La prueba
de Emilia Pardo Bazán
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Mi posición en casa de mis tíos fue desde aquel día extremadamente embarazosa. No veía el modo de salir de allí, y lo deseaba muy de veras, porque además de la actitud de mi tío, se me había grabado en lo más vivo la afirmación del moro: que era depresivo sostenerse a expensas del marido de Carmen. Ya se me hacía totalmente insufrible la estéril y dolorosa convivencia, que me obligaba a adivinar y casi a presenciar las intimidades conyugales y atentaba al carácter romántico de mi amor.

¿De qué me servía vivir bajo el mismo techo? Desde la entrevista con el fraile se había producido un cambio en la tití. Me evitaba cuidadosamente, me dirigía las palabras indispensables, y luego se desviaba de mí como si yo estuviese apestado. Su aparente desvío no me desesperaba del todo, porque comprendía la causa, y adivinaba la batalla secreta de aquel espíritu superior; no obstante, mi situación implicaba tal tirantez, tantos rozamientos penosos, tamaña dosis de pachorra en momentos dados, que no había resistencia que alcanzase, ni yo podía responder de que a lo mejor no saltara el resorte.

Por ahora, la victoria del fraile era puramente material. De la moral podía gloriarme yo. ¡Y dijese lo que dijese el moro... cuán débiles mis armas y pertrechos! El Padre, apoyándose en creencias y principios arraigados en el alma de aquella mujer; teniendo por cómplices a la ley y a la sociedad; con el cielo en una mano y el infierno en la otra, para premiar la virtud o castigar el delito... y yo, sin más que el dinamismo del sentimiento; ¡yo, que representaba para Carmen la infracción del deber, la mancha del honor, el atropello de las convicciones, la vergüenza, el crimen y la pérdida del alma! No militaba en mi favor sino la fuerza que en los minerales se conoce por afinidad, y por amor en los seres orgánico-racionales: fuerza que en todos existe latente y sólo aguarda favorable ocasión para revelar su poder. Y así, inerme, o, mejor dicho, armado únicamente con las armas naturales, sabía que en mí recaería el triunfo; que todos los imperativos categóricos de la razón, todos los preceptos y mandamientos de la religión, todos los sermones del Padre, no bastarían para que aquella mujer no aborreciese a su marido y me quisiese a mí muy de adentro... ¡Este era el lauro!

Lauro noblemente ganado si yo salía de casa de mi tío. Era deshonroso residir allí.

Irme pronto... ¿Y de qué manera? Ese problemita sí que no lo resuelve fácilmente una persona colocada en mis circunstancias. Había que decirle a mi tío: «Me voy de su casa de usted». A mi madre: «No quiero estar más con mis tíos. Dispóngase a pagar un dineral de posada, o lo que para sus medios equivale a un dineral». Y al mundo, al microcosmos de nuestro círculo: «Salgo de aquí. Piensen lo que gusten, yo salgo. Bien comprenderán que hay gato encerrado, cuando me voy así, quince o veinte días antes de los exámenes».

Determinado a romper por todo antes que dejarme estar, fui, no obstante, dando largas, trazando el modo de cumplir la palabra al fraile. No me atrevía a volver a San Carlos mientras no pusiese por obra mi resolución. Mi tía, en cambio, visitaba al Padre diariamente, y por ella y por el doctorcillo Saúco sabía yo noticias del estado del enfermo, que, a decir verdad, era lastimoso. Habían hecho con el pobre Aben Jusuf verdaderas diabluras: suponiendo que tenía la enfermedad en el hueso de la pierna, ya le cloroformizaron dos veces para abrirle calicatas en la tibia por medio de barrenos y berbiquíes. «Nada -exclamaba el doctorillo-: que con toda su ciencia (digámoslo muy bajo), Sánchez del Arroyo y el marqués de la Salud le yerran la cura. Han trabajado en él como los carpinteros en la madera. Te digo que me lo han destrozado al infeliz; él creyó dos o tres veces que era la de vámonos, y pidió los sacramentos y se dispuso en regla... Es mozo terne y bragado. No tenía miedo ninguno, por más que confesaba que no le hacía pizca de chiste el morir. ¡Qué lástima de hombre! Pues que aquí te corto, y allí te sajo, y acullá te pincho...; y luego salimos con que no había tal caries del hueso, sino una inflamación del periostio...».

-A mí háblame en castellano claro. Nada de palabrotas.

-Chico, periostio es la membrana que rodea...

-Bueno: ¿qué se deduce de esa membrana? ¿Que el fraile escapa o se las lía?

