La prueba de Emilia Pardo Bazán
- IV -

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La señora que daba reuniones vivía en el primero de la casa de mis tíos. Era viuda de un Subsecretario, y allá en sus mocedades hubo de presumir de elegantona y peripuesta; hoy tenía el pelo blanco, las formas rozagantes, corva la nariz, el continente entre severo y meloso, y todas las pretensiones cifradas en sus dos pares de niñas, muchachas del género insulso, nerviosas y linfáticas, de estas cuya inutilidad e intolerable sosera son fruto combinado de la vida anodina, la deficiencia de instrucción, la estrechez de miras y la frivolidad. «De la cabecita de esas cuatro pollas no se saca para hacer un frito de sesos», afirmaba Luis. Las señoritas del primero eran prueba viviente de que andaba acertado mi amigo al insistir en la necesidad de crear una mujer nueva, distinta del tipo general mesocrático. ¿Quién podría sufrir la vida común con semejantes maniquíes?

Pasábanse todo el día de Dios en la ventana, ya entre cristales, ya con el cuerpo fuera. Cuando no estaban así, en postura de loritos, martirizaban el piano, revolvían figurines, charlaban de modas, leían revistas de salones para husmear las bodas y los equipos de la gente encopetada, criticaban a sus amigas, fisgoneaban quién entraba y salía en casa de los vecinos, se miraban al espejo o daban vueltas a sus sombrerillos y trajes. A falta de otro género de doctrinas y conocimientos, su madre les inculcaba ideas de nimia corrección social, explicándoles día y noche lo que era bien visto y mal visto, lo que podían hacer y lo que no podían hacer unas señoritas; y a aquellas criaturas, capaces de establecer comunicación telegráfica con el primer mequetrefe que pasase por la acera fronteriza, les parecía tan imposible ir solas hasta la esquina de la calle, como en ferrocarril a la luna. A falta de su madre -que padecía un principio de estrechez valvular, y no podía andar mucho a pie- las acompañaba una criada zafia y descaradilla, y con tan excelente rodrigón, ya se atrevían las muchachas a salir a compras, a misa, a casa de las amigas de confianza, mientras todas cuatro, juntas, pero sin la maritornes, no se hubieran determinado ni a tomar un carrete de hilo en la tienda de enfrente.

La noción fundamental de la moral inspirada a las niñas de Barrientos era la inseparabilidad. La madre se desvivía para meter en la cabeza a sus cuatro retoños que el toque de la fraternidad estribaba, no sólo en vestir tan idéntico, que si una de las hermanas compraba, verbigracia, un alfiler de cabeza de gallo, las demás revolviesen todas las tiendas de Madrid buscando otros tres gallos igualitos, sino en hablar, obrar, y hasta creo que estornudar a las mismas horas y del mismo modo. Cuando a una le dolía la cabeza, las otras tres suprimían el paseo; si una aprendía, por afición, a calar madera con sierrecilla, era obligatorio que a las restantes les entrase igual manía, llenándose la casa de cajitas enanas y edificios góticos de cinco pulgadas de alto; si una aprendía cierta sonata al piano, habían de aprenderla las restantes, y si una se levantaba y salía del gabinete, la seguían las otras en hilera como las grullas. La madre, viéndolas sometidas al régimen de la fraternidad forzosa, solía exclamar, cayéndosele la baba: «¡Cómo están tan unidas!». Y aprobaban los presentes: «¡Ay! muy unidas... ¡Da gusto ver una familia así!».

