Capítulo XX : Los recuerdos

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Al pasar el Padre Andrés de la sacristía al claustro que conducía a su celda le detuvo un fraile, y con todo el aire de un grave arcano le dijo: que una mujer lo esperaba, y que con tal imperio había exigido verle, que había atropellado al hermano portero, y dirigídose a la celda del Guardián con una resolución y una energía irresistible.

El Padre Andrés frunció las cejas, y con el tono más severo del mundo reprendió al fraile por haber permitido semejante desacato: ¿No veíais (le dijo) que no tengo tiempo ni está mi espíritu para escenas de súplica y de lágrimas?

-Señor: ¡no hemos podido detenerla! Su resolución era poderosa, y a no haber usado de la fuerza...

-¡Pues debíais haber usado de la fuerza!...

-Como no sabíamos quién era...

-Y quién ha de ser sino la desdichada madre de la novia del hereje que ha sido puesta en prisiones esta tarde.

-¡Ah!, no, señor: ¡no es doña Mencía de Manrique!

-¿No es?...

-No, señor: conozco a esa señora, y no es ella la mujer que se ha entrado a la celda de Vuesa Reverencia.

-¿Qué figura tiene? -dijo el Padre Andrés visiblemente sobresaltado al oír esto.

-Parece... -dijo el fraile con encogimiento y con reserva- ..., parece una..., no digo que sea..., pero... me ha parecido..., así... como zamba.

-¿Que decís, hermano... ¿A estas horas?... Bien conocéis mis virtudes.

-Señor..., no es doña Mencía..., yo os digo lo que me ha parecido.

El Padre Guardián se puso de más en más inquieto y pensativo.

-Bien -dijo al fin, retiraos: y se dirigió a su celda. La puerta estaba apretada. La abrió con garbo, y no bien entró cuando se encontró al frente de una mujer que había tomado asiento, y que le fijó los ojos con denuedo menospreciando el gesto adusto que traía el fraile.

En la mirada recíproca que ambos sostuvieron parecía estar escrita una terrible historia de odio, de rencores y de pasiones. El fraile quería dominar a su antagonista con las arrugas de su frente y el fuego aterrador de sus ojos; pero como ella le resistía con una fisonomía tranquila y resuelta, pareció obedecer a un consejo súbito de prudencia, y volviendo hacia la puerta la cerró bien, para evitar que por acaso se impusiese alguno de la cruda escena que al parecer iba a efectuarse dentro de aquellas paredes.

-¡Hacéis bien! -dijo ella entonces- nada se me daría a mí que el mundo entero sepa lo que os vengo a decir; pero vos hacéis bien... ¡digo mal!: Vuesa Reverencia -agregó en el tono de una amarga ironía- hace bien de evitar que se nos oiga.

El fraile se mordió los labios, y aunque nada respondió, su respiración contenida y alterada mostraba bien la rabia y el rencor que lo devoraba.

-¡Y bien! criatura del infierno -dijo al fin cruzando sus brazos-, ¿qué venís a buscar aquí?

-Si el infierno es la mansión de la lujuria, de la ira y del asesinato, bien lo sabéis, vuestra descendencia, Reverendo Padre Andrés, no procede del cielo.

-¿Que decís, desgraciada? -dijo el fraile dirigiéndose enfurecido a la mujer.

-¡Deteneos! -dijo ella incorporándose y llevando la mano al pecho-. Mirad que ya no tengo nada que perder, y que cualquier escándalo os sería fatal porque ese secreto que tanto teméis, y que yo tengo en mis manos me ha de sobrevivir.

El fraile se detuvo en efecto: se reprimió y cruzando otra vez sus brazos inclinó su cabeza sobre el pecho.

-Sobre todo, -continuó diciendo ella- yo no he venido aquí por interés mío, bien lo sabéis; hace mucho tiempo que no os necesito en este mundo, y espero que en el otro me haréis menos falta todavía: yo he venido aquí por vos.

-Mujer: ¡no me precipitéis! Reflexionad que cien brazos robustos me obedecerán, al momento que os mande arrojar de aquí a latigazos, que es lo que merecéis por vuestra insolencia.

