Capítulo XXII : La casa del señor fiscal de puertas adentro editar

No obstante que ya eran las doce de la noche por lo menos, el señor Fiscal estaba todavía en su estudio encantado con la lectura de Soárez y de Escobar, por entre cuyos inmensos volúmenes (que se habían ido amontonando sobre su mesa) nuestro bachiller había andado buscando toda la noche la resolución de un punto controvertible, como el perro que para descubrir la pista del ratón fugitivo huele y aspira en cada rendija sospechosa del cuarto. A cada hoc est communis secumdum Joannes, o secumdum Petrus que encontraba, nuestro sabio se calentaba más y más con las dificultades de su tarea, y saltaba de capítulo a capítulo y de volumen a volumen con una voracidad verdaderamente científica.

Encontró, al fin de un millón de citas y de exposiciones, la opinión de Soárez y de Escobar, y tomando alientos con un resuello lleno de magisterio se repantigó diciéndose: «¡aquí está!, ¡aquí está!... ¡La cacé!..., la encontré al fin, ¡y apuesto a que nadie la lleva mañana al acuerdo como yo!... Si es de balde, señor: ¡nadie como yo para buscar un punto y su resolución!»

Y la cara del buen Bachiller se sonreía ella sola con una candidísima infatuación.

El estudio por cuyos horizontes paseaba sus plácidas miradas, era una sala espaciosa situada en el costado del patio que daba enfrente de la puerta de calle. Pocos muebles y mucha tierra eran las facciones principales que el nido de nuestro sabio ofrecía a la primera ojeada de los extraños; y bastaba que alguno caminase por allí adentro para hacer flamear sobre su cabeza un cortinado tupidísimo de telarañas que pendía del techo a manera de cenefas de tul negro, tal era la cantidad de viejo polvo que se había aposentado en sus pliegues.

El yunque de las tareas del Fiscal era una mesa de pino, ordinaria, bastante extensa y cubierta por una carpeta del grueso paño conocido con el nombre de la estrella. Tres o cuatro sillas de baqueta andaban arrimadas a las paredes: sus asientos eran tan vastos y tan altos sus respaldares, que el señor Estaca podía pasearse perfectamente sobre cualquiera de ellas de brazo a brazo como en un balcón; y no pocas veces había sucedido que teniendo que ensayar algún informe in voce o alguna arenga (él los estudiaba de memoria después de haberlos escrito) montaba en una de sus sillas, y afirmando su pecho en el respaldar peroraba su trabajo como en un púlpito: método que aguzaba en extremo su ingenio para castigar el estilo de su escrito, y dar a su voz el debido diapasón.

Dos estantes toscos, que apenas eran dos pilares con tablas atravesadas, completaban el amueblado. Pero lo que revelaba mejor el buen gusto de nuestro hombre era la paciencia con que había pintado al oleo, de verde y amarillo, los lomos de sus grandes pergaminos para fijar con letra más clara y elegante su título correspondiente.

-¡A que nadie la lleva al acuerdo como yo!... -repetía el Bachiller con una sonrisa llena de infatuación al mismo tiempo que dejando su mesa atestada de libros (para que lo admirasen los que la viesen al otro día), se levantó de su silla, tomó su lámpara y se dirigió a su aposento donde suponía que su querida mitad estaría ya gozando del plácido sueño que era propio de la hora.

Hacía algún tiempo en efecto que la consorte del Bachiller Estaca le esperaba; mas no dormida como él creía sino bien despierta y medio desabrochada apenas. Cansada de tanta demora había ido varias veces de puntillas por las piezas interiores a espiarlo; y como lo hubiera visto tan absorbido en sus estudios, se había vuelto al dormitorio y se había sentado otra vez a esperarlo. En algo cavilaba ella; pues no solo se mordía un dedo con distracción, sino que su ojo negro y rasgado tenía la fijeza característica de las preocupaciones mentales.

La consorte del bachiller Estaca era una hermosa mujer que estaba en todo el desenvolvimiento físico de los veinticinco a los treinta años: espalda y pecho desenvuelto, garganta llena y torneada, brazos redondos y elegantes con todos los demás rasgos, en fin, con que la mujer bella se distingue en esa edad floreciente de la vida.

La señora Fiscala era de color morenito rosado, de nariz respingada, de labio audaz, de gesto altivo; y tenía sobre todo unos ojos negros tan grandes y tan ardientes, con unas pestañas tan largas, que era considerada en Lima (el país de los bellos ojos) como la mujer que los tenía más hermosos.

