Capítulo XV : El león y el zorro editar

El Virrey que era hombre de mucha perspicacia y experiencia comprendió al momento lo aventajado del plan que Sarmiento proponía. Uno y otro tomaron de don Felipe los informes más circunstanciados acerca de la gente que tripulaba los buques de Drake, de su fuerza y de los medios de guerra que poseía; así es que con un perfecto conocimiento de todo combinaron la expedición al Estrecho de tal modo que el Hereje no podía escapar de ser capturado.

Como era hombre de verdadera capacidad, el Brigadier Sarmiento no se había circunscripto en sus concepciones a estériles arbitrios para salir de las necesidades presentes, sino que había procurado abarcarlas también y resolverlas para el porvenir. Su reciente crucero le había sugerido el convencimiento de que solo en la colonización del Estrecho era posible conseguir la clausura eficaz y definitiva del Pacífico, para garantir contra las depredaciones de los Piratas las costas del Perú.

El Virrey lo veía bien: no conociéndose otra entrada al Pacífico más que el Estrecho, angostura que estando colonizada por los españoles no podía ser salvada sino con su permiso, el plan de Sarmiento era el único medio con que podía cortarse la continuación de males cuya serie acababa de abrir Drake. Pero el Virrey carecía de medios para colonizar el punto, y tuvo que limitarse a autorizar al Brigadier Sarmiento para que luego que lograse anonadar a Drake se marchase a España inmediatamente en busca de la comisión y de los recursos necesarios para llevar a cabo todo el proyecto.

Como Drake había sabido abrirse el camino de los genios, ignorado siempre para los espíritus subalternos, el Brigadier se cansó de esperarlo al paso, y se decidió a dirigirse a España de donde trajo en efecto recursos para poblar el Estrecho de Magallanes, empresa que tan mal le salió a él como a las infelices gentes que allí quiso establecer.

Pero, volvamos al momento en que todo esto estaba todavía en germen, tratándose en la tienda de don Francisco de Toledo.

-Exmo. señor: dijo Sarmiento a este cuando hubieron concluido de coordinar los medios de llevar adelante su plan: quiero tomarme una libertad con V. E.: y es la de recomendarlo a este respetable anciano de cuyas desgracias y situación queda impuesto V. E.: me temo que le ataquen con pleitos y disgustos de todo género; y como le he cobrado grande estima por su prudencia y sensatez, no puedo prescindir de recomendarlo fuertemente en mi ausencia.

Don Felipe se inclinó con suma gratitud, y el Virrey tomándole a este la mano le dijo a Sarmiento:

-El señor Felipe Pérez y yo somos viejos conocidos y amigos: no necesita serme recomendado, Brigadier: pero no obstante, esa recomendación será un doble motivo de favor y afecto para mí.

-¡Gracias! ¡gracias! señor: repetía el viejo con gravedad.

El Brigadier se acercó al Virrey y con una diestra discusión logró alejarlo como para hablar algo en reserva.

-Este pobre viejo, dijo, va a casar su hija con un picarón hipócrita, que según entiendo tiene una alma sórdida y detestable. Se llama Antonio Romea: es todo un bellaco, en mi concepto, indigno de tener tal suegro...

-¡Jú!... -hizo con las narices el Virrey...- ¡no sabe usted que pájaro ha sido este a quien usted llama pobre viejo!

-¡Es posible!

-Sí, señor:

-Pues señor Virrey, yo nada puedo decir de él que no sea para el más alto elogio de su juicio, de su firmeza y de su rectitud.

-No lo extraño, porque la edad le ha hecho dejar de ser lo que era; y por eso es que usted ve la buena relación que tengo con él. ¡Pero sepa usted que tiene historia!

-¡Bien! si ha dejado de ser lo que era, quiero decir que ya no hay reproche que hacerle, porque de los arrepentidos se sirve Dios, Exmo. señor. Y por fin: sea lo que fuere, lo que yo ruego a V. E. es que recuerde el nombre de mi otro recomendado -Antonio Romea- señor Virrey: hombre que V. E. ha de tener ocasión de conocer.

-Lo conozco, Brigadier: y me asombra tanto más la desfavorable apariencia con que usted me habla de él, cuanto que ha sido hasta ahora un mozo sumiso, contraído, irreprensible, exacto como un reloj para todos sus deberes ordinarios: el primero en estar sentado en su oficina, y el último en salir, y de un respeto ejemplar para sus superiores. Por todos esos méritos es que don Felipe Pérez lo casa con su hija.

