La prueba: 03
- III -
Escribí a mamá una carta de estudiante legítima, que partía los corazones a fuerza de exagerar mi situación y el estado de mi guardarropa. «La capa imposible. He preguntado a un sastruco de mala muerte lo que costaría su arreglo, y dice que veinticinco pesetas poniéndole buenos embozos, y veinte si se los pone inferiores. Como la pobre está tan tronitis, creo que son de esta última clase los que se le deben echar. Otro capítulo. Mi sombrero, más indecente todavía que la capa; por donde tiene pelo, que no es por todas partes ni mucho menos, lo tiene verde, casi color de esmeralda, y por donde no lo tiene, está cubierto de un barniz tornasolado de grasa, o de goma, o no sé de qué, que revuelve el estómago mirarlo. Item. Mis pantalones mejores amenazan romperse. Los peores ya se rompieron, y además todos ellos me sirven para los brazos mejor que para las piernas. Por hoy basta de calamidades, pero conste que necesito ropa sin remedio».
Toda madre atiende a estas demandas si le queda un solo céntimo disponible. Mamá me giró dinero para vestirme, aunque al mismo tiempo me encargaba la mayor parsimonia, quejándose amargamente, por variar, de mi tío. Es cierto que el residir yo en su casa le ahorraba a ella parte de gastos de hospedaje; pero en cambio los de médico, que no habían sido flojos, los de botica, y todos los demás, de cualquier género que fuesen, recaían sobre la pobre señora, agobiándola, precisamente aquel año, cuando las rentas bajaran la mitad con la emigración y la baratura de los trigos de fuera.
Entre estas lástimas del orden económico andaban mezcladas otras que pertenecían a la esfera del sentimiento. Mi madre lamentaba que le hubiesen ocultado la gravedad de mi mal, porque, eso sí, para venir a verme en momentos tales, no le faltaría a ella dinero nunca. Añadía -con aquella graciosa manera suya de confundir y barajar las cosas más incoherentes- calurosas protestas contra el doctorcillo Saúco, un chico de nuestro país, «tan gallego como nosotros», que al año de estar en Madrid buscándose la vida, ya se creía con derecho a cobrar duro por visita, lo cual era todo un escándalo. «El médico de Cebre, que lleva tanto tiempo de práctica, me asiste por seis ferrados de trigo anuales». ¡Cuarenta y pico de duros en médico! Este dato lo tenía mi madre clavado en el corazón, y, en su concepto, el hecho de ser gallego el doctor Saúco hacía más escandalosa la exorbitancia de sus honorarios. Las cuentas de botica que le había enviado mi tío, la horrorizaban también. Aquellos medicamentos debían de estar amasados con oro, a la fuerza. En fin, el asunto es que yo hubiese salido adelante, y estuviese ya bueno y guapo y con barba corrida...
Para mí, el asunto es que ya tenía ropa aceptable, y con ella podía presentarme ante la gente, de un modo adecuado a los ensanches y prolongaciones de mi cuerpo y a la eflorescencia de mi barba. En cuanto me puse de nuevo de pies a cabeza, estrenando un traje de entretiempo, barato, pero de agradable color y mediano corte, pareciome que recobraba la verdadera salud. Hasta entonces no había cesado mi dolencia; aún pesaba sobre mí, en forma de vestimenta menguada y pobre. Al salir a la calle llevaba, retozándome dentro, un regocijo bullicioso y pueril, más propio de algún chicuelo que de hombre hecho y derecho y barbado. ¡Tanto influye en nuestro espíritu la cáscara del ropaje, indispensable requisito o pasaporte que nos exige la sociedad!
