Capítulo XXI : Lima a ojo de rata

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Mercedes, nombre que preferimos hoy al de Sinchiloya, por ser el primero con que nuestros lectores conocieron a esta importante actora de nuestros sucesos, salió del convento de San Francisco con el alma llena de una cruel inquietud. ¿Fracasaba o no el medio supremo que había empleado para salvar a doña María?... Ella estaba resuelta a todo; lo iba a hacer como lo había dicho; y su conciencia le decía por intervalos que el padre Andrés no sería bastante osado para arrostrar la denuncia de sus pasados crímenes. Mujer de alma ardiente, de una voluntad indómita o inquieta, de una actividad febril, conocedora de la sociedad limeña como de las arrugas de sus manos, tenía aún mil otros medios que poner en juego para lograr sus fines, y había salido con la resolución de no descansar hasta haberlos empleado todos. Sea efecto de su carácter, del respeto con que las clases bajas miraban su noble filiación en los tiempos de los Huincas, de la generosidad con que disipaba sus ganancias y su tiempo en provecho de los placeres o de las necesidades de sus conocidos; o sea en fin el predominio natural de su alma franca y dominante, de su valor para emprender intrigas de riesgo, de su habilidad y de su impavidez para conducirlas y desatarlas, de su audacia para obrar, de su acierto para aconsejar, de su presteza para ayudar y proteger, el hecho es que esta mujer era el resorte de una gran parte del pueblo bajo de Lima, y que sus relaciones con la jente de tono, aun que misteriosa, y tal vez no muy puras, eran poderosas por la naturaleza de los hilos y de las complicaciones que la ligaban a mil familias de su influjo.

Sus esperanzas no se habían realizado del todo sinemnar sus amenazas, salió a la calle y se dirigió a la casa de don Felipe Pérez y Gonzalvo. Marchaba deprisa; pero a cada momento se volvía hacia atrás o indagaba con esmero si la seguían o la espiaban. Cuando ella creyó que había dado bastantes rodeos para estar segura de que no, fue a golpear con infinitas precauciones la puerta del padre de doña María.

La había tocado apenas, cuando el mismo anciano preguntó del lado de adentro con una voz cauta y dolorida, quien llamaba.

-Soy yo, señor: soy Mercedes -le respondió ella; y la puerta se abrió al instante sin ruido.

-Buenas noches, señor -agregó dando a su voz el tono de la simpatía y del dolor.

-Buenas noches, hija -le respondió el anciano; y tornó a pasearse silencioso por su patio, quedándose ella también parada junto al lugar en que él venía a dar la vuelta. Al cabo de un rato de estar así, don Felipe, sin detener el paso, le dijo:

-¡Ya ves, Mercedes, el estado a que me ha traído el poco juicio de la María!

-¿Qué dice su merced, por Dios? ¿Que culpa tiene ese ángel, cuando toda la causa de estas infamias no es otra que el deseo de robar a su merced?

-¡Calla, hija, por Dios! -dijo don Felipe con una emoción visible-, ¡no repitáis semejante cosa, porque consumaríais mi perdición!

-Es que yo lo puedo decir, señor, sin ningún riesgo y ahora mismo vengo de decírselo al Padre Guardián de San Francisco... ¡Desgraciado de él si no devuelve la libertad a mi María!, ¡desgraciado de él: se lo juro por el ángel de mi guarda!

-¡Hija, tú deliras!, ¿qué es lo que has hecho?, ¡Dios mío!... ¿Al Padre Andrés?

-¡Sí, señor, al Padre Andrés!, ¡y no deliro!... De eso precisamente he venido a hablar con su merced... Ese fraile es un malvado; pero yo tengo con que enfrenarlo: espero que no se atreverá a seguir adelante persiguiendo a María después de lo que le he dicho. Mas no hay que fiarle todo a él, porque es astuto; y es de esperar que a la hora de ésta esté rumiando algunos proyectos con que vencerme. Lo que yo puedo asegurar a su merced, es que de él a mí, vamos de fuerte a fuerte; estoy cierta que su voluntad, hoy, es ceder a las intimaciones que acabo de hacerle; lo único temible es su orgullo, porque antes que ceder puede preferir el perderse; y eso no llena mi objeto que es salvar a María. Si yo pudiese hacer venir la suspensión de los procedimientos de otra parte, de modo que él salvase su orgullo, todo se habría logrado, señor; y podríamos lisonjearnos de haber vencido la inicua trama que le han tejido a su merced. Yo tengo un medio: tengo como poner de nuestra parte al Fiscal Estaca; como hacerlo vacilar, al menos; pero necesitaría diez mil duros tal vez... y mi caudal está muy lejos de alcanzar hoy a eso.

