La prueba
de Emilia Pardo Bazán
- II -

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El día llegó por sus pasos contados, después de los trámites inevitables de toda convalecencia: el ala de pollo, devorada con placer y golosina; el sopicaldo frecuente; los paseos por la casa, realizados por países nuevos; y después de ejecutar tantas acciones indiferentes con la ilusión que ya no producen cuando son actos de la vida diaria, el alta, el regreso al mundo de los sanos, que, en vez de júbilo, causa inexplicable melancolía, análoga quizás a la del navegante que después de haberse acercado al puerto seguro, se arroja otra vez al Océano. Permitiéronme salir a la calle embozado en mi capita, a las horas de sol, de ese generoso luminar madrileño, alivio de los achacosos, alegría de los vagos y consuelo de los tristes. Una mano desconocida, sin duda la piadosa diestra de la tití, había descolgado de la pared de mi cuarto el espejo, para impedirme que comprobase lo que los médicos llaman el hábito exterior de la enfermedad. Con el alta volvió el espejo a su clavo, y cuando me vestía, pude echar una ojeada a mi coram vobis. La ropa me revelaba un estirón en mi persona, y la azogada luna me dio otra noticia más sorprendente, demostrándome que se había cumplido el ciclo de mi desarrollo físico y realizádose la plenitud de mi ser. Era una especie de vegetación suave, pero tupida, que me guarnecía el mentón, dando a mi fisonomía aspecto tan nuevo, que apenas me reconocí. ¡Barba, Dios mío, barba! ¡El signo de la dignidad viril; el noble atributo de la hombría de bien; el fenómeno que señala el pleno ritmo de las funciones fisiológicas; el adorno que negó la naturaleza a las razas inferiores, oscuras y salvajes; el símbolo de la lealtad; el distintivo de la aristocracia en sus orígenes; aquello que se les repelaba a los traidores, y por que juraban los caballeros sin tacha, como sobre sagrada reliquia!

Apenas podía creer que fuese realmente barba lo que orlaba mis mejillas con cerco de tan dulce sombra. Admirábame, a manera de hombre electrizado que ve cumplirse en su organismo, sin anuencia de su voluntad, arcanas leyes de la naturaleza. Tocaba aquel vello oscuro, lo acariciaba, lavábalo con agria y jabón, pasábale el peine, y me costaba trabajo reprimir la tentación de ir a retratarme en seguida. Nunca hice tanto gasto de espejo como al punto en que me convencí de que era hombre barbado. En mí surgía, con la entera virilidad, secreto orgullo y cierta conciencia de la legitimidad de la pasión. Antes, cuando pensaba a solas en el enigma de mi enamoramiento loco, y me acusaba por dejarme llevar sin defensa de la corriente romántica, solía, buscando argumentos contra mí mismo, acordarme de mi faz casi lampiña, de mis mejillas lisas y redondas como las de una damisela, y del ligero trazo al difumino sobre el labio superior, único rasgo grave que realzaba una fisonomía por demás juvenil. Ahora me parecía que hasta el bigote se había robustecido y espesado, y contemplando mis ojos, agrandados por la enfermedad, y mis facciones, acentuadas por la transformación, sentía cual si hubiese subido un peldaño de la escala humana, pareciéndome que ya ni los grandes sentimientos ni los grandes actos eran ridículos en mí.

Además -con algún rubor lo declaro-, comprendía que mi apostura, mi exterioridad, lo que llamaba mi estampa Luis, habían mejorado en tercio y quinto con la aparición de la barba. Claro está que no pretendía darla de buen mozo, ni era semejante vanidad lo que me complacía, sino la idea de que parecer más hombre era desde luego el principal y tal vez el solo canon de la estética varonil.

Una cosa me cohibía, aguándome el gustazo de las barbas. Y era cierta deficiencia, no orgánica, sino social: la carencia de algo tan preciso para existir entre nuestros semejantes, en medio de nuestra civilización, como la sangre para el proceso biológico. Me faltaba, ¿quién no lo adivina?, metal acuñado; y el metal acuñado es padre de todo aplomo y arrogancia, y fundamento hasta de esa labor imaginativa que cristaliza en nuestro cerebro los ensueños y las aspiraciones poéticas. ¿Qué hace la criatura humana privada de tan indispensable emolumento? Ni aun la pasión es lícita al que carece de palanca de oro. Poned aun hombre en la fuerza de la juventud, con energía y plasticismo de ilusiones, y atadle las manos por falta de un pedazo de papel mugriento con la efigie de Mendizábal o de Lope de Vega, y veréis lo que es bueno en materia de berrinches vergonzantes. Sin dinero, sólo no agacha las orejas el descarado petardista, el corsario capaz de apostarse en la esquina de un callejón para dar caza a las pesetas ajenas, y que ya ha perdido esa delicada película que es al decoro lo que al cuerpo humano la epidermis.