Disipado aquel sentimiento de vaga nostalgia que noté en los primeros instantes de mi convalecencia, entrome una especie de hervor de vitalidad, de ansia de movimiento, que se tradujo en hacer visitas a todos mis conocidos, adquirir relaciones nuevas, salir, hablar... todo menos la necesaria y desesperante empolladura. Los libros me inspiraban tedio, un tedio que quería ocultarme a mí mismo, por vergüenza, pero que era real y efectivo; mi cabeza estaba como oxidada, y los goznes de mi entendimiento y de mi memoria se resistían a funcionar. La primera vez que comprobé este fenómeno, me causó una especie de terror. «¡No puedo, no puedo! ¡Ay, Dios mío, qué va a ser de mí este año!». Dos o tres veces realicé el esfuerzo penoso que consiste en poner en tensión la voluntad para obligar a la inteligencia a concentrarse y funcionar metódicamente, sin irse por esos cerros o entregarse a una inercia dormilona. La pícara no quería obedecer. Y, en cambio, el cuerpo, antojadizo y rebosando lozanía, resistíase a la sujeción y a la encerrona. Mi deseo mayor era flanear, callejear, tomar el sol, detenerme aquí y allí sin objeto, pasear solamente por el gusto de sentir que mis músculos y mis tendones poseían elasticidad y vigor propios de gimnasta. Como suele suceder en los años en que la corriente vital asciende aún, yo, después de mi enfermedad, encontrábame más animoso, firme y entero que antes, y la subida de la savia primaveral, combinada con la impetuosa salud, me espoleaba causándome una ebullición interna, volcánica, semidolorosa.
Mi primer visita fue a la calle del Clavel, a la casa de huéspedes de doña Jesusa. La encontré como siempre, ordenada, pacífica, limpia en lo que cabe, con su jilguero cantarín en el mismo rincón del pasillo; y a sus inquilinos, bien poco mudados en lo moral, siguiendo cada uno la pendiente de su carácter. A Trinito me lo hallé tumbado a la bartola, y al pobre de Dolfos, estudiando con furia. El cubano, en aquellos últimos tiempos de la carrera, no necesitaba más que dar un repaso; su memorión le sacaba de apuros. En cambio Dolfos, cuyas facultades de comprensión y asimilación disminuían con la progresiva debilidad del cuerpo y la anemia cerebral, se pasaba el día, y acaso la noche, encorvado sobre el libro mortífero. ¡Cómo estaba el infeliz aquel! Cuando se levantó para abrazarme, tuve ese movimiento involuntario de retroceso que realizamos ante la muerte pintada en un rostro. El asiduo era un espectro. En su faz térrea, ni aún brillaban sus ojos atónitos y apagados. Lo que se le veía mucho, por lo descarnado de sus mejillas, eran los dientes amarillentos en las encías pálidas y flácidas. Sus orejas se despegaban del cráneo de un modo aterrador, como si fuesen a caerse al suelo. Sentí su mano viscosa entre las mías, y noté en ella juntos el ardor de la calentura y el sudor de la agonía próxima. Su aliento era ya la descomposición de un estómago que no tiene jugos digestivos, ni energía para ejecutar esa benéfica contracción, la masticación interna, a que debemos el equilibrio funcional. Le dije las tonterías y vulgaridades de cajón. «Chico, cuidarse... Me parece que empollas demasiado... No conviene exagerar... El número uno ante todo... Prudencia, prudencia. ¿Por qué no sales y tomas aires de campos ¡Te encuentro algo flacucho!...». Y el maniático, con una sonrisa casi suplicante, que pedía excusas, respondiome: «Ya ves, ahora, para lo que falta... Pocas son las malas falos, como dices tú; hasta junio solamente... En examinándome y saliendo con bien... ¡plam! a casa, junto a la viejuca... Va a chochear de contento... va a ponerse a bailar, aunque no puede menearse de su butaquita. ¡Y yo!» -Interrupción, a cada palabra por una tos que parecía salir de una olla rota-. «Yo... mira, yo... para ser franco... contentísimo también. Porque chico, la aciertas... es demasiada sujeción, y lo que es este verano... te aseguro que he de correr liebres y que he de beber mosto. No; si ya hasta se me ocurre que este género de vida... me perjudicará... a la salud. La comida no me aprovecha y tengo una poquita... ¡ay!... nada más que una poquita... de expectoración. Pero no vale la pena; conozco el remedio. En llegando a Zamora...».
-Pues mira -insté-, lo que conviene... hacerlo pronto. Esas cosas que atañen a la salud, en tiempo... porque si no... ¿quién sabe a lo que te expones? Ea, hoy sales a dar una vuelta conmigo...
El asiduo se alarmó como si le propusiese cometer algún crimen.