Don Felipe se había parado y la escuchaba con atención.

-¡Si su merced quisiera proporcionármelos!

-¿Pues no he de querer, Mercedes?... Pero, ¿estáis segura de no ser burlada después que entreguéis la suma?

-¡Oh!, eso déjelo su merced a mi cargo..., ¡respondo con mi vida!

-¡Bien, hija!... Entra: te la voy a dar -dijo el viejo con reserva.

-¡No, señor!..., me guardaría muy bien de andar ahora con esa carga. No he venido si no a saber si puedo disponer de ella.

-¡Puedes!, ¡puedes!

-Eso basta... ¡otra cosa es necesaria, señor!, es preciso que su merced ruegue, pida, suplique e implore sin cesar al señor Virrey porque dé una orden de suspensión.

-¡No puede, hija! -dijo don Felipe desanimado: no tiene poder para ello, y el Padre Andrés le rehusará toda intervención.

-¡No importa, señor!, algo es preciso hacer; y yo estoy cierta que el Padre Andrés tomará ese pretexto para acceder salvando su orgullo..., ¡algo señor!..., ¡que hagan algo vuestros amigos, si los tenéis!... y si no los tenéis, no desmayéis; dejadme a mí sola..., ¡y veréis si hago yo!

-El señor Virrey ha estado sumamente bondadoso conmigo: está lleno de pesar por lo que me pasa: lleno de inquietud por la naturaleza de las intrigas que los herejes traman en Lima, y de los agentes que evidentemente sostienen, pero está penetrado de que mi hija y yo somos ajenos a esas maldades... A veces te confieso, Mercedes, ¡que pierdo la cabeza!... se me pierde el juicio mismo que voy a formar de las cosas: ¿no ves la tentativa que esta tarde misma han hecho dos herejes enmascarados para salvar a la María qué pensar de ella, pues, ¡Dios mío!

-¿Qué herejes, ni qué herejes, señor?..., todos esos son sueños, calumnias de los malvados para levantar persecuciones y secuestros..., quien ha hecho hoy esa tentativa ha sido don Manuelito de acuerdo conmigo y ayudado por Mateo; conque vea su merced si hay juicio, si hay razón en creer esos absurdos.

-¿Manuel, decís?

-Don Manuelito: ¡sí señor!, el sobrino de la señora.

-¿Pero qué no sabe el infeliz el peligro de muerte a que se ha sometido?

-Lo sabe y lo arrostra, señor; porque es noble de corazón, y no como el marido que su merced buscó para su hija separando al gentil americano por un desconocido que...

Don Felipe tornó a pasearse con precipitación, y como si lo afligiesen los remordimientos, exclamó:

-¡Calla!, ¡calla!, no me martirices, ¡que hartos dolores tengo sobre el alma!

-Es verdad, señor, no es tiempo de recriminaciones ahora es tiempo de obrar. Su merced debía correr ahora mismo al palacio: declararle al señor Virrey que acaba de saber que es don Manuelito el enmascarado a quien han creído hereje; pedirlo su perdón en atención a su juventud y a la pasión que arde en su pecho; y que eso sirva al menos para hacerle despreciar esos absurdos rumores que se han levantado, fomentados por la iniquidad para explotar la alarma, el terror y las pasiones de la multitud.

-Comprendo la sensatez de vuestro consejo; y voy ahora mismo a decírselo al señor Virrey.

-¿Va su merced a verlo?

-Estoy citado para las nueve, y el señor Arzobispo irá también para ver si algo se combina que contenga la tiranía con que el Padre Andrés se ha echado de repente sobre mi casa.

-Corra su merced: eso me da alientos... yo voy también a poner en movimiento resortes poderosos

-dijo, y se dirigió a la puerta con prisa-. ¡Adiós, señor!

