La novia del hereje/XVII
Capítulo XVII : La justicia del hombre y la justicia del cielo
editarTan profunda fue la cavilación que se apoderó de don Antonio, que ni reparó siquiera en que don Felipe se había ausentado.
La causa fueron quizá las agitaciones que destrozaban su espíritu, claramente reveladas en lo estático y concentrado de su mirar y en el modo febril con que se mordía las uñas.
¡Maldición!... ¡Infierno!... exclamó después de un rato como si no pudiese contener más tiempo la explosión de su alma.
Pero no bien hubo arrojado esta blasfemia, cuando volviendo aterrado en sí, echó una mirada al derredor del cuarto para ver si había tenido algún testigo. Tranquilizado un tanto al verse solo, cruzó los brazos con abatimiento, y dijo hablando consigo mismo:
¿Qué hacer ahora, Dios mío?... Dios, Dios: repitió con el gesto de una amarga ironía... ¿No es a él a quien me harán servir sus ministros obligándome a consumar mi sacrificio? ¿No es en su nombre que seré castigado si retrocedo en el camino a que ellos me han lanzado? ¿No es el brazo de su tremendo poder el que pesa ya sobre mi lengua y sobre mi destino?... ¿Qué soy yo, qué puedo hacer ya para detener su fuerza exterminadora?... ¡Maldición! ¡infierno! repetía como un desesperado abriendo los brazos y lanzándose a tranco sobre las paredes de su cuarto.
Fatigado con estos ímpetus de valor, se quedó de nuevo en una profunda meditación. Parecía que algo quisiese combinar en su mente. Pero sacudiendo después de un rato tristemente su cabeza -¡Es imposible! dijo: ¡es imposible!... El padre Andrés ha encontrado ya su camino: ¡la fortuna que por tanto tiempo ha codiciado está en sus manos y no necesita de mí para que le ayude a trasquilar esas ovejas de su rebaño! ¡Mísero de mí! mi propia imprevisión me ha perdido. Ante el supremo interés de su autoridad omnipotente ¿cómo puedo yo hacer oír la débil voz de mi conveniencia?... ¡Ah, Dios mío! ¡Dios poderoso! Verdad es que denunciando vuestros enemigos procuraba también mi ventaja personal; verdad es, Dios misericordioso, que he sido desleal a los lazos de gratitud y de la amistad que me unían a los denunciados; pero ¿era yo libre, Señor, para absolverlos? ¿No era vuestra ley, no era vuestra doctrina, no son los ministros de vuestro altar, no son las órdenes de vuestra Iglesia, las que me imponían el deber de hablar a los encargados de defenderla contra la mala yerba? ¿Podía yo cerrar mi labio a la voz de mi conciencia arrodillado ante el supremo tribunal de Dios y haciendo acto de confesión?... ¿Por qué arrebatarme entonces las esperanzas de mi vida? ¿Por qué desheredarme de los bienes que debía poseer? ¡Ablandad, Señor, mi corazón! dijo don Antonio anegado en lágrimas: y dirigiéndose como un demente a una imagen, que puesta en una mesa, tenía dos velas de cera ardiendo por delante, la levantó en sus manos, la colmó de besos, se arrodilló estrechándola contra su pecho, y exclamó -¡Santo bendito! ¡Divino Antonio! ¡protector de mis días! ¡patrón de mis intereses! ¡interceded por mí en este conflicto!... ¿Qué porvenir va a ser el de este vuestro humildísimo devoto si después de todo esto queda sin fortuna y sin posición?... ¡Maldición! ¡infierno! ¡Esbirro del santo oficio para siempre! exclamó tapándose los ojos... ¡No! jamás: un convento: un convento es mucho mejor, agregó con un aire resuelto y reflexivo. En un convento podré al menos ascender: llegaré al mando y la venganza será terr... ¡Perdón, Santo Bendito! ¡perdón! agregó como si se arrepintiese de este desahogo de su rabia. ¡Estoy delirando! ¡No! ¡Es preciso que tiente el último esfuerzo! ¡voy a arrojarme a sus pies; voy a pedirle piedad: voy a implorar su compasión!... Y tomando don Antonio desatinadamente su sombrero y su capa, salió a la calle dejando abiertas sus habitaciones, y se dirigió al convento de San Francisco en busca del Padre Andrés.