-¿Una vuelta? Estás loco. ¡Tú no te fijas en lo que tengo que hacer! Esos condenados puertos y señales marítimas y esa... indecente... legislación de obras públicas... ¡ya ves que no es lo más difícil...! pues no acaban de entrarme. A veces... se me figura que mi cabeza es una espumadera: echo en ella párrafos y más párrafos... Al minuto no queda ni gota. ¡Ay! ¡Si yo pudiese apretar, apretar los sesos! No creas; un día hasta me até un pañuelo por las sienes... Lo que se me ha quitado... ahora... son las jaquecas que padecía al principio. Del mal el menos. Siquiera no tengo que acostarme y quedarme a oscuras. Únicamente... la cuestión del estómago... Pero en yendo este año a unas aguas minerales... ya me dijo Saúco que me pondría como nuevo. Lo que tengo es nervioso, puramente nervioso... Las ganas de acabar.
Dejele con sus consoladoras esperanzas y su obstinación honrada y absurda, para enterarme de cómo andaba el bueno de Trini. ¡Ah! De monises, rematadamente mal: ni un cuarto para hacer bailar a un ciego. Pero en cambio, de gloria... ¡ssss! Trinito, que para todo poseía la misma facilidad desastrosa, se había aprendido la jerga o caló de la crítica gacetillera, fusilando sin escrúpulo frases y hasta conceptos enteritos de escritores conocidos y celebrados; y sin omitir ni las frialdades jocosas que el género impone, ni unas cuantas citas trastrocadas y de cuarta mano, ponía él de oro y azul a los más pintados maestros y compositores del mundo; pues por ahora su especialidad era la crítica musical, aunque alimentaba siniestros propósitos de correrse a la artística, a la dramática, y a la literaria, si a mano viene. Como al ramo de crítica musical se dedican pocos autores, y no deja de hacer bien en un diario, aunque son contados los lectores que se enteran, Trinito había logrado en poco tiempo que «le abriese sus columnas» cierto periódico muy autorizado y popular; y a cada acontecimiento musical que sobrevenía, les endilgaba a los suscritores dos columnas y media, de aquellas que le habían abierto. Cobrar no cobraba por su prosa un céntimo partido por la mitad; pero sus escarceos críticos le valían entrada gratis en teatros y conciertos, relación con cantantes, etcétera; y esperaba él que más adelante, cuando «se diese a conocer», aún le reportarían ventajas mayores. Portal estaba muy gracioso describiendo los artículos de Trini. «El tupé más colosal del siglo. Lo mismo habla de Mozart y de Beethoven, que si desde chiquito los hubiese tratado tú por tú. A Arrigo Boito le adivina las intenciones, y Saint-Saëns que no se descuide ni se caiga, que no habrá perdón para él. Da gusto verle encararse con Ambrosio Thomas preguntándole si cree que por ese camino se va a alguna parte, y tirarse como un gato a los ojos de Wagner cuando incurre en monotonía. Te aseguro que es divino el muchacho. ¿Pues con las cantantes? A la pobre de la Sgarbi me la puso de vuelta y media porque dice que no entró a tiempo en no sé qué cavatina. Estaba con la Sgarbi, por lo del retraso, como si la infeliz mujer le debiese dinero o le hubiese dado calabazas. Tú ya sabes lo patoso, lo manso que es a diario Trinito... Pues escribiendo parece un dragón. Se come a la gente».
También visité la casa de Pepa Urrutia, mi antigua patrona vizcaína, por el interés que me inspiraba siempre el desastrado de Botello. Me llevé chasco. Botello había desaparecido, tragado quizás por la obscura boca de la miseria, o lanzado a desconocidas regiones por la dura mano de la necesidad. La casa de la Pepa rebosaba de alumnos de Arquitectura y Minas, con algunos huéspedes de paso; y el puesto de don Julián, aquel valenciano trápala que en otros tiempos llevaba allí la batuta, ocupábalo (según pude inferir de algunas indiscreciones de los comensales, entre los cuales había uno bastante conocido mío, Mauricio Parra), el señor de Téllez de los Roeles de Porcuna, noble sin dinero, hombre ya entrado en años, de majestuosa presencia, pero más tronado que Botello mismo, si estar más tronado cupiese.