En aquella ocasión, la escasez de guita se traducía en mí por gran decadencia en el ramo de indumentaria. Entre la batalla de todo el invierno y el estirón de la enfermedad, no había prenda que me sirviese. Lo noté al vestirme par a la primer salida, y cuando mi tití me despidió en la puerta, encargándome que «volviese temprano por causa del frío», me avergoncé de mis pantalones rabicortos y de mi capa vetusta. «Parezco un escribiente temporero», pensé con rabia.

Recuerdo que fue lo primerito de que hablamos Portal y yo mientras bajábamos, por las calles de Serrano y Lista, hacia el paseo de la Castellana. Hacíamos rumbo al candelero de Colón, cuando dije a mi amigo:

-Chico, no hay, cosa más cargante que no disponer de un céntimo. A veces me entran ganas de echarlo todo a rodar y marcharme a Buenos Aires. Con lo que sé ya me basta para ganarme la vida allí. Es una ridiculez andar como ando, con este tipo y este pergeño, y no poder irse en derechura al sastre: «Hagame usted un traje de mezclilla, que estamos en primavera». Aquí me tienes reducido a un chupiturqui que parece la chaquetilla del pirata Barbarroja, y a esta capa indecente. Hijo, no nos acerquemos a Recoletos, que allí pulula la gente y encontraremos conocidos. El descubridor de las Américas nos manda volver atrás.

Así lo hicimos, y Portal, tomando a broma mis contrariedades, me preguntó:

-¿Y para cuándo son los sablazos a las mamás?

-¡Ya comprenderás que no deja de habérseme ocurrido! Y por ahí acabaré... pero me molesta. Mi madre hace demasiado; hace prodigios. No habrá otro remedio... Mal va a sentarla el petitorio, después de que mi tío la avisó de que le pasará la cuenta del médico.

-¿Eso hará?

-Eso. ¿Qué te creías tú? Y lo prefiero. Me avergonzaría que pagase él los gastos de mi enfermedad. Gracias a Dios, correrá con ellos mi madre. Mi tío está sufriendo en su carácter un cambio, para empeorar, por supuesto. Antes era únicamente antipático. Ahora se ha hecho aborrecible. El menor extraordinario le sobreexcita. Yo le observo, y me froto las manos, porque veo que en mi tití se establece correlación de sentimientos, y que conforme él se vuelve más tacaño, más cominero y más duro, ella se retrae más, y la intimidad matrimonial se la lleva el diablo.

-Chacho -advirtió Portal deteniéndose, con el movimiento característico que ejecutamos cuando una conversación nos interesa-, en la historia de tus tíos noto que armas unos embrollos psicológicos tales, que no ocurriendo nada en ese matrimonio, al menos exteriormente, cuando hablas tú parece que existe un drama interior complicadísimo. Ni comprendo al marido ni al galán. A ver si me aclaras el infundio.

-Verás -contesté, apoyándome en su brazo, porque aún me sentía un poco débil-. Pues la situación me parece bien sencilla, aunque en ella, como en todas estas cuestiones amorosas y matrimoniales, hay algo que no se explica bien. Ni en amor ni en filosofía conseguirás nunca entender las substancias. Soy el primero a reconocer que es una anomalía este entusiasmo tan fuerte, y creo que debido al solo hecho de haberse casado con mi tío esa mujer...

-Sí, hijo, es anomalía, o manía, hablando pronto -afirmó el oportunista-. He visto muy poco de eso. Si tú vivieses recluido en algún seminario... ¡Corcho! entonces... El hombre reprimido esta expuesto a cometer ene disparates por una escoba con faldas. Pero teniendo tú libertad y la suerte de haberle caído en gracia a una mujer tan principal como Belén... ¿No sabes? Coche, ¡tiene coche ya!... Tanto la calenté la cabeza, que la mujer no ha sosegado hasta sacárselo al bolsista. Lo sé porque ayer volvió a preguntarme por tu salud... No te quiere enfermo la chica.

