Capítulo XVI : Lado positivo de los negocios humanos editar

Don Felipe Pérez y Gonzalvo se quedó aterrado de la entrevista a que lo citaba el reverendo Padre Andrés. En ella supo toda la gravedad de las imputaciones de que era objeto: y como su presunto yerno había hecho la delación en descargo de su conciencia: el anciano se veía vencido; no podía ni darse por ofendido contra el hipócrita malvado que le atacaba, ni desagraviarse siquiera arrojándolo de su casa y negándole la relación proyectada de parentesco. Hombre prudente, avezado en todas las humillaciones y disimulos de que son escuela los Gobiernos despóticos o las fanáticas oligarquías, don Felipe sintió el golpe y se resignó en prevención de lo peor: frío y egoísta por temperamento, endurecido su corazón también por las doctrinas dominantes de la época que tanto apocaban, ante la voluntad o el interés del padre, los afectos y los derechos de la familia, concibió esperanzas de que el precio de su derrota pudiera reducirse al sacrificio de su hija; cosa que él estaba dispuesto a que se consumara por el empeño en que tenía su palabra.

Siempre que así pudiese él contar con la anulación de las imputaciones relativas a sus connivencias con los herejes, habría quedado satisfecho. Pero comprendía que cualquiera que fuese el sacrificio con que lo obtuviera por de pronto, la seguridad y la quietud de su vida quedaba dependiente de un hilo, y entregada al antojo de Romea.

La naturaleza de la acusación que este le había imputado era tan grave que muy bien podía provocar la pena de horca; y cuando don Felipe recordaba el interés que el rey podía tener en hacer pesar sobre él una causa justa con que asegurarse de la eterna reserva en cosas pasadas, el pobre anciano temblaba de terror.

El padre Andrés le había exigido que se propiciase la justicia de la Iglesia mediante un formal compromiso de presentar a su hija en una pública penitencia y expiación para casarla inmediatamente después con don Romea bajo una cláusula dotal de bastante importancia: sin contar con una multa cuyo valor ascendente debía modificarse si había falta de cumplimiento en el desempeño de algunas de estas exigencias; porque según él decía, era preciso indemnizar al perjudicado y desagraviar así la justicia.

Por más grande que fue la doblez y la destreza de que el pobre viejo hizo uso para ablandar al despótico Guardián, este se mostró inflexible; y despertándose entonces en aquel los instintos de firmeza y de voluntad que eran naturales a su carácter, resistió todo lo que tendía a imponerlo penas por sus actos, persistiendo en que más bien quería morir que dejar un precedente que necesariamente debía resultarle funesto al fin, pues que la justicia del rey podía apoderarse de lo perdonado por la justicia de la Iglesia, si él consentía en rescatarse así confesando implícitamente un pecado y un crimen que negaba haber cometido.

El Padre Andrés se irritó en extremo al descubrir aquella audaz intención de resistirle que se revelaba en su negativa a estas exigencias; y como el anciano, aunque implorando arrodillado la clemencia de la Iglesia, persistía en su defensa, el fraile se exasperó al fin y lo arrojó de su presencia fulminando sobre él las más severas amenazas.

Este se levantó de los pies del franciscano, y salió al instante con el aire grave y tranquilo que parecía estereotipado en su figura.

Como si llevase una resolución madura y bien tomada se dirigió con un andar quieto y sostenido al palacio Episcopal: y solo cuando estuvo a sus puertas habló con los familiares del Arzobispo de modo que dejaba comprender el apuro que lo movía por verlo y hablarlo; lo que en muy breve tiempo consiguió.

No hay descripción capaz de hacer comprender con exactitud todo lo que ofrecía de profundamente venerable y santo la figura y la fisonomía del Ilustrísimo Alfonso de Morgrovejo, Arzobispo de Lima. Era un hombre como de setenta años de edad; unas cuantas madejas de cabellos blancos y sedosos pendían a uno y otro lado de su cabeza, cuyo centro calvo y lustroso como una esfera de porcelana estaba cubierto por el solideo morado correspondiente a su dignidad. Su mirada apacible e insinuante tenía un sello especial de amor fraternal y de simpatía al mismo tiempo que un fuego indefinible de inteligencia, concentrada en la vasta bóveda de su frente.

