Capítulo XXX : La partida

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En efecto, al día siguiente de esta sentida conversación entre los dos viejos amigos, que iban a separarse en los confines del mundo conocido entonces para no volverse a ver quizás, Drake hacía ya sus aprestos de partida.

Cincuenta hombres arrojados habían querido quedarse a participar de la suerte de Henderson y de Oxenhan.

-¡No quiero que hagáis tan noble sacrificio; Suttonhall! -le decía Henderson enternecido al excelente hombre de este nombre que ya conocen nuestros lectores como contramaestre de la Isabel; y que vacilaba entre su deseo de volver a Inglaterra y su cariño hacia su capitán-. ¡Seguid al jefe! -le agregó Henderson empujándolo con dulzura.

El pobre marino se desprendió del joven Milord sin decir una palabra, y se dirigió al grupo de los compañeros que se estaban embarcando en la lancha de Sir Francis Drake. Pero cuando ponía el pie para entrar dentro y alejarse definitivamente, saltó para atrás y se vino resuelto a donde Henderson, estaba.

-¿Creéis que me necesitareis, Milord? -le dijo.

-¡Marchad Suttonhall!... no os martiricéis -le respondió el joven oficial, haciendo vanos esfuerzos por permanecer entero.

-¡Eh!, ¡no!... -dijo el marino repentinamente- ¡me vais a necesitar!, ¡debo quedarme!... ¡Me quedo señor! -le gritó a Drake, que sentado ya en la popa de su lancha esperaba el resultado de aquella escena conmovente.

-¡Bogad! -dijo el pirata a los marineros; y en tres segundos quedaron separados los dos grupos por los abismos del mar.

Mientras que el bergantín hacía su maniobra para ponerse en marcha, el grupo de bravos que había quedado en tierra apiñado alrededor de Henderson y de Oxenhan, lo contemplaban con avidez, sin poder evitar que brotase de sus ojos una u otra lágrima de ternura; y la tripulación que atestaba la cubierta, no podía tampoco separar sus ojos de aquellos compañeros que dejaba.

Desde que la lancha que había llevado a Drake fue izada a bordo, empezaron las velas a desprenderse con rapidez de sus respectivas vergas, y balanceándose el buque con su graciosa arboladura, luego que las infló el viento, acometió gallardamente su camino por el mar.

Entonces fue cuando por un movimiento instintivo los de tierra y los de abordo se descubrieron sus cabezas, haciendo un movimiento general de gorros con los brazos, sin que de una ni de otra parte, se alzara una sola voz que interrumpiese el silencio de la tristeza que dominaba a todos.

Sobre la meceta de la cámara se percibía en todo su vigor la figura enérgica y marcial del pirata, relevada con no sé qué aire de predominio, que le daba la banda de cuero atravesada sobre su pecho, de que colgaba su sable, y el sombrero puntiagudo, de cuyas a las enroscadas salían tiradas hacia atrás dos largas plumas rojas que flameaban como el gallardete del Bergantín. Drake hizo un breve saludo hacia tierra con su sombrero; y dándose vuelta al instante, contrajo toda su atención a las vergas y a la marcha de su buque. Una fresca brisa del Levante se llevaba, cual en las alas de la fortuna a este audaz aventurero, que teniendo apenas 34 años, contaba ya con un nombre célebre, terror y pesadilla de los súbditos del monarca cuyos dominios daban vuelta al globo. El cacique Cimarrón rodeado de sus indios, esperaba negligentemente que terminase aquella escena; mas, fatigado de un sentimiento tan prolongado, y que a él le era incomprensible, se acercó a Henderson y señalándole el bosque le dijo con brevedad.

-... ¡Éste es nuestro camino!

Henderson hizo volver en sí a sus hombres, y los puso en movimiento. Oxenhan levantó entonces sus brazos y su barba de la boca del mosquete en que se había apoyado hasta entonces, y echándoselo al hombro, siguió el camino de los demás por entre el bosque.

Al caer de esa noche llegaron al lugar que el cacique había juzgado más a propósito para construir la escuna con toda seguridad y sigilo. Tenía en efecto, todas las condiciones necesarias para ello, pues era la caída de un río angosto, cuyas riberas estaban atestadas de bosque en muchas leguas de extensión, y que por el lado del mar tenía una boca difícil de hallar por su estrechura, y por los recodos con que entraba hacia adentro.

Nuestros marinos encendieron esa noche sus fogones, y comenzaron su vida del desierto y de la selva, con la misma tranquilidad y vigor de espíritu con que sabían llevar su vida del mar: el marinero y el salvaje son habitantes del desierto, y ambos viven en tribu.

