Capítulo XIX : Una conversión

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Don Antonio Romea, que había quedado desmayado en la Iglesia como saben nuestros lectores, recobraba sus sentidos cuando la fugitiva luz de la tarde empezaba a poner de más en más sombrío el templo solitario.

Al levantar su cabeza la sintió torpe, y como oprimida por una profunda melancolía. En medio de aquel lúgubre silencio que lo rodeaba, empezó a venirle una especie de recuerdo vago de las tribulaciones y de las maldades en que había estado envuelto. Presentábasele este recuerdo como si fuera una visión triste y remota que lo viniese desde el mundo de los vivos hasta la región de olvido y de perdón en que le parecía hacer ya tiempo que habitaba. Aquel silencio solemne del templo, aquella inmovilidad sombría de las imágenes, la conciencia de su delito, la pérdida de sus esperanzas, y sobre todo las creencias profundas con que todo hombre rendía culto en aquel tiempo a estos accidentes visibles del catolicismo, influían de más en más en el alma del desdichado para ponerla en un estado místico intermedio al del terror del castigo y la esperanza en la misericordia divina. La idea de Dios había empezado a llenar su alma como el único asilo contra el terror de sus maldades y el grito de sus víctimas que de cuando en cuando creía oír.

El sonido de una puerta que se abrió, y un rumor lejano de pasos y voces contenidas, vino a perturbar las místicas sensaciones de Romea. Sintió rodar por las bóvedas del templo el tropel de los mismos pasos y morir como si en alguna parte de él se hubiese detenido y acomodado los que lo causaban. Una voz ronca y sonora empezó un momento después un rezo solemnísimo, uniéndosele en coro un ciento de otras voces que parecían remedar el tono de los lamentos que el condenado debe dirigir al cielo desde las llamas infernales.

Don Antonio conoció entonces que era la Comunidad que rezaba las vísperas del Sábado; y sin poderse contener unió su voz también para repetir los sublimes conceptos de perdón y de esperanza que a esas vísperas ha dado la liturgia romana.

Esta circunstancia vino a aumentar poderosamente las impresiones de misticismo que se había apoderado de Romea, alejándolo más y más del mundo exterior que había dejado.

Cuando se acordaba de don Felipe y de su familia, cuando cavilaba sobre la opinión que habrían formado de él sus amigos, y el juicio que a la hora de su muerte lanzaría Dios sobre unos actos que su conciencia misma calificaba de crímenes, se replegaba sobre sí mismo y se acobardaba de arrostrar otra vez el mundo de los vivos.

Tal era la situación psicológica de su alma; esto no obstante en los pocos intervalos en que hablaba su razón, veía bien que de algún modo tenía que salir del caso en que se hallaba; y que siendo transitorio su estado, tenía que arrostrar la degradación en que creía haber caído.

Los frailes entretanto se habían retirado del Coro, y vueltas a cerrar las puertas, la Iglesia había quedado otra vez en el más profundo silencio; y sin embargo de ello, don Antonio no hacia ánimo todavía de tentar a retirarse.

Pocos minutos habían pasado cuando sintió voces en la dirección de la sacristía, como si varias personas hablasen entre sí y dispusiesen alguna cosa: apareció una linterna un momento después, traída por una persona cuyo rostro no podía ser visto a causa de la sombra que el resplandor de la linterna misma proyectaba sobre él: le seguía un fraile con un rollo grueso sobre los hombros, y vinieron ambos a pararse en el centro de la Iglesia como a veinte pasos del altar, de donde Romea, palpitante y anheloso, veía todo esto como si fuera alguna escena del mundo sobrenatural.

-¡Aquí! -dijo el de la linterna.

-Alumbre las paredes Vuesa Paternidad, para ver si estamos en el mismo centro.

El de la linterna la levantó en alto a uno y otro lado, y dijo:

-Sí, estamos: aquí está el clavo que marca el centro.

El otro dejó caer entonces su carga, y empezó a desarrollar y extender una alfombra negra.

Don Antonio pudo distinguir ahora algunos otros bultos vestidos también con el hábito conventual, que comenzaron a ayudar a los que habían hablado.

