Capítulo XVIII : De la casa a la cárcel

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Entretanto toda la ciudad de Lima no hacía ya otra cosa que comentar la crónica de los amores del Hereje con la María Pérez, refiriéndola y trasmitiéndola de familia en familia y de círculo en círculo, con los colores del escándalo y con las mil reticencias de la calumnia. Las tertulias de conversación nocturna, nunca habían contado con tanta concurrencia como la que empezó a verse afluir, curiosa y avizorada, desde que aparecieron los rumores del caso. Cada asistente procuraba entrar con alguna circunstancia nueva inventada por él o por los que se la habían referido; y una vez echado el espíritu de las familias en este camino de alboroto, el mérito consistía en quién arrojaba a la circulación una monstruosidad más increíble, a cuyo lado eran pobre prosa los búhos y los demonios de don Antonio. La parte femenina, sobre todo, estaba en una extraña fermentación. No bien dejaban sus lechos las señoras, cuando iban reuniéndose por las casas del barrio para tomar el hilo de las conversaciones, y de las noticias que habían dejado pendiente al acostarse.

Doña María había sido una de las muchachas más festejadas y más solicitadas de Lima; su preciosa figura, sus ojos atractivos y tiernos, el aire simpático y cariñoso que se desprendía de toda su persona, el recato (poco común allí) de su educación y de sus hábitos, y la inmensa fortuna que la fama atribuía a su viejo padre, eran razones que habían susurrado al oído de los elegantes y solteros de Lima la esperanza y la intención de merecerla. El noviasco de don Antonio había desanimado a muy pocos; porque además de que esa era cosa poco sabida de cierto antes del viaje en que nuestros lectores comenzaron a conocer a nuestros personajes, era generalmente presentida la poquísima inclinación que la novia tenía por el novio; los pretendientes se proponían explotar el tiempo en todos los casos posibles, y persistir en cazar la ocasión de adornarse con un mérito especial a los ojos de la bella pretendida.

Mas, cuando se supieron sus ternuras con el Hereje, con el extranjero, con el inglés; cuando se supo que ella lo había hecho su dueño y lo amaba con delirio, las pasiones de partido y de nacionalismo se alzaron furiosas; cada uno las sentía como si se tratara de cosa propia, porque, en efecto, el amor propio de cada uno, como pretendiente, como español y como católico, se hallaba interiormente ofendido con lo que todos llamaban las criminales liviandades de la María Pérez. En medio de este bullicio y de esta excitación de las malas pasiones de la multitud, era de todo punto imposible el traer las cosas y las ideas a su estricta verdad. Aquello que era más calumnioso y más infame, era lo mejor aceptado de todos. Cada uno escondía en lo oscuro de su alma los reclamos que su conciencia misma elevaba en obsequio de la justicia ofendida: «repitiendo lo que todos dicen (se decía cada uno a sí mismo) ni inventamos ni calumniamos: la responsabilidad es de otros.»

¡Pobre niña! ella entretanto no podía dejar de amar. La atmósfera de prevenciones antipáticas que por todas partes la repelía (indefinidamente presentida por su alma altiva) la echaban más y más, por reacción, en el amor de su Henderson ausente; y así había acabado por glorificarse en su propio pecho con los sufrimientos y con los martirios que ese amor le prometía. Resignada, y silenciosa como una estatua, estaba preparada a todo lo que le pudiese venir. No tenía ninguna esperanza; pero tenía la voluntad de los casos extremos, la de no ceder a la injusticia ni a la tiranía.

Los días que habían pasado desde su llegada habían sido días de duras y amargas pruebas para don Felipe y su familia: los rumores de la persecución, por un lado, y el temor, por otro, de comprometerse o de contaminarse con su trato a los ojos de la Inquisición, le habían alejado todas sus relaciones: y hasta sus mismos parientes le habían vuelto la espalda: el sol salía y se ponía dejándolo siempre pendiente de la amenaza terrible que pendía sobre su casa. Grupos de curiosos, que le inspiraban muy mal agüero, cruzaban sin cesar por su calle como en expectativa de algún espectáculo siniestro.

