La prueba
de Emilia Pardo Bazán
- IX -

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Hay coincidencias. Quien lo niegue desconoce el juego variadísimo y complicado de la vida sentimental; quien lo niegue vegeta, o, mejor dicho, deja cristalizarse con regularidad, por el proceso mineralógico, los casos que en su existencia puedan presentarse.

Al otro día de la fecha, memorable para mí, de la que en novelesco estilo se llamaría la escena del diván, entró mi tío a la hora del almuerzo, teniendo en las manos una carta: y al desplegarla, dijo con tono del que da una rara noticia:

-¿No sabes quién está en Madrid, aquí mismo?

Carmiña, levantando los ojos que tenía clavados en el mantel, preguntó con la indiferencia del que espera pocas contingencias felices:

-¿Quién?

-El Padre Moreno.

¡Que si le hizo eco la nueva! Una impresión fulminante. Saltó en la silla y exclamó con voz entrecortada de júbilo:

-¿Que está... aquí? ¿Desde cuándo? ¿Y por qué no vino a vernos ya?

-Pues está hace dos días...; pero toma, entérate de la carta, y verás en qué consiste que no haya venido.

Tití se apoderó del papel, con esa trepidación de la mano y esa rapidez de movimiento que delatan la sacudida eléctrica del espíritu. Leyó para sí prontamente, interrumpiendo la lectora con frecuentes exclamaciones. «¡Ay, Jesús! ¡Y yo que no sabía nada! ¡Pues el Padre no me había escrito ni esto! ¡Ave María Purísima! ¡Qué decidido! ¡Ay, pobre!... Cojo el velo y allí me voy. ¿Vienes, Felipe?

-Ve tú ahora -dijo el marido demostrando que no le seducía la excursión-. Yo iré por la tarde, o mañana. No estoy vestido, y tengo que contestar una carta muy larga a Castro Mera.

-¿Pero qué le sucede al Padre? -interrogué con curiosidad-. ¿Puede saberse? Sentiré que sea cosa desagradable o mala.

-Cosa mala sí... ¡Vaya si es mala! -exclamó con su acostumbrada vehemencia mi tía-. Y una cosa que yo se la estaba profetizando siempre. Me lo sacan de Marruecos, un clima tan caliente, y lo meten allá en Compostela a aguantar humedades y fríos. Lo natural; ha cogido una enfermedad que lo ha doblado, y se ha tenido que ir a Andalucía en busca de mejor temperatura. Y apenas llega a Andalucía, ve que el mal es más grave de lo que pensó, y tiene que venirse aquí a que le hagan una operación, probablemente dolorosa. ¿Y sabes dónde se encuentra? En San Carlos. Tiene allí un amigo, el médico Sánchez del Arroyo. Hay que ir a verle sin tardanza. Su carta es alarmante; se conoce que el Padre está aprensivo. Pues él poca aprensión acostumbraba gastar... Era valiente como él solo. Para que se asuste y diga que va a morirse... Allá me voy sin más.

-Almuerza primero -advirtió su marido.

¡Valiente almuerzo! En el comedero de un pájaro cabría. Antes de los postres se levantó, y a poco rato volvió a presentarse vestida de mañana, con aquel sencillo trajecito negro y aquel velo de blonda que yo conocía tan bien. Entró como indecisa, apoyándose en la sombrilla de tafetán tornasol y sacudiendo los guantes, que no se había calzado aún. Miró a su marido y le hizo una seña, llevándosele a un rincón para decirle algo muy reservado. Por discreción me aparté, pero no tanto que no viese el gesto indefinible que acostumbraba a hacer mi tío cuando se veía obligado a gastos que no figuraban en su presupuesto. La tití no tardó, sin embargo, en deslizar en su bolsillo un bullete dado por el esposo.

Por la tarde aproveché las pocas horas que tenía libres, yéndome también a San Carlos. Quiso la casualidad que al doctorcillo Saúco le tocase aquel día hacer guardia, pues era uno de los seis profesores que turnan en la asistencia del hospital. Mi paisano manifestó gran alegría al verme y se empeñó en hacerme cumplidamente los honores de la casa.