-Déjame de belenes -contesté risueño-. ¿Nos sentamos en este banco? -añadí indicando uno entoldado por frondosa acacia.

-Corriente. Pero vas a confesarte conmigo. A ver si determino los coeficientes de tu estado moral, y averiguo la causa de que estés así, a quinientas atmósferas de amor, sin por qué ni para qué.

El sol, que picaba agradablemente, calentando mis piernas y mis pies y la parte de tronco que yo sacaba de la zona de sombra producida por el árbol, me infundía en las ideas claridad y optimismo, causándome a la vez cierta impresión que puede llamarse de irrealidad de las penas; benéfica operación mediante la cual el alma elimina el gas mortífero del dolor, y respira el oxígeno de la esperanza, sin causa ni motivo, sólo por la virtud curativa y reparadora que lleva consigo la existencia.

-También a mí -contesté- me han entrado ganas de hacer examen. A veces se me figura que vivo rodeado de fantasmas, y que esos fantasmas me los he forjado yo mismo. Se me ocurre si no habrá tal pasión, ni tal odio, ni nada. Chacho, ¿qué te parece?

Y al decirlo apoyé la mano en el hombro de Luis. Mi amigo, opuesto siempre a dar pábulo a la curiosidad de los transeúntes, y además muy poco demostrativo, al menos con los varones, se apartó, y dijo mirándome con un reposo lleno de inteligente sagacidad:

-Buena señal cuando tú mismo conoces tu extravagancia. Capítulo primero. Mientras estabas malito, ¿te figuraste que la mujer de tu tío te manifestaba cariño, o amor, o qué sé yo qué?

-Tampoco entiendo yo lo que era. Ojalá fuese amor; pero también pudo ser cariño.

-Y al cesar el peligro, ¿cesaron las demostraciones?

-Sí, de repente. Hoy sólo noto en ella... la simpatía involuntaria que siempre noté; una especie de atracción, que, comparada a la repulsión que la inspira su marido... ya es algo.

-¿Y él? ¿Él? Capítulo segundo e importantísimo. ¿Él ha pescado? ¿Hay celotipia?

-No. Casi no entró en mi cuarto.

-¿Y a qué atribuyes tú esa frescura?

-A dos cosas puede atribuirse. La primera, a que mi tío no es tonto, y sabe de qué madera está hecha su mujer.

Portal, sin abrir la boca, dejó oír el sonido de una u repetida y prolongada.

-¿No lo crees? A ver la segunda explicación. A mi tío no le importa su mujer. Nunca la quiso, y desde hará un par de meses se ha despegado totalmente de ella.

-¿Por qué?

-Sospecho que por la boda de su padre, aquel señor de Aldao, que debe de estar ido, cuando hizo la melonada de casarse en secreto con una chicuela, hija de un cabo de carabineros, que tendrá dieciséis o diecisiete años y la mayor cabeza de viento que se conoce en las cuatro provincias. A mi tío se le atravesó la boda; empezó por armar escándalo con su mujer, lo mismo que si ella fuese responsable de las chocheces del papá; y desde ese día casi no ha vuelto a dirigirle la palabra. Se está fuera todo el tiempo que puede, y escatima hasta un ochavo. Nunca fue espléndido; pero ahora sufre una crisis de avaricia. De rechazo, no por celos ¡quia!, tiembla que yo le sea gravoso. Uno de los motivos porque no quiero hablarle del mal estado de mi guardarropa, es porque le creo capaz de ofrecerme prendas suyas de desecho. Te digo que está el hombre medio lunático; se figura que el señor de Aldao tendrá sucesión, y, que la tití quedará desheredada, y anda todo caviloso; ninguna conversación le distrae; cuando la gente le pregunta qué le duele, responde que no sabe, que es un poco de murria... Sólo el verle da hipocondría.

Portal reflexionó algunos instantes, y clavando en mí las pupilas, intensas y escrutadoras, repitió:

-¿Pero tu estás seguro de que ese hombre no tiene celos?

-No -repliqué con energía-. Siento, conozco que no los tiene. Aunque me lo jurasen frailes descalzos. No tiene celos.

