La prueba de Emilia Pardo Bazán
- XII -

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Al otro día del Certamen se celebraba el baile del Casino. Yo tenía seguridad de que la tití asistiría, porche su marido la obligaba a exhibición continua mientras durasen las fiestas y fuese preciso imponerse y ganar prestigio contra los dochanistas. Me preparé a concurrir también al festival, según decía La Aurora, y a las diez ya vagaba como alma en pena al través de aquellos salones, no ocupados a la sazón sino por el Presidente y algún individuo de la directiva, que daban los últimos toques a la decoración y se enteraban de cómo andábamos de flores, polvos de arroz y horquillas en el tocador, «digno de Las mil y una noches», afirmación de La Aurora también. Empezó a acudir la gente en pelotones, pues es raro que en bailes de provincia entre una familia sola, antes suelen reunirse para arrostrar la situación desairada de los primeros momentos. Divanes y banquetas fueron alegrándose con los colores delicados de los trajes de las señoritas, y al tocar la orquesta la primer polka, seis u ocho parejas salieron ya bailando con ímpetu, teniendo el salón por suyo. En poco tiempo aumentó la concurrencia de tal modo, que la circulación se hizo difícil. Y mi tití sin presentarse.

A eso de las doce menos cuarto realizó su entrada del brazo de don Apolo, que desplegaba con ella galantería senil. No hay mujer en el mundo, al menos el mundo tal cual hoy le conocemos, que, por santa que sea, no trate de parecer algo mejor en un baile; y Carmen, a pesar de su completa abnegación, de fijo había consagrado aquella noche un ratito al espejo. Llevaba su acostumbrado vestido blanco, pero refrescado, adornado con piñas de rosas; en el pelo flores naturales y alguna joya discretamente prendida. Sus largos guantes de Suecia disimulaban la ya angulosa línea de sus brazos. No diré que estuviese bonita: había allí tantas caras radiantes y juveniles, que a ellas con justo título pertenecían los honores de la belleza plástica. Mis ojos, sin embargo, apartándose de los lozanos botones de flor, iban en busca de la rosa mística, de la hermosura puramente espiritual, patente en un rostro consumido por la pasión y la lucha. Si yo no viese allí aquel rostro, tal vez hubiese bailado con las lindas muchachas que aguardaban pareja. Pero no quise. Mirarla a hurtadillas era mejor.

A su lado estaba Añejo. Ella le oía y contestaba con afabilidad, tratando de no alzar la voz ni hacer ademanes en que se fijase el concurso. ¿De qué le hablaría don Apolo tan seguido y tan acaloradamente? Supe después que del éxito de su gran Elegía a la rota del Guadalete, oída con suma benignidad por el rey Alfonso XII e impresa a expensas de una corporación doctísima. Mi tío dejó a su mujer entregada a la rota del Guadalete, y dando una vuelta por el salón, no tardó en reunirse con el director de El Teucrense, que, muy deferente y solícito, se le acercó diciendo: «¿Don Felipe, qué hay? ¿Qué se le ocurre?». Estaban tan cerca de mí, que pude oír la respuesta. Con voz más quebrantada de lo que acostumbraba, respondió mi tío: «Hombre, días pasados me sentí muy bien... Pero hoy no sé como ando. Tengo un cansancio y un hormigueo en los pies... Y a veces, dolores. Creo que estoy perdido de reuma. Las pensiones de la vejez, que empiezan a cobrarse ya». «Eh, qué vejez ni que rabo de gaita, ¡si es usted un muchacho! -protestó el periodista-. Cuidarse y no criar bilis, que ya fastidiaremos a los de La Aurora y a la gente que nos impone el Santo. Si le da la gana de mandar, que mande en Compostela, donde posee su distrito y donde ha empleado hasta a los correcanes de la catedral. De aquí hemos de espantarle. Mire usted, don Vicente tendrá todo el talentazo que guste y que la gente le reconoce; pero en sus protecciones toca el violón más que nadie. ¡Cuidado con haber entregado el pueblo a Dochán, a Paredes, a Rivas Moure, a Requenita y a toda esa chusma de La Aurora! Hay días que le entran a uno ganas de hacer una barbaridad. Ayer en el Certamen me cansé de llamarles pillos; y se lo tragaron, porque hoy no chistan». Mi tío moderó el celo del seide, repitiendo: «Calma, calma y mala intención... A don Vicente ya le haremos ver que no le queda más remedio sino venirse a buenas y transigir. Crea usted que a estas horas está harto de Dochán y de los compromisos en que le pone... El asunto de los muebles...». No quise oír más, y dejando al marido y al periodista engolfados en su diálogo, me interné en el salón, atraído por la tití.

Noté que estaba muy acompañada; varias señoras de lo más granado de la población habían ido aproximándose y formando en torno de ella y del señor Añejo ese núcleo superior que inevitablemente se constituye en todo baile o sarao, para desesperación de las que en él no tienen cabida. Un incidente vino a poner de relieve lo que indico.