Toda la familia estaba en una profunda consternación. La fría austeridad de don Felipe para con su hija había llegado a su colmo: todos veían, por el fiero silencio y por la tenaz concentración de espíritu en que pasaba sus días, que un enojo profundo y tempestuoso estaba acumulado en su pecho, y así es que nadie se atrevía a romper la lúgubre taciturnidad que reinaba en la casa.

No obstante la resignación con que doña María parecía esperar los sucesos, el desgreño de su fisonomía, la hinchazón de sus párpados, y la marchitez de sus mejillas revelaban bien las crueles horas de insomnio y de dolor en que vivía. Ella cumplía como siempre con los deberes habituales que eran comunes a los hijos de las familias españolas de aquella época: luego que dejaba la cama iba al aposento de sus padres a pedirles su bendición; por temprano que fuese encontraba ya a don Felipe vestido, como si hubiese velado, paseándose por el cuarto engestado y silencioso, con los brazos tomados por detrás; al paso que su madre, sentada en su cama y cabizbaja, parecía haber pasado la noche llorando. La pobre niña esperaba un rato la bendición que había pedido y como no obtuviese ni una mirada siquiera, se volvía a su aposento con paso respetuoso y resignado. Juana la esperaba al paso, y apenas la veía, se cubría la cara con las manos ahogada en sollozos; porque les estaba prohibido juntarse y hablarse.

En la casa de don Felipe, como en las de todas las otras colonias, era de costumbre invariable que antes de almorzar se reuniese la familia a rezar alguna novena, en la que el padre arrodillado sobre una silla, y dirigiendo su rostro a una imagen alumbrada con velas de cera, hacía coro, es decir, dirigía el rezo. Por la noche se rezaba el Rosario del mismo modo ante la imagen de la virgen María; acto que no solo era de devoción en aquel tiempo, sino de ardiente patriotismo, en razón de que a esta virgen se atribuía la célebre batalla de Lepanto, que muy poco hacía, había ganado don Juan de Austria contra los turcos. No solo se continuaron estos rezos después de la vuelta de la familia, sino que era evidente que cada uno de los concurrentes ponía mayor fervor en ellos como si los dirigiese al cielo combinados con alguna súplica suprema reservada en lo hondo de su pecho. Doña María había recibido orden de no asistir a estas reuniones periódicas de devoción doméstica y de practicarlas sola y en su cuarto.

Esta casa, que siempre había sido moralmente triste y sombría, a causa de la concentración y de la severidad taciturna y dominante del amo de ella, estaba ahora tétrica, y como envuelta en una atmósfera de terror y de mutismo.

El tono de su mesa a la hora de comer no había variado; porque en ella era de regla estricta el más profundo silencio: y tal era la nimia circunspección que debía observarse en el acto de la comida, que ninguno era osado a hablar o a levantar sus ojos; salvo el padre que era allí una especie de juez supremo para vigilar y reprimir la menor infracción de aquel silencio y compostura obligatorias. Antes de servirse el primer plato, se persignaban todos; don Felipe con voz sonora y tono austero, rezaba solo la primer mitad del Padre Nuestro, y su familia repetía en coro humilde la otra mitad: después se rezaba del mismo modo el Avemaría, y acababan por repetir todos juntos el bendito, a media voz y como si cada uno lo hiciese para sí solo. Empezaba entonces la repartición del primer plato hecha jerárquicamente por el padre: lo primero y lo mejor para él; y así en seguida.

Nadie podía repudiar un plato, porque semejante acto tenía un carácter religioso, y era mirado como una ingratitud contra el favor que Dios le había dispensado de poderlo recibir: era menester aceptarlo, probarlo al menos, y dejarlo llevar por las negras esclavas que andaban de rodillas haciendo el servicio de la mesa.

Por extravagante o incomprensibles que semejantes costumbres parezcan al lector de nuestros días, le podemos asegurar que ellas han sido observadas con toda su estrictez desde la época de que hablamos hasta los primeros años de nuestro siglo; y no solo en las familias de los burgueses, sino en todos los grados de la sociedad española, desde la casa del rey hasta la del menos visible entre los empleados de sus colonias.