Con tales cualidades físicas, unidas a una sagacidad de alma exquisita y vaporosa, es fácil deducir que esta señora era en efecto la señora del doctor Estaca; y la verdad es, que él obedecía sus caprichos como si fuesen textos de Baldo y Acurcio, habiendo renunciado desde mucho tiempo atrás a todo reino dentro de su casa que pasara del recinto de su estudio: era como los Reyes constitucionales -testa coronada y sin gobierno; nada veía sino para aplaudir y congratularse; vivía allá en el quinto cielo, entre los que marchan vendados por la fe.

Grande y muy grande era la atención con que esta señora trataba de percibir el menor síntoma de retirada que nuestro bachiller diese desde su estudio: cosa extraña, porque no era su costumbre cuidarse mucho de lo que su marido quisiera o no hacer.

No bien sintió que este venía por los reflejos de la luz en los cuartos interiores, cuando dejó precipitadamente de morderse el dedo, se desparramó el pelo con desorden y se tiró sobre la alfombra como si estuviese aniquilada bajo el peso de alguna grande aflicción. Reflexionó tal vez que si su marido venía abstraído con las cavilaciones doctorales que de ordinario le ocupaban podría muy bien no reparar su ausencia del lecho, como no pocas veces sucedía, y levantándose deprisa vino a arrojarse en el lugar mismo en que nuestro hombre acostumbraba a desnudarse para tomar pie (mejor sería decir: «para tornar rodillas») en el territorio conyugal.

En efecto, el pobre Fiscal vino caminando con su lámpara en la mano en una completa distracción hasta su embarcadero de costumbre, y ya iba a poner planta sobre los vestidos de su señora, sin verla, cuando retrocedió todo erizado como si un súbito espanto se hubiese apoderado de su alma; adelantó su lámpara para ver bien lo que tenía por delante; fijos los ojos y abierta su boca cuan grande era siguió retrocediendo paso por paso y a compás clásico, hasta una cómoda en la que dejó la lámpara y se apoyó mientras pasaba la impresión primera del súbito terror que lo había aniquilado.

-¡Ay!... ¡Ay!... ¡Ay, Dios mío!... ¡Ay, Dios mío! -decía a media voz, y creyendo que su mujer estaba yerta no se atrevía todavía a acercarse ni a tocarla. Mas, vencida su timidez por el amor se lanzó de pronto sobre la que él creía su cadáver, y tomándola por la cintura la suspendió en sus brazos diciéndole con todas las señales de la angustia

-¡Antuquita!... ¡Antuquita mía!..., ¿qué tienes corazón? ..., ¡mírame, por Dios!..., y la pérfida sirena, desgonzada como si no tuviese una sola coyuntura que obedeciese a su voluntad, se dejaba caer a uno y otro lado revolviendo los ojos hacia arriba, como si estuviera en sus postreros instantes. El bachiller no sabía qué hacer, se agarraba la cabeza allí hincado y sosteniendo a su mujer, hasta que desesperado volvió a ponerla sobre la alfombra y salió gritando por todos los cuartos: ¡Rojana!, ¡Estativa!, ¡Olimpia!, ¡Aspasia!, ¡Timoclea!, y otras tantas negrillas esclavas de quienes el señor Estaca había hecho una traducción andante de Quinto Curcio, dejaron los míseros lechos en que dormían y acudieron espantadas a los gritos del amo.

-¡Vuestra amita se muere, negras del demonio!, canallas indignas del nombre que lleváis, ¿y vosotras estáis durmiendo? ¡Venid pronto!..., ¡pronto!, y dando un tiren del pelo a una, un empujón a otra, una patada a ésta, un pellizco a aquélla, las empujaba a todas al aposento, donde la señora Fiscala había ya prorrumpido en abundante y bullicioso llanto.

-¡Un físico!, ¡un físico! -gritaba don Marcelín-; y la primera negra que pasó por su lado para obedecerle y llamar un físico, recibió por vía de aliciente una animosa patada que la hizo adelantar trastabillando.

-Antuca de mi alma, ¿qué tienes?..., ¿qué tienes, ídolo mío?... -decía el bachiller desesperado acercando su rostro al de su mujer que lloraba con desafuero-, ¿qué tienes, vida mía? -y como percibiera su cercanía le dio un vigoroso empuje de repulsión, y apretó a llorar con mayores ansias y con mayor dolor.