-No sabemos. Muy comprometido se encuentra, y mucho tiempo andará con muletas, si llega a contarlo. Siempre le quedará un portillo. Lo que te juro es que yo no he visto hombre de más amistades ni que inspire mayores simpatías. Todos le queremos bien, lo mismo internos que profesores; lo mismo las hermanas que los mozos del anfiteatro. Nos tiene seducidos por lo campechano y lo animoso. Diariamente vienen a visitarle muchas señoras. Nos da lástima. Es un tío que ha cumplido bien con las obligaciones de su profesión, haciendo una vida y llevando un régimen muy contrarios a su temperamento... Lo que le sucede es lógico; no debe quejarse; así es que no se queja; dice y repite que está conforme con cuanto disponga Dios. Lo repito: mimado de señoras, como nadie. Una de las más asiduas es tu tía.

Ocurrióseme, al decirme esto el doctorcillo, que para hablar un momento a solas con la tití, lo mejor era esperarla a la entrada o a la salida del hospital. Así lo hice. Le tuve la parada, y al verla bajarse del tranvía de Atocha, acerqueme a ella con rapidez. Sorprendiose al verme, y al través del velo de blonda pude notar el vivo color que se extendió por su rostro.

-Hola... ¿Tú por aquí, Salustio? -me preguntó disimulando-. ¿Vienes a ver al Padre? Sube, que entraremos juntos.

-No vengo a ver al Padre, sino a ti -contesté resueltamente-. Como en casa te me escurres de entre los dedos, tengo que arreglármelas para encontrarte en otros sitios. ¿Quieres hacerme el favor de apartarte de la puerta y oírme? Cuestión de un minuto.

Dudó, y por fin se avino a aproximarse a la esquina de la calle del Fúcar.

-Quiero decirte -pronuncié tratando de hablar con aplomo y no sabiendo reprimir la agitación- que me voy de tu casa. Me voy sin aguardar a que pasen los exámenes. Pretexto, yo lo buscaré; pierde cuidado. Pero no quiero estar más allí.

-Tú... Pues haces bien... Ya me lo esperaba.

-¿Hago bien, verdad?

-Sí... Yo creo que sí.

-Eso quería saber... Nada más. Ahora... vuélvete a San Carlos. Si pasa alguno y nos ve aquí... Vuélvete. No: antes escucha otra palabrita. Me voy de tu casa, pero no me aparto de ti. Contigo estoy siempre, a todas horas. ¿Me has entendido?

Por detrás del enrejado de blonda la vi parpadear, demudarse, querer contestar algo y no poder... Me parecía que el golpear de su corazón hería a intervalos la estirada seda de su corpiño, y que en sus labios palpitaba una frase pretendiendo salir... Mas, en vez de hablar, alargome la mano, que cogí y deshice entre las mías. ¡Ay, Dios! no sabía soltarla... La evidencia de ser querido era para mí tan contundente y tan deliciosa, que me sentía del todo enajenado, en esa situación psíquica en que somos capaces de un desatino, y conociendo bien que es desatino, conocemos igualmente que no podríamos salvarnos de cometerlo. Estábamos los dos así, aturdidos, ella sin desprender su mano, yo sin aflojarla... Pasó un chiquillo silbando y arrastrando un carrito de madera; el estrépito del tranvía hizo retemblar el suelo... y nos encontramos desasidos, ella caminando hacia el hospital, yo inmóvil en la misma esquina.

Aquel día, al regresar a casa, planteé la cuestión de cambio de alojamiento. El pretexto se me había ocurrido al quedarme plantado en la bocacalle como un guardacantón. Aseguré a mi tío que para salir airoso de los exámenes, precisaba repasar con mis condiscípulos. Él me miró, calando con sus duras pupilas hasta el fondo de mi pensamiento. «Tú verás lo que traces -respondiome-. No te digo ni sí ni no. Las fondas cuestan. No sé cómo lo tomará tu madre». Y al mismo tiempo su expresión, más repulsiva cada vez, parecía añadir: «Vete enhorabuena. Tu presencia es ya una rémora para mí. Hice mal en traerte conmigo; me comprometes y me estorbas. Cuantos menos bultos, más claridad».

Me fui sin demora. Escribí a mi madre que me convenía repasar... etcétera... y me instalé en casa de doña Desusa. La compañía de Portal me hizo bien, y por vez primera, después de bastantes meses, pensé en una cosa muy sencilla, muy insignificante, muy tonta... ¡En que sería conveniente aprobar el curso!

¡Realidad brutal y opresora! Cuando más queremos construir libremente el edificio de la vida soñada, acudes tú y nos pegas un empellón, recordándonos que hay en nuestro existir parte de mecanismo, de engranaje fatal, del que sólo nos evadimos por medio de la poesía, la locura o la muerte. ¡Insufrible serie de ruedecitas dentadas, que van mordiéndose y comunicándose el movimiento esclavizado de nuestra fantasía y de nuestra sangre impetuosa, las cuales reclaman imprevistos, aventura, romance, drama!

