La prueba
de Emilia Pardo Bazán
- XI -

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¡Qué a pechos lo tomó mi madre! El tropiezo momentos antes de llegar a la meta la sacó de quicio. Sus cartas tenían que ver. Díjome claramente que me creía entregado a vicios o dominado por alguna bribonaza, la cual bribonaza me apartaba del estudio. «Tu madre es muy lógica y razonable en eso -afirmaba Portal-. ¡Cómo ha de concebir que por patoso y desaborío hayas perdido el año! La verdad es que nadie se lo figura. Si Belén fuese la culpable... hombre, entonces...». El resultado de las sospechas de mi madre fue llamarme a Galicia. Quería verme por sus ojos, regañarme con su propia boca, enterarse de cómo me había dejado la enfermedad, averiguar a ciencia cierta el nombre y las truhanerías de la supuesta pirindonga, embaucadora y sonsacadora de inocentes alumnos... Mamá, desde la Ullosa, pretendía saber al dedillo todos los riesgos, emboscadas y escollos en que puede estrellarse un joven de mi edad, perdido en la vorágine cortesana. Desde este punto de vista, sus cartas eran a veces un tesoro de advertencias cómicas.

Su primer pregunta, al llegar yo a la Ullosa, fue algo parecido a esto: «¿En qué manos caíste? Vamos, sé franco con tu madre. ¿Te envolvieron, te sacaron de tus casillas? No me ocultes nada. ¿Estás malo? Yo haré que te vea el médico de liebre, que es una gran cosa. ¿Y tus tíos? Por fin te dieron la patada, ¿verdad? ¿Te fuiste de allí porque no podías resistirlos; ¿Tu tía es una empalagosa? Ya me lo sospechaba yo». Todo se lo sospechaba la buena de mamá, menos lo único cierto...; y de fijo que si alguien se lo indica, ella responde con indignación: «Mi hijo no es capaz de andar en líos con señoras casadas. tiene más decencia y mejores principios que todo eso. ¡Vaya!».

Desde que descansé en la Ullosa, mi mayor deseo -¿quién lo supone?- fue ver a la tití. ¿Por dónde andaba? De fijo en el Tejo o en Pontevedra... No necesité mucho tiempo para averiguarlo: mi madre, con su plantilla de espías, de repórteres, estaba siempre muy enterada de la vida exterior de aquel matrimonio. Justamente revelaba entonces mamá gran alegría y satisfacción por una particularidad que la lisonjeaba mucho: Carmen Aldao no estaba encinta... «Puede que nos tengan hijos», me decía sin disimular el júbilo. Y yo, con tono y acento muy distintos, impulsado por otras esperanzas, bien diferentes de las de mi madre, contestaba sordamente. «Puede que no los tengan». Pocos días después, mi madre se manifestó alborotada y preocupada por noticias frescas, también referentes al matrimonio. Con aire misterioso vino cierta mañana a despertarme, trayendo en la mano una carta de Pontevedra. «¿No sabes lo que escribe Josefina Montero? -preguntó en tomo enfático, rebosando un interés que no se explicaba por la importancia de la nueva-. Tus tíos se han ido a los baños de la Toja». «¿Está enferma Carmen?», pregunté con ansiedad. «No, es él... Tiene un golpe de erisipela feroz».

Todavía añadió mamá otro parrafito chismográfico. «En Pontevedra no hay más conversación sino de Candidiña, la mujer del señor de Aldao, y lo que va a suceder entre ella y su hijastra. ¿No sabes? El viejo, después que se casó tan de tapadillo y negó la boda a puño cerrado los primeros meses, de repente se desvergonzó y... me sale de bracete con la chiquilla. Es una irrisión verlos así por las calles, ella tan maja y tan sobresaliente y él arrastrando los pies. El bajón que ha dado en poco tiempo don Román, yo no te lo quiero decir, porque no lo crees. Es un espectro. Ella parece que le hizo tragar que ya tuvo un mal parto; y el viejo está que se le cae la baba pura. Te digo que allí se prepara mi sainete. Algunos cuentan si Castro Mera los visita o no los visita... habladurías; pero bien empleadas le están al vejete por la chochez que le entró. Últimamente ella encargó a París un sombrero. ¿Qué tal? ¡Candidiña con sombrero de París!».