Iba el cuitado con la firme resolución de echarse a los pies del Padre Andrés y de rogarle que no pusiese al colmo su sacrificio. Pero a medida que se acercaba al convento se le aclaraban las ideas: la inclemencia fría y severa que formaba el fondo del carácter del fraile se retrataba en el alma decaída del pretendiente ejerciendo todo aquel despotismo que la hacía irresistible, y el amargo desconsuelo que este pensar le infundía iba destruyendo en su ánimo a medida que se acercaba al convento, todas las esperanzas con que había salido. Preveía que la profunda humildad con que siempre había él acatado al Padre Guardián, y el hábito del predominio exclusivo que este fundaba en esta y demás circunstancias de su trato habitual, le privaban de todo peso personal, de todo medio para apoyar su súplica y hacer de su descontento un instrumento de influencia para con el fraile. Desde que este, como su propia razón se lo pronosticaba a don Antonio, parapetase sus negativas en la necesidad de defender la fe, de asegurar el engrandecimiento y opulencia de la iglesia, don Antonio tenía que reducirse al silencio: ninguna razón personal o caritativa podía emplear contra este argumento que a la vez formaba el pretexto de su inicua conducta para con don Felipe, sin ofender al dogma dominante; y era además seguro que si la más leve indicación se le escapaba sobre la deslealtad con que el fraile se había conducido para con él, se expondría a tal castigo que quedaría igual a sus víctimas.
-¡Qué hacer, Dios mío! -exclamó todo confuso al verse a las puertas del convento, sumido en esta cruel perplejidad.
Vana sería la tentativa de pintar con palabras humanas su aire de abatimiento y de baja humildad: sin tener idea fija todavía, iba a arrodillarse delante del crucifijo colosal que ya conocen nuestros lectores; mas no fue poca su sorpresa al ver vacío su lugar. Permaneció indeciso por un instante buscando en derredor suyo la sacra imagen, hasta que convencido de su ausencia se dirigió con un ademán de desesperación hacia la celda del padre Andrés.
Poco antes de que don Antonio hubiera entrado al larguísimo claustro de la portería, había pasado por él, en demanda también de la celda del Guardián un personaje digno de ser conocido de nuestros lectores: era este un cierto don Marcelín Estaca y Ferracarruja a quien todos tenían por doctor in utroque; pero que, a pesar de que él se dejaba menudear el título con grande satisfacción, nunca había sido más que bachiller en derecho civil. Pasó nuestro hombre con un aire tan grave y tan sabio que parecía extasiado con su importancia personal y con el eco de sus lentos trancos, que repercutiendo en las silenciosas paredes del claustro remedaban los golpes con que el tambor rinde homenaje a las majestades de la tierra. Don Marcelín era pues su propio tambor y se batía marcha a sí mismo con el más profundo respeto de su propia persona.
Nuestro carísimo bachiller sabía andar con una admirable competencia científica, pues si alzaba uno de sus pies, cuidaba bien de que su punta se encorvase al suelo con donaire, de que el talón cayese con el aplomo de una sentencia, y de contornear los movimientos de sus brazos y de su cuello, teniendo el otro pie fijo en tierra para que su cabeza no perdiera la magistral reenclinación con que la llevaba (como si llevara una custodia) sobre sus hombros.
Si bien no lucía don Marcelino la prosaica casaca ni el bastón tradicional que empuñan los doctos magistrados en nuestros días, una rica toga de raso negro muy bordada de realce lo vestía hasta los talones, y resplandecía en su pecho una grande cruz de raso rojo que el sapientísimo bachiller usaba como insignia del elevadísimo carácter de Fiscal de la Inquisición de Lima que investía; en cuyo empleo se había adquirido la más conspicua reputación de defensor inflexible de los derechos de la iglesia, en lo cual (decían las malas lenguas) se hermanaba su propio interés y la satisfacción de las pasiones de círculo y de fanatismo a que reducía siempre todas sus miras.
Una golilla de una bretaña dura y poco fina, muy almidonada y tiesa como un palo, servía de nido a sus carrillos magrujos y biliosos, que algo más chupados parecían a causa del esmero con que el sublime bachiller se alzaba un enorme tupé o hopo (a manera de cresta) sobre su frente: manía de que nadie sino él participaba ya en aquella época.
Como el lucimiento de esta cresta era para nuestro hombre el rasgo característico de su eminencia, gustaba de andar descubierto, o de ponerse cuando más, un leve bonete de cuatro picos adornado con madejas de seda verde y seda roja.
Para colmo de solemnidad en la figura, el doctísimo Fiscal era tuerto, de modo que su adusta mirada cobraba un valor indefinido con los turbios movimientos de la sanguinosa y gruesa nube que cubría todo el globo de su buen ojo.
Su frente era estrecha y angulosa: su ojo chico y sin viveza; y tan visible era la infatuación de ciencia y de valía que lo rellenaba, que fruncía sus labios y adormecía clásicamente sus ojos, sin duda para impedir (que por estas aberturas de su cuerpo al menos) se desparramasen algunas de sus partículas inapreciables.
Todo esto, unido al tono enfático y ridículo de sus maneras, hacían de este personaje un domine Lucas de aldea, de aquellos en quienes se estereotipa, como en un molde, una pedantería estrecha y terca con la más cómica infatuación de saber y de importancia.
