Capítulo XIV : Dos teólogos y un burro

editar

El favorable vaticinio que había hecho el piloto de la carabela capitana comenzaba a realizarse completamente a medida que avanzaba el día. Una hermosísima brisa del sudoeste, que según él venía de la mano de los santos, se afirmaba de más en más sobre las costas; y la escuadrilla del Brigadier Sarmiento corría a velas desplegadas hacia ellas.

La faja vaga y oscura con que la tierra se había diseñado en el principio se aclaraba por momentos subdividiéndose en grandes cuerpos de montañas elegantes, que parecían tender una mirada majestuosa sobre las llanuras movedizas de la mar, desde el vasto pedestal que les servía de trono allá en el interior remoto de la tierra americana.

El gigantesco pico de La Viuda con su corona de nieves diamantinas derramadas por su cuello, figurando la canosa cabellera de la vieja montaña, comenzó a mostrarse cada vez más pintoresco al ojo de los navegantes; y muy poco después entraron a completar el lejano panorama otros colosos no menos altos y soberbios -los Huaylillas, el Toldo y el Altunchagua, sobre cuyas alturas solo han impreso su planta Dios, y el cóndor, rey de los desiertos americanos.

A medida que las naves, luciendo sus velas esplendentes bajo los rayos del purísimo sol que brillaba en aquel día, se acercaban a la costa como un festivo grupo de palomas, la tierra cobraba más prestigios y más detalles para los que venían en ellas.

Cada uno se esmeraba en señalar los nuevos accidentes que descubría, y todos paseaban sus miradas anhelosas sobre la costa, como si quisiesen devorar el espacio y el tiempo para tomar posesión anticipada de las mil satisfacciones que allí les aguardaban.

Unas cuantas horas más de camino bastaron para que la línea uniforme que había presentado la costa comenzase a abrirse. Se desprendieron las islas del Frontón y San Lorenzo, que cierran la bahía, y entre ellas y la punta de tierra que se prolonga al mar, apareció el canal estrecho y profundo que da entrada al fondeadero.

Al desfilar por él las naves pudieron distinguir el bullicioso y agitado amontonamiento de gentes que había en las riberas. La variedad infinita de los colores de los trajes, vivos los unos y oscuros los otros; los rebozos y tocados de las mujeres, las capas encarnadas de los hombres y el plumaje de las gorras y de los sombreros, desordenadamente mezclados en tan ingente multitud, animaban de un modo vigorosísimo aquella escena de suyo extraordinaria.

Mil carruajes vistosos y de diversas formas atestaban los espacios, y apiñados en sus techos, de pie en los caballos, o agrupados en las alturas del terreno, había centenares de espectadores que miraban con anhelo las naves veloces que entraban haciendo flamear con gallardía el poderoso pendón de España.

Veíanse entre el concurso miles de cholas impávidas y coquetas con sus doce pollerines o basquiñas de balleta, lucía al descubierto sus torneadas pantorrillas bien calzadas con medias de patente y zapatillas de raso blanco; con su ancho sombrero en la cabeza y un enorme cigarro comprimido con negligencia entre los labios. Y entreverados con ellas y con los zambos y con los negros y con los ricos y con los empleados, andaban aumentando la bulla, muchísimos frailes de todas las órdenes conocidas; con sus cabezas tonsuradas y descubiertas, los unos a pie y los otros cabalgando en mulas o en burros, hablaban y reían con aquella familiaridad sanchesca y peculiar con que los monjes del Perú se rozan con la plebe.

Por más vigoroso que sea el esfuerzo de imaginación que quiera hacerse, será siempre imposible obtener una representación exacta de lo animado y alborotado de aquella escena que se ofrecía en la ribera del Callao mientras el Brigadier don Pedro de Sarmiento, amainando las velas de sus naos tomaba la marcha prudente con que se embocan los puertos.

El de Toledo había convocado a su tienda a los principales oficiales de su campo, mientras que el resto de su ejército andaba disperso y divertido entre la muchedumbre.