-Es precioso que veas las clínicas, y los baños, y el museo, y el paraninfo, con el techo de Padró... Mira, tu fraile no está en ninguna clínica, ya lo supondrás: le hemos dado el cuarto que se reserva para los enfermos de campanillas. Es un fraile muy tratable; ya nos hemos hecho tan amigos en las pocas horas que hace que le conozco. Sube... es por aquí al final de este pasillo, antes de la balconada... ¿Se puede entrar?... Que sí... Pasa, hombre.

Pasé, en efecto, y el fraile, al ver entrar a una visita, se incorporó trabajosamente en la butaca.

A un mismo tiempo veía yo dos figuras, y las dos eran del Padre Moreno; pero ¡cuán diferentes! La primera, la que yo había conocido en el Tejo pocos meses antes: aquel fraile moreno, tostado por el sol de África, de brillantes ojos, cetrina tez, vigorosas proporciones, negro pelo, cuello robusto, voz timbrada y viril, fuertes músculos, viva complexión y ánimo arriesgado y pronto. Y la segunda, la actual, un hombre amarillo como los cirios, consumido, de ojos pálidos, de mejillas hundidas, en que la descuidada barba tendía una triste pincelada azul, negruzca a trechos; de cabello que casi se había vuelto gris y donde ya no se destacaba con energía la tonsura; de manos enflaquecidas, de labios sumidos, de encorvado dorso.

Daba dolor ver así a Aben Jusuf. Creo que si le encuentro en la calle no le conozco: tanto le había envejecido y desemblantado el mal. Él, en cambio, me reconoció a pesar de mis barbas, y con voz que intentaba ser como la de otros tiempos, me saludo:

-¡Hola!... Felices, don Salustio... ¿Conque también usted viene a ver a este pobre fraile?

-¡Vaya! -me apresuré a decir medio abrazándole- y con mucho gusto. Vía sabe usted que se le quiere, Padre Moreno, y que tiene en mí un amigo de verdad. He sentido bastante saber que está usted malo. ¿Cómo se encuentra? ¿Qué es ello?

Con un rezago de su antigua marcialidad, me contestó Aben Jusuf:

-¿Que qué tengo? Hijo, poca cosa... Una pierna que casi no sé si es de mi cuerpo o del ajeno. ¡Una pierna que tal vez sea preciso... rsss! o ¡ssrrr!

Hizo el ademán del que saja con un bisturí y del que sierra con un serrucho. Yo protesté, estremeciéndome como si fuese a sufrir la cruenta operación.

-Vamos, Padre... Valdrá más el ruido que las nueces. En diciendo que le reconocen y que le ponen unas hilas... ya está usted dado de alta.

-Bien, bien; eso se verá... y eso es lo que menos importa. Dios sabe lo que ha de hacer conmigo.

-¿No le decíamos todos -interrumpí regañando- allá en la Ullosa, ¿se acuerda?, que no le convenía el clima de Compostela? Aquella humedad, aquel frío... ¡Para un moro!

-Mire usted, caballero Salustio... lo que más conviene es hacer lo que se debe. Créalo... ¿Me ve usted en este estado, con la pierna así y con esta cara que parece que acaban de desenterrarme? Pues no me hallo descontento, ni cosa que lo valga. En todas partes se pueden coger enfermedades... ¿No le parece lo mismo? En todas. Los males vienen pronto. Paciencia. Diga -añadió haciendo un esfuerzo y señalando hacia la mesilla colocada a su lado-: ¿quiere un buen habano? No tenga reparo en aceptar, que casi puede decirse que fuma usted de lo suyo. El doctor Saúco ya tuvo la amabilidad de aceptar uno, y lo alabó.

Volví la cabeza y vi el cajón abierto, con falta de dos puros no más, con sus ataduritas de los colores nacionales, y comprendí para qué objeto le había pedido cuartos Carmiña a su esposo.

-Padre Moreno -respondí-, yo no le puedo dar cigarros, porque soy un estudiantillo que no se permite esos lujos; pero algo haré por usted. Vendré aquí a menudo; y si necesita que le velen o que le acompañen, me ofrezco a todo.

-Mil gracias. Aquí me atienden perfectamente. Ningún enfermo con familia se puede alabar de mejor asistencia. Sólo el doctor Saúco, que me abandona... Me mata de sed.