-¡Cosa más rara! -murmuró mi amigo, sacudiendo la cabeza meditabundo-. Porque no puedo convencerme de que sea únicamente cuestión de boda del suegro... Eso le pondría furioso al pronto; pero las murrias no penden de la boda. Si estás seguro de que no hay celos, otros disgustos habrá. Un paisano mío me dijo anteayer que en Pontevedra andan muy mal las cosas, y que el Santo del Naranjal le da de codo a don Felipe y protege a su gran enemigo Dochán, el que le hizo tanta guerra para que no le pusiesen en casa la oficina de Correos... En algo de esto consistirá; aunque, realmente, son motivos fútiles para tanto abatimiento. No lo entiendo. Nadie me quita de la cabeza que ahí hay busiles. Los celos sí que lo explicarían perfectamente; pero tú dices -insistió el muy porfiado- que celos no.

-Celos no. Vive seguro de ello. ¡Ojalá los tuviese, y fundados!

-Oraciones de locos no llegan al cielo. Y después de todo -añadió Portal rascándose una oreja-, ¿de dónde sacas que no existe fundamento para celarse? No me has repetido cien veces que ella le mira con repugnancia? Si tú lo notas, ¿no había de notarlo él? ¿Y no dices que ella te hizo muchas carantoñas mientras estabas enfermo? Pues auto en mi favor. Si él percibe algo, y al mismo tiempo nota que no le cae en gracia a su señora... blanco y migado...

-¡Te digo que no es eso! -repliqué impaciente-. Te digo que si fuese así, no me cabría a mí el gozo en el cuerpo, ni necesitaría tomar el sol para reanimarme. ¡Ay, ojalá! Pero naíta. Mi dicha ya sabes que carece de elementos positivos, y se funda en el negativo de sorprender en ella, no sólo aquella repugnancia misteriosa de antes, sino, de algún tiempo acá, otro sentimiento más declarado y más activo. Sí; por mucho que se reprime y trata de no caer en lo que a ella misma le parece una maldad muy grande, no lo logra, y el sentimiento renace más fuerte que su voluntad. ¿No sabes que yo la estudio constantemente? Esta manía es una gran empollación.

-Ya lo sé... ¡Así empollases las asignaturas! ¿Y qué más averiguas de ese estudio?

-Que antes era sólo repulsión, y ahora es aborrecimiento... No lo dudes, no. Mi felicidad no tiene otra base. Vivo de que le aborrezca. ¿Comprendes lo que en una criatura como ella significa el odio? ¡Ella, que es toda simpatía y caridad! Pues le odia. Yo la observo: nada de cuanto hace puede escapárseme. Noto que por las mañanas, cuando vuelve de misa o del confesionario, se vence, le habla con dulzura, hasta con afecto, y no le mira, por no dejar asomar a sus ojos la luz de aquello que pretende encubrir a toda costa... Pero a medida que pasa el día, su vehemencia y su espontaneidad vuelven a sobreponerse, y ¡créelo! si la voluntad fuese un veneno... mi tío estaría muerto hace días.

-¡Válgala el diablo! ¿Y de qué razones nace ese odio?

-Ya te lo he dicho: en mi concepto, del actual modo de ser de él, y de que la antipatía enconada puede convertirse así, de pronto, en saña invencible. Yo no soy persona que haya sentido jamás impulsos de atentar a la vida de nadie; pero a mi tío, créeme que de algún tiempo a esta parte le hubiera escabechado dos o tres veces de muy buena gana.

El oportunista pegó un brinco sobre el banco de piedra, y se puso a mirarme lo mismo que se mira a los locos y a persignarse de prisa.

-¡Hijo... hijo... hijo...! ¡Esta es la cierta! ¡Rematado, rematado! No te lo digo de broma: tus nervios se encuentran desequilibrados completamente; por Dios, sin tardanza, duchas, bromuro, régimen tónico...

-Déjame a mí. Cada loco con su tema -le respondí sonriendo-. Mi gloria consiste en una quimera, ya lo sé, y quimera muy rara... ¿Pues qué mal hago? A mí me basta, y a los demás no les importa. Estoy satisfecho con que medie cierto paralelismo de sentimientos entre la mujer fuerte y yo. Si a mí me inspira repugnancia una persona, repugnancia le inspira a ella; lo que yo odio, ella lo odia: podrá no quererme a mí, pero nadie quita que sus afectos van al compás de los míos. Tú dices que mi tía es una mujer de otros tiempos, y que el espíritu cristiano y la religiosidad profunda que dictan sus acciones la hacen incompatible conmigo, que soy racionalista. Pues mira: podremos entender de diferente modo, pero sentimos igual. No lo dudes. A cualquier camueso que no conciba estas honduras y delicadezas, se le figurará que mi tío, el marido, su dueño, es el obstáculo que hay entre nosotros... ¡Memo quien tal crea! Mi tío es el lazo que nos une. No creas que yo le quiero mal porque esté casado con ella. ¡Qué disparate! Ya sabes que mi tío me es antipático desde hace ene años... desde que nací; y que ahora mi repulsión se ha convertido en aversión... porque ella le detesta también. No hay más.