-Adiós, Mercedes -le respondió el anciano con voz grave, cerrando la puerta con la misma prudencia con que la había abierto.

Ligera y contenta al mismo tiempo iba Mercedes con paso tan leve que no hacia el menor ruido: se deslizaba al ras de las paredes cubriéndose con las sombras de la noche y con los recovecos de las ventanas y portadas, como la perdiz silenciosa que se esquiva del cazador por entre la yerba de los campos.

Atravesó así una gran parte de la ciudad de Lima oyendo a uno y otro lado los sonidos del clavecímbano que revelaban el genio festivo y negligente de aquel pueblo, que subdividido por la noche en cien tertulias caseras, se abandonaba a la danza y al canto con todas las imprevisiones de la pasión del candor y del ocio.

Mercedes, reflexionando quizás sobre las caprichosas desigualdades con que cada día cae la suerte entre los hombres, se dirigió a las orillas del Rimac en demanda del puente. Cuando creyó estar segura de que nadie la seguía subió la rampa y atravesó al otro lado del río, ocupado en su mayor parte por ranchos de pobres gentes y por quintas.

En uno de estos ranchos había también fiesta de baile al parecer: tenía dos ventanillas a la calle que en vez de rejas estaban resguardadas por algunas varas de madera cruzadas entre sí: la puerta estaba cerrada; pero por las ventanas, entreabiertas para disminuir en algo el calor y la densidad de la atmósfera interior, podía distinguirse entre el humo de los cigarrillos una alegre y bulliciosa reunión de gentes del pueblo que bailaban, gritaban y se revolvían en desorden allí dentro.

Mercedes se acercó a la rendija de una de las ventanas, y estuvo mirando atentamente lo que allí pasaba como si tratara de reconocer a alguien.

La fiesta tenía por objeto y por causa el velorio de un angelito. Y en efecto: por la parte de adentro y en la testera del cuarto se veía una mesa tendida con un paño blanco, y adornada con moños de cinta celeste, con recortes o estrellitas de papel dorado con festones de cuentas de vidrio y con mil otras zarandajas deslumbrantes. Todos estos accidentes servían de adorno a un pequeño ataúd forrado de celeste por de fuera y ribeteado con cintas blancas, que contenía el yerto cadáver de una criatura de dos meses, que había muerto dos días antes, y que andaba por el barrio, prestado de noche en noche, sirviendo de motivo a la danza y al canto, en conmemoración de lo que su alma inocente estaba gozando allá en el Gloria.

Frente por frente de la mesa y del ataúd, una chola descocada y bizarra pulsaba con gracia las cuerdas de una harpa corpulenta y tosca, cuya caja se extendía desde el hombro izquierdo de la tocadora hasta tres varas más allá de sus pies; y ella, al mismo tiempo que tocaba sus aires agitanados, removía en su boca al compás mismo de la música un grueso cigarrillo, del que se desprendían, por el extremo izquierdo de sus labios, fantásticas columnas de humo que iban a condensarse como la aureola del vicio, sobre la copa de su ancho sombrero. Dos mujeres de la misma calaña cantaban grotescamente al son de aquella música, y golpeando con arte sobre la hueca caja del instrumento, levantaban un repiquete incitador y bullicioso, como el del tamboril de los bailes africanos, con que acompañaban su canto dándolo una expresión indefinible de lascivia.

Cantaba con ellas también un individuo que a los accidentes del trajo masculino reunía circunstancias especialísimas del sexo femenino. Era una especie de término medio indefinible entre la mujer, el muchacho y el hombre, imposible de caracterizar con propiedad. Lo que más sorprendía era que en aquella reunión había otros quince o veinte individuos de este mismo género, que hacían al parecer el papel de mujeres o de apéndice de mujeres por lo menos; siendo probable que esto hubiese dado margen a que se les diese el nombre expresivo de Maricones, con que desde entonces eran ya conocidos en Lima los de esta ralea.

La baja coquetería de sus modales, el provocativo y afectadísimo pudor con que andaban blandiendo sus cinturas entre los hombres, y su hablar remilgado y enfadoso, producían en el alma una sensación de asco moral parecida a la que produce una inmundicia en una persona digna y delicada.