Manifesté mi indignación contra semejante abuso, y pocos días más adelante supe, por la acostumbrada estafeta que comunicaba los acontecimientos a mamá, cómo muy en breve regresarían a Pontevedra mi tío y su mujer. «Dice que Felipe viene bastante mejorado. Lo dudo». Y preguntando yo por qué dudaba de la mejoría, respondiome moviendo la cabeza: «Al tiempo. En fin, ahora vienen a Pontevedra porque quieren armar unas fiestas muy lucidas, más lucidas que las del año anterior; y tu tío y Castro Mera son los que revuelven el cotarro... Dicen que no se habrán visto otras iguales. Intrigas de ellos; porque mira, yo te enteraré, para que no te chupes el dedo como los bobos. Dochán... ¿no conoces tú a Dochán? Pues es un tuno muy largo, aún más largo que tu tío, al menos para estas intriguillas de por aquí; en Madrid no sé; hablo de esta tierra. Así que Dochán vio que tu tío se casaba, tomaba el tole y le dejaba el campo libre, discurrió que él podía hacerse dueño de la provincia agarrándose a los faldones de Sotopeña. Procuró metimiento con Lupercio Pimentel, le llevó la corriente, supo adularle en dos o tres cuestiones... En fin, él se las arregló de manera que Sotopeña diese de codo a tu tío y empezase a servirse para todo de Dochán. Por poco le revientan lo de la casa de Correos; sólo que Castro Mera paró el golpe. Pero trinaron el terreno en cuanto se refiere a la diputación: echaron abajo al Presidente, que era suyo, y, plantaron a otro: dos cuartos de lo mismo en las Comisiones; en fin, no hay hechura de tu tío que no dance. Ahora, sólo para darle un bofetón -como que desde que se casó don Román, tu tío anda en pugna con el cuñado-, le regalaron a este la plaza que pretendía en el hospital. Felipe está que brama; y no sabiendo qué hacer para desprestigiar al Santo, dicen que mandó poner en El Teucrense unos artículos terribles descubriendo mil picardías: chanchullos gordos... Además, Castro Mera, que es listo como una pólvora, tanto revolvió y tanto hizo, que consiguió que no le brindasen a Lupercio Pimentel la presidencia del Certamen literario... ¿se dice así? eso, el Certamen. A pretexto de que nos hacía falta un literato muy famoso, les metió en la cabeza convidar a uno que se llama... me acordaré? Sí... Don Apolo Añejo...».

Echeme a reír: conocía al personaje por las pullas de la crítica festiva, por la continua zumba de los estudiantes, que habían personificado en el autor famoso elegido por los pontevedreses la literatura de redoma y la poesía momificada: «Parece -continuó mamá muy seria- que ese señor es el más nombrado en Madrid. Te cuento esto sólo para que veas que llevan la pugna a todos los terrenos tu tío y Dochán. Están a matar. No se sabe quién triunfará; pero ya es una cuestión que se ha enzarzado tanto, que andan furiosos y un día se pegan. ¡Y los periódicos! El Teucrense y La Aurora no hacen sino insultarse. Si se comen... figúrate qué chiripa. Damos a la Peregrina una misa cantada».

Al saber que mis tíos estaban de vuelta en Pontevedra, entrome invencible afán de ver a Carmen otra vez, y resolví ir a toda costa a las fiestas. No dejó de ser empresa bastante ardua: mamá, impresionada por mi fracaso en la carrera, lejos de decirme como otros años: «Diviértete y come, que bastante trabajas en invierno», me repetía la consigna de estudiar, de estudiar a destajo, de recobrar lo perdido. No obstante, puse tal empeño, que conseguí la apetecida licencia: y mi madre se decidió a acompañarme, porque le saldría más cara mi estancia en la fonda que en su casita. Salimos, pues, hacia la capital, la Helenes de los revisteros. Inmediatamente que llegamos pasé a ver a mis tíos; no así mamá, detenida por una cuestión de etiqueta. «Que venga primero Carmen -dijo- que es más joven».