-¡Oh! estoy cierta, Padre Guardián, que no llevareis las cosas a ese extremo: no, ¡no me haréis arrojar! -respondió ella y tornó a sentarse-. Los recuerdos -agregó-, los recuerdos me protegen; porque es imposible que hayáis olvidado la historia que os ata las manos... ¿Os acordáis de Mamapanki, como la llamaban sus padres, o, si queréis, de Rosalía, como la llamaban los cristianos?

Esta pregunta produjo en el Padre una singular agitación. Se refregaba la cabeza con las dos manos; y como si el aire le faltase en la celda, caminaba precipitadamente de una pared a otra.

-¡Y bien! -dijo, parándose con indignación delante de la mujer-. ¿A quién debe horrorizar más este recuerdo? ¿A ti, que la asesinaste con una mano fratricida, o a mí, que por su muerte quedé con el corazón desgarrado y despojado de afecciones sobre la tierra?... ¡Responded, perversa!

-¿Y quién ha sido la causa de que ningún crimen me horrorice, Padre Andrés?... -le dijo la mujer mirándolo con valentía-. ¿Habéis olvidado la historia de nuestro primer conocimiento? ¡Pues sabed que he venido a conversar sobre ella para refrescaros un poco la memoria!

-¡No quiero!, ¡no necesito! -dijo el fraile con presteza y con imperio.

-¿No queréis? -le preguntó ella con calma-. Pues yo necesito y quiero que veáis que la recuerdo; porque ha llegado el momento supremo de que aquellos crímenes se conviertan en bien de alguien... Vengo a traeros hoy lo que no habéis conseguido antes a pesar de vuestro poder y de vuestra astucia: vengo a libraros vuestro secreto, el secreto que ha sido la garantía de mi vida contra vos y vuestra Inquisición, y a entregarme a vuestras garras para que me devoréis y saciéis vuestra venganza..., ¡cuando no tengáis ya que temerme! -agregó dando a su voz y a su fisonomía el aire del desprecio.

-¡Ah! -dijo el Padre levantando sus manos con todas las señales de la desesperación-, ¡si fuerais capaz de volverme a mi hija, os lo perdonaría todo, furia del averno!

-¡Mentís, señor!... Estoy cierta que preferiréis a vuestra hija los papeles y las pruebas de la traición cuyo castigo...

-¡Calla, Mercedes!, ¡calla! -dijo el fraile mirando trémulo al suelo, y sacudiendo por el hombro a la mujer.

-Veo -le respondió ella- que comenzáis a recordar las cosas... Calmaos, y oídme.

El fraile entretanto se había echado contra la mesa y tenía la cabeza escondida entre el círculo de sus brazos. La mujer continuó:

-Sinchiloya y Mamapanki eran hermanas, Padre Andrés: ¿os acordáis?... La naturaleza había hecho a la primera bella y ardiente como la flor del chirimoyo, franca y confiada como el azahar: no era menos bella Mamapanki, su hermana menor; pero adusta y reservada como la madreselva, tenía un ardor concentrado en los pliegues de su alma, y era esquiva y era agreste como el romerillo de las montañas.

Cuarenta años hace apenas que cuando el Huinca opulento salía de sus palacios, los padres de Sinchiloya y de Mamapanki ocupaban el lugar de honor entre los que conducían sobre sus hombros el trono de oro y de brillantes en que aquel se sentaba; porque eran nobles entre los nobles del reino, sabios entre los sabios del consejo, y leales de palabra entre los santos que adoraban a Pacha-Kamac... tened paciencia, Padre Guardián: voy a continuar. Vos que hace tanto tiempo que habitáis entre nosotros debéis saber todo el odio con que los vencidos miraban a los vencedores.

No pasaba un día sin que se reanudasen las conspiraciones de aquéllos contra éstos, ni pasaba una hora sin que el verdugo y el cuchillo remachase o retemplase los anillos sentidos de la cadena. La fatalidad era inflexible contra la raza de mis padres. Pero ellos parecían resueltos a arrostrarla; no pudiendo olvidar tal vez el esplendor de que habían gozado al lado de Atahualpa, el de los tiernos recuerdos; no pudiendo resignarse a la condición de siervos y de presidarios que les habían impuesto los opresores, no había esperanza de insurrección a la que no prestaran sus oídos como a un consuelo de cada reciente y cruel descalabro.

