Capítulo XXIX : Henderson y Oxenhan

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En medio del bullicio y alegría con que los Indios y los aventureros andaban mezclados en aquel paraje risueño, situado entre la costa del Pacífico y las cejas del espeso bosque, Henderson a lo lejos de la fiesta, caviloso y taciturno se había sentado al pie, de una acacia colosal cuyos flecos de flores blancas se mecían sobre su joven cabeza.

Juan Oxenhan, el duro marino, se le acercó sin ser sentido, y dejando caer en tierra la pesada culata de su arcabuz, en cuya boca apoyó sus dos brazos y su barba erizada de polos rojos, le dijo:

-¡Estáis triste, Milord! -con su voz bronca de marino plebeyo y desalmado.

Henderson miró sorprendido al verse arrancado así a las blandas cavilaciones que lo preocupaban; pero cuando vio que su agresor era Juan, el decano de la compañía, el papá de los marinos, el hombre de acción y de confianza que tenía el jefe, contestó con su aire amigable y tranquilo:

-Sí, Juan, estoy melancólico.

-¡Y yo también! -dijo Oxenhan con franqueza-, vos amáis a la capitana como yo amo a la contramaestra, y...

-¿Y qué... Juan? -dijo Henderson incorporándose animado y lleno de curiosidad.

-Y no estoy por esto de irnos lejos cuando tenemos aquí amigos y recursos para volver al Callao y para llegar hasta Lima también: ¡vaya!

-¡Estáis loco, Juan! -dijo Henderson afectando la incredulidad y la calma del hombre que no quiere ceder a una ilusión que le sonríe a pesar suyo.

-¿Estoy loco?... ¡Vaya! ¡Yo soy hombre ya, Milord!, y sé lo que digo.

-¡Explicaos entonces!, y sabed que si lo que pensáis es posible de realizarse por hombres, yo estoy pronto a emprenderlo aunque me tengáis por niño, contestó el lord con orgullo.

-Bien lo sabía yo, Milord, porque entiendo que en todo caso sería una vergüenza que no quisieseis hacer vos por la capitana lo que yo pienso hacer con vos, o sin vos, por la contramaestra, y por mi fortuna.

-¿Quién es vuestra contramaestra, Juan?

-¿Quién es vuestra capitana, milord?

-¿Queréis hablar de las bellas Limeñas que tuvimos prisioneras abordo? -dijo Henderson con embarazo.

-De la que os hizo prisionero a vos, y de la que me rindió a mí, Milord, le contestó el marino con su inalterable franqueza.

-¿Conque amáis... a Juana? -le dijo Henderson tomándole la mano con una viva emoción.

-¿Y que no soy de carne y hueso como vos? ¡Ah!, ¡diablo!, ¡cómo me hace brincar el alma su recuerdo! ¿Tengo razón o no, Milord?

-La tenéis, Juan; continuad.

-¡Digo que debemos volver a represarlas!

-¿Y nuestro jefe, Juan?

-¿Para qué diablo nos necesita? ¿No se perdieron ya los buques en que hacíamos falta? Por supuesto: ahora con él solo basta para llevar a Inglaterra su caracol. ¡Ya!, él es capaz de llevarlo por el aire si quiere; y si hemos de ir de balde, ¿no es mejor que atendamos a nuestro negocio? Ni él tiene derecho a impedírnoslo ni tentará otra cosa que disuadirnos; y sobre todo, que él quiera o no, yo me quedo a trabajar en estos mares.

Henderson se quedó pensativo, y después de un rato de silencio, le dijo Juan:

-Si llego a tener buena fortuna y hablo con la sujeta, ¿qué le diré de vos, milord? ¿Qué no tuvisteis el coraje de acompañarme?

-¡Cómo!... -exclamó el joven airado-, ¡mira! -agregó más tranquilo-, a ninguna parte iréis vos que no sea yo capaz de ir por delante.

-Si no fuera así, no hubiese venido a convidaros.

-¡Veamos tus medios! ¿Cuáles son tus miras y tus recursos?

-Vais a verlos, Milord, sois rico.

-Bien lo sabéis, es inmenso el botín que hemos hecho, y yo tengo en él mi parte.

-Y yo también. Ya veis, los dos somos ricos, y con eso basta.

-No lo creo así; necesitamos gente, buque y armas.