-¡Aguanta, ñor Perico! -le gritaba un fraile joven y rollizo, desde el anca de un burro, a un zambo taimado como de sesenta años, que con su ancho sombrero sobre los ojos y metidas sus manos debajo del poncho, miraba entrar los buques como los demás.

-¡Héé ñorrr! -le volvía a decir- ¿qué no me oye?

-¡Hola, padre! no había visto a su reverencia: le dijo el zambo, sacando a medias su mano y tocándose el sombrero levemente.

-¿Preparó ya el cáñamo? ¡Mire que tiene que ser de lo bueno, porque un hereje no se aguanta con cualquier maula!

-De buena gana lo tendría ya torcido, padre, si vuesa reverencia me lo hubiese pedido por su precio.

-¿Cómo es eso de precio, bellaco? ¿Pues que es usted capaz de recibir dinero por la cuerda de que vamos a colgar al hereje?

-¡Toma! -observó una chola deslenguada que estaba allí cerca-: ¡conque lo recibió por torcer la que sirvió para colgar a su hermano!

-¡Y dices bien, Peta!... ¿Aquel que colgó el Alcalde de la Hermandad por el negocio de los negros?

-¡Por eso que tu marido ha tenido mejor fortuna! -dijo el zambo hablando con la chola. Van tres que degüella por afeitar, y nadie ha querido preguntar lo que habían hecho con él la noche antes.

-¡Bah!... ¿quién no lo sabe? -dijo otro por detrás-: le habían ganado al juego y no le quisieron dar desquite de apunte.

-Pero como es hermano del Maricón Juanito, y van a medias en el negocio de la barbería, nunca encuentra el Fiscal causa sino para sobreseer... ¡Ya usted me entiende, pues!

-Y tan es eso (dijo el zambo viejo) que a ningún barbero sino a él se le deja levantar toldo en los baños de Chorrillos.

-¡Vamos! ¡paz, chuchumecos! -gritó el fraile sacudiendo un terrible garrotazo en los carrillos de su burro con lo que le hizo saltar más adelante. ¡Alegre vendrá el hereje!

-¿Y qué es seguro que lo traigan? -dijo uno por allí.

-¡Pues digo!... la cuenta es clara: tres naves sacó el Brigadier Sarmiento; tres y dos que le llevaron bastimentos hacen cinco, y vienen seis... con que ya lo ves ¡bestia! si es seguro.

-Y diga su reverencia: ¿Es cierto lo que me acaba de decir Panchurro?

-¿Y cómo puedo saberlo, pollino, si no empiezas a decir lo que te ha dicho?

-¡Eso no!... ¡pues los que tienen corona bien podrían saber adivinar!

-¡Mayores milagros hacen! -dijo por allí una chola.

-¡Y no mientes! -dijo el fraile-: pero eso depende de que hay potencia de unción y potencia de asimilación o sobrenatural, según lo ha dicho nuestro incomparable Scotto -Doctor Subtilis; así pues- nosotros podemos aquello para que somos ungidos; pero nada más.

-¡Cáspita, si podéis!... ¡Cansando estoy yo de veros curar endemoniados!

-Distingo: dijo el fraile: si son endemoniados contra proprium consensum, concedo, per cuantum animus patientis et sentientis corroborat facultatem conjurantis; et si non, es decir: si son endemoniados consensu proprio, nego; quia tunc requireretur supernaturalis et creativa aut assimilans substantia, et potentia quæ in natura dei solum est: v. g. adivinatio: ac per hoc probatum est, que yo no puedo adivinar lo que te dijo Panchurro.

-¡Pues bien acaba de probar Vuesa Paternidad que sabe cosas más grandes que esa!... Pero en fin, lo que acaba de decirme Panchurro es que el señor Virrey había dado orden de que los herejes que trae el Brigadier Sarmiento sean colgados por el rabo, puesto que dicen que la soga no obra en el pescuezo de ellos.