Yo no me paré en tales requisitos y fui... ¿qué es ir? Corrí; creo que me llevaron las piernas solas a aquella casa. Era uh piso chiquito, donde habían metido apresuradamente algunos muebles, residuos de la antigua habitación de mi tío Felipe, hoy alquilada para oficinas de Correos. Los trastos eran viejos y pocos, pero mi tití había conseguido prestarles un aspecto muy agradable de orden y limpieza. La doncella, la galleguita desasnada en Madrid, me conoció, me recibió en palmas y me dejó pasar, sin tomarse ni el trabajo de anunciarme, considerándome parte integrante de la familia.

Entré. Siempre me gustaba sorprender así a Carmiña, porque dada la vehemencia de su carácter, le era muy difícil reprimirse en los primeros momentos y no dejar asomar a la superficie lo interior del alma. Acerté de medio a medio, pues al sentir el ruido de mis pasos, al verme en la sillita donde estaba haciendo labor, la impresión fue tan fuerte, que no sabía qué contestar a mi saludo: se le trababa la lengua. De tal modo se sobrecogió, que yo era entonces el que permanecía relativamente sereno, dueño de mí, el que dominaba la situación, a pesar de mi estudiantil inexperiencia, para los casos pasionales. Cogí sus manos, que en la palma humedecía ligero y helado sudor; la arrastré hasta la ventana, y clavé los ojos en su rostro, que encontré más pálido, más deshecho, más desencajado que nunca. Pugnaba por apartarse, y porque nos sentásemos como en visita, muy formales; pero no lo consentí, y la mantuve junto a los vidrios, sin saciarme de verle la cara. Estábamos tan cerca, que yo, siendo más alto, podría bien fácilmente inclinarme y robarle el supremo bien, el sello de amor, el ansiado beso, favor dulcísimo que implica los restantes; pero me detuvo, más que el respeto, la piedad, el temor de cubrir de vergüenza aquellas mejillas mustias. Si yo la besase, de fijo le quedaría una mancha roja en la faz. Sí; yo veía el beso apetecido señalarlo como la marca que imprimía allá en otros tiempos el hierro candente del verdugo. No: besarla, nunca. Reprimiendo la tentación, le estrujaba las manos, le incrustaba mis dedos en la palma trémula. Ella consiguió por fin llevarme hacia el sofá, y sentándose en él, que señaló la butaca, donde me hundí sin soltarle las manos. Entonces, con acento suplicante y opaco, murmuró:

-Déjame, Salustio; anda.

Aquella voz me rasgó el pecho. La solté. Yo me encontraba tan turbado como ella y comprendía que ni uno ni otro podíamos expresarnos por medio de palabras, y el único lenguaje adecuado sería el abrazo largo y mudo. Con gran sorpresa mía, Carmen se rehízo, cobró aliento, se echó atrás, y pronunció con firmeza:

-Salustio, ya una vez te dije que no me siguieses ni me importunases. Llegó el caso de repetírtelo. No vuelvas por aquí, y menos cuando yo esté sola. No me hagas más desgraciada de lo que soy. ¿Quieres ponerme en el compromiso de que le avise a tu tío que es cosa de cerrarte la puerta? Pues mira que no me arredra el hacerlo. Hay ocasiones en que rompo por todo.

Tardé en responder, haciendo un llamamiento a mi sangre fría. Comprendí que era decisiva la batalla. Me recogí, y sin cólera, como el que ruega, objeté:

-Ya que me echas, permíteme hablar. Quieres que no venga. Yo no puedo vivir sin verte. Tú tampoco respiras: estás desmejoradísima, enferma y triste. Te has ido poniendo así desde el día de tu matrimonio. ¿No te sirve de alivio el verme y el hablar conmigo un rato? ¿Por qué te niegas a recibir esta distracción o este consuelo? ¡Si vieses lo que has variado desde que te dejé! ¿Que no? Bueno, ya no volveré nunca a molestarte; pero explícame siquiera en qué te perjudican mis visitas. ¿Es tu marido quién se opone? ¿O eres tú la que escrupulizas y me despides?