-Yo apuesto, señor Virrey, a que las horas que no pasa adulando a sus jefes, como resulta de lo que V. E. me dice, las pasa con los frailes en los conventos.

-No digo que tanto, pero en efecto, es muy religioso y muy bien recibido por los superiores de los conventos;... y yo no veo nada de malo en eso.

-Pues permítame V. E. que con esta franca palabra, un poco brutal si se quiere, que tengo a fe de marinero, le asegure a V. E. que en él, todo eso prueba bellaquería; y que se lo recomiendo a V. E. para el caso, dijo Sarmiento con aire suelto, y volviendo a reunirse con don Felipe que se había mantenido distante, durante esta confidencia del Virrey y del general.

Los tres se despidieron con las fórmulas ordinarias del respeto y de la cortesanía; yéndose don Felipe a su espaciosa morada de Lima, donde un número de visitas le esperaba, y volviéndose el general a sus naves para continuar sus intenciones.

Dos días después mientras que el General Sarmiento, saliendo otra vez del puerto del Callao, volaba hacia el Estrecho con sus tres carabelas bien provistas ya de todos los recursos necesarios, don Antonio Romea se acercaba al convento de San Francisco.

No bien puso sus pies en el atrio en que se levanta la frente del templo, cuando ya inclinó respetuosamente su cabeza sacándose el sombrero que la cubría y se dirigió con el paso cauteloso de un esclavo que pisa las habitaciones de su amo a la portería donde tres o cuatro frailes estaban a la sazón parados conversando con indolencia con algunas mujeres y pobres chiquillos que esperaban algo por allí. Don Antonio se dirigió a ellos, e inclinándose delante de cada uno, les tomó a su vez el grueso cordón con que ajustaban sus hábitos al cuerpo y se los besó humildemente, pasando, agachado siempre, de la portería para adentro.

Enfilado el largo y silencioso claustro, fue a arrodillarse delante de un crucifijo colosal que parecía estar allí para esparcir por aquellas bóvedas el santo y místico terror con que el catolicismo ha sabido usar contra el pecado, del símbolo de la muerte del Redentor. Don Antonio permaneció postrado por largo tiempo, se golpeó el pecho, besó repetidas veces el suelo; hasta que levantándose con la mayor humildad y teniendo en las manos un largo rosario se dirigió a una celda en cuya puerta había un brasero con fuego y una caldera de agua caliente encima. Junto al brasero estaba un negrillo como de once años vestido con mucho aseo cebando un mate perfumado. Don Antonio se acercó al negrillo con la amabilidad con que habría saludado a la hermanita menor de su querida, y le preguntó con voz baja e insinuante, si el Reverendo Padre Guardián podía recibirlo; levantó el negrito una leve cortina que interceptaba la vista a lo interior y volvió momentos después a decir al caballero que entrase.

La celda que habitaba el Padre Andrés en el Convento de San Francisco era una habitación modesta compuesta de dos aposentos. Una o dos docenas de sillas de jacaranda laboriosamente talladas, circuían las paredes: algunos estantes de viejos libros infolio, compañeros de Farinacio Materia Criminali, había también, y en sus bordes superiores se mostraban en filas las ricas naranjas de Lima, las lúcumas, las hermosas chirimoyas, y los peros huaquinos de Chile; por lo cual, y algunas cajitas de dulce y exquisitos quesos de chancu encimadas en los rincones, se venía en cuenta de que el grave guardián era un refinado gastrónomo a su vez. En el rincón de junto a la entrada había una tinaja de agua tapada con una fuente y un vaso.

El Reverendo Padre estaba satisfactoriamente sentado en una gran silla de brazos, asiento de baqueta, leyendo delante de una mesa de jacaranda un abultado proceso.

-¿Cómo lo pasas, hijo? -dijo Su Paternidad a don Antonio con un aire grave y protector.

-Empiezo a estar más aliviado, señor: ¡mil gracias! -le contestó Romea con una modestia extrema y dulcísona.

-Me alegro, me alegro... ¡Siéntate, hijo! ¡siéntate! -dijo el fraile señalando al mozo un asiento de baqueta.

Don Antonio se sentó con su sombrero entre las piernas.

-Ya habrás visto de cuanto alivio es para los grandes males del alma la comunión de nuestro espíritu con la infinita bondad de nuestro Señor por medio del sacramento de la confesión. Porque el hombre mundano es como el lino que aun en la inacción se contamina con el pecado y la inmundicia.