Venía este tal a Madrid a asuntos graves e importantísimos, pues se trataba de nada menos que de un pleito de tenuta sostenido contra la casa más ilustre quizá de nuestra nobleza, a fin de recobrar unos mayorazgos que le detentaban muy contra razón y fuero. Todos los días, en la mesa redonda, refería el buen señor Téllez de los Roeles las causas, orígenes, bases, razones y fundamentos de su derecho inconcuso a los dos mayorazgos de Solera de Hijosa y Mohadín, que sin justicia retenía la casa ducal de Puenteancha; citando el privilegio rodado concedido a su ascendiente el maestre de Alcántara, en virtud del cual su línea, adornada con el don de la masculinidad, era incuestionablemente la llamada a suceder. Vi al señor Téllez cuando me lo presentó sin ceremonia Mauricio Parra, y no pude menos de admirar el evidente corte aristocrático de su figura, que era prolongada, bien barbada como la de los Apóstoles de los Museos, de ancha frente, que coronaban con dignidad mechones grises; la estatura aventajada, finas las manos, y toda la persona revestida de un carácter de autoridad, resignación y tristeza casi mística que imponía consideración y respeto. La misma pobreza de su ropa, raída y esmeradamente cepillada, le hacía simpático: el modo de caerle el abrigo era elegante, y su aspecto nunca delataba incuria, desaseo o sordidez. Yo, mirando al señor Téllez, juzgaba maliciosa y desvergonzados a los muchachos estudiantes que suponían a aquella persona tan decente extralegales influencias sobre Pepa Urrutia. ¿Era capaz de ejercitarlas? ¿No sería más bien que el corazón de la patrona, blando y caritativo de suyo, se había derretido aún más viendo al pariente de los duques de Puenteancha, sucesor en el marquesado de Mohadín de los Infantes y acaso en una grandeza de primera clase, reducido a la mayor estrechez? Lo cierto es que Pepita profesaba al señor de Téllez inexplicable veneración; que todo le parecía poco para su regalo; que se cree fundadamente que no le presentaba la cuenta nunca, y que se interesaba hasta el delirio por el éxito de las pretensiones del marqués de Mohadín... in partibus infidelium.
Hízome gran impresión aquel tipo original, con quien más adelante hube de trabar relaciones que en nada interesan al curso y desarrollo de la presente historia. La del respetable litigante la contaría yo de muy buena gana, si tuviese aptitudes de narrador; pero ella es tan peregrina, que no quedará en el olvido; se impondrá a la atención de los que pasan su vida escudriñando los repliegues del corazón ajeno, acaso para distraer nostalgias del propio.
Cierro la lista de las distracciones que encontré en la convalecencia, y con las cuales creí engañar el tiránico afecto enseñoreado de mi alma, diciendo que penetré en dos círculos sociales muy distintos: en casa de una señora que daba reuniones y en la de un importante personaje político, jefe de partido, escritor y sabio, a quien me presentó Mauricio Parra, que era de sus prosélitos más fervientes.
Yo también comulgaba, y no con menos devoción, en la creencia de Mauricio; yo me contaba entre los devotos de aquel insigne repúblico, a quien llamaré don Alejo Nevada, y le reconocía por jefe cuando mis fiebres amorosas dejaban lugar a las políticas. Creía además, o, mejor dicho, deseaba que el entusiasmo político borrase mis preocupaciones de otra índole, pues me encontraba en un momento de esos en que con sinceridad nos proponemos combatir nuestra locura, aplicando todos los derivativos que dicta la ciencia. Mi entusiasmo por Nevada me infundía esperanzas de que su vista y trato refrigerante serenasen mi cabeza, trayéndome a aquel camino de las líneas rectas en mal hora abandonado, al cual la severa figura del que yo interiormente llamaba mi jefe debía ayudarme a volver.