Echose atrás nuevamente en el sofá, y antes de responder me miró. Por instantes resplandecían sus pupilas y se transfiguraba su rostro. Su voz era entera y pura al contestarme:

-Los dos. Mi marido, si comprendiese lo que ocurre, naturalmente que lo desaprobaría; y yo, que estoy enterada, lo desapruebo. Sí, es verdad que ando enferma y triste, y parece que ni ganas tengo de vivir; pero no es porque tú no vengas... Al revés. ¿Cómo te lo explicaré? Atiende bien, trataré de descifrártelo. Un día me dijiste que no atentarías a mi honra... Mi honra es mía, y claro que nadie atentará contra ella, porque no lo consentiré; pero para hablar tú así, es que yo te he dado lugar a que pienses disparates. Esto es culpa mía, culpa mía sólo. Desde luego te digo que en mi conducta hay mucho que censurar. En vez de dar consejos a Cándida, vale más que me observe a mí misma... Ahora me parece que he soltado un despropósito. ¡Ni en mi conducta ni en mis hechos descubro nada que pueda avergonzarme realmente... ¡sólo que mejor sería que no hubiesen mediado entre nosotros ciertas... tonterías, tonterías tunas! Hago mal en hablar contigo de estas cosas; pero siento allá en mis adentros que es mejor que nos expliquemos terminantemente.

-Pues eso deseo. Háblame claro -exclamé impaciente y nervioso.

-Clarísimo. Verás con qué claridad. Tú te has figurado que yo no quiero a mi marido, y hasta que siento por él... así... una especie... de repugnancia. Has tenido valor de decírmelo. Pues supón que fuese verdad. Una mujer que teme a Dios... ¡mira que hablo seriamente! tiene que querer a su marido... y yo he resuelto querer al mío... o morir. Estoy completamente segura de que si no consigo llegar a quererle tanto que lo confieses tú mismo... me muero. Sólo con que puedan los extraños dudar de ese cariño, me convenzo de que he obrado mal hasta hoy. Yo me he obligado solemnemente a quererle, en presencia de quien ni olvida las promesas ni consiente los perjurios. No le debo tan sólo fidelidad, sino amor, y... en ese punto... Por eso me irrito cuando me llamas santa. ¡Bonita santa estoy! ¡La burla que tendrás hecha de mí! Pero ya se acabó... No has de reírte de mis bobadas.

No sabía qué replicar. Contra aquella mujer no tenía argumentos. En el fondo de mi conciencia, su sacrificio me parecía unas veces hueco y vano, otras admirable y sublime; unas veces quintaesenciado, artificioso y estéril, otras espontáneo, heroico y provechosísimo a la moralidad de las generaciones futuras. Era mi doble naturaleza presentándome el pro y el contra de la idea del matrimonio cristiano; eran el tradicionalista y el racionalista que yo llevaba en mí, enzarzados y arañándose.

-¿Sabes -prosiguió ella- lo primero que conviene hacer cuando quiere uno ir derechito por el buen camino? Apartar estorbos y tropiezos. Por eso te repito que no basta haberte salido de casa, sino que es necesario no venir por aquí mucho, y menos cuando Felipe no esté. Ni es decoroso ni conveniente; compréndelo tú mismo, y valdrá más.

La sentencia de extrañamiento no me sobrecogió. La esperaba. Estaba seguro de que Carmen había de parapetarse tras ese muro de papel que consiste en alejar materialmente a un hombre, cuando ese hombre no ignora que es querido. El destierro importaba poco: no así aquella bizarría de la voluntad, nunca vencida, que en el propio sufrimiento buscaba nuevos bríos.

-Bien -murmuré tomando el sombrero-. Me echas de tu casa, sin tener en cuenta lo respetuoso que ha sido siempre mi porte contigo y la consideración absoluta que te he guardado. Creo que me harás justicia confesando que no me he extralimitado nunca. Te veía abatida y lastimada, y aspiraba a servirte de consuelo. No me lo permites. Pues como lo que está dentro del alma a la cara tiene que salir, yo te digo que, no pudiendo verte de cerca ni un minuto, haré las tonterías que son naturales: te seguiré cuando salgas, te pasearé la calle, y en el teatro te miraré.