-Vaya: traigan las tarimas ahora -dijo el de la linterna que parecía ser el jefe.

Tres o cuatro frailes fueron presurosos hacia la sacristía, y volvieron después de unos segundos cargando muchas tablas, que acomodadas con esmero formaron una espaciosa tarima con varias argollas de hierro destinadas a amarrar algo que debía levantarse sobre ella.

Luego que la tarima estuvo acomodada y alfombrada, el de la linterna la colocó allí y se adelantó por encima a revisar las argollas. No bien recibió la luz en sus formas cuando don Antonio reconoció al padre Andrés, y se puso a temblar como un niño que sueña haber visto una fantasma.

Mientras que el padre Andrés examinaba los accidentes, los demás frailes se dirigieron todos a una pieza fronteriza a la sacristía, quedándose aquel solo, según creyó Romea; pero distinguiendo mejor, percibió a su lado, trabajando al parecer en el suelo, al negrillo del Guardián, aquel que conocimos ya cebándole mate a la puerta de la celda.

-Mira, Pedrillo -dijo el fraile-, fíjate bien en lo que te vamos a enseñar.

-Muy bien: santo Padre -dijo el negrito al tiempo que ya los demás frailes venían cargando con grande trabajo, y dando voces de acomodo, el inmenso crucifijo de la portería, cuya falta había notado don Antonio cuando pasó por allí en aquella mañana. Al cabo de muchas veces y de mucho trabajo lograron los frailes enderezarlo sobre la tarima. El padre Andrés levantó su linterna para examinar si estaba bien recto, y don Antonio, que siguió con su vista la altura de la luz, la tuvo que bajar aterrado, tal fue, la viveza con que percibió en medio de la oscuridad los rasgos feroces y atrabiliarios que el tallista había dado a la imagen del Verbo de los Evangelios, que había sido todo dulzura y mansedumbre entre los hombres.

Satisfechos todos de la colocación del crucifijo, el Padre sacó unas llaves chicas de su cintura, y como le habían colocado ya una doble escalera vertical, subió hasta alcanzar el pecho de la imagen y tocando algún resorte con una de las llaves abrió las cavidades quedando patente un vasto vacío en el interior del pecho y del vientre.

-Ven acá, Pedrillo -le dijo el padre Andrés al negrito que le servía-, sube por el otro lado.

El negro subió.

-Entra -le dijo señalando el vientre de la imagen.

El negro se introdujo en la cavidad, parándose cómodamente en unos descansos preparados al efecto.

-Mira: aquí, por la tetilla, hay un cristal pintado por afuera, que te permitirá ver todo lo que pase aquí al derredor. Vas a ver: y el padre cerró otra vez la cavidad que había abierto dejando adentro al negro. ¿Ves? -preguntó.

-¡Sí, señor! -le respondió el negro, y su voz salió hueca y retumbante como de un sepulcro.

El Padre volvió a abrir la cavidad.

-Mañana tienes que meterte aquí bien temprano; puedes sentarte y estar descansado como ves; y el Padre lo mostró cómo: te vamos a poner ahora aquí dentro una lamparita de aguardiente, y una botella llena para que no la dejes apagar. ¿Ves?, has de poner la lamparita en este descanso, desde bien temprano, de modo que se caldee esta bola de bronce que por medio de este alambre va a tocar con los pies del crucifijo: como éstos son de metal, (por de fuera no se conocía a causa de la pintura) es preciso que se pongan bien calientes. Cuando la novia del hereje, traída por mí, venga a besarlo ha de retirar la cara cuando sienta el calor; tú debes estar muy atento para que en el mismo instante que ella se retire toques este resorte y el Cristo dé vuelta su cabeza para atrás. ¿Has entendido bien?

-Sí, señor: sí, señor -repitió el negrillo.

-¡No te olvides!, todo es muy sencillo: calientas esta bola de metal, esperas etc. ... -Y el fraile repitió menudamente y con calma todas las instrucciones que ya había dado al negro, hasta que quedó convencido de que éste las tenía bien tomadas en su memoria.