Mi amigo no contestó al pronto. Después exclamó, mirándome compadecido:

-Vámonos a casa. Tienes calentura.

-No, no creas que estoy trastornado.

-¡Si no digo trastornado! Pero tienes fiebre. Echas chispas por los ojos. Embózate... y a casita.

Cuando ya habíamos pasado más allá del monumento colombino, Portal me dijo en el tono con que se da una mala noticia:

-¿No sabes quién está, en mi concepto, cien veces más malo que estuviste tú? ¿Pero sentenciadito?

-¿Quién?

-El empollón de Dolfos.

Así llamábamos en nuestra jerga amistosa y escolar a un pobre muchacho zamorano, muy corto de alcances, compañero de estudios y también de hospedaje el año anterior. Era un chico apocado, insulso, tristón, pero el más tenaz y asiduo de todos nosotros, porque, huérfano de padre y madre, le pagaba la carrera con sus economías una abuelita casi octogenaria, que le había dicho: «No quiero morirme sin verte ingeniero». Su verdadero nombre era Restituto Suárez; pero por su patria y su aspecto triste, o, como dicen los portugueses, soturno, le habíamos puesto Dolfos.

-¿Qué tiene? -pregunté a Portal.

-¿Qué ha de tener? Chacho, lo natural. Que los cerebros son igual que los estómagos; no todos pueden resistir una misma comida, y comida fuerte: no todos son capaces de cenar langosta, verbigracia. Al infeliz se le ha indigestado el atracón de binomios y polinomios, invariantes y covariantes, canonizantes de las cúbicas, y otras hierbas. ¿Te parece a ti que no has más que meterse eso en las casillas de la chola, de una chola pobre y sin humus ninguno? ¡Claro! como meter... se mete, mazo y escoplo, a fuerza de pasarse muchas noches en blanco, de suprimir todo ejercicio, y de embrutecerse con el machaques... Ese desgraciado de Dolfos no ha catado, puede decirse, un día de asueto desde que es alumno. No le ha dicho jamás a una mujer: «por ahí te pudras». ¡Si eso es vivir...! Y ahora está malo; malo de verdad. No prueba comida; tiene una tos blanda, que no me hace gracia ninguna; más flaco que un espectro... y dale que tienes a los libros. Quiere ganar al año a toda costa. Como no gane la Sacramental...

Quedamos en que yo iría en breve a visitar al malparado asiduo. A tiempo que nos acercábamos a doblar la esquina de la calle de Alcalá, Portal me dio un achuchón, exhalando un grito.

-Mira... mira quién va por allí...

Volví la cabeza. Al trote corto de un jaco no muy fogoso ni de sangre muy pura, rodaba paseo arriba la victoria donde se reclinaba, provocativa y tímida a la vez, como suelen ir las mujeres de su oficio, Belén, mi pecadora. Ceñida por el corsé, realzada por el traje verde y el redondo sombrero de castor, Belén parecía lo que era en realidad: una gran mujer, digna de precipitar al abismo a cualquier protector espléndido.

¡Cristo, en cuanto nos guipó! Porque estábamos situados de manera que sin vernos no podía pasar. Sus ojazos resplandecieron; la alegría se derramó por su hermosa cara, pálida y algo retocada de blanquete; y en su agitación, ni acertaba a decir al cochero que parase. Yo le conocí las intenciones, y arrastrando a mi amigo, me alejé, después de saludar a Belén con una sonrisa.

-Es capaz de hacernos subir al coche -dije a Portal-. Huyamos.

Ya en la plaza de la Independencia, le pregunté por Mó.

- ¿Qué dice la Gran Bretaña?

-Ayer me presentaron en casa de los padres -respondió mi amigo-. Otro día te contaré... o, mejor dicho, te llevaré allá. ¡Verás qué gente!