En obsequio de la verdad histórica y de la justicia que debemos al tiempo en que escribimos, tenemos que decir: -que aquel, que de esta rigidez de formas que la autoridad paterna tenía entonces, deduzca la existencia de mayores y envidiables virtudes hoy olvidadas, o la de una moralidad intachable en las recíprocas relaciones de los miembros de la familia, o mayores hábitos de orden y de sensatez, se llevaría gran chasco. Porque el organismo de la casa reposaba todo sobre el despotismo y la arbitrariedad del padre. El eje de la sociedad doméstica no era el amor, que es el único elemento moralizante de la domesticidad; sus formas carecían de la ternura, que no es sino la expresión educatriz y genuina de ese amor; y todos los resortes por fin se concentraban en el del miedo. El albedrío se criaba sofocado, contrariado, extraviado. La falta de libertad legítima y de atmósfera moral viciaba en su raíz el estado de familia; y por eso era que bajo este despotismo exclusivo de la autoridad paterna, como bajo todos los otros despotismos el vicio y la desmoralización se habían abierto mil sendas anchas y oscuras por donde buscar la saciedad.

Apelamos a la historia para ratificar nuestras observaciones. Cualquiera que se tome el trabajo de inquirir el estado doméstico de aquellos países y aquellas épocas donde han aparecido grandes y bárbaros tiranos, donde la sociedad se ha visto sumida en mayor corrupción, hallará que el primero de sus rasgos es el despotismo paterno introducido en las relaciones de la casa. Ninguna nación del mundo presenta una serie de tiranos más atroces ni más continuados que Roma; y en ninguna parte del mundo tampoco el padre de familia tuvo un poder más arbitrario concentrado en sus manos por la ley y por los hábitos: solo en el pueblo en que Bruto pudo degollar dos hijos en nombre de una revolución, era posible un Tiberio para hacer clavar el puñal asesino en el seno de su madre, o un Calígula para mandar envenenar a su hermano.

Después de Roma, la España: allí donde Felipe II ahorcó a su propio hijo en nombre de su propia autoridad, era solo donde el fanatismo de las persecuciones fratricidas podían soplar con la furia del huracán.

Aunque se rechace nuestra tesis, el hecho es que la inmoralidad oculta y subterránea lo minaba todo a los principios del tiempo colonial, todo, desde la corte de Felipe II hasta la humilde choza del colono americano: era incontenible porque no era en el fondo más que la reacción espontánea del individualismo contra el mal principio en que la sociedad estaba montada: el despotismo. Era por esto que la familia no tenía sino dos estados, extremos ambos: la tirantez del miedo, o la relajación de todo respeto legítimo, la renuncia de todo principio de orden: dependiendo una u otra cosa de los accidentes del carácter de su jefe, de su muerte, de sus enfermedades o de algunos otros motivos personales. Volvamos a nuestro asunto.

Al mismo tiempo que el padre Andrés daba sus órdenes para prender a doña María y a Juana, don Felipe Pérez y Gonzalvo tomaba asiento en la cabecera de su mesa, y su hija y su mujer también agachadas y macilentas. La puerta de la calle había quedado cerrada con cerrojos; porque en aquel tiempo nadie se ponía a comer sin cerrar bien sus puertas; y, de veras, que no sabemos por qué, pues apenas puede concebirse un estado de sociedad más consolidado ni más quieto que aquel.

Hechos los rezos de costumbre, y repartido el primer plato:

-¿Te confesaste? -le dijo don Felipe a su hija, con voz áspera y hostil. Doña María levantó su vista sorprendida, y viendo que a ella era a quien su padre se dirigía, se puso trémula, balbuceó, y como se le llenaran espontáneamente de lágrimas sus ojos, respondió ahogada de sollozos:

-¡No quiso... admitirme el señor... Guardián! -y se tapó los ojos con un pañuelo abandonándose al llanto.

Don Felipe le fijó aún más su mirada airada, y al cabo de unos segundos dijo entre dientes: -¡Hipócrita perversa! y tomó su primer cucharada de sopa: todo esto después de haber hecho su oración al Ser Supremo.