-No harás eso -respondió- porque como yo no daré pábulo; la gente te tomará por loco.

-He pensado muchas veces si lo estaré -respondí en un acceso de lirismo, sintiendo que el corazón se me ablandaba como mantequilla en verano-. Y otras me parece que tú no estás tampoco en tu sano juicio, tontiña. Ese plan de querer a tu marido o morir... verás tú mi franqueza... es hermoso, muy hermoso: ni presumes toda la hermosura que encierra. Sólo que es la hermosura de la enajenación mental. ¿Has leído el Quijote? Pues eso... pues eso. Eres un Quijote hembra. Me despides... ¡Te acordarás de mí! Me barres... Tu corazón me recogerá. Adiós, por segunda vez te lo digo... Soy profeta. Al tiempo.

Me lancé a la calle y paseé sin rumbo, yendo a dar con mi cuerpo en un banco de la Alameda, a tales horas solitaria. La sombra de los árboles gigantescos, la frescura, la perspectiva del río, debieran recrearme; pero ni observé estas condiciones exteriores. Mi idea fija me vedaba la contemplación de la naturaleza. Cada derrota exaltaba más mi espíritu; cada demostración palmaria de la fortaleza moral de tití me dejaba más ilusionado, más convencido de que en ella, y sólo en ella, se cifraba la perfección femenina. Y por otro lado se me representaban claramente las dificultades, los tropiezos, hasta la esterilidad de la aspiración, que, a poder ser cumplida y satisfecha, no dejaría en pos de sí más que drama, conflicto, vergüenza y dolor para aquella misma mujer a quien yo intentaba subir al pináculo y a la cual deseaba tantos bienes y glorias.

Devanando estos pensamientos, yo atravesaba las fiestas de la Peregrina sin advertir su bullicio mareante. Para mí, ni los paseos en la Alameda, con su música y sus señoritas vestidas de alegres colores veraniegos, ni el teatro con su compañía de zarzuela que nos brindaba La Mascota por décima vez, ni las funciones de iglesia, ni los bailes de los círculos de recreo, ni nada, en fin, de lo que compone el programa de unos festejos provincianos, tenía el menor atractivo, como no me sirviese de pretexto para ver a mi tití, aunque sólo fuera de paso; ¡verla pasar con su marido, descolorida, desmejorada, triste, fea para todos, menos para mí!

En el paseo sorteaba las vueltas para cruzarme con ella una vez más. En los templos, por la mañana, solía encontrarla, y mientras ella oía misa, rezaba o leía en su libro, yo allí me dejaba estar, hasta que mis amigos y mi madre misma se enteraron -pues en los pueblos cunde rápidamente la más insignificante noticia- de que yo frecuentaba las iglesias, y me dieron broma con mi devoción, suponiendo que alguna linda muchacha era el imán que me atraía allí. En el teatro, mientras me suponían absorto en la contemplación con tal o cual polluela de las que descollaban por su palmito o su elegancia en el vestir, yo miraba furtivamente hacia aquel palco platea donde la mujer de mi tío se sentaba modestamente vestida, peinada sin pretensiones, compuesta y grave en su actitud. ¿Notó ella que yo la miraba así? ¿Volvió la cabeza hacia donde me encontrase? Mentiría si dijera que no. La volvió, en efecto, y varias veces, con disimulo, pero con una especie de angustia. Probablemente aquel movimiento sólo quería decir: «Sobrino, a ver si no me comprometes».

