La religión del porvenir/4
IV. El cristianismo de San Pablo y el cristianismo de San Juan
Los libros canónicos del Nuevo Testamento proceden, como todos saben, de puntos de vista muy diversos en materia de fe y de doctrina, y ofrecen a quien entiende lo que lee, el espectáculo de una ardiente polémica religiosa. No es menos sabido que varios de los dogmas más importantes pertenecen a fases posteriores del desenvolvimiento cristiano, aunque son necesarias muchas violencias de interpretación para descubrirlos en el Nuevo Testamento, en el cual asistimos al desarrollo de la doctrina cristiana por espacio de siglo y medio. Resultan, por consiguiente, contradicciones en los escritos del Nuevo Testamento, entre sí y con las formas posteriores del desenvolvimiento del dogma; mas estas contradicciones son ignoradas, despreciadas, o, cuando los adversarios las hacen observar con toda intención, negadas por el sentimiento religioso seguro de sí mismo, fundado sobre sí mismo, y para el cual el mundo entero de las ideas religiosas no es más que un medio de conseguir sus fines. Desde que ha llegado a ser un poder independiente, bastante independiente para reconocer las contradicciones como ellas son, el sentido de la verdad científica es un síntoma seguro de enfriamiento del sentimiento religioso y del fin de su dominación exclusiva sobre el alma, porque en tanto que este sentimiento es bastante ardiente para no admitir la participación de ningún otro elemento, el sentido de la verdad no puede combatirlo de tal modo que arrastre la inteligencia y la haga confesar la existencia de tales contradicciones. Tal era la situación de la edad media cristiana, que aceptaba el punto de vista doctrinal de las obras canónicas y de los padres de la Iglesia en posesión de la autoridad, como un punto de vista único e invariable. La ficción por la que se considera que el cristianismo es una doctrina, un desarrollo, se encuentra todavía dentro del catolicismo, puesto que se enseña que todos los decretos de los concilios no han sido más que definiciones de las doctrinas existentes en la Iglesia desde tiempo inmemorial o desde su principio.
Levantándose contra los abusos de la iglesia de entonces, la Reforma destruyó esta ficción y se hizo reaccionaria, manifestando claramente la pretensión de anular una porción de la historia del desenvolvimiento cristiano y de remontarse al Nuevo Testamento, es decir, al punto de vista doctrinal del siglo primero después de la muerte de Jesucristo. Verdad es que sin darse cuenta de ello falseaba y desfiguraba este punto de vista, comprendiendo en él igualmente los resultados del desenvolvimiento posterior que tenían el privilegio de agradarle. El protestantismo permaneció fiel a su principio al continuar la obra comenzada, al descubrir y señalar sucesivamente los anacronismos por los que se había enriquecido indebidamente la dogmática del Nuevo Testamento; suprimió los períodos más largos de la historia del desenvolvimiento cristiano y se hizo de este modo cada vez más reaccionario, a medida que creía ser más liberal. Es preciso consignar que la historia de los dogmas había llegado hasta las cosas más inaceptables, pero estas no eran, sin embargo, más que las consecuencias lógicas de las proposiciones contrarias a la razón que encerraban los principios fundamentales; así que, el trabajo comenzado no consistió en otra cosa que en deshacer el tejido hábilmente laborado de la dogmática cristiana, de suerte que al terminarse esta operación no quedó ya más que el hilo viejo y sin uso. Las contradicciones radicales de los principios habían hecho necesarios nuevos sofismas cada vez más sutiles, a los cuales era imposible contestar una vez concedidas las premisas; si se rechazan las consecuencias porque son contrarias a la razón, también deben rechazarse los principios fundamentales. No es posible forjarse ilusiones e imaginarse que todavía somos cristianos, concediendo a los principios fundamentales una adhesión nominal y privándoles de su contenido propio.
Lutero se apoyaba sobre la enseñanza del apóstol San Pablo, creyendo de buena fe que se había asimilado de esto modo la esencia del dogma cristiano. Pues bien; la doctrina de San Pablo no tiene absolutamente nada de común con la enseñanza de Jesús, sino que se refiere simplemente al carácter mesiánico del Cristo y a su muerte redentora, por la que se suple ante Dios la insuficiencia de la justicia según la ley, tal como la entendían los judíos (5). Este concepto ha llegado a ser para nosotros completamente inadmisible; no reconocemos ya al Dios que aplica la ley del Talión y que castiga aun después que han cesado las condiciones terrestres que influyen sobre la culpabilidad; ya no nos explicamos una justicia divina que exige del hombre más de lo que su naturaleza puede dar; miramos con horror la creencia en un Dios que castiga en las generaciones la falta de un individuo; quedamos estupefactos cuando vemos que un juez, para castigar un culpable, somete al suplicio de la cruz a un sustituto inocente, y se vanagloria de esta sustitución como de una gracia concedida; nosotros no podemos menos de someternos ante la paradoja de que un verdadero Dios haya muerto por nosotros, y bajo el punto de vista estético, la apoteosis de Jesús la consideramos como la conmovedora tragedia del profeta que sella su doctrina con su sangre.