Viendo que su hija no se ponía a comer, se dirigió otra vez a ella y le dijo: -¿Quieres que te baje la soberbia?

La niña se enjugó los ojos con respeto, y se puso a figurar que tomaba unas cucharadas de sopa, que iban llenas a los labios y volvían llenas al plato.

Se había servido ya otro plato, y doña María con un pedazo de pan en la mano seguía haciendo semblante de comer, cuando un ruido sordo y extraño, que a medida que se acercaba, asumía el tono lúgubre de un responso, empezó a venir como de la calle. Don Felipe suspendió el movimiento de su cubierto, y fijos los ojos en su plato pareció absorto y anheloso. Tres golpes secos y acompasados, dados con el llamador de la puerta de calle, resonaron un momento después por toda la casa. Don Felipe dejó caer de sus manos el cubierto sin poder dominar la convulsión nerviosa que lo puso trémulo, y todos temblaron con él, menos su hija, que sin hacer el menor movimiento continuó agachada e inconmovible. La causa de este ruido era la procesión del Santo Oficio que venía a prender a las infelices criaturas acusadas de contaminación y de herejía.

La litera en que se conducían a los reos, era una especie de silla de manos, grande, tapada por todos lados y sin más luz interior que la que podían darle dos agujerillos circulares al frente. Dos varas horizontales y largas la apretaban por sus dos costados, extendiendo sus extremos paralelos hacia adelante y hacia atrás; porque el modo de levantarla y hacerla andar, era suspender estas varas en dos borricos, uno puesto adelante y otro puesto atrás mirando hacia adelante; con el paso de estos animales marchaba la litera inquisitorial.

Una cosa que no desdeñarán saber nuestros lectores, es que el servicio trasero de la litera lo hacía por lo general el borrico aquel a quien el teólogo franciscano debió su esclarecido triunfo en el puerto del Callao; y que por cierto estaba en aquel día tan poco dispuesto a cargar la litera que (después de mil artimañas de que hizo uso para esconderse) vino mohíno y haciéndose el rengo, a que le pusieran su cruz a cuestas, ¡tan regalonazo y rechoncho estaba el picarón!

Mientras acomodaban la dicha litera, la procesión que debía acompañarla se reunía en el centro del vastísimo patio de la espléndida cárcel que la Inquisición se había levantado en Lima, para dar debido cumplimiento a la ley de Indias.

Un familiar de la Inquisición abría la marcha llevando en alto una gran cruz de plata toda cincelada. Detrás de él iba una línea de tres personas; la del medio era el Alguacil Mayor del Santo Oficio, llevando en alto también el estandarte de la Fe, que por el modo tieso con que se tenía en el aire parecía ser de cartón forrado de paño negro por un lado y de tafetán verde por el otro; en el medio de cada una de estas caras estaba bordada una cruz roja. El alguacil llevaba, como hemos dicho, un familiar a cada lado vestidos de hábito negro talar con cuellos y estolas verdes, que con dos faroles de velas también verdes alumbraban el estandarte.

Se seguían dos esbirros: el uno llevaba un palo alto, a manera de percha, de la que iba pendiente una vestidura o saco de tela negra y ordinaria, sobre el que se veían pintadas llamaradas infernales y condenados y otras mil figuras grotescas de demonios que se llamaba el sambenito, por corruptela de las palabras latinas saccum benedictum . El otro esbirro llevaba una especie de tablero o bandeja, cubierta con un paño punzó sobre la que iban dos grandes tijeras: otros dos esbirros armados con alabardas seguían más atrás, y cerraban por fin la procesión dos filas paralelas de frailes dominicos encabezados por el controversista del Callao, que era a quien esto tocaba por jerarquía. La procesión salió rezando en alto salmos y otros oficios del Breviario; y la litera siguió por detrás, porque mientras iba vacía, no tomaba el centro de las dos filas de frailes que era su puesto.

Al oír los golpes que esta procesión dio en la puerta de don Felipe, nadie de los que estaban en el comedor osó moverse para abrirla; quedaron todos pendientes de la voz del amo, hasta que apercibido este de ello, se recobró con un esfuerzo y haciendo un ademán de urgencia dijo: ¡pronto! ¡pronto! en lo que fue obedecido por una joven negrita de las que servían la mesa.