Tal era la situación de nuestras pobres familias, cuando una noche... ¡la recuerdo como si fuera esta misma!... Tocaron con urgencia a la puerta de la humilde casa a que estaba reducida nuestra antigua grandeza, y un joven bizarro, vestido de hábitos franciscanos, de rasgos animados y resueltos, entró presuroso y palpitante, atravesó el corral barroso de nuestra habitación, y fue con todas las señales del terror a echarse a los pies del malhadado anciano que había dado el ser a Sinchiloya y a Mamapanki; y que quizás en aquella hora misma maldecía, abandonado al eterno reflujo de sus tristes recuerdos, a los bárbaros matadores de su Hinca. El joven fugitivo pedía con anhelo que mi padre lo asilara o lo ocultara contra las persecusiones de la justicia; porque allí, en la taberna vecina, acalorado con el vino y en la embriaguez del juego, había tenido una disputa de naipes con el ilustre joven Luis de Ordoño, sobrino del Virrey, y acababa de coserlo a puñaladas. No era fraile, decía, era un caballero, y los vestidos que traía eran un primer disfraz, el más pronto que había podido obtener de un amigo oficioso, por lo que quería quitárselos pronto y cambiarlos por cualesquiera otros. Mi padre le acordó el recinto de su casa con una bondad infinita de corazón: fue obra de un instante procurarlo un traje de indio; y guardarlo en la casa con un sigilo inviolable, nos fue fácil porque estando aislada nuestra raza del trato íntimo con la de los españoles se había establecido de suyo una asociación fraternal entre todos sus miembros: el hecho del uno era el de todos; y no necesitaba de compromiso expreso para producir acuerdo. Fue así como nuestro huésped se vio cubierto por todo el pueblo de los oprimidos, que aunque era débil era al menos el que se arrastraba entre la tierra de sus antepasados y la planta de sus opresores... -¡Ah, días de amargo recuerdo!... ¡Qué pocos fuisteis los que pasasteis sin que el huésped violase la caridad que merecía aquella casa infeliz! ¡Sin que la naturaleza ejerciera sus derechos contra la imprudente bondad del anciano!... Sinchiloya cedió a las solicitaciones seductoras del asilado, y tomando por amor lo que no era sino el efecto de la ocasión y del ocio, olvidó... ¡lo olvidó todo, Padre Guardián! y dejó subir gradualmente su pasión hasta los delirios de la demencia de la más absoluta abnegación. En nada quiso pensar, a nada quiso aspirar sino a ligar a la suya el alma de su amante, abandonándose a todas las exigencias de sus vicios y de su relajación... ¿Cuántos días tardó la cruel incertidumbre de esta lucha, de este anhelo del amor absorbente de la mujer en trocarse por la furia de los rencores?... ¿Os acordáis?... Mamapanki también había sucumbido; pero Sinchiloya no lo supo hasta que el hastío de su amante le abrió los ojos, y le aguzó el instinto para que descubriese a su rival: comprendió entonces que Mamapanki era la amada y que el seductor le pagaba sus sacrificios con un amor real y apasionado; y desde entonces, el odio, el rencor y las bajezas del disimulo, vinieron a tomar asiento entre las hijas de un mismo padre, que inocente y confiado en las virtudes de su raza ni soñaba siquiera hasta donde era ya arrastrada su progenie por el lodo!... ¡Oh días de horror!... ¡Dios me libre de hacer vuestra pintura!... Yo, Sinchiloya, levantada por el fiero orgullo de mi alma, me retiré del combate; me resigné al dolor interno y desgarrador del abandono; pero llevando en mi pecho el fuego de un amor inextinguible unido al odio y al deseo de vengarme del mismo que lo mantenía. Entretanto, algo de muy notable había sucedido en el exterior que tenía en extrema agitación al causante de nuestros males. Casi todas las noches salía disfrazado de nuestra casa: algunas veces volvía a la madrugada, y otras pasaba ausente días enteros: todo el día hablaba en reserva con nuestro padre: algo combinaban: algo disponían; porque cien individuos de nuestra raza iban y venían con mensajes... La calma de mi hermana me decía bien que ella estaba al cabo de lo que se hacía: el amor propio y la rabia me ahogaban el corazón; me propuse