Todo lo anterior significa que yo no estaba demasiado dispuesto a sufrir el examen. ¡Ay de mí! La atmósfera, cálida ya, de aquellos días de junio olía terriblemente a calabazas. Estábamos los de la Escuela que no nos llegaba la camisa al cuerpo; y sobre todo los que, como yo, se habían permitido divagaciones y extraordinarios, lujo vedado al alumno de ingenieros. Recordaba con horripilación que tenía en mi hoja faltas de asistencia no justificadas, con otras de puntualidad que si no llegaban al corto número reglamentario suficiente para fundar la pérdida del curso, eran bastantes para calificarme de alumno descuidado y para despertar en el tribunal una prevención que había de traducirse por mayor rigor en las preguntas. Así como el acróbata que ha descansado mucho tiempo conoce la falta de flexibilidad en sus articulaciones y teme desgraciarse en la primer plancha, yo, oxidado por mi larga residencia en el país imaginario, me estremecía pensando en el instante crítico del llamamiento.

Con ardor de última hora me enfrasqué en los libros. Ciertas asignaturas no me entraban, no tanto por su dificultad, sino porque antes de meterles el diente había que sacudir la capa de polvo gris del aburrimiento y del fastidio. No se necesita gran esfuerzo intelectual para comprender pasajes como el siguiente, del Tratado de las construcciones en el mar: «Poëy llama la atención sobre una nube de forma especial (globo cirro y globo cúmulo), figurando bolsas o vejigas, indicio seguro de tempestad inminente, que los meteorologistas ingleses denominan Pocky cloud o nube postulada...». Tampoco se requiere ser ningún Newton para hacerse cargo de que «los fracto cúmulos son las nubes más bajas, según Poëy, irregulares y desgarradas en sus bordes, que, moviéndose con gran velocidad, atraviesan rápidamente la región cenital; en lo cual difieren de los cúmulos, que parecen estar inmóviles en el horizonte, por más que según algunos esta inmovilidad sea sólo aparente». ¡Pero apréndase usted el relato de memoria, sin omitir sílaba, y poniendo mucho cuidado en no trabucar los fracto cúmulos y los cúmulos! ¡Atráquese usted en dos o tres semanas, de puertos y señales marítimas, de caminos de hierro, de economía política, de derecho administrativo, de legislación de obras públicas, cuando en el espíritu no hay sino conflagración y tormenta y en la cabeza las vegetaciones rojas y doradas del jardín de la fantasía!

¿Recuerdan ustedes aquella especie de símbolo con que yo solía expresar mi estado moral y psicológico, suponiendo que mi cerebro era un campo de batalla donde lidiaban incesantemente las rectas y las curvas, encarnando las rectas la vida real, el buen sentido y los severos estudios, y las curvas la imaginación y la pasión? Pues en el último período de mis trabajos, cuando convenía apretar las clavijas y echarme en brazos de las rectas, las curvas habían vencido, y un imposible, una novela, un extravío, un fantasma, me sacaban de quicio, entregándome al desorden y a la irregularidad, y retrasando una vez más el término de mi carrera -la emancipación.

Quise recobrar en breve plazo el tiempo malamente perdido. El salir mis tíos a su excursión veraniega me devolvió un poco de serenidad para consagrarme a los libros. En ellos me sepulté, pasándome las noches en claro a fuerza de tazas de ese brebaje que conocemos por café de exámenes, y que hacemos echando un puñado de café a hervir en un puchero hasta que suelta todo el jugo, y bebiéndonos después a pasto la amarga infusión. Fue aquello una desesperada gimnasia mental, una carrera loca para recuperar lo que no se asimila en días, ni en meses. A veces sentía vértigos; parecíame que mi masa encefálica se volvía caldo y que mi sangre se carbonizaba, por falta de sueño, de paseo y de reposo. Me acostaba cuando ya cantaban los pajaritos; dormía cuatro horas escasas, y el cuerpo no me pedía alimento; en ciertos momentos del día tuve hasta fiebre.

Como suele suceder en casos tales, hociqué en lo más fácil precisamente: en el condenado derecho administrativo. Respondí con lucimiento a dos preguntas, y al formularme la tercera, que carecía completamente de importancia, advertí como un agujero en mi cabeza, un espacio vacío donde no se dibujaba ni la nebulosa de una idea referente a aquella parte del interrogatorio. Lo dije con absoluta sinceridad: «No me acuerdo».

Y al regresar a casa, con el suspenso sobre el espíritu, por cuánto no empieza a delinearse sobre el fondo de la memoria la necesaria respuesta... Como placa fonográfica que en momentos dados repite los sonidos un tiempo depositados en ella, mi memoria devolvía automáticamente -cuando no se necesitaba ya- la definición y las palabras mismas del libro... De tal modo me irritó aquella inútil y tardía facultad, que me di un puñetazo en la frente. Si pudiese emprenderla a cachetes con la memoria... la emprendo, de fijo.