Los cerrojos se descorrieron; y al entrar la procesión al ancho patio de la casa, el alguacil rezaba así en su Breviario, con una voz lúgubre y bronca:

-«Beatus ille qui non abiit in concilio hereticorum et in via peccatorum non stetit, et in cathedra pestilentæ non sedit, quia omnia quæcunque faciet prosperabuntur.»

Y todos los demás le respondían en coro con el mismo tono sepulcral:

«Non sic impii; sed tamquam pulvis quem projicit ventus a facie terræ.»

El alguacil: -«Ideo non resurjent impii injudicio; necque peccatores in concilio justorum.»

Coro: -«Quoniam nevit Dominus vian justorum; et iter impiorum peribit.»

Y con rezos de esta clase fueron entrando dirigidos al comedor por la misma criadita que les había abierto la puerta. Un inmenso concurso de curiosos se había ido reuniendo al tránsito de la procesión e iba silencioso y consternado detrás de ella.

Los que estaban en el comedor se pusieron todos de pie cuando el Alguacil, con su terrible estandarte, se presentó a la puerta. Dirigiéndose él a doña María le puso la mano sobre el hombro, y le dijo:

-¿Eres María Pérez, hija de nuestro hermano en Cristo Felipe Pérez y Gonzalvo?

La niña respondió que sí con una voz segura y moderada.

-Pues estáis presa, hermana, por causa de herejía, y por orden del Santo Oficio.

La pobre madre de la víctima cayó al suelo desmayada y sin sentidos: y allí quedó sin que nadie diese un paso para socorrerla. Don Felipe apoyó una de sus manos sobre la mesa, mas la única señal de emoción que dio la niña, fue dejar caer de sus manos el pedazo de pan que maquinalmente tenía en ellas; el Alguacil, viendo que ella no lo alzaba, lo tomó del suelo y volvió a dárselo; ella lo recibió y lo puso sobre la mesa.

-Apuntad: dijo el Alguacil a uno de los familiares, que ha dejado caer al vil polvo la gracia de Dios sin levantarla y sin quererla besar.

Un profundo silencio minaba en el comedor y en todo el resto del concurso que se agolpaba a la puerta: el esbirro que llevaba el Sambenito lo descolgó, y aproximándose a la preciosa criatura la vistió con él, porque ella se dejaba hacer con una resignación modestísima y firme al mismo tiempo.

¡Ya está ensambenitada! ¡ya está ensambenitada! repitió todo el concurso con un rumor sordo y dilatado.

-¡Felipe Pérez y Gonzalvo! -dijo el Alguacil.

Don Felipe no pudo tenerse en pie y cayó descoyuntado sobre su silla; pero se puso en pie un segundo después.

-¿Tenéis en vuestra casa a la muchacha que llamáis Juana Pérez, criada al lado de vuestra hija?

Vuelto en sí don Felipe (probablemente porque vio que el llamado tenía poco que ver con él) respondió que sí.

-Entregadla a los enviados del Santo Oficio.

Dos esbirros acompañaron a don Felipe, y salieron a buscar a la pobre Juana. Nadie la había visto ni fue posible encontrarla por mucho tiempo: pues la infeliz llena de terror y presintiendo su desgracia, se había ocultado debajo de la cama de uno de los criados más oscuros de la casa. Allí la hallaron al fin, y la trajeron arrastrándola casi hasta el comedor donde el Alguacil la recibió. Ordenó este entonces que la procesión se pusiese en marcha conduciendo a las dos presas.

Doña María iba a obedecer, pero como si un impulso irresistible del corazón la hubiese arrastrado, se lanzó hacia su madre, tendida todavía en el suelo, y después de haberle estrechado las manos contra su pecho se las besó por repetidas veces con ardor y exaltación; vino después a arrodillarse delante de su padre, le abrazó las rodillas y como si con esto solo hubiera quedado satisfecha, se enderezó con la sublime y modesta soberbia del martirio y se entregó a los dos esbirros que ya venían a forzarla a marchar. Atravesó el patio en medio de ellos al son de los lúgubres rezos del Breviario, sin que un momento hubiese levantado su vista del suelo. Llegadas a la litera las metieron a ambas en ella, y la procesión se puso en marcha hacia la cárcel del Santo Oficio llevando a la litera en el centro de las dos filas de frailes rezantes que iban a cada costado de la calle; y por detrás de ella, pegados casi a su puerta, iban cerrando la marcha los dos esbirros con alabardas de que antes ya hablamos.