-¡Es eso tan cierto, doctísimo Padre, que solo ahora, después de las dos veces que he recibido a vuestros pies la gracia del perdón, siento algún consuelo, alguna voluntad vivificante en mi espíritu; y aún no estoy satisfecho!

-De todos modos, hijo; debéis consolaros con lo que os he dicho: vos no tenéis enemigos, ni perseguís a nadie; el que acusa por los intereses de la religión y del reino, es como la ley, impersonal: no hace daño por sí propio, no tiene responsabilidad ninguna; cumple un deber y nada más. Por más poderoso que sea don Felipe Pérez, no lo será bastante para burlarse de la fe que nos debe; y su hija será purificada antes de que la recibáis... Creo que os puedo responder de esto como ya os lo he dicho... Verdad es que algún obstáculo hemos de tener en ese pobre hombre del Arzobispo Morgrovejo que tanto influjo sigue cobrando siempre sobre el ánimo del Virrey. Pero yo no soy menos que ellos, y vuestras revelaciones me servirán para abrir causa, y obteniendo los indicios correspondientes tengo ya una libre jurisdicción que nadie me puede estorbar... Ese pobre Arzobispo se ha entregado con candor a un falso espíritu de caridad y de mansedumbre que él supone ser genuino de la Santa Iglesia Católica Romana, incurriendo en el más triste, en el más trascendental de los errores: falsa charitas pecatus est abominabilis, dice uno de nuestros cánones; y califica de falsa aquella caridad como la del Arzobispo que tiende al perdón y a la insinuación tolerante y que prescinde del castigo ejemplar y aterrante de los extravíos: porque por aquel medio se fomenta el mal, se contemporiza con el error: y está visto, señor, que la herejía no se extingue si no se extirpa. Esta funesta división que empieza a introducirse en nuestro clero, y que combate el Canon terminante de los Concilios con pretextos aparentemente tomados de los Evangelios, es el gran mal que amenaza a la Iglesia. Viene de aquí la guerra que muchos de los príncipes mismos de ella hacen al Santo Oficio, que es su columna, trabando, a pretexto de caridad y de cristianismo, sus grandes actos de justicia y de castigo. ¡Si el clero católico romano rodease la Inquisición, si no la hostilizasen como la hostilizan los prelados, el mundo estaría hoy salvado y la herejía extirpada!... ¡Pero no, señor! dijo el fraile descargando un puñetazo sobre la mesa: ¡les ha entrado por hablar de persuasión, de predicaciones, de propagandas y adoctrinamientos como únicos medios de acción, y lo que vamos a conseguir así es que nadie corte la maleza que brota fervorosa debajo de nuestras mismas plantas!

-Eso es profundamente cierto, sapientísimo Guardián.

-¡Pues no ha de ser, señor! ¡si todos los días los estoy viendo!

-¡Vuesa Paternidad es un gran sabio! ¡eso es verdad! y así es que no quepo en mí de dolor al ver a esa niña con quien debo unirme, manchada con el pestífero aliento de la herejía, y a su padre, que tan venerable devoto me había parecido, contaminado en tratos heréticos con la basura hedionda del mundo.

-¡No desfallezcas, que todo eso lo hemos de arreglar y castigar!... ¿Tú crees que el don Felipe Pérez no persistirá en la negativa de su pecado?

-¡Creo que no, señor!... Yo mismo he oído al Hereje que benévolamente le ofreció documentarlo... Mi señor Pérez...

-¡Delante de mí, hijo, no hay más señor que Dios y el Rey!... ¡y tratándose de un presunto contaminado, no puedo prescindir de observártelo!

-¡Perdón, Padre! -dijo don Antonio levantándose de la silla.

-Continúa.

-Pues decía a Vuesa Paternidad que yo mismo vi a don Felipe salir gozoso en busca de la oferta del hereje: después controvertían sobre si debía ser devolución o no, y el asqueroso Henderson cuya negra historia conoce ya Vuesa Paternidad por mi relación de ayer, interponiéndose entre Drake y don Felipe cortó la discusión cediendo a este toda su parte de botín que a él le tocara.

-Pero me dijiste ayer que sobre esto último te quedaba una premisa que consultar con tu conciencia, ¿lo has hecho?

-¡Sí, Padre! lo he hecho, y puedo jurar que es cierto; no obstante qué no lo he presenciado.

-Eso basta para la causa, que es lo esencial. Dime ahora, en qué modo vino ese hecho a tu conocimiento puesto que tú no lo presenciaste.