Moviose aquellos días de los festejos gran zalagarda en Pontevedra: la pugna entre mi tío y, Dochán alcanzaba su período álgido, y sobreexcitada por la presencia de los beligerantes, daba lugar a una guerra horrible de personalidades y de ataques groseros, ya dirigidos a cara descubierta. El Teucrense y La Aurora de Helenes eran los puestos estratégicos elegidos por los combatientes para disparar desde allí contra el enemigo. Órgano El Teucrense de mi tío, había llegado al extremo de acosar sin rebozo a Dochán de acciones penadas por el Código, no siendo de las menos graves la de haberse llevado a su casa muebles comprados para alhajar los salones de la Diputación. Había cierto sofá, ciertas cortinas y cierta alfombra a que El Teucrense no cesaba de sacudir el polvo. Los dochanistas, en cambio, imputaban a los de mi tío enjuagues mayúsculos: y como el cadáver a flor del agua, tornaban a subir a la revuelta superficie de la política local los chanchullos viejos y enterrados, los que ya han prescrito, los que en Madrid ni vuelven a nombrarse -los solares expropiados, por ejemplo-. Pero todavía estas armas, con ser de tan envenenado filo, no bastaban a los dochanistas, que empezaban a inmiscuirse en la vida privada, hablando del objeto que se propusiera don Felipe Unceta al casarse con la hija de «un propietario rico»; de cómo las segundas nupcias del suegro le «reventaran»; de la inquina entre el yerno, el suegro y el cuñado; y, por último, deslizando insinuaciones sobre malos tratamientos a la esposa, basadas en la decadencia física de esta... A todo se aludía en aquellos momentos, excepto a lo que verdaderamente existía en el fondo de mi alma y en el de la pobre tití... Es que los malignos y los maldicientes, en fuerza del propio instinto dañino que los guía y de la brutalidad de su saña, no toman en cuenta los móviles puramente sentimentales de la humana conducta, ni las delicadezas psíquicas, y llegan a tener ojos y no ver, a tener oídos y no oír. Ante aquella mujer modesta, retraída, apenas engalanada, desmejorada y flacucha, tipo enteramente opuesto al de la adúltera de melodrama que pintan en los artículos morales y los folletines, nadie se imaginaba, ni por asomos, que le saltase el corazón en el pecho cuando veía pasar a un alumno de ingenieros, sobrino de su marido, ni que este sobrino se encontrase pronto a dar por ella el porvenir entero y a mirar con indiferencia al resto de las mujeres. ¡Ah! ¡Si pudiesen sospecharlo! ¡Qué hallazgo para la fracción Dochán!

Aunque mi tío aparentase gran serenidad y soberano desdén (estilo político aprendido en Madrid) hacia las pestilentes habladurías de La Aurora, yo comprendía que le llegaban al alma, y de puertas adentro le veía exasperado, acentuando más la acritud y desigualdad de carácter ya demostrada en Madrid; cosa rara, pues la ecuanimidad de mi tío era en otros tiempos forma propia de su índole cautelosa y prudente. En Pontevedra se susurraba que el ataque de erisipela había sido muy grave, y hasta se lanzaban ciertas especies que no es lícito repetir ni estampar, calumniando su conducta y atribuyéndole desenfrenado libertinaje. Particularmente los dochanistas subrayaban con atroz malignidad aquello de «¿No sabe usted? Estuvo en la Toja temporada larga; veinte días lo menos». Observando a mi tío, no pude menos de advertir en él muy graduado aquel decaimiento físico, cuyos primeros síntomas habíamos advertido casi a la vez la señorita de Barrientos y yo. Dos o tres veces vino a vernos quejándose de inapetencia, y diciendo a mi madre: «Benigna, mujer, hazme unas papas a tu modo... así como en la aldea... a ver si me despiertan el estómago». Al pronto, el plato humeante le atraía, y abriendo un boquete en la harina de maíz, derramaba en él la leche y se preparaba a devorar; pero a la segunda cucharada se le acababa la vocación. «No hay cosa que me guste. Tengo además un cansancio... ¡si vieses! Y me parece que debo de haber enflaquecido. Los pantalones se me caen». Al formular estas quejas el hebreo, mi madre le miraba fijamente, con vivísima expresión de inteligente curiosidad. Los ojos de mamá hablaban, querían decir algo importantísimo y luego... chitón. Una circunstancia me extrañó entonces, y fue advertir cómo mi madre apartaba cuidadosamente el vaso, el plato, la servilleta y los cubiertos de que se había servido mi tío, y los encerraba en el aparador bajo llave. Cierto día que la criada tocó a aquel depósito, le echó mi madre una chillería muy fiera. «Tengo dicho que ahí no... Eso es para don Felipe... Hay tazas de sobra en el alzadero, mujer».