-¡Hombre desgraciado!... -exclamaba el bachiller y se paseaba por el cuarto como un demente, mientras que su señora repeliendo a sus criadas y al marido se revolcaba llorando, gimiendo y estirándose alternativamente como desmayada y yerta.

En medio de esta cruel ansiedad para nuestro pobre Fiscal, que se paseaba por el cuarto tironeándose el polo y haciendo dengues para evitar las envestidas convulsivas que su cara mitad lo hacía por el suelo, entró todo apurado y a medio vestirse el supradicho físico por quien habían enviado. Era éste un negro de dos cuartas de jeta, frente angosta, ojos saltones, tez húmeda y lustrosa como si tuviese barniz de aceite, vestido grotescamente con el traje de los hombres acomodados, y que al verso en aquella escena de dolor saludó humildemente a nuestro afligido Fiscal diciéndole: buenas noches mi amo.

-¡Muy buenas las tengo!, ¡bárbaro! -le contestó el Bachiller-, ¡cúrame pronto a esta señora!

-Así me dé Dios el poder de hacerlo como tengo la voluntad, mi amo -dijo el físico negro aproximándose con magisterio a la enferma, que había empezado a tenerse quieta limitándose a dar quejidos.

El físico observó a la Fiscala, le puso la mano sobre las sienes y después de un rato se levantó abrió la ventana, miró las estrellas que estaban perpendiculares al techo del cuarto, hizo señas como si partiese con los dedos la parte del cielo que observaba, y se volvió a mirar y a tocar a su enferma; púsole la mano por largo tiempo sobre el corazón, y como si empezase a formar juicio del caso decía entre dientes: ¡esto es!..., ¡oh!, de cierto, ¡esto es!... y seguía observando.

Nuestro afligido Fiscal estaba inmóvil y pendiente con una gran ansiedad del parecer o del decreto suspenso en los gruesos labios del médico negro; pero éste, con una gravedad imperturbable parecía no ver ni interesarse por nadie allí sino por observar a la enferma. Como si siempre hablara consigo mismo dijo -¡la respiración es mala!... y acercó su oído a los labios de la señora Fiscala. Ésta entonces le sopló al oído con sumo disimulo la siguiente pregunta: «¿Te habló Miguelito?» El físico que le tomaba el pulso al mismo tiempo que aparentaba observarlo de cerca la respiración, le apretó la mano en señal de afirmativa. La enferma empezó entonces a mostrarse en un nuevo acceso de convulsiones y de quejidos; y levantándose el físico dijo con una sentida emoción: vuelve el ataque:... ¡el mal es muy grave, mi amo!

-Pero qué es lo que tiene, ¡por Dios! -exclamó el Fiscal.

-¡Oh!..., ¿lo que tiene?

-Sí: ¿qué es lo que tiene mi Antuca? ¡Dios mío!

-Tiene, señor, una cosa incurable para nuestro arte.

-¡Incurable! ¡Cielos Santos!... Pero, ¿por qué es incurable, Esculapio del infierno?, ¡charlatán! ¡Brujo!, ¿por qué ha de ser incurable?

-Porque es un mal del alma, señor doctor.

-¿Y qué tenemos con eso? Si no sabéis curar a los que tienen alma, ¿qué es lo que sabéis?, ¿os llamáis físicos para curar perros? ¡Bestia!

-Perdone su merced: hay males del cuerpo y hay males del alma: los unos son físicos, los otros son éticos: las drogas son para los primeros; los segundos son de veinte categorías según Aristóteles y Galeno.

-¡Vete al infierno con tus categorías, palangana!..., ¡lo que yo necesito es saber lo que tiene mi Antuca! -decía el Bachiller medio loco de dolor.

-¡Oh!, mi amo, lo que tiene mi amita es un mal de la decimatercia categoría bajo la influencia de la constelación del toro (cuyos cuernos nunca he visto más claros) partido por la mitad; es un mal cruel, que la está devorando por dentro, es mal que le destroza el corazón, un mal que la mata si no se averigua la causa de su dolor para hacerla desaparecer.

-¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¿qué es lo que me pasa, señor?... Y bien, tío Serapio: ¿cómo haremos para averiguar esa causa?

-Es preciso hacerlo con precaución, con muchísima precaución. Debo ser franco con su merced: sospecho que su merced le ha dado a la señora algún gran disgusto -dijo el negro hablando muy quedo al oído del bachiller.