Lo hizo bajar entonces de la escalera, cerró las cavidades, y bajó a su vez, diciendo a uno de los frailes que lo acompañaban:

-Establecido por medio de esta prueba previa que el arrepentimiento y contrición de las acusadas no es aceptable a Dios, empezaremos inmediatamente la causa judicial; pues según el último ordenamiento se nos prohíbe enjuiciar antes de que se sepa si el arrepentimiento y la contrición es sincera, y no exterior solamente. La dificultad de arribar a la verdad por este medio, ha hecho arbitrar otro, el de librar la causa siempre al proceder judicial, porque todo lo demás es quimérico.

-¡Por sentado! -respondió humildemente el otro fraile-. Permítame Vuesa Reverencia, advertirle que se ha olvidado de poner en el Cristo la lámpara y el aguardiente.

-¡Es verdad! -dijo el Padre rascándose la frente-. Alcanzádmela, hermano; está allí en el sotanillo de ese altar -agregó el Guardián señalando el altar desde donde don Antonio, abismado y horrorizado, había estado penetrando aquellos horribles misterios con que la inquisición de España ha perjudicado tanto al cristianismo y al sacerdocio católico, que pretendía sostener.

El padre tomó la linterna y se dirigió al altar que le había sido señalado: el frío del espanto se apoderó de los miembros de Romea al temor de ser descubierto. Pero, no sabemos cómo fue que el padre pasó sin verlo, abrió una puertita lateral que había en el altar, y se introdujo por ella quedando la nave en una profunda oscuridad. Un momento después volvió a salir; mas teniendo que sujetar en la misma mano la lámpara, la botella, y la linterna, al cerrar la puertecilla del sótano se le ladeó la linterna hacia el lado de Romea, de modo que toda la luz le dio de lleno sobre la cara.

-¡Santo Dios! -exclamó espantado el fraile-. ¡Aquí hay un mundano que se ha introducido al templo!

El padre Andrés, y los demás frailes con él se lanzaron al lugar designado: el primero, llevaba ya en sus manos un agudo puñal levantado de un modo amenazador. ¿Dónde? ¿dónde? -gritaba.

-¡Aquí!, ¡aquí! -decía el fraile arrimando la linterna sobre las facciones aterradas de Romea.

Vino entonces el Guardián y sacudiéndolo por el cuello con la fuerza de un hércules, lo levantó del suelo como quien levanta un saco, y cuando se encontró con el mismo semblante de su primer cómplice, lo dejó caer, diciéndole:

-¡Infeliz!, ¿qué habéis venido a hacer aquí?

Don Antonio balbució: ignoraba lo que la pasaba; pero urgido al fin por lo terrible de su situación, exclamó:

-¡Misericordia Señor! ¡Misericordia! Yo entré al templo desesperado cuando Vuesa Paternidad me arrojó de su puerta, buscando un consuelo en los brazos de Dios. ¡Misericordia, Señor!, ¡Misericordia!

El Padre Andrés lo miró con compasión, y tornándose la frente con la mano izquierda, pareció reflexionar profundamente.

-Dejadme solo, hermanos, con este desventurado -dijo dirigiéndose a los otros frailes.

Se retiraron éstos en silencio a la sacristía, y tomando por el brazo a don Antonio, el Padre Andrés lo llevó a un escaño donde lo hizo sentar poniendo en medio de ambos la lúgubre linterna que era la única luz que tenían aquellas bóvedas solemnes.

-¡Con qué lo habéis visto todo! -dijo el fraile a su interlocutor con una mirada cruel y compasiva al mismo tiempo.

Y viendo que vacilaba en su respuesta, agregó:

-¡Guardaos de mentir, malhadado!

-¡Todo, señor! -respondió entonces Romea dominado de terror.

-¿Y qué remedio pensáis que tenga un acaso tan fatal? ¡Hombre imprudente y desdichado!