No obstante, al llegar a su plenitud los festejos, en el estado de mi tío se verificó un cambio favorable: le vi repentinamente alegre y animado; él mismo aseguró que recobraba el apetito; y no sé si por esto o porque era inminente la llegada de don Apolo Añejo, a quien él mismo había invitado a presidir el Certamen, con el fin de dar en la cabeza a Pimentel y a los sotopeñistas, mi tío se lanzó de nuevo al combate contra Dochán, y se exhibió mucho, en compañía de su esposa, en calles, paseos y diversiones.

De don Apolo Añejo se habló bastante aquellos días en Pontevedra, discutiéndose con osadía sus méritos y aptitudes para presidir nada menos que un Certamen local. ¡Notoria injusticia, regatear siquiera a tan perínclito varón la palma, ya mustia por la edad, y el laurel, más seco que el de los vasares de cocina, sancionados por cincuenta años de consecuencia literaria, de fidelidad a la escuela poética, cuyo busilis está en nombrar las cosas de rara modo absolutamente contrario a como las nombra todo el mundo, llamando al agua linfa; a los vasos, cráteras; al café, haba insomnífera, y al té, salutífera sinense droga. ¡Ni eran tan fósiles las rimas de don Apolo, que no le hubiese servido de escalón para trepar a ciertos puestos administrativos, y aun a una penumbra política, donde se mantenía, no sin fruto. Diríase a primera vista que para don Apolo había de ser un compromiso el discurso del Certamen; pero el clásico vate lograba ocultar tan diestramente su ignorancia en casi todas las cuestiones humanas y divinas, que esperábamos que sucediese lo mismo en los juegos florales de Helenes.

Mi tío se multiplicaba a todas horas (frase tomada de una crónica de El Teucrense) para organizar una lucida recepción a don Apolo. Los dochanistas le creaban mil dificultades. Ya se entendían con el director del orfeón «Ecos del Lérez», a fin de que no se prestase a dar serenata al señor de Añejo; ya intrigaban en el Casino sumiendo obstáculos a la velada literaria en su honor; ya excitaban el amor propio regional era pro de Lupercio Pimentel, tal cabo hijo del país, y más acreedor a que se le confiase la presidencia del Certamen. Sin embargo, la llegada de don Apolo determinó un período de tregua; el amor propio urbano, el deseo de dejar bien a su ciudad, aplacaron el ánimo de los contendientes, el aspecto entonado del vate, sus medias palabras, recalcadas y acentuadas con enigmáticas sonrisas, le conquistaron aprecio y consideración. Deshízose entonces la prensa, sin distinción de colores, en frases encomiásticas, y dio cuenta minuciosa de los pasos y movimientos del literato insigne: hoy había salido ala calle en compañía de Fulano y Mengano: a la tarde le tocaba extasiarse ante tal iglesia o ruina: a la noche es seguro que iría a «admirar» la iluminación de la Alameda: ayer se dejo decir que las pontevedresas son de canela y azúcar...

La mañana del Certamen -víspera de la función de la Divina Peregrina- reviví en cierto modo aquel mes del año anterior, en que se había verificado la boda de Carmen y principiado para mí la verdadera juventud con los primeros estremecimientos de la pasión. Por las calles de Pontevedra me encontré a Serafín Espiña, tan lejos del sacerdocio como cuando le conocí; al Alcalde de San Andrés; al Ayudante de marina, con toda su familia, mujer, cuñadas y mamones; a don Wenceslao Viñal, individuo del jurado, embutido en su levitón y dignificado con su chistera, y a Castro Viera, del jurado también, calzándose guantes color de zanahoria.