-¿Yo?..., ¿yo?..., ¿que decís, insolente?...

-¡Señor!, ¡las señales de allá arriba nunca mienten!

-Pero mienten los que las interpretan.

-¡Según!..., según: ¡no, amo! -dijo el negro enderezándose con fatuidad-. ¡Vamos a la prueba!, despida su merced a toda esta gente, quedemos sólo los dos.

Luego que se quedaron solos en efecto -sacó el negro un frasquito de un líquido verde, y abrió una cajita que traía en su bolsillo, de la que tomó un pequeño hisopo: lo empapó en el líquido referido, y tocó muy suavemente con él en los labios de la Fiscala. Empezó ésta a serenarse por grados, y el físico trató de suspenderla como para hacerla sentar. Ella se sentó en efecto, quejándose siempre y oprimiéndose el corazón con la mano derecha.

-El mal está aquí, ¿no es cierto, mi amita? -le decía el negro palpándole sobre el pecho.

-¡Yo no sé dónde está, tío Serapio! -dijo ella al fin con una voz moribunda-. ¡Pero yo quiero morirme!..., ¡yo no puedo ser feliz ya sobre la tierra!... ¡Dios mío! ¡Dios mío!... Soy la mujer de un verdugo..., ¡la mujer de un ladrón!..., ¡quiero morirme!..., ¡que me quiten a ese hombre de mi vista! -exclamaba la Fiscala con todos los accidentes de la demencia, y se revolcaba otra vez por el piso del aposento.

El bachiller estaba estupefacto y consternado.

-¡Ya lo preveía! -decía el negro contristado-, no hay cosa más funesta que esta conjunción de la constelación del toro con...

-¡Por Dios, tío Serapio!, ¡otra vez!, ¡dele usted otra vez su medicina! Es preciso que mi Antuca se calme, es preciso que yo pueda hablar con ella; porque me enloquezco pensando de donde o de quien lo puede venir esta fatal preocupación.

-Señor Fiscal: yo estoy aquí de más. Su merced es quien puede únicamente curar a la señora. Es preciso que la causa del mal desaparezca; si no..., ¡no hay remedio!..., la hora fatal...

-¡Calla!, ¡calla hombre impío!, ¡brujo inexorable!

-No hay remedio, señor: aquí tiene su merced este líquido precioso que puede calmar por una o dos veces más los accesos de la señora, pero que no tardará en ser impotente si su merced no cura la causa moral: aplíqueselo su merced a los labios; yo me retiro al otro cuarto, y esperaré el resultado. Pero tengo que repetirle, señor, que la causa del mal, y la causa de la muerte de la señora, es necesariamente su merced, ¡algún grande disgusto moral que su merced le ha dado! -y diciendo esto con un tono lleno de autoridad el negro puso en las manos del bachiller su frasquito y se retiró.

El bachiller se quedó como un autómata, pero al ver que la dueña de todo su afecto se revolcaba con las ansias de la muerte, se arrojó dolorido a su lado, la sujetó entre sus brazos, y en vez de tocarle los labios con el hisopo le derramó en la boca medio frasco de líquido aquel de virtud. Reveló entonces una exquisita sensibilidad la señora Fiscala; pues se incorporó con rapidez y escupió con asco el brebaje del negro, sin poder contener un flujo de arcadas que por fortuna no pasó adelante.

El Bachiller aprovechó oportunamente de este incidente y abrazándose con ternura de su esposa, y colmándola de besos en la frente mientras ella luchaba con sus violentas arcadas, le decía: «¡Antuca mía!, ¡ídolo mío!, ¿de qué es lo que me acusas? ¡Habla, vida mía!, dime lo que quieres de mí, y verás que hasta la vida puedo dar por verte buena, y quitarme este horrible peso que agobia mi cabeza».

Ella entonces lo miró con ternura y con un cierto aire de reproche; como si le costara mucho hablar le dijo: «¡Ah!, ¡si fueras capaz de cumplirme lo que dices!... volverías sobre tus pasos y me salvarías de un dolor que me mata... ¡que me mata, Estaca!..., ¡que me mata!...», y al decirlo sacudía su cabeza y lloraba sobre las palmas de sus manos.

-¡Hija mía!... ¡Por Dios!, ¡dime lo que he de hacer!... ¡óyeme!..., haré lo que me mandes, pero no me enloquezcas con vuestro dolor..., ¿qué es lo que os he hecho por Dios?, ¿qué es lo que os he hecho?