No pisé su casa sin religiosa emoción de neófito. He notado que cuando nos acercamos a los personajes célebres, de quienes se habla en todas partes y a quienes se juzga con criterio muy distinto y contradictorio, a veces con la más salvaje grosería y la maledicencia más inconsiderada y ponzoñosa; a quienes un día tras otro la caricatura, las sátiras de los periodiquines y los sueltos aviesos y ladradores de la sección política colocan en la picota a pública vergüenza; he notado digo, que citando nos llegamos a estos personajes, parece que el insulto, la inquina, el humo y el polvo mismo de la batalla les han puesto aureola, y lejos de infundirnos irreverencia todo lo que hemos oído y leído, redobla nuestro acatamiento. Yo entré poseído de ese respeto involuntario -que muchos, considerándolo ridículo, encubren bajo una franqueza chabacana y de mal gusto- en la residencia de don Alejo Nevada.
La casa no tenía, sin embargo, nada de imponente, como no fuese su propia austera sencillez y la voluntaria abstención del lujo barato moderno, deslumbrador para los incautos. El edificio era antiguo, desahogado y alto de techos: pasado el recibimiento, descansábamos, en una pieza que adornaba vasta anaquelería abarrotada de libros. Allí esperábamos, y allí se leían periódicos o se discutía a media voz, mientras no llegaba el turno de ser introducido en el despacho contiguo y saludar al grande hombre.
Cuando me tocó la vez, entré aturdido y enajenado, ciego, enredándome en los muebles y tropezando con las sillas. Al dar la mano a Nevada humedecía mi diestra ligero trasudor, y el corazón me latía fuerte. No supe decir más que frases balbucientes y torpes. Tuve conciencia de mi falta de aplomo, y la amabilidad con que Nevada me sentó a su lado y me dirigió preguntas, acabó de aturrullarme. Sin embargo, poco a poco fue normalizándose mi circulación y disipándose la niebla que hasta entonces me oscurecía los rasgos de Nevada: vi claramente su faz de rey mago, que parecía desprendida de algún tríptico medioeval, su barba de nieve, sus ojos tranquilos, dormidos tras los espejuelos, sus mejillas rosadas como de figura de porcelana, el dibujo frío y anguloso de sus facciones, la calma de sus movimientos. Aquella impasibilidad sin mezcla de arrogancia alguna, aquella llaneza y tibieza de la expresión, aquella palabra glacial, que servía de verbo a una política abstracta, incolora y pacienzuda, me parecieron entonces el colmo de la sabiduría. Nada más distinto de como solemos representarnos a un agitador y a un radical, que aquel viejo apacible, semejante a las figuritas de cerámica que representan la ancianidad en el arte de los pueblos de Oriente. Nevada, con su trato afable y pálido y su yerta conversación, encarnaba a maravilla las líneas rectas que debían predominar en mi cerebro.
Así que recobré la presencia de ánimo, aprecié también el aspecto del despacho, y todos y cada uno de sus detalles contribuyeron a afianzar en mi espíritu la consideración. Tanta modestia y seriedad me cautivaron. El sillón que mi jefe ocupaba, de cuero negro con grandes y doradas tachuelas; la ancha mesa; la anaquelería cargada de libros y subiendo hasta el techo, lo mismo que la de la antecámara; los estantes, que en vez de ricos chirimbolos, lucían reproducciones en yeso, lo más barato y modesto que en arte cabe poseer; las anchas fotografías y grabados, único adorno de las paredes, todo revelaba la misma formalidad, la misma carencia de pretensiones, y el mismo propósito de huir de la vulgaridad por medio de la sobriedad espartana; e indicaban aficiones científicas los instrumentos de observación, colocados en otras rinconeras, los termómetros y giróscopos de Benot o Echegaray, un microscopio, una hermosa caja de compases.
La conversación del repúblico era como su nido; apagada, sorda, sin brillo alguno, aunque en ocasiones importante y firme, y en otras profunda. Sus palabras, pronunciadas por una voz sin inflexiones, una voz blanca, y en forma fríamente castiza, se me grababan en el cerebro como si me las inscribiese acerado punzón. Cuando ya dejé desbordar algo mi entusiasmo, revelándolo en dos o tres frases, ni músculo ni fibra de aquella fisonomía se estremeció; sus ojos no brillaron, sus espejuelos sí; no observé en el semblante ni la dilatación de la vanidad, ni la inconsciente efusión de la simpatía que responde a la simpatía; sólo contestó a mis protestas un «vamos, vamos» inerte. La misma apacibilidad de Nevada me impulsó a extremar mis vehemencias, empeñándome en arrancar del trozo de sílex la chispa; recuerdo que le dije que estaba decidido a todo, y que me considerase como recluta disponible. El jefe me preguntó entonces mi nombre y señas, y lo apuntó cuidadosamente, con pulso igual y bien sentado, en un libro. Supe después que también llevaba, en papeletas, como un catálogo de biblioteca, el índice de todos los comités del partido en España, y me pareció que semejante idea de catálogo, de clasificación y de método, introducida en el hervor de una comunicación joven y entusiasta, pintaba al hombre.