Entre sus rasgos morales se distinguía el de una inclinación innata a forjar conspiraciones y armar intrigas, bien cubierta bajo el velo hipócrita de gravedad y de serio reposo, con que se presentaba a los extraños.
Y como era fanático y estaba repleto de preocupaciones personales, no le faltaba su circulillo de adeptos que intrigaba de su cuenta y por su inspiración.
Llevaba en su mano derecha, bien plegados y tomados a guisa de cetro, un par de guantes de seda blancos, con los que tocó y empujó la puerta del guardián, entrando y diciendo con intimidad:
-Adsum Reverendisime. Y como al dirigir las miradas hacia el padre, el bachiller lo viese inclinado sobre un enorme pergamino, de menudísimos tipos, se chupó los labios y los carrillos, y levantando la mano, con los dedos en forma de círculo, dijo: luz del siglo es Vuesa Reverencia: infatigable al manoseo de la ciencia: ni las escabrosidades del Pindo, ni los ayunos de los vates de Minerva, ni la tremenda esgrima de la espada de la justicia, fatigan sus membrudas facultades.
-Heu Marceline! -le respondió el guardián con tono de chanza y de amistad: y separando un poco su libro hacia el medio de la mesa, continuó diciéndole: Carissime inter amicos! Unde agis te?
-¡De Foro!... esto es de la Audiencia; y de veras, Padre Guardián, ¡qué sumamente exacerbado vengo! -dijo el bachiller sentándose al lado del fraile...- ¿Ha visto Vuesa Reverencia cosa más absurda?... Los compañeros... y aun el señor regente también, por espíritu de envidia, según supongo, o por nimiedad, que es lo más probable, quisieron zaherirme sobre lo que se les antojó llamar innovación del bordado de mi toga, cuando la idea como nacida de mi consorte que es texto en la materia, ha merecido, señor, la más alta aprobación de todo el colegio de abogados, porque realzaba la figura y el empleo en que el rey nuestro Señor...
-¡Va! ¡va! ¡va! ¡fruslerías!... Nugæ Marceline! nugæ! -le dijo el fraile interrumpiéndole con desembarazo.
-Nugæ! sí: ¡nugæ, señor Guardián! ¡Bien lo conozco: son fruslerías y sé que no sienta a mi docta persona enlodar las ruedas del carro de mi ingenio haciéndolas trillar tan pobrísimo terreno! ¡Pero, señor! cuando yo hago o cuando yo digo una cosa, tan bien pensada, tan bien concebida, y tan fija es la idea que me he tornado el trabajo de elaborar, que los demás deberían abstenerse de venir así no más a la ligera a juzgar...
-Pero ¿quién no lo sabe eso, doctor Estaca?
-Y por eso es que jamás incurro en un error ni he tenido que retroceder en vez alguna de opinión que yo haya formado. ¡Vos lo sabéis! pues con marcha paralela hicimos ambos nuestro camino.
-Y tanto lo sé, caro amigo, que ahora mismo estudiando el punto que se os consultó de oficio, sobre el tremendo indicio (el fraile puso aquí los ojos feroces, estiró la boca, ahuecó la voz y levantó el dedo índice), que pesa sobre Felipe Pérez y su hija, estoy viendo letra a letra y concepto por concepto la enumeración de las opiniones dominantes y recibidas con que habéis evacuado la vista reservada que se os confirió del caso.
El bachiller tosió con garbo y apretó los labios.
-Hay un punto sin embargo en que os hubiera deseado más explícito: agregó el fraile...
-Cuando se escribe, señor guardián, no siempre conviene serlo; y es por eso que deliberadamente (no penséis en otra cosa) toqué por encima solo ciertas circunstancias.
-Sabéis de la que os hablo...
-Hay varias; porque al meditarlas, reflexioné que debía reservarme en daros explicaciones de palabra: una de ellas es esa que me vais a exponer.
-Vos conocéis los hechos: definido una vez (dijo el fraile con un tono elevado y arrogante) lo que es herejía; enumerados todos los crímenes que se encierran dentro de esta infame clasificación (que es de lo que actualmente me ocupaba registrando a Farinacio y al Cardenal de Luca, que aquí veis), nuestro proceder viene a ser muy claro y expedito. Porque, señor, si el crimen de herejía se reduce al establecimiento y defensa de una proposición lógica, tal que contradiga la letra o el espíritu de los concilios y de los Cánones, es preciso convenir en que no podemos causar ni condenar a Pérez ni a su hija. Desde que no podemos probarles haber sentado proposición de ninguna clase, tenemos que absolverlos; y en caso tal lo que más conviene a los intereses temporales de nuestra Santa Madre Iglesia Católica Romana, es que desvistiendo la túnica de jueces del pueblo de Israel con que ella nos honró, la sirvamos como hijos suyos, como hermanos mayores de los fieles, y con los frágiles medios de nuestra propia y virtual humanidad; es decir, llevando a cabo la unión matrimonial de la denunciada con el denunciante, mediante la primicia expiatoria ya arreglada. Mas, si por herejía se entiende también la contaminación espiritual; el coito sacrílego de las voluntades, la inmersión simpática en que cae el alma del católico por su trato o por su amor con la del hereje, desaparece la duda y la condena de la contaminada es entonces de toda regla...
