La novia del hereje/XXXI
Capítulo XXXI : Las ruinas de Pachacamac
editarLos dos jefes de la empresa pusieron una suma vigilancia en evitar todo encuentro y no ser apercibidos. Lo que no les fue difícil, visto que los españoles habían contraído sus connatos a guarnecer el Estrecho suponiendo que Drake debía volver por allí. Atónito el brigadier Sarmiento de que no apareciese en aquella salida que se juzgaba inevitable, cuando era ya notorio que había desaparecido de las costas, se confundía en dudas y conjeturas, hasta que una voz vaga y anónima empezó a llegarle de todos los rumbos noticiándole que Drake había seguido el derrotero de Magallanes; y que era probable que mientras él lo estaba esperando a su salida, el impávido pirata andaría saqueando los inchimanes de la India y aterrando impunemente los suntuosos establecimientos que españoles y portugueses tenían en los mares de Asia.
En cuanto pasó la primera idea de esto por la mente del Brigadier, concibió la más íntima conciencia de su verdad, y se declaró burlado. Pero, hábil y tenaz también en sus empresas se afirmó en la idea de que sólo colonizando el estrecho de un modo estable, lograría la España evitar la repetición de semejantes atentados; y convencido de que ya no le era dado medirse con el pirata, en vez de volverse a Lima se hizo a la vela para España a fin de solicitar del rey Felipe una escuadra, tropas y colonos con que afirmar para su corona la clausura del Pacífico.
Esta singular coincidencia, que por cierto no es de invención nuestra sino un dato eminentemente histórico venía a favorecer de un modo práctico la empresa de Henderson; que sin saberlo él, debía hallar toda la costa desprovista del armamento dado al Brigadier, y entrega, da de nuevo a una completísima confianza.
Era el 24 de mayo de 1579: el sol escondía ya hacia el poniente, en las dilatadas aguas del Océano, su ancha faz de fuego, y alzando sus últimos rayos al vacío decoraba con sus pálidas vislumbres las nubes, que, echadas a lo largo de los Andes, parecían con sus matices de rosa y nácar el manto opulento que cubría el cuerpo colosal de la América dormida sobre el mar.
Un pequeño barquichuelo envuelto con las sombras proyectadas por la tierra se balanceaba bordejeando prudentemente por entre los escollos de las costas. Más bien que nave parecía el cuerpo opaco y negro de una ballena: era La Fidelidad próxima ya a echar en tierra a Henderson y Oxenhan por la rada pequeña y solitaria de Chorrillos, situada unas pocas millas al sur del Callao.
En efecto: así que la noche cubrió de completa oscuridad el Océano, La Fidelidad afirmó su proa de bolina y renunciando a la indecisión de sus bordejeadas enderezó rápidamente hacia adentro, y echó el ancla a una distancia prudente de la tierra.
Desprendiose poco después un botecillo en el que Henderson y Oxenhan, con cuatro marineros, se llegaron a la orilla; y no bien tocaron, cuando se les presentó un cholo que les dijo en español.
-¡Bajad y seguidme!
-No es posible eso todavía -le respondió Henderson: tenemos que bajar el resto de la gente-, hemos venido a ver si estaba el guía.
-Yo soy el guía.
-¿Cómo os llamáis?
-Mateo.
-A ver vuestra seña.
-Me han dicho que os diga «Desde Nápoles»; ¿y la vuestra?
-«Desde San Juan de Ulloa.»
-Eso es: desembarcad, pues, pronto vuestros hombres para aprovechar del tiempo.
-¿Cuántas horas desde aquí a las Ruinas?
-Cinco de camino continuo.
-Bien: ¡esperadnos!
Henderson hizo bogar de vuelta con toda prisa, y llegó en unos pocos segundos a su buque. Escogió cuarenta hombres, y dejó abordo diez al mando de Suttonhall, eligiéndolos de modo que quedasen repartidos en ambas partes y en debida proporción, los más bravos y prudentes. Si arriesgada era la empresa de tierra, no era menos capital el servicio y la vigilancia que tenían que hacer los de la escuna: porque de ella dependía que se completase el éxito del atrevido golpe de mano que se proponían dar. Sólo esto pudo hacer que Suttonhall se resignase al rol que le imponían.