Salía yo a tiempo que entraba un fuerte sostén del partido, prócer de tan alta alcurnia como pingüe hacienda, tipo bien diferente y aun opuesto al de Nevada, cabeza de enérgico diseño, meridional, respirando pasión, modelada con rasgos hondos y valientes curvas, como en lava del Vesubio. El contraste entre aquellos dos personajes políticos hacía sorprendente su estrecha unión y amistad. A pesar de la entrada del prócer, Nevada, al despedirme, me acompañó hasta la puerta.
Seguí yendo los domingos por la mañana a casa de mi jefe, aficionándome a la tertulia de la antesala, donde se dilucidaban problemas de actualidad, y la conversación al par que de miasmas políticos, se cargaba alguna que otra vez de efluvios intelectuales, sobre todo si alternaba en ella Mauricio Parra. Traté de presentar allí a Luis Portal; pero el orensano no quiso prestarse, porque, según decía, «en esa ermita no entran más que los devotos, y ya sabes que yo... nequaquam».
Nuestras polémicas en la antesala eran a media voz. Generalmente leíamos la prensa, que se amontonaba, en grandes cascadas, sobre la mesa central. Los personajes que despuntaban en la reunión eran un síndico de vinateros, hombre acomodado y de influencia, que solía ejercer altos cargos municipales; cierto tipógrafo socialista, de quien a veces, en nuestra zozobra de noveles conspiradores, sospechábamos que fuese agente provocador e hiciese bajo cuerda la política de Cánovas; un cura zorrillista que no formaba opinión sobre cosa alguna divina ni humana mientras no consultaba a don Manuel, y este resolvía la consulta -y el elemento estudiantil, no escaso ni pacífico. Tanto que muchas veces, en ocasión de entrar el prócer o algún personaje de alto fuste, y cuando oíamos el rumor alternado del diálogo en el despacho vecino, nos entraba ansia de esa atmósfera de disputa que ha sido por largo tiempo ambiente propio de la política española; y vencidos de nuestro antojo, apelábamos al recurso de irnos a otro piso de la misma casa, la redacción de un periódico masónico, donde veían la luz actas del Grande Oriente mantuano, el legítimo, el ajustado al rito antiguo escocés. Allí podíamos subir el diapasón y despacharnos a nuestro gusto. Mauricio Parra llevaba la batuta. Aquel muchacho, dotado de inteligencia no inferior a la de mi amigo Luis, era su polo opuesto, en el sentido de que tenía temperamento batallador, carácter acerbo y díscolo, poquísima transigencia, decidida afición a contradecir, y debajo de estas espinas y abrojos, un gran fondo de ternura y tal vez un candor de que no adolece el sagaz y cauto Portal. La vida, con su roce y su desgaste, no había conseguido limar los ángulos del carácter de Mauricio, ni atenuar la crudeza de sus opiniones, generalmente paradójicas. Para muestra de estas trasladaré lo que decía de mi carrera y del espíritu que en ella domina.