Hinchado el bachiller como si fuese un pavo, hacía un rato que a medida que el Guardián hablaba, él tocaba fuertemente sobre la mesa con el índice de la derecha, como el hombre que muestra con calor la ratificación de sus opiniones.
-...Y entonces (seguía diciendo el fraile) la entidad de Juez anula la entidad de hombre: la voz del deber sofoca la voz de la caridad y del cariño; el interés de la justicia divina no admite atenuaciones de orden humano; y la integridad de la sentencia destierra toda tentación de afecto o de lealtad terrenal: es de ley la confiscación total de los bienes del hereje, y... ¡pues justicia sea hecha aplicándose, toda la ley!
Y mientras el Guardián decía todo esto, el bachiller dada y daba sobre la mesa con un entusiasmo y una satisfacción creciente y repetía:
-¡Hoc! ¡hoc! ¡hoc! ¡hoc!... Ese es el punto, Padre Guardián.
-¡Y si ese es el punto, el pacto del hombre cede al derecho del cielo! Y si ese es el punto, la diligencia del procurador no obliga la fe del amo; y se deduce, por consecuencia, que tanto como Juez de Israel, cuanto como hermano caritativo del hombre es de mi deber separar a Romea del terreno de la causa en cuanto a matrimonio: y dejar a la justicia del cielo en toda la anchura de su camino.
El bachiller tosió, se acomodó en su silla, y dijo despacio:
-Razonáis bien, señor Guardián; pero, como no habéis dado todavía con el fundamento verdaderamente céntrico de la cuestión, permitidme que os la exponga y lo demuestre bajo su más neto y precisísimo aspecto. Los autores más acreditados en la materia (de los cuales Farinacio es para mí el predilecto por cuanto jamás se olvida del punto cardinal, que es la persecución y el castigo del hereje y del delincuente) dicen: his convenit distinctio inter hæresim formalem et materialem: nan (y fíjese bien Vuesa Paternidad en esa circunstancia que es esencialísima) si proposito fidei contraria ab homin christiano pertinaciter errante scribatur aut amplectitur! (aut amplectitur) señor Guardián, (dijo el bachiller apurando el tono) formalis erit: ahora bien (y aquí entra nuestro caso) las leyes humanas y divinas hacen a la esposa una mitad virtual del esposo; y como la denuncia recae sobre el compromiso de matrimonio o en términos técnicos -el coito sacrílego de las voluntades de la llamada María Pérez con el hereje incorregible (pirata fascinorosus insuper) llamado Henderson, resulta probado por la más severa y estricta lógica, que la denuncia recae sobre un caso de herejía formal, porque el error de la mitad matrimonial dominante contamina, abraza, somete, refunde, asume, aniquila, la sustancia a la naturaleza de la otra mitad; y así, es preciso que el canon se aplique con toda integridad de su texto; y que se dé razón entera, señor, a los principios que nos rigen, y de los que nunca jamás me he separado. Tanto es así, que no es este un caso nuevo para mí, no, señor; allá por los años de 42 ya dije yo (y por cierto que se convirtió en práctica inconcusa del tribunal de Valencia) ya dije yo...
-Vuestro argumento es incontestable, querido doctor; pero su alcance no me satisface, dijo el Guardián interrumpiéndole.
-¿No os satisface?... ¿qué entendéis decir con eso? Cuando yo os digo, yo, que ese raciocinio es la piedra de toque del asunto...
-Ese argumento será eficacísimo doctor, para abrir causa y condenar a la muchacha; pero no es para abrírsela al padre, ni para secuestrarle y confiscarle sus bienes, porque como bien sabéis (y lo estaba leyendo aquí en las adiciones de Farias al Covarrubias) la herejía del padre no autoriza el secuestro de los bienes propios del hijo, ni la del hijo autoriza el de los del padre: la parte pues más sustancial de nuestro golpe va a fallarnos por vuestro camino.
Mientras el guardián enunciaba sus objeciones, el doctor le miraba como con lástima, balanceando su cabeza.
-Veo reverendísime que no tenéis una idea exacta del caso.
-Creo que la tengo... lo que es menester, al menos es descargar el peso de la acusación sobre el padre, para que fluya en el acto el secuestro y la consiguiente condena.