Al otro día Henderson, Oxenhan y Suttonhall, trataron de combinar seriamente sus planes y sus trabajos.

Como es sabido que el Istmo que separa en América al Atlántico del Pacífico es una angostura de ocho leguas más o menos que forma, a uno y otro lado, dos anchos golfos llenos de vegetación y de ríos que descienden de los Andes. Nuestros aventureros convinieron, al fin, en que Suttonhall se dirigiese a la costa del Atlántico con veinte hombres y algunos indios para construir la escuna en que debían burlar las persecuciones de los españoles, luego que hubiesen dado su golpe de mano; y que Henderson y Oxenhan presidiesen el trabajo de la que debían construir en las costas del Pacífico, arreglando dos correos diarios de indios entro uno y otro arsenal.

La ayuda que les dieron los cimarrones fue eficasísima y esmerada: espiaban todo el país, y les mantenían en conocimiento hasta de lo que pasaba en las villas próximas; y solo por este apoyo y celo, Henderson y Oxenhan pudieron dar cima a una empresa harto difícil, en sí. Verdad es que en aquella época el movimiento marítimo, aunque arrojado, si se quiere, era escasísimo y casi nulo en lugares tan apartados como las costas donde pasaban los sucesos que narramos. No sólo estaban ellos inexplorados, sino que la incapacidad de mantener estaciones en ellos por la deficiencia de la marina, hacía imposible vigilarlas, y las dejaba en un perfecto abandono como lo prueba la verdad histórica de dos hechos anteriores.

Apenas se vio Henderson instalado en el lugar que el cacique le designó para construir su escuna, sacó de su seno un papel escrito en clave que Drake le había dejado como memorandum.

Los apuntes que contenían eran concisos: no contenían ni una sola palabra inútil:

«Venta Cruz, villa que está entre la de Panamá y la de Nombre Dios. Los cimarrones van con frecuencia a vender en sus cercanías pieles y otras cosas; y el cacique sabe a quién.

»De Panamá van galeras con frecuencia al Callao; en los que él podrá advertir a los amigos para que os apoyen como les indiquéis: ese pedazo de cinta es mi credencial: con él harán por vos como por mí.

»Un poco más al sur del Callao, está la rada pequeñísima y solitaria de Chorrillos, que me parece la mejor para entrar sin ser sentido.

»Cuando hayáis tomado todo esto en vuestra memoria, romped y quemad este papel para que no quede vestigio.»

Henderson empleó religiosamente la insinuación de su amigo; y mientras se ocupaba con Oxenhan de construir su escuna, sin decir una sola palabra ni a éste ni a otro alguno de sus compañeros, procuró por medio del cacique Cimarrón abrirse las inteligencias que le sugería el memorandum de Drake. Al cabo de mucho tiempo de demora, en que el joven enamorado había pasado mil veces por las amargas dudas del desfallecimiento, vino un indio de Venta Cruz, y le entregó una tira de papel escrita en su propia clave, que procedía de Lima, y que decía así:

«En Chorrillos: De noche: El guía será seguro: a las ruinas del gran templo de Pachacamac: Oculto hasta el momento oportuno: Seréis advertido: Conozco ya vuestro nombre, y hacéis mucha falta: ¡a todo trance! Si sois sentidos, no contéis con nadie ni con nada; y alejaos porque las víctimas habrán perecido.»

El corazón de Henderson se quedó helado de terror y de emoción al percibir este eco misterioso de la voz que le llegaba desde Lima. ¡Gozo inefable de la primera esperanza de amor que se realiza!, ¿puede acaso el hombre trasuntar con su palabra tosca el encanto de los latidos que inspiras al corazón? -«¡Víctimas!» -se dijo Henderson, cuando el temblor de la profunda emoción que le sobrecogió le permitió respirar con calma-. ¡Sí!, ¡víctimas! -agregó volviendo a leer-. ¿Será, ¡Dios mío! que la vida de mi María peligra por mí?... Pero, ¿por cuál crimen? -dijo pausadamente, y fijando en tierra aquel mirar vago que indica tener allá en el fondo del alma algún horrible presentimiento-. ¿La Inquisición?... -dijo con terror, y tuvo que apoyarse con su mano derecha en un árbol, mientras que con la izquierda sostenía su frente-. ¡Adelante! -agregó restableciéndose al momento-. ¡Es preciso obrar pronto!

-¡No! -le dijo alguno por detrás, poniéndole una pesada mano sobre el hombro.

Henderson dio un salto de sorpresa, y echó mano instintivamente a su puñal...

-¡Ah!, ¿eres tú, Juan?... ¿Me espiabais? -agregó medio ofendido.