-¡No me lo neguéis, Estaca! -dijo ella dejándose conducir por su marido hasta una silla donde la hizo sentar arrodillándose él por delante de ella-; no me lo neguéis: vos sois el que vais a hacer quemar a Mariquita Pérez: vos sois su verdugo y yo me lleno de horror al pensar que mi marido pueda ser tan bárbaro y tan cruel: el Padre Andrés quería salvarla; ¡y vos sois (yo lo sé bien) quien exige que la quemen!..., ¿y queréis que no prefiera morirme?... ¡Sí!, ¡quiero morirme!, ¡quiero morirme! -exclamó la Fiscala en un nuevo ataque de convulsiones y abrazándose de su marido lo hacía girar por todo el cuarto-. ¡La muerte, mil veces la muerte!

En medio de esta confusión que no puede narrarse, el marido protestaba que no era él quien había acusado y hecho prender a la María Pérez: que era calumnia el atribuirle a él ese hecho vindicando al P. Andrés; y empezaba a prometer a su mujer hacer todo lo posible por salvar a la acusada. Pero la Fiscala estaba cada vez más delirante hasta que de repente se desprendió del marido y cayó como un tronco al suelo.

-¡Tío Serapio!..., ¡tío Demonio!... -gritaba el bachiller corriendo de su mujer a la puerta del aposento, y de la puerta a su mujer-. ¡Se muere Antuca!, ¡se muere!

El negro acudió a los gritos y contemplando con gravedad a la Fiscala estirada en el piso dijo:

-¡Esta constelación del toro es terrible, señor!

Se acercó, tocó la frente, tomó el pulso; y agregó levantándose: «¡esto va de mal en peor, señor! tengo que ir deprisa a mi casa a traer otro elixir restaurante para ver si la hago volver: entretanto comprímale su merced la cabeza con un pañuelo; yo vuelvo al instante».

Acababa apenas nuestro sabio de cumplir la recomendación del negro cuando entró ya éste bañado en sudor y respirando apenas. La señora volvió en sí y como el doctor Estaca le prometiera al fin consagrarse desde que amaneciera a trabajar en favor de la niña doña María, fue serenándose poco a poco y recobrando su salud, sin sacudir por eso el caimiento en que pretendía estar.

No es propio de este lugar seguir refiriendo en acción las mil ternuras y las mil gracias con que la Fiscala le demostraba la gratitud a su marido.

-No puedo menos que extrañar -le decía éste-, que hayas venido a tomar tanto interés por una muchacha que antes de ahora te ha sido tan antipática.

-¡Ah!..., pero verla quemar, querido mío es una cosa horrorosa; y además, he pensado que tú la perseguías por la aversión con que yo te había hecho mirarla; los remordimientos me hubieran muerto, si no hubieras sido tan bueno.

-Mira, Antuquita: habéis hecho una zoncera; y si es que querías empeñarte, ya que estabas resuelta a exigirme que la salvara ¿porqué no sacar algún provecho?

-¡Oh!, yo estoy cierta, querido mío, que tío Serapio dirá lo que he sufrido por ellos, y que me sabrán pagar como merece el padecimiento cruel que he tenido.

-¿Quién sabe?... el egoísmo y la avaricia de ese mercader no tienen límites, y no es capaz de un acto de caballería.

-Pues yo estoy convencida de que sí; y tan convencida estoy, que si no lo hace así consentiría en sufrir mi dolor; te rogaría que me llevases al campo, a Chorrillos por ejemplo, y que castigases su miseria llevando adelante la causa de la hija.

-Queda segura de que así lo haré; porque no debes creer en la gratitud del mundo: la gratitud verdadera es la que se salda de contado.

-¡Confía en mí, Estaca!... me ha hecho sufrir mucho esa gente para que pueda excusarse de demostrarme su gratitud como tú dices; además de que tenga motivos para decírtelo.

-De todos modos, vida mía, tú puedes contar con la lealtad de mi promesa... Mas, a decirte verdad, no sé cómo hacer para inducir a mis miras al padre Andrés..., ¡hacerlo retroceder... es cosa ardua... imposible tal vez!... Pero en fin, Dios me inspirará; el tiempo me sugerirá algún camino, y si los motivos en que tú confías no fallan será preciso que luchemos... al fin: yo sé los que tiene y poco importa que él sospeche los míos... Sin embargo, tentaré primero con prudencia los caminos indirectos.