-No lo dudo que haya esa orden, dijo el fraile tomando un aire suficiente y dogmático; porque me consta la profunda sabiduría del señor Virrey; y lo voy a demostrar en toda forma: -En el fiel cristiano mortis et vitæ principium residet conjunctissime atque in capite et in corde; es así que la soga aprieta el medium, et intercipit utriusque relationes; igitur in collo destruit principium vitæ... Nunc per disparitatis argumentum.

-La horca mata atacando el medium in quo residet el principio vital del hombre: Es así que el principio vital y característico del hereje, es el rabo; luego se le debe ahorcar por el rabo: quod erat ad comprobandum!

-Magistraliter et resolutive contrarium teneo! -dijo con mucho garbo y mucho ardor un corpulento Dominico, que atravesó la multitud arremangándose el hábito, y accionando marcialmente con sus brazos, cual si aceptara un desafío.

-Et ego affirmo! -respondió el del burro con igual pujanza.

-Demonstrabitur: Hæreticus corpus est pestilens et contaminatum: es así que omne corpus pestilens et contaminatum consumptum debet esse, para que no deje su peste sobre la tierra: Ergo hæreticus debe ser quemado y consumido (ignitum atque consumptum) y no ahorcado: furcatum non. Et demonstratum argumentum supersedeo: dijo el fraile con un ademán de grande satisfacción.

-¡Viva! ¡viva! ¡viva! -gritó la multitud, agrupándose al rededor de los dos campeones que seguían manoteando y gritando en sostén cada uno de su argumento.

-Nego minorem!!! -gritaba como un frenético el uno.

-Probo minorem!!! -le contestaba inmediatamente el otro con más furia.

-Argumentum ad hominen non valet! -decía aquel manoteando y colorado como un tomate.

-Et paritas non est probatio sed hominis inductio tantum! -le contestaba el otro haciendo rechinar los dientes, y con todos los rasgos de la cólera en su semblante.

El del burro afirmaba sus solidísimas razones a garrotazos sobre la cabeza de la pobre bestia; y el dominico no la trataba mejor pues la tenía enceguecida con los mantazos y manotadas con que le infundía por los hocicos el poderoso espíritu de su lógica.

-¡Cállese, Padre, por Dios!... ¡Vuesa Paternidad está diciendo barbaridades de a libra!

-¡El bárbaro es él!

-¡No me insulte!...

-¡Qué! no me insulte... ¡Pan pan, vino vino! y ¡al que le venga el sayo que lo aguante! -le decía el otro jadeando-: ¡sí, señor! el gran Cartesio es quien lo ha dicho.

-¡Qué Cartesio, ni qué Cartesio! ¡Cartesio no era teólogo!

-¡Sí era teólogo!

-¡No era teólogo!

-¡Seraficus Doctor lo cita con respeto!

-¡Ha! ¡ha! ¡ha! ¡ha!... ¡Santo Tomás no lo pudo citar porque vivió dos siglos antes!

-¡Seraficus Doctor no es Santo Tomás!

-¡Sí es!

-¡No es! ¡Santo Tomás es angelicus doctor!... ¡Seraficus doctor es san Buenaventura!

-¡Bueno!... ¡me equivoqué! ¡Pero san Buenaventura tampoco lo pudo citar porque fue contemporáneo de Santo Tomás!

-¡Pruébemelo aquí!

-¡Venga Vuesa Paternidad conmigo... y en la Biblioteca del convento se lo mostraré negro sobre blanco y le pondré las peras a cuarto!

-¡¡¡Vuesa paternidad es un molinista que confunde la gracia con la sustancia divina; ergo la biblioteca de su convento no me prueba nada!!!

-¡Bravo! ¡Bravo! -gritaban los frailes oyentes, y la multitud con ellos.

Y como los dos padres continuaban en este altercado no dejándose tiempo ni uno ni otro para respirar, se había agrupado al rededor de ellos un inmenso concurso que escuchaba a los dos teólogos con un deleite lleno de respeto y de seriedad. Uno y otro de los combatientes tenía su fuerte partido que alternativamente demostraba sus simpatías por el sordo rumor con que aprobaba.

-¡Qué gusto es ver luchar así a dos grandes sabios, como estos! -decía uno de los asistentes a otro espectador que tenía cerca.