El Arzobispo sentado en un artístico sillón de terciopelo, ocupaba cuando entró don Felipe un salón ricamente tapizado. Estantes hermosos y corpulentos repletos de libros cuidados con esmero, ocultaban la mayor parte de las paredes; y como su Ilustrísima acostumbraba dictar desde su sillón todos sus trabajos, porque era demasiado débil de pecho para escribir, dos mesas, con tres escribientes en cada una, ocupaban el centro de la pieza.

Nuestro anciano se dirigió al Arzobispo con un porte lleno de respeto, e inclinándose le tomó la mano y le besó el anillo pastoral.

-Me dicen que venís afligido, ¡hijo mío! -le dijo el prelado con voz llena de unción.

-¡Sí, Ilustrísimo señor! -le respondió don Felipe-, me hallo en un caso grave, amenazado por un riesgo de consideración, no sé si justa o injustamente, y conociendo la sabiduría y la prudencia de su Ilustrísima he creído que mi mejor recurso era venir a echarme a sus pies e implorar sus consejos.

-Mis consejos, hijo, si valen algo son fruto de una razón que siento en mí, pero que no juzgo mía sino en cuanto me sugiere las palabras con que la pongo al servicio de mis hermanos en Dios, mis consejos son pues vuestros, hijo mío, como de cualquiera que los busque, y no tenéis necesidad de implorarlos teniendo el derecho de exigírmelos para que así sirva yo al Señor que sustenta mi razón sobre la tierra. ¡Habla!

-¡Señor!... ¡si pudiera hacerlo sin testigos!...

El Arzobispo se dirigió con blandura a sus amanuenses, y casi con el tono del ruego les insinuó que le dejasen solo.

-Hablad: y si vuestro mal es grave guardad toda esperanza en la clemencia del cielo que es infinita en favor nuestro.

-¡Señor! pesa sobre mí una imputación insidiosa y grave sobre la que acabo de ser terriblemente amenazado por el Reverendo padre Andrés...

-¡Santo Dios!... -dijo el Arzobispo levantando los ojos y las manos al cielo-: ¡siempre la Inquisición para hacer aborrecible, y pesar sobre nuestra Iglesia!... La Inquisición, hijo mío, no solo es ajena a nuestra jurisdicción, sino que también establece su derecho a someternos a ella: y temo que no pueda hacer nada en vuestro favor. Mi convicción es, hijo mío, que el pecado y el diablo ceden solo a la predicación y la propaganda mansa y tranquila de la doctrina de nuestro Salvador; que la persecución emperra y enceguece tanto al pecador como al Juez, y que en vez de edificar, que es nuestro deber, destruimos con ella. Pero esta doctrina subleva en contra suya el celo de los exaltados que es siempre la masa de las comunidades y de las sectas, y la reniegan porque ponen toda su fe en la eficacia del castigo y de la extirpación. El Santo Oficio ha levantado esta bandera, y como, ella es muy poderosa por cuanto halaga las prevenciones de la pasión y del rencor me temo que la pasará dominante por muchas generaciones, que sabrán comprender cada vez menos que la extirpación es un nivel que rebaja los espíritus preparando siempre nuevas y más bajas reacciones de los mismos errores extirpados. Con semejante método el cristianismo marcha al materialismo, a la idolatría, a la barbarie y a la degradación del pensamiento. Perseguir es no dejar pensar, y no dejar pensar es impedir adorar a Dios... ¡Esta es la doctrina que puede más que los prelados!... ¿Os imputan algún error de dogma?

-¡No, señor!... me imputan contratos de un género pecaminoso con los herejes que me saquearon...

-¿Y nada relativo al dogma?

-¡Nada!

-Pues bien, hijo mío: hablad, dijo el Arzobispo con interés; si es causa civil de la que se trata, quizás pueda serviros ayudándome el señor Virrey.

Don Felipe refirió entonces al Arzobispo todo su trance, confesándole francamente que estaba dispuesto en último caso a ceder a las exigencias del padre Andrés, pero que antes de resignarse a cosa tan dura deseaba ver si podía lograrse que fueran modificadas.