Cuando las señoras consiguen organizar el susodicho núcleo, desplegan habilidad felina para mantenerlo y evitar la injerencia de elementos extraños o heteróclitos. La media docena de damas que, con mi tití en medio, presidían moralmente el baile, realizando una ingeniosa captación de los divanes, extendiendo las faldas, haciendo que no veían a las que se dirigiesen al mismo punto, habían obtenido el deseado aislamiento. Dos o tres tentativas de inmixtión fueron desconcertadas rápidamente. Pero sobrevino una que demostró la unión, la sorprendente armonía con que se verificaban los movimientos en el pequeño cuerpo de ejército femenil. Y fue que entró por la puerta grande -casi fronteriza al diván- el señor de Aldao, dando la derecha a su esposa, la cual, a decir verdad, venía muy bonita con su traje claro y su cabello rubio empolvado y crespo. La pareja se dirigió como una saeta al diván; y las señoras, con admirable prontitud, se ensancharon, ahuecaron los trajes, y fingiéndose distraídas y abanicándose precipitadamente, imposibilitaron la colocación de la intrusa. Esta, llena de sagacidad, a despecho de su inexperiencia, vio desde lejos la maniobra, y tirando del brazo de su sexagenario marido, le apartó del sitio peligroso. Hubo un momento de curiosa ansiedad en el salón; el lance ocurría durante el descanso, y los hombres habían salido, quedando casi despejado el centro de la sala y permitiendo enterarse de todo. La improvisada señora vaciló; no sabía a qué lado dirigirse; temía otro desaire. Por fin, lo hizo hacia la izquierda, sentándose en la esquina de una banqueta ocupada por algunas señoras, de las menos encopetadas del pueblo; como que entre ellas se contaba la familia de un concejal, almacenista de vinos, y la de un fomentador de San Andrés. El marido de Candidiña, después de acomodarla, hubo de hacer lo que todos, retirarse, dejándola en la embarazosa situación de una mujer sola, blanco de ojeadas poco benévolas, y a quien nadie dirige la palabra. Miró alrededor con cierta angustia, y su rosada faz de angelote se puso repentinamente seria. Para aparecer menos cohibida, hizo gestos, se arregló los encajes del escote, se pasó la mano por el pelo, puso bien la cola, abanicose, y olió la flor que llevaba en el hombro, casi rozando con la mejilla. Su espíritu imploraba un salvador... y el salvador no tardó en aparecerse, en figura de Castro Mera, que de frac, obsequioso y meloso, con el requiebro en los labios y la insolencia en las pupilas, cruzó el salón y se acercó a la señora de Aldao, mostrando más desenfado del preciso. La conversación entre Candidiña y el diputado provincial pasó a animado cuchicheo, y las señoras sentadas al lado de la de don Román empezaron a secretear entre sí, no sin algún severo fruncimiento de cejas y algún movimiento de cabeza que desaprobaba enérgicamente.

Yo contemplaba a mi tití desde lejos, y pude notar que no perdía detalle de esta escena. Dos o tres veces advertí en su rostro señales de contrariedad y desazón reprimida, y esos movimientos nerviosos mal disimulados que se escapaban a la mujer cuando las conveniencias sociales la obligan a permanecer en un punto y su deseo la lleva a otro. No pudiendo contenerse más, hizo a don Apolo una graciosa indicación con la cabeza y la mano, y el cantor de Guadalete se inclinó, ofreciendo el brazo con apresuramiento y deferencia. Cruzaron el salón, y, a mi parecer, tití lo verificaba con la dignidad de una reina, con la ligereza de un hada y con la divina sonrisa de una virgen. Y sin dejar de sonreír, entre la expectación general, acercose a su madrastra, le tendió la mano, y mientras Cándida balbucía, temblando de emoción y de sorpresa: «Muchas gracias... Carmiña...» la honesta y sublime mujer se inclinó, posó los labios en la frente de la chicuela, y empujándola familiarmente por los hombros, la enganchó casi del brazo de Añejo, a la vez que ella tomaba el de Castro Mera, diciendo con dulce autoridad: «¡Me toca a mí!». Cuando atravesaron el recinto para ir a instalarse en el diván, se oiría el volar una mosca. En cambio, medio minuto después las acaloradas conversaciones sotto voce remedaban el zumbido de una colmena.

«Hizo mal. -No, pues a mí me parece que muy bien. -Es una escena, de todos modos. -¿Usted lo haría? -Yo no; yo pienso de otra manera; soy muy poco democrática; esa fregatriz no es para alternar con las señoras desde sus principios. -Pero, en fin, es la mujer de su padre, y consentir que lo ponga en berlina... -¿Usted cree que al cabo no lo pondrá? -Es un golpe de efecto. -No, un rasgo de humildad y de modestia. Es muy buena Carmiña: mire usted que la conozco desde que nació. -Yo también, señora. -¿Y el marido? -¡Ay! ¡Unceta! Ese es más atravesado que Caín; va a armar la de pópulo, porque desde que se casó el suegro no quiere tratarle. -¡Jesús! ¡A ver qué cara pone cuando vuelva del salón de descanso!... -Mire usted con gafe expansión le habla la hijastra a la madrastra...». -Etcétera, etcétera.