-¡No! la sencillez aparente de las cosas es falaz en sumo grado, si no se cuida de preveer a tiempo las complicaciones que pueden sobrevenir. Vos sabéis bien que el arzobispo y el virrey se preparan a proteger a Pérez; y como la acusación de este procede tan solo de convenios y tratos de ilícitos comercios con el hereje, no bien fulminéis vuestro primer auto os suscitarán juicio de incompetencia, y como os faltará la prueba de herejía contra el reo, contribuiréis a probar, cuando más, el cargo de alta traición por cuyo solo hecho habréis provocado la confiscación a favor del fisco y no a favor de la Iglesia.
-¡Decís bien! -dijo el guardián muy pensativo.
-¡Toma si digo bien! y debéis notar que desde que la cosa tome este aspecto, tendréis que litigar, de estandarte a estandarte, de potencia a potencia, de majestad a majestad; viniendo a ser muy dudoso que nos nutra el resultado. Mas, considerad la cosa ahora por el lado en que yo os la ponía; y veréis evaporarse las complicaciones. Establecido y justificado contra la hija el cargo de herejía formal, por el incontestable raciocinio que yo os tengo formulado, la traéis a ella, que es la culpable de esa herejía, a la prisión de la Iglesia: esa hija es única y forzosa heredera del padre; prolongando su causa sin declararla culpable, no puede ser preferida en testamento, y en muriendo el padre ella es su heredera ab intestato; esperad pues a que la muerte del padre la ponga en ese caso; y con su condigno castigo habréis confiscado legítimamente los bienes que ella hubiere heredado.
-¡Ah! ¡ah!... Mas se me ocurre una objeción: dijo el fraile.
-¡No hay objeción posible!
-¿Y si la muchacha por efecto de la fortuna y del terror o de la desesperación, muere antes que el padre?
-¿Muere antes que el padre?... ¡Me sorprendéis, querido Guardián!... ¿De cuando acá ha empezado a temerse que se sepa lo que pasa en las prisiones del santo oficio? ¡Treinta años hace que lo sirvo, y nunca osó nadie sobre la tierra fiscalizar el uso que él hizo de su poder y de sus cosas! Para contrastar los accidentes de la naturaleza tuvo siempre su propia voluntad; y desde que nosotros decidamos que la acusada no muera, no puede morir hasta el día en que el tribunal lo decrete. ¿Faltará quien lleve su nombre, y sea con él sentenciada?... Por lo que hace a la tortura, dadla aparente, subsidiaria y preventiva: buscad el efecto moral del espectáculo y no os empeñéis en obtener una confesión: que no se necesita eso tampoco, pues está probada su inmersión espiritual y sacrílega con la voluntad de un hereje incorregible y confeso.
-¡Perfecto! ¡Perfecto!... Ahora sí que puedo decirme dueño del asunto: dijo el fraile levantándose entonado y poniéndose a pasear por la celda.
-Voy a haceros ver otra de las grandes ventajas que producirá este plan artística y acuciosamente combinado por mi ingenio: es este: los protectores de Pérez, al ver que nos ocupamos de la hija, prescindiendo del padre, suspenderán su alarma y sus medidas: reconocerán que dado el tenor de la acusación que pesa sobre la reo, carecen de competencia para trabar nuestros procedimientos; juzgarán prudente tomarse el tiempo de observarnos; y ya os lo he repetido muchas veces: el tiempo solo puede hacer mucho de la nada; puede ser mudado el Virrey en el intervalo, y pueden por fin venir un millón de coincidencias que abrevien y concentren nuestros caminos.
-¡Vamos ahora al otro punto! -dijo el Guardián suspendiendo sus paseos y dirigiéndose al Bachiller-; hay en él grandes complicaciones necesariamente que han de salir a luz, y qué sabe Dios de cuanto interés pueden ser para nosotros-miembros del Santo Oficio.
-¿Queréis hablar probablemente de las indagaciones dirigidas a aclarar quiénes son en Lima los que están en inteligencia con el hereje, ese satanicus nauta murum de que habla la Escritura?
-Eso mismo: bien veis que si ese es un fondo oscuro al presente, es inmenso y puede llegar a ofrecer grandes perspectivas más adelante.
-¡Cierto, cierto!... Pues señor: dijo el Fiscal después de un rato de reflección: mi consejo es que prendáis con la hija de Pérez a la zamba que le hace siempre compañía.
-Había empezado a fijarme en esa idea; dijo el padre algo turbado.