Todos ellos eran azambados de color. El cabello largo y dividido en el centro de la cabeza como el de las mujeres, caía sobre los hombros por ambos lados, ensortijado en los unos, o suspendido tras de las orejas en los otros. Llevaban desnuda la garganta; y el pecho estaba apenas cubierto por un camisolín de batista sin más cuello que un angostísimo encaje plegado con muchísimo esmero, y tomado por delante con una cintita de color. Una chaquetilla de raso bien despechugada, y bien ceñida en la cintura: un pantalón de coco blanco muy plegado en las caderas, y tan estrecho en la garganta del pie, que solo entraba al favor de un tajo lateral que después ajustaban con un moño de cinta: medias de seda y zapatillas de raso; eran las piezas que completaban su traje. Por sentado, que jamás les faltaba de las manos el rico pañuelo blanco de cambray, tan leve y tan trasparente como un tul, con el que a cada instante se enjugaban los labios con la más repelente afectación.

Mercedes, como hemos dicho, observó un momento aquella fiesta por el lado exterior de las ventanas; y acercándose después a la puerta dio tres golpecitos breves y muy marcados. Cuando le abrieron la zambaclueca atronaba el aposento con la embriaguez febril, con el apasionado furor de sus compaces finales, calculados con un arte satánico, para expresar con una música de golpes y de quejidos, el atropellamiento, el éxtasis que precede inmediatamente al momento de la laxitud producida por el esfuerzo.

¡Guay! cumita ¡Mercedes! -le dijo dándole un abrazo y beso con su aire más indecente el maricón que le abrió la puerta; y todos repitieron con él: «¡la cuma Mercedes!, ¡la cuma Mercedes!», tal fue la sensación popular que hizo su comparecimiento en el velorio. Ella correspondió con su acostumbrada franqueza y jovialidad a las demostraciones de su pueblo.

-¿Un vazito de ponche, cumita? -le decía otro maricón acudiendo presuroso y remilgado a ofrecerle un vaso de esta bebida.

-No, Nicasito: no puedo beber ponche esta noche; necesito estar fresca; te doy las gracias.

-Siéntese, amita, aquí tiene una zillita: está lindísima la chingana: la gente; ¡toda de muy buen humor!

-¡Me alegro!..., yo lo tengo muy malo.

-¿Y por qué, corazón? -le preguntó la vilísima criatura haciéndole un cariño y sentándose a su lado con lo más ridículo de su ternura.

-¿Y me lo preguntáis todavía?

-¡Ah!, sí: ¡por la pobre Mariquita!..., ¡ya!, haber sido usted, ñorita, quien le dio el jugo de sus pechos y caer en herejía...

-¡Calla, tetudo! -le dijo Mercedes dándole con rabia un empujón: y dirigiéndose a otro maricón que percibía envuelto entre los grupos, le tocó en el hombre y le dijo:

-Solo por ver si te encontraba he venido hasta aquí, Miguelito.

-¿Es posible, niña?... ¿Y qué tendrá, mi alma, que mandarme que no se haga ley para mí?

-He venido confiada en eso; pero aquí no podemos hablar porque hay mucha gente. ¿No hay alguna pieza sola?

-Si hay... por aquí, y ambos entraron en un aposento casi oscuro, pues que estaba apenas alumbrado por una mecha que ardía dentro de una taza de barro llena de sebo.

Luego que se sentaron en una especie de catre o cama que allí estaba revelando la pobreza suma de su dueño, Mercedes le preguntó al maricón:

-¿No fuiste tú quien anduvo enredando entre el señor administrador de correos, don Carlos Octavio y la Antuquita, la mujer del Fiscal Estaca?

-No, ñorita: está usted trascordada: quien anduvo en eso, y que todavía lo maneja, es Eustaquito el cuzqueño: lo que yo trabaje fue aquello del señor Virrey con la coronela de artillería que...

-¡Ah!, dices bien: ahora me acuerdo. ¿Y eso ya se acabó?

-¡Qué se ha de acabar, niña!..., ¡con más pazión que nunca!... No hace tres horas que yo misma acabo de llevarle una bandeja de chirimoyas grandes como membrillos, las primeras del año, cubiertas de violetas y de junquillos... pero sabe, ñorita, que esto es de usted a mí; en toda reserva; porque solo con una de nosotros podría yo hablar de las confianzas que...