Y después vi entrar en el teatro, donde había de verificarse la literaria solemnidad, a una pareja que llamaba la atención, provocaba maliciosas risas, hacía volver la cabeza a todo el mundo y proyectaba con mi sombra una silueta de caricatura. Érase el señor de Aldao, trémulo, pocho, concluido, con el labio colgante y los pies a rastra, y su esposa, hermoseada, fresca, blanca como la leche, afinada ya, derecha y gentil, elegantemente vestida de seda lila a pintitas negras, y luciendo su capotita de paja que guarnecía, embosacándose en los cabellos rubios, una rosa té. Iban de ganchete, y Cándida -he de confesarlo- no manifestaba ni descoco ni engreimiento con su nueva posición; sólo cierto gracioso aturdimiento infantil, que la indujo, cuando me vio, a amenazarme con el abanico, y a sonreírme con boca y ojos, mostrando unos dientes como piñones entre la cereza partida de los labios.

Yo no entré en el Certamen. Por ser de día y hallarse encendidas las luces todas, dentro reinaba un calor asfixiante, y no merecía la pena de arrostrarlo el oír la leyenda Os Turrichaos, en octavas reales y en dialecto, y premiada con un ejemplar de las Obras de Cervantes; el Himno a Helenes, tintero de plata; el Romance a Nuestra Excelsa Patrona la Divina Peregrina, florero de bronce y cristal... y otras obras destinadas al pozo del olvido, a pesar de que don Apolo las llamó aromadas flores del poético vergel galaico. Tampoco el discurso de Añejo, con sus disertaciones sobre los gay saber y los trovadores de la Edad Media, me seducían gran cosa. Yo sabía que Carmen estaba allí; pero prefería verla al salir, que ahogarme y que aguantar el chaparrón de rimas laureadas. Y a propósito, ya que hago mi autobiografía, declararé que no profeso gran afición ni a los versos excelentes, y que los malos, del género Trinito, lejos de exaltarme la fantasía, me causan una especie de desprecio cómico y, de reacción de prosaísmo. Yo tengo la arrogancia, la presunción de creer que mi historia con Carmiña Aldao es más poesía que el Himno a Helenes.

Al concluirse el discurso resonaron aplausos y, salieron a la puerta unos cuantos espectadores, rendidos de calor, agradecidos a que la perorata sólo hubiese durado hora y media. Entre ellos venía el director de El Teucrense, que me tocó en el hombro.

-¿No sabe lo que acaba de hacer su tío? -me preguntó-. Se encuentra en los pasillos con el suegro y, la mujer, y ni siquiera los saluda. No se habla de otra cosa en el teatro.

-¿Y el discurso de Añejo?

-¡Hombre!... Poquita voz, poquita gracia... unas palabras tan enrevesadas que casi no se entienden... Nos habló de los trovadores y de los troveros...; nos dijo que caminásemos a la apoteosis de Galicia, haciendo muchos Certámenes por el estilo de este que él preside... y nos encargó que no nos extraviásemos imitando a los decadentistas... decadentistas, así como suena. Yo no sé que en Pontevedra haya decadentista ninguno. Me parece que el público entendió: dentistas. Mañana en El Teucrense voy a ver si publico un extracto del discurso: por eso he tomado apuntes. Ahora vuelta al horno, a ver cuándo da fin esa lata de poesías. No nos llega la camisa al cuerpo, de miedo a que el autor de Os Turrichaos nos endilgue su leyenda sin perdonar octava. Esperamos que el Presidente pondrá coto a tamaño abuso. Si no, como decía el cura tartamudo, te... te... tenemos misita hasta las cu... cu... cuatro. ¿Qué hace usted ahí? Entre a oír los cantos de la Musa.

¡Entrar! Preferí darme una vuelta por el pueblo y volver a apostarme a la puerta cuando racionalmente supuse que faltaba poco para acabarse la función. Pero sin duda el autor de Os Turrichaos no había perdonado al público ni una octava triste, pues todavía esperé largo rato. Por fin empezó a vaciarse el local. Todo el mundo, al salir, respiraba como quien se ve libre de una carga enojosa: las fisonomías se dilataban al contacto del aire fresco, y el sol les infundía regocijo; había suspiros de satisfacción y voces que sonaban alegres, sacudiendo el enervamiento de la insufrible ceremonia. Salió Carmen entre su marido y don Apolo: al paso de este grupo la gente abría camino y oíanse murmullos de curiosidad.