Mi tía, en efecto, dirigía la palabra cariñosamente a Cándida, le hacía los honores y la presentaba a las demás señoras del grupo, quienes, comprendiendo la buena obra, se asociaban a ella por medio de sonrisas, atenciones y celo. De común acuerdo manifestaron a Castro Mera cierta frialdad, y el tenorio provinciano cesó de revolotear alrededor del grupo. Entonces me acerqué yo. El señor de Aldao, asomándose a la puerta del salón, buscaba con la vista a su mujer, y esta, radiante de orgullo, le hizo una seña, a que el viejo obedeció con cuanta agilidad permitían sus años, acercándose al diván. Si mi tití no se encontrase sobradamente recompensada de su acción generosa por la satisfacción de su conciencia, le daría mejor premio la alegría pueril que iluminó el rostro del viejo al encontrar a su mujer sentada allí, en medio de la crema de la sociedad. Entre la hija y el padre se entabló un diálogo en que nada significaban las palabras, y todo la expresión. Sobre la faz de Carmiña, coloreada por la excitación del suceso, creí ver escrita en caracteres de luz esta divisa: «Honrar padre y madre».

El reverso de la medalla fue la entrada de mi tío. No puedo expresar la transformación de su rostro judaico cuando, al regresar al salón, se dio cuenta de la gran novedad. Primero mostró no querer acercarse al diván; después cambió de propósito, y fue aproximándose lentamente. Ya al lado de su mujer, y haciendo que no veía a don Román ni a Cándida, ordenó: «Vámonos, que es tarde».

Carmiña no se arredró. Obediente hasta el fanatismo en tantas ocasiones, en alguna era insubordinada hasta la heroicidad. Púsose en pie, sin apresurarse nada; se despidió de su padre, de don Apolo, de las señoras; y por último, echando a Cándida los brazos al cuello, le dijo no sé qué al oído. El efecto del secreteo fue tal, que la muchacha exclamó con decisión: «Si te vas tú, yo también quiero irme: Román, marchémonos en seguida». Y, en efecto, las dos señoras tomaron a un tiempo sus abrigos, y sólo en la calle se separaron, dirigiéndose a sus respectivas casas.

El que tenga la paciencia de leerme puede juzgar de la marejada que en el baile se produjo. Donde bramó más tempestuosa fue en el bando de Dochán. Formose un círculo, en que un redactor de La Aurora, Requenita, comentaba durísimamente la acción de sacar a la señora de Unceta del baile, escurriéndose desde ese terreno al de las apreciaciones sobre la conducta política y privada de mi tío. Por allí cerca andaba el director de El Teucrense, que replicó de manera insultante y personal, diciendo que al menos el mobiliario de mi tío no era adquirido por ninguna corporación, y disparando luego contra el mismo Requenita, con alusiones a los fondos de cierta suscripción, que habían dado fondo en el bolsillo del redactor de La Aurora. La disputa paró en una especie de reto. «Ahí fuera me lo dirá usted, si quiere», contestó Requenita a la provocación más directa de su adversario. Intervinimos, los calmamos, y al parecer se sosegó la batalla.

A eso de las cinco de la madrugada, que es tanto como decir que el sol alumbraba ya, salíamos juntos del Casino el director de El Teucrense y yo. Habíamos cenado, y aturdidos por el sueño y unas copas de detestable seudo Champaña, mirábamos con sorpresa la claridad del día, cuando al poner el pie en la calle se arrojaron sobre nosotros cuatro o cinco individuos, vociferando interjecciones. Eran los de la turbia Aurora periodística. Venían armados de garrotes, y el primer lampreazo cayó, sonoro y magnífico, sobre las espaldas del director de El Teucrense, que retrocedió, pálido de susto, gritando: «¡Indecentes... canallas!». El siguiente fue para mí, y me alcanzó en el sombrero, que por fortuna resguardó mi cabeza. Pero segundaron, y sentí el golpe en la mano, tan doloroso, que encendió mi furia, y en vez de pedir auxilio, me arrojé sobre el que acababa de herirme, lo desarmé, y con su propio bastón le perseguí, sin conseguir atizarle, porque apeló a la fuga. A todo esto ya se habían reunido varios rezagados del baile, con esa prontitud que tienen las gentes para enterarse de los acontecimientos y acudir a su teatro. Levantaron del suelo al de El Teucrense, que se quejaba de puntapiés y pisotones, amén de los bastonazos; y a mí también quisieron acudirme con remedios farmacéuticos y caseros, éter, agua, vinagre. Mi juvenil orgullo se rebeló. Protesté: «Si no tengo nada. Total, un palo en la mano. ¿Ven ustedes? No hay hueso roto. La manejo bien». La agresión había sido tan imprevista, que yo no sabía el nombre de mi apaleador. «Se llama Rivas Moure. Es uno que por influencias de Dochán desempeña interinamente una cátedra del Instituto». Sin querer, y como si masticase alguna cosa pesada e indigesta, al retirarme a mi casa iba murmurando: «Rivas Moure, Rivas Moure». La mano me escocía. Por fortuna era la izquierda.