-Todo eso tenemos, Milord; cincuenta bravos marineros están prontos a seguirnos si os decidís: en esos grandes bosques hay maderas para una hermosa escuna; sobran Indios que nos ayuden a hacerla, y tenemos galafates que la construyan. ¿Armas, decís? ¿No están en el Pelícano todos los repuestos que tenía la Isabel y el Pashá? ¿Tomándolos nosotros, y sacando las tres culebrinas que van en la bodega, no aliviamos de carga al almirante?

-¡Vuestro proyecto, Juan, me sonríe! Hay riesgos, ¿pero qué importa?

-¡Hay riesgos!, ¡vaya un reproche! Dadme una escuna montada por cincuenta de nuestros bravos, y los Indios de esta costa, y me río de los riesgos; riesgos corre el que no tiene voluntad y vacila, Milord. Nosotros no los hemos de correr, estad cierto de ello.

Después de un momento de reflexión, Henderson se levantó con el semblante animado de un nuevo fuego.

-Soy vuestro jefe; ¡acepto vuestra empresa! -dijo al bravo marino- ¡y voy a decírselo a nuestro almirante!

Drake no era hombre de sorprenderse por lo arriesgado de una aventura. Su buen juicio, sin embargo, y su ojo perspicaz se chocó de aquella de que vino a hablarle su joven amigo, o hizo cuanto pudo por disuadirlo.

-Bien, señor -le dijo Henderson-, poned vuestra mano sobre vuestro corazón, y decidme no con la voz de la amistad, sino con la del valor y la audacia. ¿Creéis insuperable la empresa?

Drake pareció meditar por algún tiempo, al cabo del cual, dijo:

-Repetidme vuestro plan, Roberto.

-Vamos a construir dos escunas en el silencio de estos bosques y aprovechándonos de la quietud en que vuestra desaparición dejará estos mares, una en esta costa y la otra en el Atlántico, listas y armadas ambas, tendremos la de otra costa bien oculta entre el bosque de alguna abra inexplorada, como hay muchas según dice Oxenhan y los Indios que he consultado, y montando en la otra daremos algún golpe de mano sobre el Callao... y sobre Lima también, ¿por qué no?

-¡Os comprendo! -dijo Drake echando a Henderson una mirada de inteligencia.

-Tanto mejor, señor, comprenderéis así mejor la energía de acción y de voluntad con que obraré. En cuanto al golpe de mano sobre la costa nada temo: ha de salir bien, porque cincuenta de nuestros hombres sorprendiendo y asaltando son irresistibles. Pero suponed que somos rechazados, ganaremos nuestra escuna...

-Y si os dan caza y os urgen en el mar la abandonareis en esta costa, atravesareis el bosque hasta a otra escuna y os marchareis a Inglaterra, ¿no es eso?

-¡Eso es, almirante! -respondió Henderson con una mirada llena de brillo y de entusiasmo.

-¿Que queréis que os diga?, reconozco a mis discípulos en el proyecto. Pero quiero ser franco: eso, Henderson, es usar de grandes medios para miserables fines; es emplear el extremo arrojo para tentativas sin gloria ni grandeza y sin provecho; es desafiar la horca por una niñería, ¡en fin! Si os persiguen tendréis que abandonar aquí vuestro botín, y...

-¡Nada me importa eso, señor!

-Sin embargo...

-¡No continuéis, señor!..., esperad: ¿no me hacéis otra objeción?

-¡Ninguna otra! Pero es preciso estar loco, Roberto, para que menospreciéis toda su gravedad.

El joven guardó un obstinado silencio.

-Por fin -le dijo Drake-. Decidme hasta dónde llegará todo el sacrificio que sois capaz de hacer por mí, Roberto.

-Milord, oidme con atención y haced justicia al menos a los nobles motivos que me impulsan a otro destino que el que queréis darme; lo único que os ruego es, que sea cual fuere mi suerte, me conservéis a mí, o a mi memoria, el afecto con que tanto me habéis distinguido.

-Contad con él, Roberto, ¡para siempre!, contad con algo más, os lo juro por ese Dios que desparrama su vida entre los seres del mundo -dijo Drake de pie y alzando su sombrero con respeto-, ¡si sois desgraciado y prevalecen contra vos nuestros enemigos, contad con que Drake no bajará a la tumba sin haber hecho por vengaros a vos, el doble y triple, de lo que ha hecho por vengarse a sí propio!... -y Drake concluyó estas palabras con un tono imponente y exaltado.