-No hay más: ¡ese es el principio! Vos sabéis, Reverendísimo, que el punto capital de esa indagación es descubrir la tapada a que la denuncia de Romea y la declaración de Gómez se refieren. Ellos mismos dicen que no era la María Pérez, por cuanto andaba allí mismo con su madre y ellos la vieron. Mas no andaba la zamba; y como esa tapada sabía cosas de la casa que solo entrando en ella pudo saber; como sabía cosas que no podía saber sino por confidencia de la María misma, o de otros a quienes ella lo hubiera dicho; y como es inevitable que la zamba esté al cabo de quienes son los que tienen conversaciones y confianzas con la niña, es indubitable (yo nunca digo indudable, padre Guardián, porque esa es una corruptela contra el purismo de nuestras etimologías latinas) es indubitable, repito, que prendiendo a la zamba Juana, y dándole tortura de cerca (dijo el Bachiller haciendo el ademán de torcer un torno) entraremos necesariamente en un camino magnífico de revelaciones, que sabe Dios hasta donde nos lleva en la causa misma de la María para complicar al padre.
-Como ya os he dicho, esa idea era la mía... y solo una contrariedad... una sospecha vaga... un temor remoto... una cosa que mi misma razón me dice que es una locura, una ridícula cavilación, es la que detenía mi brazo; dijo el fraile profundamente impresionado.
-No creáis que se me oculta esa contrariedad; dijo el Bachiller con petulancia: y vais a ver.
-Sí, se os oculta, porque es una cosa que no podéis saber; es un secreto de mi alma, que no sabéis hasta donde me hace desgraciado, y cuanta influencia tiene en la severa venganza con que me abandono al castigo de los acusados: gozo castigando porque... ¡no me hagáis caso Bachiller! ¡este recuerdo me trastorna! (agregó el fraile sentándose bastante conmovido)... Decías que vuestro proyecto tenía una contrariedad...
-¡Insignificante! y es: que descubierto todo el misterio y las intrigas de los malvados que se hayan ligado al Satanás de los mares, todo eso constituiría crimen de alta traición, o lesæ majestatis, y no de herejía. Es de temerse, pues, que los civiles nos carguen con su competencia. Pero como esos criminales habrían sido los fautores y causantes del crimen de herejía que nosotros perseguimos; y como nuestra causa habría servido para la averiguación de lo concerniente a la otra, quedaríamos siempre en el mejor terreno, y cualquier recurso de fuerza que nos intentaran lo podríamos sostener con exclusivas ventajas. El golpe, pues, consiste en apoderarnos en toda la continencia posible de la causa; prendiendo simultáneamente a la zamba, hacemos que cualquiera revelación lesæ Majestatis que resulte, ocupe el lugar de un incidente, de una emergencia de la causa principal; y este es, como os he dicho, el golpe maestro.
El Padre Andrés oía como distraído e indeciso.
-Cualquier escrúpulo que tengáis contra este dictamen debe ceder a las grandes y positivas ventajas que le acompañan.
Siguió refleccionando el Padre, al rato se levantó y dijo resuelto:
-Estoy de acuerdo: ¡esto es indigno de mí! ¡Por una cavilación fantástica, por una verdadera visión, no debo exponer ni truncar un plan tan vasto y tan seguro como el vuestro!... ¡Ea! ¡manos a la obra, amigo! ¡manos a la obra! -repetía el Padre Guardián, y se paseaba con animación a lo largo de su celda refregándose las manos. Alguien que estaba del lado de afuera golpeó levemente la puerta en este instante. El guardián fue a abrirla con abandono. Pero no bien se encontró en ella con la figura humilde y encorvada de don Antonio (que semejaba a la de un mendigo pidiendo el pan de la caridad) cuando le acometió un violento ataque de despecho. La conciencia le decía bien claro al Reverendo Padre que su proceder para con el mozo era de un egoísmo inicuo y desleal; y le era importunísima su presencia, porque ella sola lo acusaba. Al caerle así de improviso en un momento en que tanto lo preocupaba el éxito de su intriga, no tuvo tiempo de refleccionar ni de dominarse.
-¡Y bien! ¿qué quiere usted? -le dijo con enfado y con insolencia.
Don Antonio vaciló, se quedó cortado; y atónito con tan cruel recibimiento dejó caer su sombrero de las manos, las juntó en ademán de súplica, y dijo arrodillándose: -¡Clemencia, poderoso señor: clemencia! ¡no me pierda Vuesa Paternidad!
-¡Mal haya el importuno! -exclamó entonces el fraile, y con un violento golpe volvió a cerrar la puerta de su celda.
El infeliz que era así arrojado, se quedó allí como perdido. Inmóvil por un momento en la vil actitud de súplica que había tomado, no podía concebir ni lo que le pasaba ni lo que debía hacer. Se levantó de repente desatentado, dejando su sombrero a la puerta del fraile, y con todas las señales de la demencia volvió para atrás deprisa sin saber adonde iba ni lo que había de hacer. Encontró al paso una puerta trasversal abierta, y se metió por ella en un corredor estrecho y sombrío que lo llevó a la sacristía; pasó de la sacristía a la Iglesia, y fue a tirarse, con la frente en tierra, contra la tarima de un altar.