-¿No quiere usted admitir favores míos? -exclamé un tanto molestado por el tono en que se expresaba el fraile.

-Al contrario. Los quiero admitir, sí. Y tanto los quiero admitir... que he de pedirle uno muy gordo.

-¿De qué se trata?

-Ya hablaremos, ya hablaremos -respondió él mordiendo la punta del puro y disponiéndose a prenderle fuego.

Saúco, entendiendo a media palabra, se acercó al fraile, y señalando a un frasquito:

-Ahí queda la poción... No se olvide usted de tomarla a cada cuarto de hora...

Nos dejó libres, y entonces el fraile se preparó a hablar, echando una lenta y golosa chupada.

-Y ese favor que quiere pedirme... sepamos... ¿está en mi mano hacerlo?

-Claro que está. De otro modo no se lo pediría.

-Sepamos con qué se come el favor.

-Pues... No crea que mi enfermedad está en la lengua. Hablo más claro que nunca. Lo diré en dos palabras. Con cualquier pretexto... queda a cargo de usted el inventarlo; y sin dilación ninguna... Yo le ruego... que se marche de casa de su tío, a una posada.

Me quedé suspenso, mudo, sin saber qué contestar ni qué cara poner.

-Se lo suplico a usted, caballero -insistió el fraile-. Ya ve usted cómo han puesto sus achaques al Padre Moreno, para que llegue a suplicar estas cosas. Que si yo estuviese en mi estado normal, pudiendo andar con mis piernas y servirme de mis brazos... no le pediría a usted... ¡Caramelo! ¡Qué había de pedir!

Incorporose en la silla, olvidado de su padecimiento, transfigurado, echando chispas. Desde que había empezado el corto diálogo, animárase gradualmente; sus pómulos de cera dejaran transparentar la infusión de la sangre, y me pareció verle restaurado a su prístino ser, arrogante, fiero, intrépido, como en sus tiempos mejores.

-Padre... -murmuré-. Poco a poco... Eso que me indica no es tan fácil de hacer como usted tal vez cree; y me parece a mí que, cuando menos, tengo el derecho de preguntar: ¿por qué se me pide que dé ese paso?

-Pues yo tengo el derecho de no contestarle -respondió el Padre, sosteniendo aún su repentina animación-; pero no quiero hacer uso de él, y respondo sin ambages, categóricamente, con arreglo a mi genio y a mi tipo. Deseo que salga usted de casa de don Felipe, porque no debió entrar en ella nunca; porque si está aquí el hijo de mi padre, no se comete semejante pifia; porque a su tío le cegó el buen deseo... o la idea de ahorrar unos ochavos... cuando discurrió la incongruencia de que usted viviese a mesa y mantel con un matrimonio joven... o nuevo, o como se le antoje llamarle; y porque en todo este arreglo de vida familiar, ha habido poca prudencia y tacto y ninguna sal en la mollera, y, es tiempo de poner coto a semejantes chapucerías.

Dijo esto el Padre con tono cada vez más coercitivo; pero de repente le vi palidecer, llevarse la mano al muslo y derrumbarse en el sillón, exhalando un gemido sordo.

-¡Ay... ay... Moreno, Moreno! -pronunció hablando consigo mismo-: Moreno, ¡qué echadito que estás a perder! Hijo, eres una pura plasta... Salustio, ¿quiere usted pasarme ese vaso de agua o de porquería, que está ahí? ¿La cucharita? Apuremos esta pócima.

Hice lo que me pedía; tomó el remedio, y recostó la cabeza sobre el almohadillado del respaldo. Así que dio señales de reanimarse, anudé la desatada conversación:

-Padre... usted comprende que yo no puedo salir ahora de casa de mis tíos. Llamaría la atención. Los exámenes se acercan; estamos a las puertas de junio...

El Padre me miró con leve expresión burlona.

-No entre usted a examen. Se lo aconseja Silvestre Moreno. Lo que es este año... perdigón, como dicen ustedes.

No dejó de amoscarme aquella ironía y aquel afán de meterse en lo que, a mi entender, ni le iba ni le venía al fraile moro.