-¡Oh!... ¡es una maravilla! -le respondió este. ¡Figúrese usted que el uno es catedrático de prima en San Francisco, y el otro Lector de física en Santo Domingo!... y hacía un gesto de recomendación.

-¡Sí! ¿eh?... ¡No en vano lo hacen tan lindo!

Y los dos padres, roncos ya como dos trompetas viejas de un regimiento paraguayo, seguían manoteando y gritando como si lidiaran por la vida.

¡Sabe Dios cuando hubieran acabado aquella terrible mercolina! Pero el padre dominico, que estaba cada vez más arrebatado, manoteaba como un energúmeno sobre la cabeza misma del burro; este había intentado recular al principio, pero como al mismo tiempo le descargaba tantos garrotazos el de la anca, la pobre bestia se encontraba en un formidable aprieto, y acosada al fin, embistió a mordiscones con el atleta del frente.

El cuitado padre, al verse tan traidoramente acometido, descargó un furibundo revés con sus dos brazos sobre el hocico del burro. Pero como este persistía con saña en morderlo tuvo que darse vuelta aprisa y disparar para salvarse.

Aquí fue el inmenso bullicio de la multitud: hic Troya!

-¡¡¡Viva el franciscano!!! ¡viva el franciscano! -gritaban los unos corriendo tras del borrico que perseguía a mordiscones al dominico.

-¡¡¡Muera el borrico!!! -gritaban otros, que despechados de la derrota de su campeón, alzaron tan enormes piedras para arrojar sobre la bestia, que el pobre padre que la cabalgaba tuvo que tirarse al suelo de miedo que le acertasen algún peñascazo, abandonando al furor de sus contrarios el infeliz borrico a quien debía tan rápida como esclarecida victoria... ¡Triste ejemplo de la ingratitud de los príncipes para con los que los salvan!

Cuando el borrico se vio sin los respetos del palo de su amo, y que tanto le tocaban las piedras de venganza que le dirigían los partidarios del dominico como las que en defensa suya arrojaban los amigos del franciscano, se alzó sobre sus manos y dando elevadas coces con sus patas atravesó el concurso difundiendo el terror y el espanto de la derrota, y dejando bien puesto el nombre de la orden que él servía; a brincos y patadas ganó el campo, y fue a pastar tranquilamente por los alrededores de la Recoleta, que eran su pago, llevando una lección bien cara de lo que costaba entonces adquirir la ciencia doctoral.

El hecho es que el franciscano se quedó a pie sumido en el bullicio y separado de su antagonista por mil remolinos de gentes que corrían y gritaban materialmente sin saber porqué.

-¿Qué ha habido ¿qué ha habido? -preguntaban los más.

Y sin saber como, todo el mundo decía y aseguraba que había ya en tierra quien había visto a Drake en los buques de Sarmiento dentro de una jaula de hierro; y que aquel bullicio había sido causado por la controversia de los teólogos que el Virrey había llamado a consultar sobre si se había de dar al hereje muerte de garrote o muerte de hoguera.

Nadie puede concebir el júbilo que irradió en el concurso aquella entusiasmante noticia luego que el bullicio se calmó. Ella se hizo tan general, y fue repetida con tales circunstancias y accidentes de verdad, que sin ninguna dificultad se hizo creída de todos, y entró con su inmenso alborozo en la tienda misma del Virrey.

-Señores: les decía este a los que se agolpaban a su puerta: les protesto a ustedes que yo no sé nada todavía. Pero dominado él también por el gozo y las circunstancias de la noticia, agregaba: no lo tengo por extraño porque todo es de esperarlo de Dios, de nuestra buena causa y de la pericia y bravura de nuestro Sarmiento.

De repente, y sin que el Virrey hubiese dado órdenes para ello retumbó el estampido de los cañones en señal del público regocijo, y el ruido de los tambores y de las trompas y de los clarines resonó por aquel campo provocando los rasgos del contento en todos los semblantes; y al mismo tiempo el Brigadier Sarmiento que echaba el ancla junto a la orilla se devanaba los sesos por comprender de qué causa podía provenir tanto gusto y tanto alboroto.

