es decir, uno de los discursos incidentales de un judío visionario que ha vivido hace más de mil años, y que fue un hombre como nosotros, salvo que su cultura era la de una época más grosera y más supersticiosa. Aún se va más lejos, se trata de sostener artificialmente este respeto separado de su raíz, manteniendo en torno de la figura de Jesús, colocado así a nuestro humano nivel, una veneración muy semejante al culto concedido al hombre Dios de la antigua fe, veneración que causaría risa por lo absurdo si el bizantinismo humillante de tal proceder no provocara en nosotros la más profunda indignación moral. Que Strauss ofrezca a nuestra adoración su universo materialista, es completamente absurdo; pero que el protestantismo liberal reclame tal homenaje para el hombre Jesús, es una exigencia que irrita y repugna.

Si se preguntase, por otra parte, si el respeto tradicional del pueblo hacia Jesús, explotado de un modo tan poco protestante, ha de durar mucho tiempo después que la aureola de su divinidad se haya desvanecido, a duras penas podrían contestar afirmativamente estos señores, y esta consideración bastará para que puedan juzgar de la insuficiencia de este expediente transitorio. El principio protestante en sus últimas consecuencias rechaza toda suerte de autoridad dogmática, y de grado o por fuerza, estos señores tendrán que tomar un partido, habrán de pasarse sin la autoridad de Jesucristo y sin la de los Apóstoles. Por último, la tentativa de remontarse a la doctrina de Jesús, ya no hace esperar ventaja positiva en lo que se refiere a los fundamentos modernos de la religión, sino tan sólo un provecho negativo consistente en que la doctrina de Jesús es mucho menos rica en dogmas que la de sus discípulos, por lo cual se compadece mejor con la del protestantismo liberal, que ninguna otra fase posterior del desenvolvimiento cristiano.

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(7) La exposición relativamente mejor de la doctrina propia de Jesús que yo he encontrado en ninguna obra teológica, es quizá la del profesor Weiss en su «Lehrbuch der biblischen Theologie des Neuen Testaments». (Exposición de la teología bíblica del Nuevo Testamento). Berlín, Herz, 1868 «1re Theil. Die Lehre Jesu nach der ältesten Udeerliferung» (1.ª parte: La doctrina de Jesús, según la tradición más antigua.) Weiss no hace, o por lo menos hace muy pocas frases, y no cae en la moda, hoy tan generalizada, de hacer de Jesús un liberal cosmopolita.

(8) Véase F. A. Müller, obra citada, pág. 72 y siguientes.

(9) Véase F. A. Müller, Hartmann, obra citada, p. 38 y siguientes.

(10) Véase F. A. Müller, obra citada, págs. 110 a 131.

(11) Las célebres bienaventuranzas del Sermón de la Montaña, tienen también este carácter.

Hacemos completa abstracción del hecho de que no respiran más que un deseo ardiente de alejarse de este mundo y la fe en la proximidad del reino terrestre.

(12) F. A. Müller, obra citada, págs. 87 y siguientes.