-Hablemos con calma, Padre -dije resueltamente-. Usted, con ese ruego o, mejor dicho, esa orden de despejar el terreno que me está dando, parece suponer cosas que... vamos... pueden redundar en ofensa de Carmen.

-De la señora de su tío de usted.

-Bien, de la señora de mi tío... Como usted guste. Hablemos clarito, sin circunloquios ni reservas mentales. A mí no me duelen prendas. Hace un año próximamente que nos hemos conocido... ¿verdad? y aquel mismo día conocí yo también a la señorita de Aldao. A un tiempo supimos usted y yo que ella se casaba sin amor y hasta con repugnancia verdadera; y al saberlo... usted, Padre, aprobó... y yo desaprobé y protesté, y lo dije. ¿Se acuerda de nuestra conversación, la tarde de la boda, en el soto del Tejo, cuando usted rezaba sus horas tan pacífico y yo casi lloraba? ¿Sí o no? ¿Se acuerda?

-Sí señor... me acuerdo... -contestó el fraile-. ¿Y a qué viene recordármelo?

-¿A qué? Yo aseguraba que aún teníamos medio de deshacer la boda; profetizaba que era un desatino, pero gordo... y usted me mandó a paseo... y me dijo que tenía una jumera. ¿Es verdad, o no es verdad?

-Como el Evangelio. Y la tenía usted; sólo que por lo patético y lo fino.

-Bueno: el asunto es que usted no hizo maldito caso de mis presentimientos. Ha pasado un año, y en él ha perdido usted de vista a Carmiña. Vuelve a encontrarla... y como yo se lo pronostiqué: desgraciada, triste, enferma de repulsión... ¡y ahora el Padre no querrá confesar que me sobraba razón por cima de los pelos!

-Lo que oigo -gritó el fraile ya montado en cólera- me da ganas de enviar al rábano la pata mala, y levantarme y hacer con usted una atrocidad. Todo es puro desatino y absurdos sin ningún fundamento: perdone usted si me expreso con tanta claridad... ¿Carmen desgraciada? ¿Y por qué? Va usted a descifrarme ese enigma. ¿En qué la falta su esposo? ¿Qué motivos razonables de disgusto la da? ¿No la quiere, no la acompaña? ¿No la trata bien, según su carácter, que cada cual tenemos el nuestro? ¿Qué plato la ha tirado a la cabeza? ¡Me indignan -y repito que pido a usted excusas si la forma es ruda y poco parlamentaria- las alharacas con que usted me viene!

-Y a mí me indigna su modo de sentir y de pensar de usted, Padre -repliqué no menos airado que el moro-. ¿De modo que en no tirando platos ni solfeando con una tranca, ni trayéndose a casa una pindonga, ya no tiene derecho a quejarse una mujer como Carmen Aldao? ¿Lo cree usted de buena fe? ¿Se atrevería a jurar que no es indispensable en el matrimonio la paridad y la simpatía de las almas, el cariño mutuo, todo lo que allí falta y faltará siempre? ¿Piensa usted que una mujer elevada, sincera, efusiva, amante, puede resignarse a vivir con un hombre sórdido, bajo, inmoral e intrigante, esclavo de la materia? ¿Es así? Según el criterio de usted, en extendiendo los dedos y refunfuñando cuatro palabras en latín, las incompatibilidades más profundas desaparecen, y los espíritus se asimilan y se funden por ensalmo? Una bendición... y acabose todo. ¿Ya no hay más?

-Y para usted -replicó el Padre, dominándose a fuerza de pulso interior y articulando con voz sonora y profunda- el matrimonio es asunto de mero deleite; en no gustándole el cónyuge a la cónyuge, y viceversa... lazo roto. Dios ha de crear para nuestro uso propio y exclusivo un ser exento de faltas, enteramente conforme al patrón que se traza nuestra fantasía; y si resulta que no es aquello... ¡zas! allá van el sacramento y los deberes al traste. El sensualismo...

Esta palabra cruda y teológica me hirió en el alma, y salté protestando.