Lo que realmente daba -según Portal, presentado por mí a la señora de Barrientos- era pavor, de imaginar que se preparaban con tal régimen futuras esposas y madres de familia; de pensar que aquellas muñecas rellenas de serrín, y con la cabeza hueca, serían, andando el tiempo, base de un hogar, compañeras de un hombre inteligente, que hubiese probado las amarguras y los combates de la vida, ejercitado el cerebro, desarrollado sus ideas y contraído la necesidad de emitirlas. «¡Yo -exclamaba Luis- me suicido si me mandan que me amarre al tiránico yugo con una de esas sin sustancia! ¡No creas por eso que prefiero a tu ideal! Entre la tití y las señoritas de Barrientos, me quedo sin ninguna; la señora de tu tío (en mi concepto está algo loca) es una mujer de otras edades, a quien por errata le tocó nacer en el siglo presente, adornada con virtudes que no necesito y convicciones que me estorban; y las de Barrientos, unas pavisosas coquetuelas que no veo la necesidad de que naciesen ni en este siglo ni en ninguno, porque maldito si sirven para nada. Créeme, chacho: el hombre de mediano sentido común que cargue con ellas, a los dos meses las administra algún alcaloide. ¡Dios me libre de tales plepas por siempre jamás amén! ¿A quién le caerán semejantes gangas?».

Ya podía conjeturarse a quien, pues las señoritas de Barrientos tenían novio todas, aunque de muy diverso pronóstico matrimonial: dos había de casaca, y dos de pasatiempo. Los de casaca se dirigían a la segunda y tercera de las niñas, Aurora y Concha; los de entretenimiento a la mayor y menor, Camila y Raimunda. Eran los de casaca un par de buenos muchachos, que esperaban, el uno por la notaría y el otro por la efectividad de capitán, para ofrecer el cuello a la coyunda; y los de entretenimiento, dos estudiantes de leyes, asociados para aquellos amoríos, amigos de cháchara, pero más recelosos de la Vicaría que toro corrido de la garrocha.

Como las muchachas de Barrientos estaban «tan unidas», yo he de decir en toda verdad que cuando asistía a sus saraos me era imposible no confundirlas, y también a sus novios, de una manera a veces muy cómica. Viéndoles pegados a sus respectivas damiselas, conseguía orientarme; pero en cuanto se deshacían los dúos, me quedaba en ayunas de cuál era el de Raimunda ni cuál el de Concha. Hasta tal punto me mareaba el amoroso rigodón, que se me puso en la cabeza que el novio de Aurora, el futuro notario, chico muy formal y dulce, la mejor proporción de los cuatro pretendientes, hablaba más con Camila, la mayor de las hermanas, que con su misma novia. Camila tendría sus veintiséis o veintisiete años largos de talle, y aunque ajustada al patrón uniforme de la insignificancia fraternal, me parecía que alguna vez, sobre todo cuando cantaba acompañándola al piano Raimunda, revelábase en ella una mujer distinta, escondida, nada espiritual por cierto. Al modular las notas de algún tango o cancioncilla, sus labios se entreabrían, el canto enronquecido y arrullador salía de ellos como chorro candente, sus ojos se nublaban, y transformaba su cara empalidecida una especie de deliquio. Aquella pobre criatura debía de estar muy fatigada de su larga soltería.

A casa de Barrientos bajaba yo con la tití una vez por semana, los jueves, día señalado para las recepciones. No sabiendo qué hacer, y en la imposibilidad de dar conversación a Carmiña, se la daba a Camila, lo cual me distraía un poco, pues lentamente, bajo el artificio de su educación convencional, iba descubriéndose la naturaleza más fogosa que yo había encontrado nunca. La proximidad de un individuo de mi sexo producía en Camila una impresión que encubría disimulando; a veces adoptaba la expresión cándida y bobalicona de sus hermanas, pero no siempre podía mandar en sus ojos ni en su fisonomía delatora, a no estar yo tan subyugado por otro orden de sentimientos, Camila hubiera sido un peligro para mí; y no porque me gustase, que no me gustaba poco ni mucho, sino porque mujeres de tal condición no necesitan gustar para constituir riesgo. Son el clásico fuego junto a la estopa.

En los saraos barrientescos, tití se manifestaba como cumple a su estado, absteniéndose de cuanto trascendiese a mundanismo: siempre moderada en el vestido y adorno, hallábase tan dispuesta a dar palique, en el rincón del sofá, a las señoras formales, como a teclear polkas y rigodones para que bailase la gente moza.