Los piratas desembarcaron con la mayor rapidez. Cada uno de ellos llevaba un lío de carne seca y un pequeño tarro de aguardiente. Henderson los ordenó en una fila de a dos de frente, y colocándose él a la cabeza, mandó echar al hombro los mosquetes, y se pusieron en marcha, siguiendo al baqueano, sin más ruido que el que harían sus pasos acompasados sobre las pequeñas fracciones de pizarra que tapizaban todo el camino.
Empezaron en esta forma a subir por las pendientes de un grupo magnífico de colinas, y dejando un poco a la derecha Morro Solar, remontaron las pendientes onduladas con que el terreno desciende hasta las orillas del mar. Caminaron en silencio durante algunas horas, abrigándose de las desigualdades de las colinas y del fondo de los barrancos, hasta que desembocaron en la planicie espléndida de Lurin; desde donde vieron las masas informes de los Andes, levantándose al naciente, como una negra barrera al través de la oscuridad diáfana de la noche tropical.
Algo de fatídico ofrecía a la imaginación el cuadro, aquel que formaba el pequeño grupo de aventureros, marchando atrevidos al favor de la noche hacia las impenetrables sombras del laberinto de montañas erizadas que tenían a su frente.
El guía que los encaminaba no había pronunciado una sola palabra, ni había vacilado un solo instante en su marcha; pero después de haber andado algunos minutos por el valle, se volvió repentinamente a Henderson y le dijo, apuntando con el dedo hacia adelante: «¡Pachacamac!» Henderson se agachó para percibir mejor, y distinguió en efecto, a corta distancia, una colina que parecía coronada de vastos edificios. Excitados también por la curiosidad los marinos que los acompañaban, conturbaron un poco la regularidad de su marcha para mostrarse unos a otros la colina, repitiéndose. -¡Ruinas!, ¡ruinas! en una voz baja misteriosa.
Eran las Ruinas de Pachacamac, -La ciudad antigua y santa de los Peruanos, afamada hasta muy poco antes por las suntuosidades del Culto que allí se daba al Dios Ser que le daba su nombre, y al Dios Viracocha, o Espuma luminosa del Mar. La inmensa y opulenta ciudad yacía ahora derrumbada al derredor de la colina en que antes había ostentado sus grandezas, mirando, por decirlo así, desde la tristeza de su sepulcro, las coquetas gracias con que Lima se alzaba joven y floreciente a unas pocas millas en el mismo valle.
Pachacamac había sido para los peruanos lo que Jerusalén para los cristianos, lo que la Meca para los musulmanes, el objeto de las peregrinaciones de los devotos, que en grandes comitivas venían incesantemente de todos los rincones del imperio a rendir sus ofrendas y recibir los oráculos del Dios. Se opina que el templo y el culto que daban su fama a la ciudad era más antiguo que el dominio de los Huincas; que era el de las razas primitivas del país; y tan arraigado en ellas que Manco Capac al conquistar el Perú creyó oportuno contemporizar con él, contentándose con levantar otro magnífico templo al sol -la espuma lucida del Mar, al lado del de Pachacamac.
Las riquezas que los dos templos habían antes encerrado no tenían cálculo. Baste decir, que un español que los vio de los primeros, hablando de la puerta del santuario, dice: «estaba muy tejida de cosas de coral y de turquesas y de otras piedras preciosas.»
Un magnífico palacio residencia de los Huincas, cuandovenían a presentar sus devociones se alzaba allí también.
El culto de Pachacamac y de Viracocha había excitado toda la indignación y la codicia de los españoles. Hernando Pizarro vino el primero, derribó los ídolos, saqueó los templos y las casas, e hizo abandonar la ciudad que en pocos años perdió sus techos y quedó en ruinas.
Como aquellas ruinas ocupaban un lugar solitario y apartado del valle era por lo general abrigo de una u otra partida de ladrones o de fugitivos que se ocultaban dentro del laberinto que formaban las paredes derrumbadas, las habitaciones, y sobre todo los intrincados y numerosos subterráneos conque toda la colina estaba minada.
La extensión de estas ruinas era entonces como de dos millas, pues su circuito bajaba por la pendiente de la colina y ocupaba una gran parte de la quebrada. Después la agricultura y el valor que ella ha dado a esos terrenos, han hecho desaparecer hasta sus vestigios, y han venido a hacer imposible todo estudio arqueológico sobre su naturaleza y sus materiales.