Era como la una de la tarde, hora en que la ciudad entera dormía la siesta: todas las puertas exteriores de la iglesia estaban cerradas: su completa soledad infundía aquel miedo reverente que siempre produce el silencio sepulcral de las bóvedas sagradas. La oscuridad del interior hacía jugar los caprichos fantásticos de la sombra sobre las cien imágenes que asomaban sus escuálidos semblantes en los nichos de las paredes y en los altares; y cuando el eco solitario repitió el golpe que produjo don Antonio al dejarse caer en la tarima, el infeliz se figuró que oía un clamor vago de reprobación lanzado desde cada nicho; levantó azorado sus ojos y le pareció que un gesto convulsivo animaba el rostro de las figuras rígidas y cadavéricas que le rodeaban. No teniendo fuerzas para sobreponerse a la horrible tensión en que estaba su espíritu, cedieron los frágiles resortes de su alma, y cayó en la inanimación del desmayo.
Entretanto, después de haber cerrado su puerta, como hemos visto, se volvía el Padre Andrés hacia el Bachiller, y cruzando los brazos le decía:
-¿Y qué hacer con un impertinente de esta clase?
-Y habéis de saber, señor Guardián, que no lo tengo por tonto, dijo el Bachiller después de un rato de silencio.
-¡Nada menos que eso! -repuso el fraile con un gesto muy significativo-; tiene prendas especialísimas y sobresalientes para el servicio de la santa fe, si quisiese consagrarse a ello: es pertinaz, paciente, disimulado, taciturno, profundamente ambicioso, dotado de modales humildes y respetuosos, introducido e insinuante; es un hombre, en fin, predestinado a las grandes luchas y a la defensa de la fe, si llegase alguna vez a abrir su alma a las inspiraciones de la gracia divina, para fortificarse en la voluntad del sacrificio y de la penitencia que constituye la regla, la fuerza indestructible, y la santidad de nuestro estado. Os aseguro que no tengo uno solo entre los jóvenes de la Orden que me dé remotamente siquiera, las esperanzas que fundaría yo en él, si entrase en ella.
-Tan cierto es que tenéis razón, que yo (que nunca me engaño en la idea que formo de los hombres) pensé de él eso mismo apenas le conocí. Por consiguiente, debéis consagrar vuestros esfuerzos a ganarlo para la vocación a que lo ha destinado el cielo; quitadle las aspiraciones mundanales que lo agitan, y traedlo al gremio de los grandes objetos que ligan la tierra al cielo. La ocasión es oportuna: vuestra mano pesa sobre su espalda; apretad más hasta quebrarle el albedrío mundanal, y traedlo al camino de su destino. Fácil os será conseguirlo.
-Pues sabed que lo he de tentar, querido doctor: creo que el tiempo le hará mirar en eso una inmensa compensación a las contrariedades de su actual fragilidad, y que me será grato, dijo el fraile; y se puso a pasearse por la celda pensativo y silencioso.
-¿Qué nos resta por convenir? -dijo, parándose después enfrente del Bachiller.
-Nada; sino el momento de empezar.
-¡Ahora mismo!
-¡Pues que vayan a prenderla! -dijo el Fiscal.
Tomó entonces el fraile una campanilla de plata que tenía sobre la mesa y dio un fuerte repiqueteo: acudió a pocos instantes un fraile macilento y sombrío, y se paró delante del Guardián sin levantar sus ojos del suelo y con los brazos cruzados sobre el pecho.
-Id, hermano Ramiro, al Aguacil Mayor del Santo Oficio, y ordenadle en nuestro nombre que con los familiares los esbirros, y la litera de costumbre precedida de nuestro estandarte, que os entrego, (el Guardián tomó aquí el estandarte del rincón en que lo tenía y se lo entregó al hermano Ramiro), allane en el nombre del Rey y el nuestro, la casa de Felipe Pérez y Gonzalvo, prenda a la llamada María, hija suya, y a la llamada Juana, su sirvienta, conduciéndolas en seguida a la cárcel del Santo Oficio, donde quedarán a disposición de sus jueces.
El hermano Ramiro tornó el estandarte y salió con la misma seriedad con que había escuchado el mandato de su Guardián.
-Vaquemos ahora, querido doctor, a las arduas preocupaciones de nuestro espíritu. ¿Qué decís de las hazañas del de Austria? No le sois favorable: ya lo sé: pero ya veis como sigue adelante en el camino de los triunfos y de la gloria: la rendición de Túnez es un grande hecho, digno del vencedor de Lepanto.
-¡Jamás os lo he negado!... Lo que sí os sostengo y os sostendré es que los servicios que hace con su espada, los borra con la liviandad de sus inclinaciones; y por eso os he sostenido, y os sostendré siempre, que es la piedra del escándalo y será la ruina del reino. ¡Ya lo veréis! ¿No es una obra de abominación, entre otras muchas, el decidido amparo que se complace en dar a ese gitanuelo desconocido y despreciable que se ha metido a escritor de puro desamparado y rotoso?