averiguar lo que ellos sabían, y supo muy pronto, Padre Guardián (porque ya estaba yo corrompida por el veneno de la astucia y de la hipocresía) que se trataba de una gran conspiración; y que el asesino del joven Ordoño no era un caballero sino un verdadero fraile. Llegué a saber también que acababan de darse unas leyes para Indias que habían sublevado a los españoles del Perú, y que la conjuración que se trataba era no solo para resistir su promulgación, sino para repeler al Virrey que venía encargado de establecerlas restaurando el mando a la familia de los Pizarros, en la persona del joven Gonzalo -que vivía desterrado en los Charcas, al otro lado de las cordilleras... Vos, (digo mal) nuestro huésped, había entrado de lleno en la conjuración para obtener sin duda la impunidad de su delito. Audaz como nadie en sus miras, decía que él había concebido un plan vasto y definitivo: que consistía en coronar al joven Pizarro con Huanca-Colla, la nieta de Athahualpa que vivía retirada en Trujillo; y fundar así un grande imperio mixto (decía él) que la España no podría atacar ni someter, desde que los indígenas fuesen amaestrados en el arte de la guerra que habían ignorado. Mi pobre padre había abrazado con entusiasmo este plan; y era tal su sumisión al hombre que había salvado de la justicia de la ley española, que hasta sofocó su dolor cuando tuvo el conocimiento de la falta de Mamapanki con sus irremediables efectos. El seductor lo tranquilizó con la seguridad de tomar por esposa a su hija cuando las dos razas estuvieran puestas en igual altura al lado del trono mixto; y repuesto él en sus honores. Entretanto, una gran parte de nuestros compatriotas se negaron a tomar parte en la insurrección al lado de Pizarro y de los conquistados: preferían las leyes que estos rechazaban, porque la hostilidad que había provocado (decían ellos) provenía tan solo de que esos nuevos reglamentos emancipaban a los indios de la servidumbre y de los abusos con que sus opresores los tenían reducidos a bestias de carga; siendo seguro (agregaban) que luego que consiguiesen el triunfo su despotismo volvería a tomar por regla para con nosotros los caprichos del individualismo, y las extravagancias del desorden general, como había ya sucedido. Es inútil que os recuerde cuán ardiente sectaria era yo de esta opinión; no porque entendiese bien de lo que se trataba sino por odio y por antagonismo de mi hermana y de su amante... Una noche os vi entrar a nuestra casa radiante de alegría: habíais estado ausente bastantes días: ¡hace veinte años me parece! y casi sin cautela informasteis a mi padre de que Gonzalo Pizarro había entrado ya al Cuzco donde las poblaciones lo habían recibido en palmas; que la insurrección triunfaba por todas partes; que era menester dar el gran golpe haciendo el gran pronunciamiento combinado en Lima. La más asombrosa agitación reinó esa noche en nuestra casa; vos erais como la luz, como el alma de todos los que iban y venían: -Recordad vuestro juramento. ¡Huincha-kanki! le dijisteis vos a mi padre que andaba ya armado y con un ardor impropio de sus años. -Pero antes, os respondió él, ¡tenéis vos que cumplirme el vuestro!... y por lo que ambos se siguieron diciendo, supimos que mi padre se había comprometido a asesinar al Virrey con su propia mano, previa la abjuración que vos hicisteis de vuestra religión... ¡Y sois Inquisidor de Lima, Padre Andrés!..., ¡y queréis que yo os deje juzgar como hereje a María Pérez!... Pero dejemos esto: tiempo tenemos de venir a las aplicaciones... Al otro día estalló la revolución, porque la audiencia os ganó de mano, deponiendo, aprisionando y deportando al Virrey: llamando enseguida al Ayuntamiento y al Pueblo trató de formar un gobierno interino. Creísteis vos que la revolución se os escapaba de las manos, y fuisteis y precipitasteis la marcha de Carvajal. No bien lo visteis dueño de la ciudad, vos mismo prendisteis a un ciento de los que juzgasteis enemigos de los Pizarros, y abusando del predominio que vuestras luces os daban sobre aquel torpísimo sargento, hicisteis que los ahorcara a todos en ese mismo instante.