Un cardumen de lanchas y botecillos que habían salido al camino de las carabelas, volvían ya con ellas como los polluelos que siguen a la gallina, y apenas se corrió al fondo las cadenas de las anclas, se prendieron a los costados y se cubrió de gente la cubierta.

Todos buscaban y preguntaban por la jaula del Hereje; y el pobre Brigadier se veía reducido a la situación más desabrida teniendo que repetir a cada instante y a todos, conocidos y desconocidos, que no traía tal hereje, ni más noticia que dar de él, que haber apresado el San Juan con cien otros galeones no menos cargados de riquezas, sin que se hubiese podido evitarlo, o rescatarlas. Y como no cesaba de venir gente a bordo, el Brigadier tenía que repetir y repetir esta mortificante relación; con lo que al fin vino a ponerse aburrido y exasperado.

Nada es comparable con la frialdad y el descontento que en el ánimo de la multitud produjeron los primeros curiosos que regresaron de las naves de Sarmiento. La reacción de las masas es terrible en estos casos, como se sabe: el chasco de perder el espectáculo y de saciar sus pasiones ocasionó tal despecho en el ánimo de todos, que empezó a propagarse la idea de que todo aquello había sido efecto de traición y venta: dos causas con que los pueblos de raza española explican todo lo que les contraria, y que según se ve no eran tan desacertadas aquí.

Se alzaron algunos gritos de amargo reproche contra la impericia del Jefe de la Escuadrilla, y continuó acreditándose más y más la idea de que en el Perú había enemigos ocultos a cuyo favor se realizaban todos aquellos contrastes.

Así que el Brigadier pudo poner algún orden en sus barcos se apresuró a bajar a tierra para hablar con el señor Virrey sobre su proyecto de interceptar inmediatamente el paso del Estrecho que él miraba como el jaquemate para el Pirata.

El Brigadier Sarmiento era un hombre de figura muy elegante y caballeresca; y como presumía de buen mozo se vistió esmeradísimamente para bajar a tierra, con su más rica blusa de terciopelo punzó, y su gracioso sombrero lleno de plumas hermosas que flotaban hacia atrás. Pisó la orilla con un aire tan franco y tan jovial que los que le recibieron no pudieron dejar de saludarle diciéndole ¡viva el General Sarmiento! -grito que fue contestado por detrás con silbos y otros ruidos burlescos que hirieron muy en lo vivo la sensibilidad y el amor propio del pobre Brigadier. Después de él bajaron don Felipe y su familia rodeados ya de amigos: fueron recibidos con mil parabienes por haber sido salvados, pero en estas mismas felicitaciones se dejaba comprender la tibieza que produce siempre la existencia de una catástrofe como la del saqueo; situación que don Felipe mismo sostenía con el aire confuso e incierto que sin poderlo él remediar se había apoderado de su fisonomía. El que bajó radiante de satisfacción y de gozo fue don Antonio Romea: un gran círculo de oyentes le seguía; a cada momento se paraba con algún nuevo amigo a quien tenía que abrazar y de tal modo había sabido aprovechar los minutos, desde que se puso en contacto con los primeros visitantes de tierra, que él era quien había originado los primeros rumores de traiciones ocultas, inferencias que como veremos después fundaba en su propio testimonio. Había logrado que lo tuviesen por el mimado de la jornada, y como sus propias pasiones y ocultos intereses lo ponían del lado de las prevenciones de la multitud, sus narraciones corrieron de boca en boca al momento; su nombre era el texto de lo auténtico, y todos lo repetían con encomios y respeto. Rodeado así de gente llegó a la puerta del Virrey: pero no pudiendo entrar, por cuanto este estaba ya encerrado con el Brigadier Sarmiento y don Felipe, se quedó aguardando allí parado, radiante de alegría, y haciéndose oír de un inmenso círculo que se renovaba a cada instante.

-¡¡¡Querido Gómez!!! -exclamó Romea interrumpiendo una frase animada, y corriendo hacia aquel su amigo con quien lo vimos por primera vez, y que lo recibió ahora entre sus brazos.