-Eso es entendido..., ¡entre nosotras y nada más!..., necesito ahora mismo de Eustaquio y de ti: ved a traérmelo de la sala.

-¿Es cosa urgente?

-Muy urgente.

-¿Y de provecho? -le decía el maricón imitando con sus dedos al salir la acción de contar dinero.

-¡Es grande!

El Maricón corrió a traer a Eustaquito, que, por la fisonomía y los modales, era un legítimo hermano de su conductor.

-Eustaquito, ¿en qué estado están las relaciones del Administrador de correos con doña Antuquita Estaca?

-¿En qué estado?..., en el del sol y la luna llena.

-¿De modo que te necesitan a cada instante?

-Como usted lo dice, cumita.

-¿Y tenéis por supuesto entrada franca y poder para con la dama?

-No hace dos horas que ha estado llorando amargamente en mis brazos de celos: presume que su queridito anda enamorando a la Petita Romero, y está furiosa: yo me encargué, por consolarla, de averiguárselo todo a Paquita; que según cree, es quien anda en esto, porque es muy de la casa de la niña.

-Pero el doctor no...

-Nada..., cada vez más abstraído en sus libros y en el amor de su mujer con la inocencia de un ángel.

-¡Canalla! -dijo Mercedes.

-¿Y por qué, cumita? ¡Pobre hombre!, ¡tan inocente!

-¡Quita allá!, es un pícaro forrado de necedades... Pero dejemos eso, vamos al caso: vosotros sabéis ya que desde mañana van a empezar a martirizar a mi hija María Pérez, la niña de mis ojos, la virtud más pura que pisa la tierra.

-Pero muy orgullosa, y por eso tiene pocos partidarios, cumita.

-Entre vosotros, canallas, porque sabíais bien que no ha nacido para que ensuciéis su nombre con vuestros cuchicheos.

-¡Ha!, ¡ha!, ¡ha!, ¡cumita brava!..., no se enoje. Es cierto que su María es una guapa chiquilla.

-No lo es a nuestra manera. Pero sabed que la quiero más por eso.

-¿Y qué es lo que usted desea para ella?

-¿Confiaríais en mi palabra?

-¡Hasta la vida! -dijeron los dos.

-¿Me creéis si os digo que tengo doce mil duros, seis para cada uno de vosotros, si lográis que se haga lo que yo quiero?

-Como si lo dijera el Padre Santo.

-Pues bien: vos Eustaquio vais ahora mismo a verte con la Antuquita y pondréis a su disposición seis mil duros con tal que alcance de su marido la suspensión del proceso de María por dos días solamente. Si lo conseguís, os daré a vos quinientos duros. Ya sabéis: habladle con el prestigio que os da vuestra intimidad con ella: exigid, rogad, llorad, haced todas las muecas que vosotros sabéis hacer, dadle a entender que os retirareis de su servicio, que no la ponderareis cuando habléis con su querido; que no os apurareis a reconciliarlos cuando se enojen; y todo, en fin, hasta que la decidáis.

-¡Descuide, cuma!, con seis mil duros y todo eso, ¿quién no lo hace?..., ni una palabra más, y usted lo verá... -dijo el maricón besando a Mercedes en el carrillo.

-¡Pues ya está dicho!, y tú, Miguelito, influid del mismo modo con la coronela para que implore del Señor Virrey una medida, un empeño, cualquier cosa en fin que coadyuvo a la misma suspensión: las condiciones son las mismas; y al momento que esté logrado, pasad por mi cuarto para contaros y daros lo convenido.

-¡Al instante! -dijeron los dos maricones; y atravesando la sala se salieron a la calle, sin que nadie lo extrañase; pues no había quien ignorara los graves y reservados negocios que tenían sobre sí, y que a cada instante podían reclamar su atención y su presencia en tal o cual lugar.

Mercedes se retiró también después de haber fumado con ansia el cigarrillo con que la convidó la tocadora del harpa, que, de más en más entusiasmada con los sonidos roncos y melancólicos de su instrumento, seguía desempeñando en aquella fiesta el papel que desempeñaba la esposa de Baco en los festines con que los pueblos primitivos de la India celebraban al inventor de la embriaguez y del vino.