A lo que no se prestaba nunca era a tocar allí el piano en toda regla. No sé si la tití era una profesora, o algo menos; seguramente una aficionada discretísima. Es imposible sacar mejor partido de un instrumento seco, ingrato y duro como el piano, en que el sonido no se liga al sonido sino a fuerza de inteligencia y sensibilidad en el ejecutante. No se podía comparar la ejecución de Carmiña a esa catarata de notas sonoras, metálicas y brillantes que tanto se aplaude en los conciertos: jamás la vi romper a sudar mientras tocaba, ni hago memoria de que saltase cuerda alguna en el arrechucho de una serie de octavas o de una escala cromática doble. Su manera despuntaba por lo suave, tersa, matizada y sobria. No daba una pifia, ni aplicaba el pedal cuando no hacía falta. Tenía gusto en la elección de piezas: no recuerdo que estudiase fantasías sobre motivos de ópera alguna. Cogía, sí, la ópera entera, e iba leyéndola, divagando, deteniéndose más en los pasajes reconocidamente hermosos, y manifestando al traducirlos que había entendido muy bien su sentido recóndito, el pasional inclusive. Sus trozos predilectos eran sonatas de Beethoven o de Schumann. También tocaba música de iglesia, pero decía ella que no se prestaba el piano, y que tenía capricho de un buen armonio. Capricho, ¡ay! que llevaba pocas trazas de satisfacer, pues mi tío no parecía muy inclinado a aflojar cuartos para fines meramente recreativos.

Cada día se patentizaba mejor que mi tío Felipe Unceta sufría honda crisis: no estaría enfermo del cuerpo, pero debía de estarlo, y gravemente, del espíritu. Su carácter más desabrido y agrio, sus períodos de murria y silencio, la indiferencia en que a ratos caía, indicaban sobradamente que no era su estado de ánimo el propio de un hombre a quien mira con buenos ojos la fortuna, que ha triunfado en su pequeña escaramuza por la existencia, y es dueño de una esposa joven y envidiable como Carmiña Aldao.

Repito que le observaba sin cesar. No me ocupaba en otra cosa; aunque en apariencia me distrajese, volvía siempre al foco o centro de mi vida sentimental, que eran Carmiña y su marido -y aún creo que pudiera invertir los términos diciendo mi tío Felipe y su mujer-. El odio puede ser más irritante y activo que el amor, y yo por odio me convertí en anatómico de dos almas. La historia de mi loca pasión por la tití podía reducirse a un espionaje, pues me bastaba saber las vicisitudes de su espíritu, juzgándome feliz si andaban acordes con las del mío propio. Pues bien: hacia la época a que voy refiriéndome -el mes de mayo- hube de notar (no era ilusión) que la inexplicable sequedad y acedumbre de mi tío para con su mujer tomaban carácter de desvío absoluto. Este desvío, acentuándose gradualmente, se manifestó sin rebozo en dos síntomas.

El primero fue tan significativo en el terreno material, que no dejaría duda ni al más topo. Había en la casa, contiguo al despacho, un gabinete o dormitorio interior, estucado, que servía de ropero: allí colgaba mi tío su vestuario, allí colocaba algún trasto estorboso, y allí se aseaba cuando su mujer tenía ocupado el lavabo de la cámara nupcial. En esta alcoba supletoria existía también una cama de hierro, doblada y arrimada a la pared. Pude cerciorarme de que a principios del mes de mayo la cama recibió colchones y sábanas, y mi tío pasó las noches en ella.

El segundo indicio, puramente moral, aún resultó para mí más luminoso y me produjo mayor satisfacción interna. Fue percibir en el semblante y en toda la persona de la tití -desde que se realizó este apartamiento conyugal- un cambio favorabilísimo. ¿Habéis visto la flor lacia y mustia, que al segarle con delicado corte de tijera el tallo, e introducirla en agua, yergue la cabeza, adquiere color, frescura y gallardía, y lozanea saliéndose del vaso de cristal? Pues así revivió la mujer incomparable, cuando sin intervención suya, sin tener que acusarse de nada, se aflojó el lazo que apretara en mal hora su generosa voluntad. Seguramente que los mártires de la leyenda cristiana irían al suplicio muy animados, cantando muchos himnos y todo lo que ustedes gusten; pero figurémonos que sin necesidad de quemar incienso ante los ídolos, ni de apostatar de la fe, ni de recibir un triste libelo, en aquellos instantes terribles, obtuviesen la conservación de la dulce vida... y crean ustedes que los mártires, sobre todo siendo jóvenes y llenos de esperanza, se pondrían tan contentos. ¿Pues qué? ¿Acaso el mismo Hijo del Hombre, en el Huerto, no se volvió a su Padre, implorando que pasase aquel cáliz, si era posible?