-¿Yo?... -le preguntó el marino con orgullo. ¡Bah!... ¡niño!, ¡dejaos de tonterías!

-¡Me habéis sorprendido sin embargo!

-Por casualidad os he oído una palabra que no me ha gustado, porque la prontitud del jefe no es la que se traga el tiempo, sino la que lo envuelve en su enérgica prudencia. Mirad, Mr. Roberto: he comprendido hace tiempo que tenéis misterios para conmigo; y eso me prueba el acierto con que os elegí por jefe: si hubierais hablado os habría despreciado: ¡conque ved ahora si he podido pensar en espiaros!

-¡Perdón, Juan! -le dijo Henderson arrepentido-, ¡dadme vuestra mano, pues tenéis una noble alma!

-¡Eso sí!... me hacéis justicia; y si mi talento correspondiese a mi corazón, ya sería yo grande como Sir Francis, porque la mar no me quiere a mí menos que a él, ni me ha dejado de brindar sus favores; mas yo necesito quien me mande: me contento con ejecutar. Pero vos sois joven; tenéis la soberbia del mando; y ya ibais a sospechar que tuviese yo celos de los secretos que sólo debe saber el que solo debe mandar.

-¿Aún no me queréis perdonar, Juan? -le dijo Henderson con tono amigable.

-¡Eh!, estáis perdonado; pero quiero que aprendáis a conocerme para siempre.

-¡Sí, Juan, contad con eso! Pero, en fin, ¿por qué os oponéis a que partamos pronto? ¿No estamos listos todos? ¿No está provista nuestra escuna de todo lo necesario para navegar?

-¡No!

-¿Y qué le falta?

-Pintar de negro las velas para que nadie pueda verlas a la distancia y bautizarla.

-¡Tenéis razón!..., ¡vamos a hacerlo!.... ¿y cómo la llamaremos?

-¿Qué sé yo de esos bordados, Sir Roberto?

-Pues bien, ¡lo llamaremos La Fortuna!

-¡No me parece bien!, porque eso es usurpar un nombre que solo Dios puede acordarle.

-¡Decís bien!..., ¡le llamaremos entonces La Fidelidad!

Juan se quedó pensando un rato y dijo después:

-Me parece bien, ser fiel, ser leal, es un deber; y quien se embarca en el deber, merece la protección de Dios. ¡Me parece muy bien, Sir Roberto! Llamémosla La Fidelidad.

-Y a la que ha construido Suttonhall, ¿cómo le llamaremos?

-A esa le corresponde de derecho el nombre de nuestro Almirante.

-¡Eso es! ¡Drake!, que se llame Drake.

-¡Es de justicia!

-¡Manos a la obra, Juan! A pintar de negro nuestras velas, a salir al mar en cuanto se sequen.

-¡Mañana al caer la tarde!

-Lo había pensado.

La noticia de que estaba ya fijada la hora de lanzarse, fue recibida con grande júbilo por los marinos de aquella expedición, que de cierto superaba en audacia y en coraje, si no en grandeza, a cuantas empresas había acometido Drake hasta entonces.

Henderson y Oxenhan con otros diez marineros, quisieron probar antes el buquecillo para reparar con tiempo cualquier falta que se lo notase; y después de haber mandado que algunos hombres trepasen a las copas más altas de los árboles para explorar bien los horizontes, y no ser apercibidos, hicieron que la escuna fuese llevada hasta la boca del río por medio de cuerdas que los indios y los aventureros tiraban a una desde las riberas.

Con la misma gracia gentil o íntima confianza con que una muchacha de quince años se prende al brazo de su querido y le inclina al hombro su cabeza, así aquel leve barquichuelo reclinó su costado sobre las aguas del mar y se deslizó por ellas cuando se desplegaron sus velas negras; y como la bandera roja de Inglaterra era izada al mismo tiempo, y corría con gallardía hasta el tope de la entena, hizo explosión el gozo de los marinos que lo veían desde tierra, y un palmoteo general con mil ¡hurras! atronó el aire y se difundió roncando por las entrañas del bosque.

La prueba fue satisfactoria; y la escuna volvió dos horas después de su partida a echar el ancla con orgullo a la boca del río en que había sido construida.

Empezó en el acto a llevarse a bordo cuanto era necesario para el crucero. Fueron embarcados los marinos. Dieron la mano de la despedida al cacique y a los de su tribu, que debían quedar vigilando por allí. Y al caer de la tarde, como Henderson y Oxenhan lo habían dicho, el buquecillo se alejaba de las costas y quedaban sus autores irremisiblemente puestos en manos del destino.