-¡Mentís! ¡Mentís! -dijo levantándose furioso el Padre Andrés.

-¿Miento?..., ¿pues qué no consta acaso de vuestros papeles?... Ahora vais a saber cómo los tuve, y cómo los aprovechó con el ahínco y el claro instinto de la venganza... Mi desgraciado padre se salvó de cometer el asesinato del Virrey, a que vos lo empujabais, porque la Audiencia os había ganado de mano con prudencia... ¿En qué os ocupasteis después que Pizarro se apoderó de Lima?... ¡En averiguar quién había trabajado, quién había dicho algo, quién había pensado siquiera, contra los Pizarros en el tiempo de su abatimiento, para hacer listas de proscripciones y de suplicios! Vos, que no tenías siquiera la disculpa de haber tenido las pasiones de aquellas primeras luchas y que tal vez fuisteis enemigo de los Pizarros entonces, fuisteis el más cruel, el más impío de los perseguidores. ¡Tengo vuestros papeles!... Vuestro orgullo había dado un salto, y mi padre y Mamapanki empezaron a perder su prestigio a vuestros ojos. No por eso dejasteis de propender con fuego y con tenacidad a que el Perú se separase de la corona de España, convirtiéndose en imperio con Pizarro; cosa que se habría realizado, si la mayoría de tímidos no hubiese esquivado el día de la resolución, que vos, y otros audaces como vos, pedían a voz en cuello... El Virrey entretanto había escapado de su confinación y había levantado tropas con que sostener su autoridad. Llegados a las manos los dos bandos, vosotros lo derrotasteis, y lo tomasteis prisionero. Sacábanlo del campo de batalla, cuando vos os lanzasteis sobre él y lo abristeis el pecho a puñaladas, proclamando que el triunfo de la santa causa necesitaba de quemar sus bajeles en el puerto para no tener retirada... Yo no sé lo que os sucedió en los dos años que duró la dominación de Pizarro; lo único que yo vi fue que arrojasteis de vuestro lado a mi padre, echándolo a peor condición que la que antes había tenido; y que conservasteis en vuestra casa a Mamapanki como quien conserva un mueble a que está habituado: y mientras vos vivíais atolondrado con el juego y con la satisfacción del predominio, el pobre viejo murió de dolor y de desengaño en mis brazos. Por lo que hace a vos, a los pocos meses empezasteis a conspirar contra Pizarro con el mismo ardor con que habíais conspirado a su favor. Este joven, a quien tan pérfidos consejos habíais dado, se preparaba a rechazar la expedición del Presidente Gasca, enviado desde España para restablecer el orden en el Perú, y había establecido al efecto un campo de disciplina en Chorrillos. Una noche os prendieron por orden suya y os llevaron allá. Dirigida yo por el fuego de la venganza, que no se extinguía en mi pecho, descubrí que Mamapanki, antes de seguiros en vuestra mala fortuna, había enterrado unos papeles que sin duda vos le habíais recomendado... No tardó en sentirse el ruido amenazador del ejército de Gasca; y yo he sabido que cuando vinieron a las manos los dos ejércitos vos teníais ya minado el de Pizarro con la intriga y la traición, hasta el extremo de que todo él lo abandonó pasándose a su enemigo, al caer de la noche. Jamás me olvidaré del horror que en aquella noche ofrecía la ciudad de Lima: bandas desordenadas de fugitivos o de vencedores la paseaban impunes, ebrios y de su propia cuenta: la lobreguez y el silencio sepulcral que dominaba en ella no eran interrumpidos sino por los lamentos de alguna víctima, por la violación de alguna casa de sindicados, o por la grosera algazara de algún grupo pasajero de soldados. Es probable que, solícito vos al lado de Gasca para ganaros su favor, tuvierais que encomendar a Mamapanki el cuidado de salvar vuestros papeles; o quizás, la infeliz quiso adivinar vuestros deseos: el hecho es que habiendo entrado yo cautelosa, en la casa solitaria que habíais habitado, había logrado ya levantar los ladrillos que ocultaban el depósito, y tomaba los papeles con mis manos, cuando la veo lanzarse sobre mí como la tigra que defiende sus cachorros: tuve tiempo apenas para ver que un puñal agudo brillaba en sus manos, y el instinto ciego de la propia defensa me hizo sacar también el puñal que yo llevaba. Viéndome ella preparada a resistirle dejó precipitadamente en el suelo una criatura que llevaba en sus brazos, y se lanzó otra vez sobre mi pecho sin darme lugar a tener otra idea que la de defender mi vida. Juro a la faz del cielo que no sé lo que pasó ni como pasó; la razón me vino cuando Mamapanki cayó al suelo revolcándose en su sangre con las convulsiones de la muerte. Sobrecogida de lo que me pasaba, traté de serenarme: el sentimiento de odio contra vos se levantó como nunca en mi alma desgarrada a la vista del cadáver de mi hermana; tomé vuestros papeles y levantando entre mis brazos a la hija de Mamapanki salí creyendo que llevaba al menos con que privaros para siempre de toda alegría y de toda quietud sobre la tierra; vos sabéis que Gasca amnistió a los partidarios de Pizarro, haciendo tantas excepciones especiales cuanto amnistiado había; pero los dos criminales -dijo la mujer levantando el dedo- contra quien más se ensañó, fueron Gonzalo Pizarro que subió al patíbulo, y el asesino desconocido del Virrey Núñez Vela, por cuya cabeza y delación se ofreció un alto precio... No sé como habéis hecho para salvaros: yo he podido perderos; pero he preferido humillaros y vengarme de vos día a día... ¡Vos solo podéis decir si lo he conseguido! Aún hoy penden todavía los edictos que autorizan la denuncia; y bien sabéis que no estáis tan en amor, vos y el Virrey, como para salvaros ni por vuestra corona ni por vuestro empleo, de una empuñada y remisión a España, si a mí se me antojara ir ahora mismo a poner en sus manos la prueba que tengo de vuestro crimen, pues son tales que os reducirían al silencio... Y bien, vengarnos ahora a las transacciones... ¿Quieres la paz o la guerra, poderoso señor?... Mirad bien que quien os ofrece una u otra no es ya la nieta de los nobles del Imperio de los Huincas: es Mercedes la prostituida: la enredista que sirve de eje y de alma a los maricones de Lima, la planchadora, la mujer marchita que no puede vivir ya sino en la inmundicia y el desorden a que vos la arrojasteis. Pero, ¡no la despreciéis! no pongáis vuestra bárbara planta sobre lo único que esa mujer ama ya en la tierra; porque nuestro destino depende del primer cabello que le arranquéis...