Un rato hacía que la litera iba en marcha como hemos dicho, suspendida por detrás en los lomos del bellaco borrico que conocemos. Este bribonazo parece que había reconocido a su antagonista antes de que su antagonista lo reconociese a él, pues iba escondiendo su cara en la culata de la litera, agachándose y rengueando por maña manifiesta. Pero quiso su desgracia que el gran controversista de la Orden de Predicadores fijase por pura casualidad sus ojos en el pícaro animal, y que empezase a preocuparse de su semejanza con el bestial agresor a quien tanto odio conservaba.

La imaginación mística del padre se fue exaltando poco a poco con la duda de si aquel era o no era el criminal, y con los rencorosos recuerdos que esto le sugería, al mismo tiempo que el hipócrita borrico parecía ocupado de poner en juego todas sus mañas para no ser reconocido. Aquel se había ido distrayendo gradualmente de los rezos del Breviario, y con una voz estentórea repetía en latín estos textos del Apocalipsis, que traduciremos al español:

-«Y vi la bestia que subía por la tierra. ¿Y quién hay semejante a la bestia? ¿Y quién podrá lidiar con ella?»

Y aquí, el borrico y el Padre se miraban de reojo.

-«Y le fue dada boca (decía el Padre) con que proferir blasfemias y decir altanerías contra la palabra de Dios.»

«Y cayó del cielo grande pedrisco sobre los hombres.»

Y otra vez los dos campeones se echaron una mirada furtiva: la del Dominico era de odio: la del borrico de ansiosa y humilde alarma. Probablemente con el rarísimo instinto con que al Criador había dotado a esta bestia (que no era por cierto la del Apocalipsis) iba ella reconociendo aquella voz que le hería tan mal su tímpano.

Exaltado de más en más el dominico -crux! crux! -dijo, y se santiguó.

-Vade retro Satanas! -y lanzaba miradas de fuego al borrico, en cuya fisonomía se veía crecer la angustia.

-Intellige clamorem meum Domine! -seguía diciendo el fraile.

La distracción que suponían estos textos extraviados, había llamado fuertemente la atención de los otros frailes que marchaban cerca de nuestro controversista, e iban ya alarmados todos con aquella extravagancia suponiéndole alguna visión del espíritu revelador de las que le acometían con alguna frecuencia.

-Necque habitabit juxtu te malignus; necque permanebit ante oculos tuos! -decía el padre mirando al borrico en un verdadero estado de furor. Y no pudiendo contenerse al fin -Anathema! anathema! -exclamó y se lanzó sobre el cuitado animal dándole golpes y gritando: -Hic est Satanas! hic est Satanas!

El alboroto fue inmenso con aquella inesperada interrupción del silencio y de la gravedad fúnebre en que marchaba la procesión.

El borrico, como sabemos, tenía un carácter poco sufrido, y como se viera acosado de maldiciones y de gritos, asustado quizás también, por el repentino alboroto que se había levantado, lanzó al aire dos enormes patadas, seguidas de otras y otras para ver si lograba desatarse de la litera y fugar a sus territorios. Creemos que fue en sus primeras coces en las que logró agarrar por el vientre a su enemigo y arrojarlo medio muerto a cinco o seis varas de distancia.

Fácil es conjeturar el incendio y la confusión que todo esto produjo. Cayeron sobre el borrico los hombres armados que allí había; y los unos con sus alabardas, los otros con hachas, y los otros con puñales, le daban y gritaban llevando a su colmo el desorden que reinaba en aquella ingente multitud.