Al subir la columna y pasar por debajo de una de las portadas de piedra macisa que se hallaba en pie, Henderson no pudo menos que sentirse profundamente impresionado por la atmósfera de muerte, de silencio y de antigüedad que manaba de aquellas paredes mustias y solitarias. Las sombras de los Huincas, que tantas veces habían mostrado allí los resplandores de su poder y de su magnificencia; las de los Grandes Sacerdotes de Viracocha, que desde el impenetrable misterio del Santuario repartían los oráculos del Dios a los innumerables peregrinos de todas las razas del imperio que venían a postrarse en las pendientes de la colina; las sombras de los millares de víctimas que allí habían sido sacrificadas por las feroces preocupaciones de la idolatría, todo se agolpaba a su imaginación; y a medida que se internaba y que el eco sepulcral de las ruinas le remedaba el paso, Henderson creía ver por momentos hasta la imagen grotesca de los ídolos, revolando por aquellos recintos y haciéndole mil gestos y mil contorsiones extravagantes.
Cuando estuvieron al borde de las ruinas, Mateo hizo que los ingleses se ocultasen tras de unas tapias llenas de tunales, y se introdujo solo, diciéndoles que le aguardasen. Registró con prudencia y con cuidado todos los rincones por donde quería pasar, y se bajó a un vasto subterráneo, en el que prendió luz valiéndose de un yesquero y de una fibra de pajuela. Lo examinó todo al favor de la luz, y cuando quedó satisfecho de que el subterráneo estaba solo, volvió a buscar a los aventureros, y los hizo entrar y ocultarse en él.
Henderson acomodó su gente y la mandó descansar; mas él volviendo a salir con Oxenhan y con Mateo, se informó cuidadosamente de todos los alrededores, de las entradas y salidas de las ruinas, de los lugares más oportunos para poner espías y centinelas, hasta que bien satisfecho, colocó en ellos a los más vigilantes y fieles de entre sus compañeros: hecho lo cual, se volvió a descansar dejando a Oxenhan despierto; Mateo mientras tanto, salía solo de las ruinas, y haciendo un largo rodeo por el valle, tomaba el camino real que baja a Lima desde el interior de la montaña.
Oxenhan hizo encender en el centro de la gruta un hermoso fuego después de haber mandado al hombre que vigilaba en la abertura exterior que la cubriese bien con un encerado. Sacó una buena botella de brandy, unas cuantas galletas, un pedazo de queso, y dijo a sus marinos:
-¡Ea, hijos!, ¡aquí está la opípara cena! -echando brandy en algunos vasos de lata que puso a su alrededor.
Los marinos no se lo hicieron repetir dos veces, acudieron festivos a la invitación, y sentándose por el suelo en derredor del fogón, comenzaron a beber del restaurante licor.
-¡Aquí estamos, camaradas! -les dijo Oxenhan, dejando el vaso que acababa de empinar, y saboreando el trago con ese ruido especial de los labios, con que un aficionado sabe el buen licor-, aquí estamos prontos a dar un manotón que nos ha de envidiar, no digo el Papa que vive de la trasquila de sus millones de ovejas, sino el gran turco que es el potentado más rico del universo.
-A ti, al menos, pudiera que te lo envidie; pero a nosotros...
-¿Y porqué lo dices Willy? -le preguntó Oxenhan con zonga.
-Porque, más o menos, sabemos lo que vienes a buscar.
-Pues si lo sabéis, debáis hacer que tu lengua fuese leal secreto de tus amigos.
-¡Vamos!, ¡no te enojes, Juan!, ¡venga un trago!
-¡No quiero!..., chancearte así es ofenderme.
-¡Pues bien!..., me castigaré poniéndome a tu lado en el asalto para ayudarte o para morir contigo.
-No: júrame más bien que si yo perezco, salvarás el tesoro que yo lleve en mis brazos.
-Sí juro: venga la Biblia.
Juan sacó entonces de su bolsillo un libro pequeño, que contenía en letras menudas todas las sagradas escrituras; y poniéndolo sobre la palma de su mano la extendió hacia Willy. Todos los circunstantes se descubrieron poniéndose de pie; y Willy hizo con seriedad y abnegación el solemne juramento que Juan le había pedido:
-No puedes figurarte lo que me tranquiliza esa promesa, Willy: eres valiente como un león, y sé que puedo fiarla a tus manos si perezco.