-Padre, ustedes los sacerdotes que ejercen en el confesionario, y se han abstenido del trato con mujeres, no distinguen de colores, no ven más que un aspecto de las cosas, y a veces calumnian los sentimientos más nobles y más limpios. Calumnia involuntaria, pero calumnia al fin, y calumnia que irrita a los que nos sentimos inocentes. Usted al parecer me atribuye la suposición de que mi tía no es feliz con su marido porque este no la agrada así... materialmente, en sus condiciones físicas. Lo cual es una enormidad, y ¡no se lo perdono a usted!

-¡Naranjas y piñones! -exclamó el fraile ya fuera de sí-. ¿Conque no hay sensualidad del espíritu ni extravíos de la imaginación? Y, además, a mí no me venga usted con flores retóricas. Yo no comulgo con ruedas de molino. Detrás de esos descontentos que usted supone, habría -si no fuesen fantásticos e inventados por usted- lo que hay en el fondo de todas las cosas de la misma índole: el fuego de la concupiscencia y el aguijón del diablo. Por fortuna nada de eso existe más que en la fantasía de usted. Carmen es feliz con su esposo: todo lo feliz que se puede ser por acá, en este valle de... rabietas: su conciencia y su honor están intactos, y si yo quiero que usted se salga de la casa, no es porque vea en su presencia peligro, sino porque puede verlo el mundo, y la fama con un soplo se enturbia. Usted, que me recordaba hace poco nuestra conversación en el soto del Tejo, ¿se acuerda también de lo que tratamos en la Ullosa? Me parece que le dije que no le tendría por hombre honrado si se acercaba de una manera sospechosa a la mujer de su tío.

¿Por qué me escocieron tanto estas palabras del fraile? ¿Es que veía surgir formidable obstáculo, no al logro de mis deseos, pues yo no los fijaba en cosa concreta, sino a mi reciente y deliciosa plenitud de felicidad ideal? No lo sé. Sólo afirmo que sus palabras me encresparon, y que en un arranque de independencia y rebeldía, determinado a echarlo todo a rodar, exclamé:

-Pues, Padre, tengo el sentimiento de decirle lo que no le he dicho hasta la fecha. Que es usted para mí una persona respetabilísima, apreciable como pocas, simpática, digna; que estoy convencido de ello y que lo repetiré en todas partes; pero de ahí a que yo le tome por doctor infalible en cuestiones de moral, va tanto como de aquí a Montevideo. Yo puedo ser honrado a carta cabal, aunque no se lo parezca, y si porque me interesa una mujer que es infeliz -infeliz, infeliz, aunque usted lo niegue- pierdo para usted el prestigio de hombre honrado, juro que me importa un bledo. Vamos a llevar la cuestión al terreno más arduo, para que vea que soy franco y que no me duelen prendas más que a usted. Suponga que, efectivamente, estoy enamorado de mi tía Carmen. Pues esto será una desgracia para mí, y acaso un peligro para ella (ya ve que concedo bastante); pero lo que es a mi honradez... ni le quita ni le pone.

Hice de propósito una pausa, a fin de que la frase siguiente cayese como una piedra sobre el cráneo de Aben Jusuf.

-¡Ni a la de ella tampoco!

¿Quién pintará la metamorfosis que al oír esta última herejía se obró en el semblante del fraile moro? Sus ojos vibraron llamas y fuego, rodando en las órbitas, con todo el brío de sus tiempos mejores las facciones, ya tan acentuadas de suyo, se movieron como si las levantase un cataclismo interior, dibujándose en ellas arrugas profundas y fuertes, rígidas, casi metálicas; en el primer momento, no pudiendo hablar, aspiró desesperadamente el aire, según debe de hacer el que se asfixia. Pero aquella violenta impresión no se derramó en palabras, porque el hombre segundo, el que la religión de Cristo había injertado en el salvaje tronco de aquella alma de africano, se sobrepuso y venció; y recobrando, mediante un esfuerzo inaudito, la calma... respondiome en voz algo bronca y demudada aún:

-Pues... señor mío... si está usted tan conforme consigo mismo y no ve en su comportamiento nada digno de censura, no tenemos más que hablar. Usted cree que introducirse en las casas, bajo la protección y el amparo de los parientes próximos a fin de atentar en una forma o en otra a su honor y combinar pian pianino el adulterio y el incesto, no son acciones reprobables ni hay en ellas nada que desdiga de los principios de un cumplido caballero. Yo pienso de diferente manera; pero como usted, por otra parte, no tiene allá unos principios religiosos excesivamente claros, mi voz carece de autoridad sobre usted, y cuanto yo le diga le suena a mojiganga. Cese, pues, toda conversación ociosa, y desde hoy cese usted también de ver y de tratar al Padre Moreno. Porque yo, en cumplimiento de mi obligación, no podría menos de dirigir a usted alguna advertencia que de fijo se le haría impertinente... y no tenemos tampoco la flema en el bolsillo. Deje a este pobre enfermo, y siga su rumbo. Pero tenga entendido lo que voy a añadir: aquí no habrá lucha: porque Carmen, aunque no es santa ni virgen, como usted dice sacrílegamente, es mujer de bien y sabe a lo que está obligada; y si lucha hubiese... entre usted, joven y lleno de recursos y atractivos, y Silvestre Moreno, envejecido ya y probablemente enfermo de lo que ha de llevarle al hoyo... Moreno sería el vencedor. No le digo más.

Yo escuchaba paseando por la habitación de arriba abajo y con las manos metidas en los bolsillos; sintiendo en mi interior, en el estómago y en las entrañas, esa trepidación ardiente que notamos en circunstancias críticas. Mi batalla era secreta, y no por eso menos empeñada y furiosa. Luchaba con mi orgullo, con mi pasión, con mi carne toda, para no volverme y decir al fraile... lo que le dije por fin, en irresistible impulso de mi conciencia y de mi alma.

-Padre... respecto a luchas y victorias, hablaremos; pero tocante a lo otro... para que vea usted... ¡tiene usted razón! Razón que le sobra. No es delicado vivir en esa casa... lo comprendo, lo reconozco: mi misma posición es humillante, particularmente desde hace algún tiempo...; y saldré de ella, mi palabra de honor, pronto, pronto... lo más pronto posible. No dude que saldré...; y adiós, Padre.

Mostré querer marcharme sin tenderle las manos, y él me llamó con cordialidad súbita.

-Venga acá, venga acá... Usted en religión pensará como quiera, pero conserva un fondo de sentimientos delicados que me agrada. Y vamos a ver, ¿qué mal le ha hecho a usted Carmen para que dude de que yo sería el vencedor en la lucha, si tal lucha existiese?

-Padre, de eso no quería tratar; conste que es usted quien me pincha. Supongamos que hay lucha... si no... ¿a qué viene esta discusión? Hay lucha... pues usted vencerá... ¡estoy cierto de que sí!, en lo exterior, en el terreno positivo... ¿me explico? ¿me entiende?

-¡Demasiado! -contestó gravemente el fraile.

-¡Y lo mejor de todo... es que yo, en ese particular, no deseo -tan cierto como que quiero a mi madre- que salga usted derrotado!

-Adelante -articuló Aben Jusuf ceñudo y pensativo.

-Mi victoria es de otro género... ¡Mi reino no es de este mundo! -pronuncié con ligera ironía, que el Padre debió de encontrar pesada-. Hay una esfera en la cual siempre saldré triunfante... y esa me basta... ¡Y usted ahí sí que no llega! Ese es el imperio de la libertad. ¡En el quinto piso del alma, Padrecito... ni usted... ni nadie!...

El moro callaba. Alzó sus ojos al techo de la enfermería, y las movibles facciones de su rostro adquirieron una expresión, casi desconocida para mí, de exaltado misticismo. Sonrió luminosamente, y me dijo con mezcla de unción y desdén:

-En todos los pisos entra Jesucristo cuando se le antoja.

Al salir pregunté al doctorcillo Saúco qué padecía el fraile. Mi paisano movió la cabeza.

-¿Qué ha de tener? Era un hombre como una loma... Tenía cuerda para cien años; pero hizo una vida impropia de naturalezas tan robustas. Máquinas de esa potencia, están mejor andando que paradas. Él, si no se ha parado del todo, ha clavado, cuando menos, ruedas muy importantes... y ahí tienes las resultas. Lo que padece es serio. Regularmente se impondrá la operación.