-¡Eres una verdadera palangana! -dijo el fraile haciendo un esfuerzo para reponerse y dominar la profunda emoción que lo agitaba-. ¿Queréis insinuarme ahora que Juana es la hija que robasteis al cadáver de Mamapanki?

-¿Qué decís? -le preguntó ella con el asombro del desprecio-. ¿Juana, la hija de Mamapanki?, ¡no deliréis, Padre Andrés! ¿Cuándo he querido yo insinuaros semejante cosa?... ¿Qué me importa a mí de Juana? Haced de ella lo que queráis: quemadla mañana en media plaza; y podéis dormir seguro de que eso no hará salir mi secreto de nuestras manos. Lo que yo os prohíbo bajo pena de denuncia, es tocar a un cabello de María Pérez, que como sabéis se ha criado mamando el jugo de mi pecho, y es la niña de mis ojos... Decid pues si queréis la paz o la guerra.

-¡La guerra! -dijo el fraile con denuedo-, y salid pronto de aquí, a no ser que empecéis por libraros a mi gratitud y a mi generosidad.

-¡Lo esperáis en vano y acepto la guerra! -dijo ella con una voz imperceptiblemente angustiada-. Os lo voy a advertir: podéis hacer de mí lo que queráis; pero tened entendido que dos minutos después de aquel en que me aprisionéis o me matéis, todo el depósito estará en manos del Virrey.

-No necesitáis advertírmelo: veo que tenéis miedo.

-De que me hagáis un daño inútil; pero no de la guerra que os acepto... ¡Una palabra, Padre Andrés!..., si mañana a las ocho de la mañana no habéis dado orden de que se suspenda la abominable función que preparas, podéis contar con que a las ocho y media estarán vuestros papeles en manos del Virrey: ¡haced ahora lo que queráis! -dijo, y salió despechada de la celda.

El Padre Andrés cerró en silencio su puerta, y se dejó caer agotado sobre una silla.