-Gracias, Milord -le dijo el joven besándolo la mano con gratitud y emoción-. Pero no: no temáis, he de ser feliz; ya lo veréis, y juntos hemos de hablar al calor del patrio hogar de nuestras recíprocas hazañas.

-¡Dios os oiga, Roberto!..., decidme ahora, ¿por qué persistís en esta empresa?

-Señor, le entregué mi fe a ese ángel que habéis conocido, a doña Alaría, y ella me la juró eterna a mí. Mi corazón reboza, señor, a cada segundo con su recuerdo, y mis ojos no tienen más luz que los encante, sino su imagen: vivo en ella, señor, y ella vive en mí, porque la amo aquí dentro de mi pecho que no late, que no respira sino por ella y para ella. La voz del cielo, señor, me dice a gritos que ella también me ama así, y que tiene votada su vida, como yo, a mi amor o a su muerte. Yo no tengo dudas; me ama, me espera rodeada de perseguidores, porque así lo presiento, porque así debe ser, porque así lo esperaba ella misma y me lo decía: ¿Queréis que me envilezca a mis propios ojos desamparándola por cobardía o por egoísmo? ¿Queréis que sacrifique la débil tórtola que se ha librado a mi fe de caballero y de soldado, teniendo un medio que tentar en favor de ambos? ¿Queréis que tuerza, que exprima, que aprense mi alma para quitarlo gota a gota la pasión que la anima, y la exalta?... No puedo, no lo quiero, Milord. Convenceríais mi razón, me mostrarías por precio de mi infamia el trono mismo de Inglaterra, pero deberíais estar seguro que aún así yo resistiría, porque tengo dentro del alma el germen que eternamente me estaría diciendo al oído sin dejarme distracción ni reposo: «tuvistes la vileza de abandonar en medio de tus enemigos a la que los ofendió amándote: tuviste la infamia de dejar caer al sepulcro, sin correr a su socorro a la débil mujer que se dejó seducir por las exterioridades engañosas que ocultan tu bajeza.» No, Milord, ¡jamás!, ¡jamás!, porque yo la amo mucho, ¡la amo de veras!, os lo juro -dijo Henderson exaltado.

-Y bien, Roberto, me negareis que es muy presumible, por otro lado, que vuelta esa niña al seno de su patria y de sus amigos, mire como un ensueño todo lo pasado, y esté dispuesta a constituir su dicha doméstica con vínculos más tranquilos y más posibles que los que vos le prometisteis?

-Mi corazón protesta contra vos, y vuestras palabras, ¡Milord!

-Y, ¿qué puede saber vuestro corazón?

-Mucho más que vuestra cabeza, ¡Milord! A vos os falta el rayo de luz invisible de la simpatía y del interés, que pone en correspondencia a las almas que se comprenden, a los corazones que si aman, desde uno al otro confín del mundo; que habla dentro del uno con la voz del otro, y que hace sentir y saber la verdad. Vos lo ignoráis todo por consiguiente. Yo tengo ese rayo, y os puedo asegurar que vuestra sugestión es falsa, que María me ama y me espera confiada en mi valor y en la energía de mi lealtad y de mi pasión.

-Os vuelvo a preguntar, Roberto, ¿hasta dónde sois capaz de sacrificar vuestras pasiones por mí? Y sabed que cuando os lo pregunto creo en vuestra abnegación absoluta, porque así absoluta os la voy a exigir.

-¡Absoluta no, Milord! Os debo todo lo que soy; estoy dispuesto a dároslo todo después de lo que debo a mi querida.

-¡Esto es concluido, Roberto!, seguid vuestro destino y contad conmigo ahora, después y siempre!

-¡Gracias Milord, gracias! -le dijo el joven volviendo a besar con emoción la mano del pirata.