Era imposible que nuestra época respetase estas bases de la doctrina paulino-agustino-luterana; fue preciso abandonar a San Pablo con la Epístola a los Hebreos, y examinar si el Nuevo Testamento no encerraba otro punto de vista doctrinal propio para servir de centro al cristianismo moderno. San Juan se ofreció desde luego, y la tesis de Scheling de que al cristianismo de San Pedro y al de San Pablo debía suceder el cristianismo de San Juan, hubiera sido capaz de seducir a los aficionados a construcciones filosófico-históricas, si desgraciadamente no hubiese llegado tarde. Spener se hallaba en mejor camino que ningún otro para llegar a este cristianismo joánico; mas el luteranismo era todavía demasiado fuerte para que se le pudiese sustituir por una nueva fase, y Spener mismo no tenía suficiente conocimiento de las divergencias doctrinales del Nuevo Testamento para pronunciarse decididamente en favor de San Juan, o, lo que es más grave aún, contra San Pablo. Su sucesor en los tiempos modernos, Scheleiermacher, trata de reconstruir en la dirección de San Juan la vida y el pensamiento auténticos de Jesús; pero este Evangelio, considerado por aquel como el más digno de fe y el más cercano a los acontecimientos, fue poco tiempo después de su muerte reconocido como el último, según el orden cronológico, de todos los escritos importantes del Nuevo Testamento y como destinado a dar satisfacción a una tendencia, a preconizar una concepción que se aleja mucho más que el paulismo de la doctrina de Jesús. Schleiermacher fue, pues, el último a quien pudo permitírselo el intento de levantar, confundiendo para ello diversas épocas de la evolución dogmática, una construcción digna de memoria. Nosotros hemos nacido demasiado tarde para tal empresa, y nuestro papel debe limitarse a apreciar cada fase del desenvolvimiento con sus caracteres distintivos. Bajo este concepto, no hay duda que el punto de vista de San Juan es en la serie de los principios el más elevado que ha conseguido alcanzar el Nuevo-Testamento, y que, gracias a la filosofía alejandrina que se halla disuelta en su obra y por el lugar preferente que asigna a la caridad, despliega profundidades y bellezas que en el desenvolvimiento siguiente no fueron estimadas en su verdadero valor. Y, no obstante, San Juan no puede servir ya de sostén a nuestras concepciones religiosas. Aun cuando hiciésemos abstracción del dualismo, verdaderamente maniqueo, que opone los hijos de Dios a los hijos del diablo, predestinados desde toda la eternidad, y que contrasta de un modo extraño con el humanitarismo de la conciencia moderna que pretende abarcarlo todo, prescindiendo de sus frecuentes recaídas en las ideas judías sobre las penas, y lo que hay de poco sensato y meditado en su misticismo, en sus enunciados metafísicos, que parece como que nos quiere arrojar desde el cielo a manera de copos de nieve; siempre existirá un obstáculo invencible para que nosotros suscribamos a su punto de vista dogmático: este obstáculo es la doctrina que ocupa el centro de su concepción del Universo, la doctrina de la divinidad y de la función mediadora de Jesucristo (6).
La creencia de que ninguno llega a Dios sino por Jesucristo, significa el anatema fulminado contra todo el que no crea en la necesidad de esta mediación; y la creencia de que la encarnación del Logos en Jesucristo tiene otro sentido que el que le da Laitse o Spinosa, no está ya en uso entre los hombres cultos de hoy. Así, que el protestantismo liberal comprende justamente la debilidad del joanismo, y tácitamente ha abandonado este reducto construido por Schleiermacher, con tanto más gusto, cuanto que la metafísica joánica, la doctrina del Logos, tiene un carácter panteístico tan acentuado, que en el fondo los teólogos liberales teístas no pudieron jamás acostumbrarse a él. No hay más que un teólogo especulativo que haya tenido, como el hegeliano Biedermann en su Dogmática Cristiana, el valor de probar que hay contradicción entre la existencia absoluta y la personalidad, y hacer una franca profesión de panteísmo; no hay otro teólogo más que este, que pueda hallar en Hegel, en la doctrina joánica del Logos y en la unidad del espíritu absoluto y del espíritu finito que ella trata de realizar, la sola noción que resiste victoriosamente al examen en cualquier religión, y especialmente en la cristiana. Mas en vano se nos querrá persuadir de que estas ideas, importadas de la filosofía alemana más reciente al cristianismo, pueden enlazarse históricamente a Jesús o a San Pablo y al cristianismo histórico, que se ha fundado principalmente sobre su doctrina, y no sin razón, un doctor que manifieste estas tendencias se verá reducido a hacer el papel de cuervo blanco.
¿Qué resta, pues, como última ancora de salvación para el cristianismo moderno? Únicamente «la doctrina primitiva y auténtica, la pura doctrina de Jesús.» Este era el último paso en el camino de la reacción; el liberalismo se resolvió a darlo: ha decidido borrar la historia entera del desenvolvimiento cristiano y comprimir al cristianismo hasta ponerlo a la altura que tenía en el instante de su nacimiento o a la que la tradición le concede cuando el fundador lo dio a luz. Sólo las palabras que reproducen una enseñanza de Jesús serán consideradas con autoridad; porque no queremos creer en él sino como él ha creído en sí mismo; únicamente bajo esta condición seremos cristianos auténticos y verdaderos, y nuestro cristianismo será el cristianismo de Jesús. La entrada está bien clara; es preciso ver ahora hacia qué resultado marchamos por estas vías.
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(5) F. V. Pfeidarer, «Der Paulinismus» (El Paulinismo), Leipzig, Fües, 1873. –Fut. Müller «Der Paulinismus» (El Paulinismo).
(6) F. Ch. Baur «Vorlesunger über Neutes-testamentliche Theologie» (Lecciones sobre la teología del Nuevo Testamento) Leipzig, Fües, 1864. «3c. Periode, 2r. Theil, 2: Der Johanneische Lehrbegriff (3º periodo, 2ª parte, 2: El dogma de San Juan). – F. A. Müller, obra citada «5er. Brief: Die Lehre des Johannes» (5ª carta: La doctrina de San Juan).