-Aquí tienen ustedes, señores, un testigo ocular de lo que les decía: en esta tierra hay traidores ocultos, que están en relación con los herejes...

-¡Diablos! -dijo Gómez sobresaltado. ¿Cómo voy yo a atestiguar eso?

-¡Ya lo verás como!... ¡diciendo la verdad!... ¿Te acuerdas de la tarde anterior a mi partida?

-¡Sí!

-¿Qué hicimos?

-Anduvimos paseando juntos por el puente.

-¿Qué nos sucedió?

-¿Qué nos sucedió?... -dijo Gómez reflexionando.

-Sí: ¿qué nos sucedió?

-No me acuerdo... me parece que nada...

-¡Piénsalo bien!... ¿A quién encontramos?

-¿A quién encontramos? -repitió para sí mismo Gómez...- Encontramos a tanta gente que no sé a quien te refieres.

-Es preciso que te acuerdes... Tú me ibas hablando de mi casamiento con doña María, cuando...

-¡Ah! ¡ya estoy! cuando pasó junto a nosotros una tapada.

-¡Ahí está!... Ahora lo verán ustedes señores, y dirán si tengo razón o no para afirmar que en el Perú hay traidores ocultos, por más extravagante que esto les parezca ahora a ustedes... ¿Qué nos dijo la tapada?

-Te chafó amargamente sobre tu noviasco.

-¡Sí! mas lo grave es lo que me dijo relativamente al viaje.

-¡¡¡Hombre!!! -dijo Gómez golpeándose la frente como si le hubiera caído de pronto una idea gruesa-, ¿sabes que tienes razón?... ¡Sí, señores! la cosa es grave y digna de atención. Habiéndole dicho nosotros ¡adiós perla! tomó pie de eso para burlarse de mi querido Romea y de su matrimonio con doña María Pérez y Gonzalvo, acabando por decirme a mí: «Señor Gómez, aconséjele usted a su amigo que no salga con perlas al mar, porque los herejes son muy diestros para pescarlas, y ¡las buscan con frenesí!»

-¡Es posible! -exclamaron los oyentes, al mismo tiempo que don Antonio gesticulaba con grande satisfacción.

-Pues yo, señores, miré este incidente como una cuchufleta vulgar, a términos que solo ahora lo recuerdo con la gravedad que tiene.

-¡Pero es particular, señores, que ustedes nada hubieran dicho en aquel tiempo de una cosa como esta! -observó uno.

-¿Pero no ve usted, contestó Romea, que la miramos como una chanza vacía de sentido? Ahora les parece a ustedes otra cosa, porque los sucesos han venido a darle un sentido que ni remotamente le pudimos sospechar entonces. De todos modos eso prueba que había en Lima quien sabía lo que nos esperaba en el mar... ¡Con qué, digan ustedes ahora si hay o no hay en el Perú traidores secretos!

En este momento salió del alojamiento del Virrey un edecán y acercándose a Romea le dijo:

-¡El Exmo. señor Virrey felicita a usted por su escape y vuelta; le dispensa a usted de la presentación, porque se halla en este momento muy ocupado con cosas de urgencia, y por tanto queda usted libre para retirarse!

-¡Ruego a usted, le contestó Romea, que presente a S. E. mi más humilde, acatamiento! Yo agradezco vivamente sus bondades y cuidaré de implorar el honor de ser admitido a su presencia en momentos más oportunos.

Mil amigos nuevos y viejos vinieron solícitos a ofrecer a don Antonio sus carruajes para conducirlo a Lima; y cuando restituido a su antiguo alojamiento sacudía el polvo que habían recogido las rojas colgaduras de damasco que cubrían su lecho, se vio asaltado de un millón de reflexiones. Todas aquellas dudas que había desechado acerca de doña María en la noche próxima a su partida, agitado por las sugestiones de la tapada, se reprodujeron en su espíritu al rever aquellos objetos bajo el reflejo que les daba su rencor y el deseo de la venganza.