-Voy pues a revelaros algunas cosas que os podrán ser útiles en los riesgos que vais a correr: en Lima tengo amigos, cómplices o socios, por decirlo mejor, y es necesario que vos los conozcáis y que yo os acredite ante ellos para que os auxilien si fuese necesario en vuestros propósitos y dificultades. El principal de todos ellos es un antiguo partidario del rey Manfredo de Nápoles, que como sabéis sucumbió bajo las armas de Gonzalo de Córdoba; es un hombre de una figura repugnante de exterioridades humildes, detrás de las cuales se oculta una alma infernal, tenaz, vengativa, pasiente, insaciable: es descendiente de los .................... se hace llamar don Bautista, y pasa por boticario; es una llave maestra para todo. Yo lo conocí emigrado en Playmouth, había tenido que abandonar la Italia acosado de las persecuciones que sus tiranos dirigían sobre él. La rabia, la sed de la venganza desbordaban en su corazón. Hablamos y nos entendimos: él fue quien negoció mi alianza con la casa Onetto y Compañía de Cádiz, que tan vastos negocios hace con estas colonias, y por cuyo medio es que todos los corsarios, que cruzamos contra la España, sabemos los secretos de la secretaria de marina, donde hay fuerzas que evitar y galeones que sorprender. Este don Bautista, para asegurar mejor el éxito de esta empresa que ha sido preparada como veis, de mucho tiempo atrás, se ingirió en España, de España pasó a Lima, donde tiene una posesión ventajosísima para nuestros objetos, y ha enrolado nuevos amigos que nos sirven con suma utilidad. El Perú todo entero está cubierto de la raza indígena, y de bandas de indios fugitivos de la mita y de otros bárbaros vejámenes que les impone la codicia española. Este desorden interno favorece el éxito de los golpes de mano, y os puede servir de mucho, Henderson, si procedéis con prudencia y con habilidad. En fin, cuando nos separemos os premuniré de todos los medios que necesitéis y que hayan estado a mi alcance hasta hoy. Ante todo os voy a dejar bien entendido y arreglado con el cacique Cimarrón, porque es un amigo preciso, cuyo auxilio, es la base de vuestras operaciones.

Drake hizo llamar al cacique y lo comunicó la resolución de su teniente, recomendándole que le protegiera y ayudase con la misma amistad que a él le había consagrado. El viejo cacique miró con atención al joven, y volviéndose a Drake le dijo:

-¿Tiene mano firme y ojo claro como vos?

-¡Juzgaréis por vos mismo! -le dijo Henderson con altivés, y reparando en una águila que se cernía a una gran distancia sobre sus cabezas, tomó el arcabuz de las manos de Oxenhan, le apuntó, disparó, y el ave vino rodando sobre sí misma a caer a los pies del cazador.

-¡Hog! -exclamó el cacique, impresionado de la destreza del joven; pero agregó al momento-. La flecha del jefe no parte de sus manos, sino de su espíritu y de sus ojos, como la de éste -dijo señalando a Drake- y ésa es la que yo quiero saber si lanzáis bien a tus enemigos.

-El nombre de los hombres -dijo Henderson- es hijo de sus obras, y del favor de Dios. El jefe me ha distinguido por las mías, y veo que el favor de Dios no se esconde de mí, pues me permite verte y ser tu amigo.

-Veo que tenéis flechas para el corazón de tus amigos, y yo les abro mi pecho para que entren, alargándote mi mano en señal de la ayuda que te daré, cuando te quedes con nosotros y la necesites.

Drake sentía vivamente la separación de Henderson y de Oxenhan. Pero además de que quedaban terminados sus propósitos en el Pacífico, la pérdida de sus dos buquecillos hacía que no necesitase de sus servicios. Ellos además eran compañeros voluntarios de una empresa pirática en realidad; y en aquel siglo de individualismo y de fuerza personal era religiosamente respetada la independencia de cada uno para abrirse su camino o satisfacer sus pasiones a su modo y con sus propios medios. Sin embargo, Drake quiso hacer un esfuerzo todavía por retenerlos y se dirigió a Oxenhan. No obstante el nombre del viejo con que Oxenhan era conocido de todos los aventureros de aquella escuadrilla, es preciso tener presente que esta designación se dirigía a su pericia, más bien que a su edad, pues tenía apenas 40 años.

El viejo y rudo marino estaba sentado a la orilla del mar sobre unas peñas altas y erizadas de asperezas, en cuya base venía a estrellarse la ola con la gravedad acompasada de su reflujo; con la vista dirigida a los bajos horizontes del Océano. Oxenhan parecía hallarse embebido en una profunda meditación. Vio a su jefe venir hacia él; pero no cambió de posición, manteniéndose en una actitud de confianza, indiferente y amigable al mismo tiempo.

-¡Y bien, Juan! -le dijo Drake sentándose a su lado, y moviendo con la mano las pequeñas piedritas que formaban el piso a su alrededor-, ¿con qué nos dejas?