Mi tití no tenía que beber el cáliz ya. No era su culpa si el esposo se alejaba de ella. Ningún acto suyo había ocasionado el aislamiento. Podía cumplir su programa litoral, ser buena a toda costa, y al mismo tiempo no apurar la hiel de deberes tan amargos. Yo veía que los negros ojos de Carmiña recobraban el brillo y la húmeda suavidad de la ventura: que sus ojeras, perdiendo el amoratado color, sólo rodeaban de ligero cerco obscuro los luceros de la cara; que su tez dejaba el tinte rancio de la bilis estancada y reprimida, para adquirir el tono de nácar que presta la sangre cuando circula normalmente; que hasta su buen apetito indicaba plenitud y serenidad, y su risa expansión del ánimo. En resumen, mi tía iba poniéndose guapa.

La satisfacción de tití se revelaba hasta en su modo de herir las teclas. Alegres y brillantes valses, cadenciosas polkas, brotaban de sus dedos, saltando como mariposas juguetonas y aladas de un matorral. Arpegios rápidos, marchas y galopes sonoros nacían de sus manecitas, ya redondeadas y llenas, como son las de las mujeres felices. Otras veces volvía a Schumann y a Beethoven, pero con una reposada languidez que imprimía a aquellas ensoñadoras divagaciones mayor encanto. Las teclas no gemían, ni rezaban ya, o al menos su rezo se parecía a acción de gracias fervorosa.

Hasta en el traje de Carmiña me pareció advertir indicios de ese renacimiento moral que presta valor a los objetos exteriores y nos lleva a reflejar en ellos la situación de nuestro espíritu. Mi tití se componía más; su peinado, siempre sencillo, tenía algunos toques de coquetería modesta; prendía a veces una rama de lila en el pecho; otras un bonito y limpio fichú blanco alegraba su traje, habitualmente obscuro.

En esta ocasión tuve mil de hablarla a solas, porque mi tío se marchaba de casa con diferentes pretextos, y siempre andaba de cabildeos políticos, tejiendo intrigas de menor cuantía, relacionadas con sus proyectos de veraneo en Pontevedra y el influjo que allí deseaba reconquistar. Las tiranías locales, aunque piden frecuentes viajes a la corte, también imponen al tirano residencia en sus dominios. Sucedíale a mi tío lo que a muchos caciques de su misma exigua talla: que no poseyendo condiciones para volar con sus propias alas en Madrid, consiguen dominar una provincia merced al favor de personajes más altos; pero faltándoles este puntal, la acometida de otra medianía hace tambalearse su efímero poder. El adversario de mi tío era Dochán, ambiciosillo rastrero, de habilidad suma, que ya le tenía minados todos los caminos y tomadas todas las vueltas. Había empezado por fundar, contra El Teucrense, otro periodiquín llamado La Aurora de Helenes: esta hoja ladradora y procaz llenaba sus tres páginas con ataques a mi tío y a ciertos paniaguados suyos que, desatendidos por Sotopeña, iban inclinándose hacia el partido conservador o el reformista, únicamente por recurso; porque veían al Santo indiferente a sus quejas, sordo, desde lo alto de la hornacina, a sus postulaciones, y ya se permitían de vez en cuando, seguros de que nada lograban por medio del incienso, apelar a la intimidación, dirigirle estocadas y reticencias, sacando el estribillo aquel de las romanas virtudes. ¡Ancha y pródiga mano y paciencia heroica necesitaba el Santo bendito para satisfacer a todos sus conterráneos, que fundaban en sus milagros la aspiración de hacer del presupuesto la quinta provincia gallega!