Aprovechándose del instante de mayor exaltación de la multitud, dos hombres con máscara de seda negra se echaron sobre la puerta de la litera, y a golpes de puñal destrozaron la cerradura fuerte y complicada que la aseguraba. Uno de ellos, de figura fina, y delgado como una caña, se lanzó al interior con un noble brío mientras que el otro armado también de su puñal se mantenía teniendo la puerta y vigilando lo exterior.

-¡Sígueme! ¡vengo a salvarte! -dijo el joven desconocido, con un tono resentido y seco, y tomó entre sus manos a doña María.

-¡Henderson! ¡Henderson mío! -exclamó esta con una pasión delirante, y se estrechó al pecho de su salvador.

Este permaneció inmóvil un instante. Pero, quitándose la máscara dijo con amargura:

-No soy Henderson: no soy tu inglés: soy Manuel, soy americano y expongo mi vida y mi alma en recompensa de lo bien que me guardaste tu fe.

-¡Manuel! -exclamó aterrada doña María y soltando al joven. ¡Manuel!... ¡No te sigo! -dijo con resolución heroica y se tiró al fondo de la litera.

-¡Ven, desdichada, que no tengo tiempo ya!

-¡No te sigo! quiero que me dejes.

-¡Vienen! ¡nos ven! -dijo ansioso el de afuera tirando a Manuel por una pierna.

-¡Vete! ¡vete! -repitió doña María empujándolo hacia fuera con vigor; y como la litera estaba toda ladeada ya, Manuel no pudo tenerse y fue a caer fuera de la caja en la calle.

-¡Adiós, primo mío! os admiraré y os querré siempre como a un ángel.

El infeliz borrico yacía hecho pedazos y bañado en sangre en el medio de la calle. La gente empezaba ya a reconocerse y a rodear la litera: a la vista de los dos enmascarados hubo algunos gritos y quien extendiera la mano también para agarrarlos, pero ellos impusieron miedo con su puñal, se enredaron, ligeros como unos gatos, entre el concurso, y probablemente se arrancaron las máscaras, puesto que nadie los pudo descubrir ni capturar.

La causa de doña María se había empeorado de una manera funesta. Los frailes que acompañaban la procesión daban fe, como testigos presenciales del hecho, que Satanás bajo la figura de borrico se había ingerido en el convoy y asegurándose de la conducción de la litera para apoyar a tiempo la tentativa de una legión de herejes enmascarados o espíritus del infierno que debían arrebatar a las dos criminales. Más de diez testigos intachables daban fe de este último hecho.

La fortuna había consistido en que el Reverendo Padre Lector de Santo Domingo había descubierto a tiempo la transubstanciación formal de Satanás en el borrico; y abandonando el rezo del momento, lo había exorcistado obligándolo a descubrirse y reventar.

¡Pobre borrico!... ¡Bien ha dicho Salustio (hubiera dicho su alma si hubiese sabido latín) que hay mayor peligro en caer bajo la tiranía y el fanatismo de la multitud que en arrostrar el odio de los Césares!

El padre triunfador de Satanás fue recogido y llevado en un catre a su convento. Nada fue igual a la satisfacción de su alma cuando fue instruido por la voz pública (que hay mentecatos que llaman vox dei!) del sentido y la importancia de su victoria. Su superior y todas las autoridades civiles y militares le felicitaron de oficio; los que creyeron, porque creyeron; y los que no creyeron por obedecer a la exigencia de la situación.

Entretanto: cuando el alboroto se fue calmando, y se vio que las víctimas no se habían escapado, se trató de restablecer como se pudo el orden de la marcha. Fue traído el estandarte de una de las casas vecinas donde lo habían recogido, pues el Alguacil, como todos los demás, había disparado arrojándolo; y así el resto. Se trajo otro burro, se arregló como se pudo la litera y tomando otra vez el hilo de los lúgubres rezos de estilo, marchó la procesión sin novedad hasta la cárcel del Santo Oficio, sobre cuyas puertas de hierro podía haberse escrito lo que el Dante vio en las del Infierno:

Lasciate ogni speranza, voi che'intrate.

Un momento después doña María y Juana estaban encerradas en dos calabozos separados, húmedos, estrechos y sombríos.


FIN DEL TOMO PRIMERO