-Yo creo que lograreis, le dijo el Arzobispo, valiéndoos del mismo que os ha querido perder. Desde luego os digo que si hay una acusación de ese género contra vuestra hija, es inútil pensar en salvarla de la expiación que el Santo Oficio trate de imponerle; veo por lo que me decís que recibiéndola con humildad y resignación, el mal puede minorarse. Vuestra hija debe casarse con Romea; si no, os vais a perder pues que llevando la acusación adelante por despecho abrirá una causa infernal de cuyas apariencias condenatorias no os podríais salvar, según lo veo por lo que vos mismo me decís. Culpable vos y culpable vuestra hija que es vuestro único heredero, bien veis que no podríamos salvaros del secuestro de vuestra hacienda. Yo os aconsejo pues, que inmediatamente veáis y persuadáis a Romea, que os reconciliéis con él, y tratéis de asegurarlo en vuestro amor y en la virtud, para que forme una misma cosa con vos y sea el marido de vuestra hija. ¡Ved pronto! tentad este camino que yo voy ahora mismo a instruir de todo al Virrey y ver si puedo combinar con él un medio de estorbar tan bárbara iniquidad. Pensad en que casado Romea con vuestra hija, entra a tener vuestros mismos intereses, y cesa en él toda razón para dañaros. Anda, hijo, y ejecuta lo que te he dicho.

Don Felipe se levantó en efecto de más en más cabizbajo y humillado y fue a golpear la puerta de Romea. Así que este lo vio se quedó pálido de vergüenza, y le saludó huyendo de encontrar sus miradas, como si la voz de la conciencia lo redujera ante su víctima al indigno papel del traidor. Don Felipe entró y se sentó sin hablar una palabra. Romea se quedó parado guardando también un profundo silencio.

-¡He aquí la situación a que usted me ha reducido, Romea!...

-¡Señor!... su hija de usted me había despechado, y solo Dios sabe lo que he sufrido antes de resolverme a descargar mi conciencia...

-¡Ha ido usted demasiado lejos!... Se ha hecho usted instrumento de intereses ajenos, persiguiendo una ilusión.

-¡Empiezo a comprenderlo!

-Acusándome usted a mí como lo ha hecho sobre datos calumniosos que no tienen más base que el dicho de los mismos herejes, me ha puesto usted bajo la acción de un secuestro: privado yo de mis bienes, mi hija queda en la miseria y no puede llevarle a usted el dote convenido.

-¿Qué dote, señor?... Usted se resistía a dármelo cuando todo pudo quedar arreglado entre nosotros; ¡y usted tiene la culpa de haberme precipitado! -dijo don Antonio con una profunda tristeza en la voz y en su semblante.

Don Felipe guardó silencio por un rato.

-Bien, Romea: dijo por fin, ¿se contentaría usted con un dote de veinte mil escudos?

Don Antonio pensó seriamente por un rato y dijo al cabo:

-¿Y las multas de propiciación, quién las abonaría, señor?

-¿Cree usted que bastará para ellas otro tanto?

-Haré cuanto pueda al menos, porque basten.

-En tal caso vaya usted al momento a arreglarlo, y yo las pagaré;... con tal que María quede exonerada, agregó el anciano como si quisiese poner restricciones, de la contricción y penitencia pública que quiere fulminar sobre ella el Reverendo Padre Andrés.

-¡Lo solicitaré, señor!... Pero ¿pensáis que vuestra hija accederá?

-Accederá: dijo el viejo con imperio.

-Voy entonces a ponerme a la obra, dijo don Antonio.

Don Felipe se levantó callado y se salió... Pero al llegar a la puerta del aposento en que estaban, detuvo el paso como si lo hubiere preocupado una reflexión repentina, y volviendo hacia atrás:

-Oiga usted, Romea, dijo sin querer mirar a don Antonio; lo que usted ha hecho me prueba que es usted un hombre de poca perspicacia y demasiado atolondrado para ceder a la primera inspiración de sus pasiones o de sus intereses...

-¡Señor!... -dijo don Antonio con el tono altivo del reproche.

-¡No! no crea usted que ignoro el vuelco que han dado las cosas; pero está en los intereses de usted oírme con paciencia. Dígame usted con toda franqueza ¿usted ha ofrecido al Santo Oficio parte del dote que yo debo darle a usted?

Don Antonio hizo un ademán de indignación; quiso hablar y vaciló al ver el ojo penetrante e inmóvil que el viejo tenía clavado en él.

-¡Sea usted franco, Romea! -le dijo este...- Si usted ha ofrecido una primicia sobre ese fondo, reduzca usted el dote a la mitad, y deje usted al Reverendo Padre que en ese concepto señale él a su arbitrio la multa expiatoria asegurándole que cumpliré lo que él me ordene.

-¿Y qué ganaría yo en eso, señor?

-¡Mucho!... porque evitaría usted que fuese disminuida en más mi hacienda. De otro modo...

-¡Comprendo, señor, comprendo! -dijo don Antonio sacudiendo la cabeza.

-¡Bien! -dijo don Felipe y se retiró.