A mi tío le pegaba La Aurora sin reparo. Le daba con las de alambre. Salían a relucir diariamente enjuagues y chanchullos, el alquiler de la casa para oficina de Correos, los solares lamosos, los expedientes de carreteras... todo, todo; la eterna miseria de los escándalos de provincia, basura removida sin cesar, que nunca se entierra, y no por indignación vengadora, sino por odios personales, o por desesperación de que otro haya sido autor de la fechoría y usufructuario también. Aparte de las concusiones, le arrojaban a la faz la dureza de su corazón, ajeno a los afectos de familia, y su guerra contra Luciano Aldao, a quien sitiaba por hambre cerrándole el camino de la deseada prebenda del Hospital: en efecto, mi tío desplegaba encarnizamiento horrible contra su cuñado: si pudiese, le reduciría a la miseria.

He dicho que me encontraba muchas veces solo con Carmiña, sentado cerca del piano, oyéndola juguetear con las teclas, o viéndola hacer, labor y repasar la ropa, tarea doméstica que desempeñaba a las mil maravillas. Decir que no se me ocurriese arriesgar un paso decisivo, sería mentir: yo, como es natural, pensé, no sólo en la posibilidad de declararme, sino en la probabilidad de sorprender dormida a la virtud, y robar a su sueño lo que su vigilia no me otorgaría nunca: pensé también que el temporal apartamiento de los cónyuges coadyuvase a mi propósito... Sí, todo lo pensé, y nada hice entonces. Tenía miedo, mucho miedo a que un desplante mío malograse lo obtenido ya: ¿no valía más gozar tan dulce intimidad que exponerme a una ruptura, un castigo, un extrañamiento impuesto por la tití? Calma...

¿Qué podía yo desear? Interrumpidas las relaciones entre ella y su dueño, libre casi, y yo a su lado... Lo demás que lo hiciese el tiempo... o alguna circunstancia fortuita como la de mi enfermedad, circunstancia que yo aguardaba siempre, con la viva fe de los enamorados, fiando en que nuestra convivencia y la soledad de aquella mujer acabarían por inclinarla hacia mí, de modo tan insensible como se inclina el sauce hacia el agua. Y así era. Sin pecar de fatuo comprendía que mi presencia agradaba; que Carmiña se entretenía charlando conmigo; que su juventud se entendía bien con mi juventud; que el interés de su vida lo constituía mi trato, y que la santa «pintada sobre fondo de oro», según la frase de Portal, iba destacándose de la niebla mística, y entrando en más humano ambiente. Mi mismo respeto, mi cautela para no espantarla, contribuían a captarme su corazón. ¡Ah! Era evidente: habían reflorecido aquellos días tan hermosos del Tejo, porque a veces las pupilas de tití adquirían la misma expresión que la tarde en que salimos a pescar en la ría y cogimos el murciélago alevoso; y su voz, inflexiones parecidísimas a las que tuvo en los supremos instantes de mi grave enfermedad... Yo no sabré encarecer lo azucarado de aquellas proximidades y aquellos coloquios, tan inocentes en el terreno positivo.