-¡Venga el trago!..., ¡ni tú ni yo hemos de morir a manos de papistas, Juan! -le dijo Willy con desembarazo.
-¡A mí no me importa!, toma el trago -agregó echando brandy en el vaso-, lo que sé, es que no nos han de vencer: que muera alguno no es ni extraño, ni cosa de llorar: triunfemos y basta; por eso te digo que si yo muero, como sé que el triunfo ha de ser nuestro, me la salves.
-¿Y por dónde estará el palacio del Obispo, Juan? -le preguntó otro marinero.
-¿Y para qué?
-Porque yo quiero ir por ahí: he oído decir que los Obispos de esta tierra tienen riquezas inmensas en pedrerías y otras alhajas.
-No, no, no -dijo Juan-, camaradas, dejemos de bromas: nuestra salvación consiste en nuestra unión: el que se separe es perdido: ¡todos a una o sucumbiremos! Tenedlo bien presente. Si todos obramos juntos, bajo la acción del jefe, sin cuidarnos de otra cosa que de seguirlo y obedecerlo, el resultado será espléndido, yo os lo prometo: tenemos inmensas riquezas con que recompensaros; y mucho que levantar, además, por el camino.
-¿Y porqué no damos el golpe? -preguntó otro.
-Porque es preciso combinar muchas cosas -contestó Juan; dejad al jefe que se arreglo y veréis.
-¿Haremos una sorpresa?
-¡Por supuesto!, y la haremos a media noche, luego que sepamos el lugar sobre que debemos caer de improviso.
-¡Oh!, será magnífico: ¡echarnos de repente sobre la opulenta Lima!, saquearla, aterrarla y desaparecer como si fuésemos brujos, ¿no es eso?
-Eso mismo.
-¡Espléndido!, ¡esta empresa será Juan tu obra jefe!
-Si la logro me retiro del oficio.
-¿Y por qué?
-Porque no quiero abusar del favor de Dios, y le he prometido pasar el resto de mis días, dándole gracias por los grandes beneficios que me ha dispensado.
-¿Y si no la logramos?
-¿Si no la logramos?... -dijo Juan incorporándose irritado-, ¡no!... eso es imposible. A ver los vasos: ¡vaya otro trago!, y dormid para tener fuerzas y arrojo; que yo voy a velar hasta que el capitán me releve.
Los marinos, dóciles a la voz de aquel amigo acostumbrado a mandarlos, fueron echándose por el suelo alternativamente; y se durmieron con aquella prontitud que es peculiar de los hombres fuertes y habituados a los trabajos personales.
Solo Juan Oxenhan se quedó sentado al lado del fogón, que reducido a unas cuantas brasas, esparcía apenas un débil fulgor por aquel tétrico subterráneo. Juan cavilaba: sentado en el suelo, con sus piernas dobladas por delante, tenía una mano tendida sobro su rodilla, la otra sobre su boca, la mirada fija en el brillo amortiguado de los tizones. El silencio del recinto era completo.
Al cabo de un rato, Juan sintió un leve movimiento, allá en el fondo de la oscuridad del subterráneo, y apenas había fijado su vista hacia ese lado para percibir la causa, cuando vio a Henderson que vino a sentarse junto a él, y que le dijo brevemente:
-Vete a dormir un poco, Juan.
-Imposible: no puedo dormir.
-¡Yo tampoco! -le dijo Henderson-, mi cabeza arde con un volcán de dudas y de esperanzas, y mis ojos centellean en la oscuridad, sacudidos por la fiebre.
-Así mismo estoy yo; tengo aquí una batalla -dijo Juan poniéndose la mano sobre el corazón.
-¡Quién lo hubiera pensado!... yo te creía incapaz de amar otra cosa que la mar y sus tormentas, que el asalto y el abordaje.
-¡Y yo también lo creía!... ¡pero Sir Roberto me había engañado!... Desde que vi a ese demonio de muchacha con sus dos ojos grandes y penetrantes como el calor del aguardiente, empecé a vivir como ebrio, Sir Roberto: distraído, triste, impasible, desconsolado, y sin más que un solo deseo.
-Ése es el amor Juan -le dijo Henderson pensativo.
-¡Pues es una cosa infernal, Sir Roberto!... Es abominable y es sublime al mismo tiempo.
-¡Sí Juan!, se padece y se goza al mismo tiempo, gozáis en matirizaros, y os martirizáis en gozar.