-Déjeme usted -exclamaba encolerizado Mauricio-. Su carrera de ustedes, tal como aquí se entiende, es una carrera, ya que no de obstáculos, de disparates. Estudian ustedes, no cabe duda, diez veces más que los ingenieros franceses y belgas; pero estudian cosas que maldita la falta que les hacen para el ejercicio de la profesión. Aquí sacamos de quicio todas las carreras por querer elevarlas a sus elementos más sublimes, prescindiendo de los meramente útiles; y luego resulta que nuestros ingenieros hacen dramas, hacen leyes, hacen política, lo hacen todo menos ferrocarriles, puentes y montaje de fábricas. ¿Quieren ustedes saber cuál es para mí el ideal del ingeniero? El hombre que dirige a conciencia la construcción de un ferrocarril, y el día de la inauguración recibe de frac a las comisiones y al, Rey, y en seguida, cuando se trata de que el Rey recorra la línea, se quita el frac, se planta su blusa, trepa a la locomotora y hace de maquinista y lleva el tren al final del trayecto. ¡No se subiría el hijo de mi padre a un tren dirigido por Echegaray o Sagasta! Esa gimnasia feroz de matemáticas, ¿me quieren ustedes decir para qué sirve? En Francia un ingeniero no estudia la teoría de su profesión más que tres años, y luego pasa a centralier, y blusa al canto, ¡y práctica, y práctica, y más práctica! Mientras que aquí, sabrán ustedes mucho de buñolería científica... pero no saben hacer lo que hace un maestro de obras: ¡una tapia!
-¡Hombre! -le contestaba alguno escandalizado-. ¡No tanto, por Dios!
-¡Ni una tapia! Me ratifico. Son ustedes, a estas alturas, lo que fueron los médicos allá en el siglo XVIII: una gente atestada de fórmulas, y sin el menor sentido de la realidad. Entonces los médicos se habían plantado en Aristóteles: ustedes hoy están en Euclides. Mucho fárrago de teorías y de proposiciones, muchos conocimientos abstractos, y nada de anatomía ni de clínica profesional. Para la cosa más sencilla se ven ustedes atarugados. Se les pide a uno de ustedes un modelo de puente, verbigracia, y, se toma un trabajo loco, se gasta cinco meses, lo calcula todo muy bien, resistencias, distancias, coeficientes de flexión... para que luego les digan a ustedes en el Creuzol: «Pues sí, señor, todo eso es óptimo, y muy meritorio y muy laudable, están ustedes muy fuertes en el cálculo...; pero han perdido el tiempo lastimosamente, porque aquí tenemos modelitos de puentes hechos ya, cuyo resultado se conoce por experiencia, y con pedir el modelo número 2, o el número 3, salían ustedes del apuro sin tanto descornarse».
-¡Pero eso -exclamaba yo indignado- es hacer de nosotros punto menos que artesanos! Suprímanos usted, y que nos reemplacen los sobrestantes de caminos.
-Pues eríjame la profesión en sacerdocio, y deje los puentes en el aire o abra túneles que luego resulten anteojos de teatro -respondiome el furioso paradojista-. ¿Ha visto usted que los Edison ni los Eiffel salgan de ninguna Escuela especial? ¿No sabe usted que Eiffel dice a quien lo quiere oír que il se fiche de las matemáticas? ¿Le parece a usted que es sano y bueno, en una cosa de carácter eminentemente práctico, mandar la práctica al rábano, como hacen ustedes? Y además, ¿no es doloroso ver reducir a tal estado a los alumnos, que en esos años de la carrera, lo más florido y plástico de la vida, no les quede ni tiempo ni cabeza para adquirir otra clase de conocimientos sino los puramente técnicos? Da grima ver a los chicos pasar su juventud sin obtener ni ese barniz tan necesario hoy, que se llama cultura general, y que es como la camisa limpia del entendimiento. Salen ustedes de ahí aplatanados, atrofiados del cerebro, y con los sesos rellenos de guarismos. Usted y Portal son de lo más lucidito de la Escuela, no en la carrera tal vez, sino en cuanto a que han procurado ustedes, a salto de mata, apoderarse de algunas ideas, leer algo más que el libro de texto. Conservan ustedes cierta vida intelectual, que sería mucho mayor si no estuviesen sometidos a ese régimen depresivo. Su amigo Luis es un cabezón; de allí podría salir un grande hombre de estado, un economista... ¡yo qué sé! Y usted que tiene tanta sensibilidad, tanta fantasía... ¿por qué no había de ser artista, o escritor, o...?
-Pues si no quiere que Echegaray haga dramas -objeté-, ¿cómo me aconseja a mí que en vez de mis asignaturas cultive las letras?
No era Mauricio de los que se dejan coger en un renuncio. Se evadía con sofística habilidad. Nosotros atribuíamos su gran inquina contra la Escuela, a que en tiempos pretéritos tuvo que salir de ella por la puerta de los carros.