-¿Cuál?
-Ese... no me acuerdo... Abrantes o Cebrantes... una cosa así; agregó el Bachiller con el más alto desprecio: un picarón, audaz, que sin autorización la menor se entretiene en escribir comedias y novelas, que tienen por solo objeto escarnecer lo más respetable que en hombres y tradiciones tiene el Reino. ¡Y se lo sufren, porque dice que su madre fue hermana de la nodriza de don Juan! Vuesa Paternidad sabe sin duda que este príncipe fue criado en las sierras, entre patanes, y en una condición humilde hasta que fue púber. ¡Pues a ese menguadillo, que él protege se le ha puesto en la cabeza operar una revolución en la República de las letras, inventar un nuevo modo de escribir; y hacer tragedias y comedias sobre su disparatado padrón, en donde se hallan violadas, de cabo a rabo, las más conspicuas reglas del arte dramático, de la retórica, y hasta de la gramática! ¿Habrase visto cosa igual, señor? dijo el Bachiller descargando un puñetazo sobre la mesa. ¡Pues yo (continuó diciendo) también soy voto en la materia! y allá en mis primeros años escribí una comedia, que, (no obstante las imperfecciones de una obra de niñez) estaba áticamente saturada, y contenía la crítica de aquellos lechuguinos insustanciales, picaflores de los estrados, que mortifican e incomodan la importancia con que debe mirarse un joven de prendas serias y reposadas, como era yo entonces. Trabajé también una tragedia; pero era una tragedia seria, en donde estaban realzados los caballerescos sentimientos de los bellos tiempos de la Grecia, y se titulaba Estampágoras, porque era la estampa, el tipo, el prisma, de la virtud antigua. No digo yo, que fuese perfecta la versificación: pero el lenguaje era tan digno y majestuoso que algunas horas he pasado extasiado conmigo mismo repitiendo mi propia obra, y tal ora la influencia de ese lenguaje elevado y noble sobre mi alma, que sin poderlo remediar ahuecaba instintivamente mi voz, y le daba el tono más solemne de la declamación. Y no solo en la práctica, sino en la teoría también me ejercité con bastante competencia, sí, señor; y escribí un tratado De Dramate el passionalibus suis affectis, que hizo eco, y aun hoy mismo me satisface tanto ese opúsculo por la exactitud y la lógica de las observaciones que allí puse, que no conozco otro ninguno que haya acertado a tocar los mismos puntos. Diga V. P. que la edad y la inclinación a las cosas serias y graves de la vida que constituyó siempre el fondo de mi carácter, me hicieron comprender a tiempo que debía dejar esas frioleras a los ingenios sin ciencia y sin bagaje. Pero de todos modos: es intolerable, señor, que un aventurero así, como ese mozalbete de que hablaba, se atreva a insurreccionarse contra las reglas y los hombres de peso que las justificamos con nuestro apoyo y nuestras obras... ¿Cuál es su competencia?
-¿Y por qué no lo queman a ese pícaro? -dijo el fraile con calma.
-Harto ganaría el mundo con ello, porque la desmoralización y la liviandad que esos vagos de la República Literaria introducen en ella, es causa de que no se ocupen las familias de los asuntos graves de la fe. A eso debe atribuir V. P. que sean contados los que han concluido de leer mis famosos escritos Refutationes contra barbarissiman doctrinam iniquitissimi Calvini; que tanta impresión hicieron sobre el protervísimo heresiarca, que en siete noches no pudo tomar el sueño por el exceso de su rabia, y murió a los ocho días de haberme leído: cosa que el mundo ingrato ignora o desconoce, atribuyendo ese suceso a causas secundarias; pero él forma para mí uno de mis títulos a la más preclara gloria, sí, señor; y así es que me tengo, de fe, por el gran controversista del Reino; dijo el Bachiller, levantándose con una noble altivez y calándose su bonete doctoral, como si pensara en retirarse.
-¡Y lo sois! ¡y lo sois, Doctor! -le repetía el Guardián paseándose por el cuarto. Abis? le dijo.
-Abeo carísime! ¡el recuerdo de estas cosas me pone fuera de mí! y como si se escapara, dijo: ¡Dios os guarde!
-¡Y os acompañe! -le respondió el fraile abriéndole la puerta...- ¿Qué es eso? -dijo al reparar en el sombrero de don Antonio, con un gesto de impaciencia.
-Un sombrero de caballero: contestó el Fiscal alzándolo del suelo. Si es el de Romea, guardádselo, Padre Guardián, y ahorrad para adelante el trabajo de necesitarlo y de buscarlo.
El fraile lo tomó callado, y se entró a la celda volviendo a cerrar la puerta.