-¡Voto a Baco!, ¡que Dios no ha sido muy generoso conmigo echándome en la boca esa gota de veneno!
-¡Juan!... ¡Blasfemas!, seamos justos, pensemos por un momento en lo que será de grande nuestra dicha si logrando sacar en nuestros brazos a la querida de nuestra alma, la oímos bendecir nuestra constancia con sus hermosos labios y bañarnos con sus miradas.
-¡No me volváis loco, Sir Roberto! -le dijo Juan Oxenhan arropado y tapándose los ojos con las manos.
-¿Y por qué?..., ¿por qué no hemos de tener nosotros esa dicha que un sin número de mortales gozan en la tierra?, ¿nos faltaría el arrojo?
-¡Jamás!
-¡Pues con él seremos también felices!... El amor de María es mi vida: llenar la niña de mis ojos con la luz celestial que despiden los suyos, hacer palpitar mi apasionado corazón con el rayo fugaz de su mirada, percibir anhelante una sonrisa de sus labios, recoger sus palabras, ¡he ahí Juan, he ahí Juan, lo único que para mí se llama vivir!... ¡Ah, si lograra alguna vez estrechar mis labios contra los suyos, y beber el néctar que exhala su corazón!..., ¡si pudiese tan solo estrechar su mano contra la mía para decirle te amo, con los latidos de mi alma y oír el mismo te amo con los latidos de la suya... ¡Juan!... ¡Juan!... eso solo sería vivir para mí... La vida sin esa esperanza, después de haberla conocido me parece inconcebible.
-¡Ah, Sir Roberto! -le dijo Juan con tristeza-, ¡yo no soy tan feliz como vos!, ignoro si soy amado:... yo no soy amado; porque ¿cómo ha de amar ella a este marino tosco y ordinario, que ni siquiera supo decirle una sola palabra, un solo halago?
-¿Qué dices, Juan?..., ¿aún no sabes si Juana te ama?
-¡Ni le he dicho siquiera que la amo! -respondió el marino con vergüenza.
-¡Oh!..., ¡vuestra abnegación es entonces sublime!
-¡Pero si no me amase!...
-Sí: os amará Juan, porque vuestra alma es hermosa.
-¡Mi alma!..., ¿de qué sirve que lo sea, si los huracanes del mar y los ardores del sol han hecho más sucio todavía el ropaje con que la vistió Dios al echarla al mundo?
-Estáis engañado, Juan: el amor nace y crece en el alma, y las bellezas del alma se comprenden:... creo seréis comprendido.
-¡Ojalá dijerais verdad!
-Poco falta para que lo sepas: a dos pasos de ellas estamos: depende de nuestro valor el salvarlas: y las salvaremos, ¡porque ambos lo hemos jurado!, ¿no es verdad?
-Yo iré a donde vos vayáis, Sir Roberto.
-A la Inquisición: ¡dónde los bárbaros las han encerrado por el crimen de haberos amado!
-¿Qué decís? -exclamó Juan indignado-, ¿cómo lo sabéis?
-Por el guía que nos trajo.
-¡Pronto allá, Sir Roberto! -exclamó incorporándose como un coloso.
-Pronto, será tiempo Juan.
-¡Es preciso que sea al instante!
-No: tenemos que esperar el aviso de nuestros amigos: Pero yo te juro, Juan, ¡que iremos a tiempo!... y cuando nos lancemos será a todo trance: ¡a dejar nuestras vidas con ellas, o a arrancarlas de sus tiranos!
-¿Y si las sacrifican antes? -dijo Juan con ansiedad.
-¡No por Dios!...
-¡Aprovechemos de los instantes, Sir Roberto!
-Recuerda Juan que eres tú mismo quien me lo dijo: «la prontitud del jefe, no es la que se traga el tiempo, sino la que lo envuelve en su enérgica prudencia.»
-Es verdad... pero hay momentos...
-¡Confía en mí!... Mi pasión no es menos violenta que la tuya... Se trata de vencer y no de morir, Juan..., y solo yo sé el sacrificio que hago resignándome a la prudencia.
-Hacedlo e imponédnosla, señor; ¡vuestra prudencia es nuestra égida! -dijo Juan inclinando su cabeza.
-Pues bien, Juan: id entonces a relevar los centinelas, para que descansen a su vez: conservar el vigor de nuestra gente, es lo vital por ahora.