-¡Eh!..., vuestra gracia ya no se necesita de mí;... y yo... espero trabajar bien en estas costas.

-¡Cómo no he de necesitar de ti!?... ¿Te has olvidado de que hace diez años que estoy habituado a poner sobre tus hombros el cuidado de mis buques, cuando la fatiga me obliga a un rato de reposo?

-¡Eh!... -dijo Oxenhan torciéndose con el mayor embarazo-, yo no sé qué decir a V. S... ¡pero yo tengo que quedarme!... ¡no hay remedio!

-Veamos Oxenhan: yo no quiero obligarte a nada, pero yo también tengo mis derechos, mis viejos derechos, y no debo renunciarlos sin haberlos defendido.

-¡Es inútil, Milord!

-¡No!, eso lo veremos después: primero es discutir.

-¡Eh!... ¡yo no puedo hablar Milord!, y nunca tendré valor para deciros por qué os dejo: ¡ya sabéis que cuando Juan asegura una cosa, la hace!

-Dime Juan, ¿te acuerdas del día en que nuestros ojos extasiados, contemplaron por primera vez este mar que tenemos por delante, desde las alturas de aquellas montañas que nos separan del otro mar que tenemos a la espalda?

-Me acuerdo.

-¿Y no me prometiste entonces acompañarme en la empreza de cruzarlo?

-¡Os he cumplido, Milord!

-Aún no hemos terminado: ¡yo sigo adelante!

-¡Eh!... vais ya buscando el camino de la vuelta: ¡y yo me quedo!

-Es que me dejáis en medio aun de los peligros.

-Cuando empecé a navegar, erais un niño casi, erais pobre y oscuro...

-Soy pariente de los Drake de... -dijo Drake con rapidez y orgullo.

-No lo sabía -le contestó Oxenhan con indiferencia. Lo que recuerdo es, que ningún pariente os ha empujado hacia arriba; y que Juan Oxenhan os ha visto llegar hasta donde estáis, desde la lancha de un pobre pescador del Tavy. Os he visto y os conozco; y sé que para triunfar en vuestros propósitos no necesitáis de Juan: vos solo sobráis: yo soy franco, bien lo sabéis.

-¿Hablas Juan, como el mercader que rebaja el precio de lo que quiero comprar: a trueque de que te deje quieres pasar por inútil? Bien sabes que eso es poner en tus labios palabras sin verdad.

-Sea como fuere, Milord; ¡yo me quedo! El día aquel que ahora poco me recodabais, en que vimos este mar desde esas montañas, oí una voz que me dijo dentro de mí mismo, que aquí estaba mi destino; y después... ha habido cosas que me han convencido de que así es, ¡de que así debe ser! Con esto os digo todo. No me contradigáis.

-Hagamos una cosa, Juan -le dijo Drake después de un rato de meditación-, deja que mis derechos sobre ti luchen en campo igual, con los otros motivos que tengas para dejarme: echemos suertes, y resígnate a hacer lo que salga.

-¡No, Milord!, sería exponerme a faltaros y mentiros.

-¿De modo que...?

-¡No hay remedio! Me quedo.

-Pero es que me llevas a Roberto también: y eso...

-¿Qué queréis?... Juan necesita de un jefe, de un hijo a quien proteger y obedecer. Vos lo fuisteis. Pero hoy vais a ser Almirante gran personaje: estáis ya muy lejos de mí, mientras que sir Roberto empieza, y es digno de ser ayudado por Juan.

-Yo pensaba que no: yo pensaba que Juan era digno de ayudar al que pelea por la gloria de su pabellón, y contra los enemigos de su patria; pero no para servir amores pueriles.

-¡Eso es desleal Francis!... -dijo Oxenhan interrumpiendo al jefe-. Cada uno tiene su secreto y su derecho delante de Dios.

-Juan: yo parto mañana -le dijo Drake desentendiéndose y levantándose-. ¿Te quedas?

-¡Me quedo, Milord!

-¿Te quedas, Juan? -le repitió Drake apoyando su mano en el hombro del marino, y moviéndolo con emoción.

-¡Sí! -contestó éste inclinando su cabeza.

Drake se dio vuelta silencioso y contrariado. Juan Oxenhan se quedó sentado delante del vasto horizonte de la mar del Sur.