-En el barco en que estuvimos prisioneros hay un subalterno que quería de un modo especial al malhadado Daute de quien ya he hablado a S. P.; y este que odia a Drake y a Henderson con delirio, me lo ha referido; para todo caso yo tomé cuidado de obtener que me hiciera ratificar esta parte de su relación en diferentes veces con todos los que la habían presenciado, y todos fueron contestes en confirmarla.

-Pues basta y sobra por los cánones para que procedamos. Después de eso hay la circunstancia agravante de la tapada; esta es necesariamente de la casa de Pérez, pues como tú me lo dices, sabía tu casamiento con María, y sabía el poco o ningún afecto que esta te profesaba como te lo probó tu primera conversación con ella, ¡ergo estaba en autos!... ¡Y esta parte es cosa muy seria! ¡es cosa que ha de ir lejos, por mi vida!...

-¡Esa infernal costumbre!...

-Calla la boca: ¿qué sabes tú de lo que hablas?

Don Antonio se quedó medio muerto y balbució un ¡yo, señor!... ¡perdón, Padre!... ¡soy un ignorante!

-Eso ya se ve, hijo; por eso debes tener prudencia en tus palabras; y debes pensar que si esa tapada te agravió otras sirven con ese mismo disfraz a la fe; ¡y pueden con él ponernos en el sendero de la averiguación de la verdad!

-¡Es cierto, Reverendo Guardián!... no me olvidaré jamás de las grandes lecciones con que me favorecéis.

-Mañana mismo llamaré imperativamente a don Felipe para que venga a vaciar a mis pies toda la verdad que sepa. ¡Oh! yo os aseguro que no ha de cundir la herejía en el Perú mientras tenga yo en mis manos el cetro de las justicias de la Iglesia; y en cuanto a ese anillo que me aseguráis recibió María de su hereje seductor, parecerá, si lo tiene, o me dirá lo que ha hecho de él; dijo el fraile frunciendo las cejas con el ceño de la ira... ¡No he de dejar yo impunes iniquidades de ese tamaño! Y sobre todo, he de hacer guardar la fe que se me ha prometido.

-Yo me atrevo a implorar vuestra clemencia...

-¡Bien sabéis que en el fondo de todo esto no se trata de intereses míos!... Yo puedo ser clemente, hijo, con lo que respecta a mi persona; debo ser más que clemente pues debo ser humilde. Pero no puedo serlo con lo que toca a la Iglesia. Cuando yo, convencido de vuestra devoción y sumisión al dogma santo de nuestra madre la Iglesia Católica Romana, tomé sobre mí procuraros el parentesco y los derechos filiales de la familia de Pérez, vos ofrecisteis una dádiva voluntaria para las necesidades y gobierno del Santo Oficio. Agregad a eso la posibilidad de que la falta de Pérez o de su hija sean de tal naturaleza que...

Don Antonio miró aterrado al Padre como si anhelase por comprenderlo...

-De tal naturaleza, continuó el fraile, que exijan las penas temporales que recaen sobre bienes o haciendas: suponed que él o su hija persistan en la abominación sin enmienda, ¿cómo puedo ser yo clemente con lo que es de mi Dios y de su Iglesia, y que debe ser empleado en mayor honra y gloria suya?

-¡Es incuestionable! -respondió don Antonio, pálido de terror y lleno de confusión en las ideas...- Pero... Vuesa Paternidad tendrá presente que mi porvenir todo se cifra en el enlace...

-Lo tendré presente, hijo; y tanto más, cuanto más ejemplar y abnegante sea vuestra ulterior conducta... ¡Pero pensad bien en que ante todo son los derechos absolutos que la Iglesia tiene sobre sus fieles! -dijo el fraile con un aire aterrante de poder y de orgullo. Vuestro porvenir, hijo, agregó, está en el cielo y no en la tierra, como el de todos los hijos del hombre; de todos modos, no pasará el día de mañana sin que yo dé principio a las investigaciones: principiaré por llamar a Pérez como os he dicho. Retiraos, pues, porque tengo que hacer; pero id con ánimo tranquilo; no he de olvidarme de lo que merecéis...

Don Antonio se levantó con la sonrisa de la humillación en los labios y después de haber besado con grande respeto la mano del Padre, se retiró. Cruel debía de ser la preocupación de su ánimo, pues caminaba mordiéndose las uñas y sin levantar del suelo su vista vaga y cavilosa.