-¡Señor! -dijo don Antonio con el ademán de la desesperación- si queréis mi vida en garantía del secreto, ¡aquí la tenéis! Mandad abrir una sepultura en el frío piso de este templo; hacedme entrar en ella, rasgadme el pecho, y haced cubrir mi cadáver con la tierra del eterno olvido! Os lo agradeceré, Padre mío, con lo íntimo del alma, porque me habréis librado del martirio intolerable a que me veo condenado. ¡Ya no puedo sufrir más!..., ¡la muerte!, la muerte, ¡Dios mío!, ¡con tal que lleve a vuestra presencia la gracia de vuestro perdón! y el infeliz se torció como si los más acerbos dolores lo destrozaran el cuerpo.

-¡Ven acá, criatura débil y miserable! -le dijo el fraile agarrándolo con fuerza y obligándolo a calmarse y tener quietud-. Deja el delirio de las pasiones del mundo, que no pueden conducirte a otra parte que al infierno; entra en el reposo de la paz, ¡domínate y resuelve! -le dijo el fraile levantando sus manos con la energía de un demonio, en medio de aquella oscuridad-. El Dios de misericordia y de perdón que adoramos, lleno de piedad y de amor por ti, te brinda por mis labios con un camino vasto de salvación: si humilde y resignado lo aceptas, puedes elegir en él: o la paz eterna del arrepentimiento de los crímenes mundanos, adquirida con el místico y beato amor de Jesucristo, o la gloria de ser instrumento y campeón de los triunfos terrestres de su Iglesia! Si queréis quietud y olvido, ¡lo encontrareis! Si queréis acción y predominio, ¡se os dará! No necesitáis más sino de un momento de abnegación y de fortaleza, de un momento de resolución, como la que hace el héroe que se lanza a lo crudo de la batalla!... ¿Pensáis que yo no he sentido hervir también en mi pecho las pasiones de la carne? ¡y eran pasiones!... no como las vuestras... ¡sino pasiones mías!... ¡pasiones voraces!... He sido víctima del amor, de la codicia, del juego... y una vez (¡la única!) en que una pasión pura entró en mi alma..., ¡ora la del amor de un hijo! (sabéis ya demasiado para que os oculte más) la desgracia me obligó a morder su tallo y a chupar todo lo amargo de su jugo... ¡Y bien! en una hora de inspiración dije adiós a todo, ¡y el mundo y la carne y el demonio se arrastran hoy vencidos a mis pies!... ¡Ea! ¡coraje, hijo del hombre! rasga la atmósfera que te ciega, y ven a mis brazos -dijo el fraile presentando su pecho a don Antonio- porque si no lo haces tengo que sumiros en una perpetua prisión, única garantía de tu silencio. ¡Escoge! -agregó, abriendo aún más sus brazos.

Don Antonio se precipitó en ellos; y al dejarse caer, casi exánime, en el seno del Guardián, lo único que pudo decir fue: ¡Acepto! ¡soy vuestro!, señor.

-¡Venid! -dijo el fraile-. ¡Es preciso que pongáis el sello a vuestro compromiso jurándolo a los pies del Cristo!... Y arrastándolo a los pies del crucifijo lo hizo arrodillar.

-¿Tomáis el hábito de la orden de nuestro seráfico Padre San Francisco?

-¡Sí, Padre!

-¿Juráis renunciar a los bienes de la tierra, y mendigar la caridad de los hombres para sustentar a tus hermanos?

-Sí, juro.

-¿Juráis servir a la fe católica romana como el soldado que sirve a su rey renunciando a toda soberbia que os venga de vos mismo?

-Sí, juro.

-¡Bien, hermano Antonio!, ¡pertenecéis a la milicia de la Iglesia!, ¡os abrazo y doy un millón de gracias al eterno! Lo demás son formas que llenará el ordinario.

Y bajando una tarima lo volvió a estrechar entre sus brazos.

-¡Hermanos: venid! -dijo llamando a los demás-. Os presento a nuestro predilecto novicio, el hermano Antonio Romea. Es de los iniciados como vosotros, y tiene de antemano toda mi confianza porque la fe y la Iglesia le deben ya servicios eminentes.

Cada uno de los frailes se acercó sucesivamente al Padre Antonio, y poniéndole la mano derecha sobre la cabeza le dio el ósculo de paz y de fraternidad.