Empezaba a mostrarme suma confianza. Hablome varias veces de asuntos de familia, de cómo Candidiña le había escrito una carta pidiendo perdón por su boda, y ella había respondido con otra atestada de buenos consejos. «Pero de esto no le he dicho nada a Felipe -añadió-. Sería probable que se enfadase mucho; y ¿a qué provocar discusiones y malos humores y tonterías? ¿No te parece que hice bien? Yo creo que no es ninguna acción reprensible el haber contestado a Cándida. ¿Qué sacábamos de darla un bufido? Ella con eso no había de volverse más formal. Al contrario, tal vez mi carta influya para sentarle la cabecita a aquella tolitatis... Mira, esto de que Candidiña es una tolitatis te lo digo a ti: que a la gente... ¡líbreme Dios! Si las primeras en desacreditar a una mujer son las personas de su familia, nunca honra tendrá. Yo quiero que Cándida tenga honra, ya que se ha casado con mi padre. Estoy deseando llegar allá para calentarle bien las orejas, y hartarla de sermones. Ella no es tonta, y yo le demostraré claramente la cuenta que trae cumplir con su deber. ¿Sabes lo que voy a decirla? Pues lo siguiente, y en tono bien categórico: -Cándida, mira, sé buena, que no te pesará. Si eres buena, te prometo que aunque no tengas hijos, he de hacer que mi padre te deje cuanto pueda; que asegure tu suerte para toda la vida. Mi pobre padre, por un orden natural, poco tiempo ha de vivir; conserva su decoro los años que viva, y después libre quedas... Yo haré que la pobreza no te angustie... Seré tu mejor amiga, te querré mucho, iré contigo a todos lados, no sufriré que te haga nadie un desaire ni una mala partida... He de conseguir que te trates con todo el señorío de Pontevedra... ¡Vaya! ¿Qué te pensabas tú? Con la del Gobernador, con los marqueses del Remo, con la familia de Filgueira... pero no avergüences a mi padre... ¿lo oyes? porque entonces tendrás en mí la enemiga peor... -Todo esto he de encargárselo a la chiquilla... ¡y si así no consigo nada!... Espero que conseguiré... ¡ojalá!... Cándida es una aturdida, pero no creo que se atreva a cometer el mayor crimen de una mujer... que es faltar a su marido. ¡No, de eso no puede ser capaz!».

Cuando hablaba así, articulando estas palabras para mí tan funestas, me hubiera corrido a besos su sagrada boca.

«Por desgracia -añadía-, Felipe no me permitirá que trate a Cándida. Esto sí que me lo temo. ¡Mis consejos serían tan convenientes para la infeliz! Y no es igual... ¡quia! es enteramente distinto aconsejar por carta, que de viva voz. Felipe ni quiere oír hablar de que yo la trate. Dice que si en público se dirige a nosotros, debemos volverle las espaldas. Te aseguro que esto me tiene disgustadísima».

Prometí que le conseguiría una entrevista clandestina con Cándida, o que iría yo mismo a transmitir los recados.

-¡Bah! no... guasas tuyas -contestó la tití-. ¡Valiente embajador! Lo que harías sería levantar de cascos a mi madrastra. No conviene. No tienes tú formalidad ni suposición para semejante envío de recaditos. Te tiemblo... Salustio... Esa cabeza... Pero mira: otro enredo que me trae muy cavilosa, mucho, es lo de mi hermano. El pobre, cargado de familia: todos los años un chico: papá sin darle gran cosa... y cuanto le diese siempre sería insignificante para mantener el pico a tanta gente menuda. Por eso pretende el empleíto del Hospital, u otra cualquiera que le ayude... Y mira tú, ¿qué trabajo le costaría a Felipe apoyarle en su pretensión? Pues le hace una guerra a muerte... y mi hermano lo va a conseguir por Dochán... ¡Figúrate qué vergüenza! ¡El mayor enemigo de mi marido! Parece que hasta don Vicente Sotopeña se manifestó sorprendido y disgustado al ver que Felipe le tira a degüello al pariente más próximo de su mujer. Tú ya sabes que don Vicente Sotopeña es tan amante de la familia... Nada, por Felipe se moriría de hambre mi hermano...

-Tú -interrumpí-, lo que es a tu hermano, no tienes que agradecerle mucho... Si él te recibe en su casa, no te hubieras casado.

Tití no contestó a esto. Parpadeó, y sus grandes pupilas me contemplaron un segundo. Indudablemente iba humanizándose y saliendo del fondo de oro.

-No importa -contestó-. Que él se haya portado mejor o peor conmigo, no quita para que yo le desee buena suerte y me parezca mal perjudicarle. Es mi hermano, tiene muchos hijos, y es un prójimo. No sé qué daría porque Dios le tocase en el corazón a Felipe. Te aseguro que...

Vi favorable coyuntura para entrar en materia y dije:

-Vamos, tití, confiesa que no eres allá muy dichosa con tu cónyuge.