Capítulo XIII : ¡Italiam!... ¡Italiam!...

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D. Felipe Pérez y Gonzalvo era un hombre prudente: la falta de lealtad y de delicadeza que ya él había columbrado en el carácter de Romea, el cinismo con que este parecía resuelto a explotar su posición, las fatídicas palabras del General Sarmiento, y sus propios presentimientos, le hacían sospechar alguna inicua intriga contra su quietud doméstica o sus bienes. Tenía seriamente comprometida su palabra en el casamiento de Romea con su hija, y era hombre de sacrificar no solo una hija sino veinte al desempeño de una obligación como esta, que en aquellos tiempos era altamente sagrada. El arreglo con que Drake le había favorecido, lo tenía también cada día más inquieto: o renunciaba a él, resignándose a perder tan gran parte de su fortuna como la que estaba comprometida en el apresamiento del San Juan, o persistía en dar los pasos convenidos para reembolsarse arrastrando los terribles peligros con que una intriga de este género podía envolver su suerte. La impavidez con que don Antonio le había dejado presumir que se hallaba iniciado en mucho de esto; las revelaciones de Juana, la incertidumbre de lo que Romea hubiera podido descubrir en el buque de Henderson; todo en fin contribuía a sumirlo en las más vagas tribulaciones; y al fin de muchas reflecciones concluía por convenir en que lo mejor era guardar el más estricto silencio y ver venir los sucesos para esquivar los peligros.

Las revelaciones de Juana lo tenían en una indignación febril... ¿Era cierto que su hija se hubiese prestado a las ternezas del hereje?... ¡Contra semejante crimen que venía a agravar tanto su propia situación en el arreglo con Drake, apenas creía don Felipe que fuera bastante pena las hogueras de la inquisición! ¡su hija recibiendo los galanteos de un salteador, de un pirata desconocido, de un hereje incorregible!... Pero no... la conducta que don Antonio tenía con él era un dato que hacía presumir a don Felipe que todo esto era una bárbara calumnia para asegurar mejor los planes de intimidación con que Romea quería explotar el matrimonio proyectado; y no bien el viejo se había fijado en esta idea, cuando venían a conturbarlo ciertas circunstancias que él había notado ya en el carácter de la muchacha: inclinaciones tiernas por ejemplo, blandura de alma para ceder al halago del cariño, benevolencia hacia los otros, y falta de concentración en los afectos, falta de fiereza y de orgullo para repeler; y todo esto hacía pensar al viejo en la probabilidad de que don Antonio no careciese de motivos fundados para increpar coquetería y desvaríos a la conducta de su hija; tanto más cuanto que su ausencia había alejado sus poderosos respetos.

Pero ¿qué hacer? ¿cómo sondar todo el misterio?

Si don Antonio fuese un hombre leal y puro, que no hiciese presentir siniestras y ulteriores intenciones, nada más fácil: bastaría entrar con franqueza en la averiguación de los hechos. Pero cuando se mostraba tan pronto para aprovecharlos en el interés de su egoísmo, era imposible, sin una grave imprudencia; poner fe en su buen proceder y ayudarlo a obtener una verdad que podía convertir, con su mal deseo, en fundamentos de acusación y de especulación.

Don Felipe concluía, pues, de todo que lo mejor era observar, esperar, y escudarse con trabajos anónimos y reservados contra un peligro que se anunciaba así por traición y deslealtad.

Don Felipe Pérez y Gonzalvo era un hombre avezado en las intrigas a que dan lugar las deslealtades, las pasiones y las rivalidades de la corte. Se había alzado en el favor del Rey por la gran pericia con que había intervenido en el inicuo enredo con que Antonio Pérez, el famoso privado de Felipe II que habiendo hecho matar a Escovedo, vino a caer del poder, descubierto en sus amores con la princesa de Eboli, querida del Rey. Don Felipe Pérez y Gonzalvo había tenido una parte muy activa, como instrumento subalterno, en este episodio tan célebre de la Historia de España; y debido a su extraordinaria astucia, era, que habiendo caído víctima del puñal o de la inquisición todos los que habían poseído los secretos del Rey o de Antonio Pérez en este drama tenebroso, que aun hoy día agita a los eruditos , él, nuestro viejo, no solo se había salvado, sino que había resultado rico, y favorecido con el empleo más lucrativo que había en Indias, después del de Virrey.

Cierto es que al principio le había precedido y rodeado una atmósfera indefinida de mala reputación: el origen de su fortuna inspiraba dudas y gestos a los que tenían que humillarse ante ella. Pero todo había cedido con el andar del tiempo a los prestigios de su elevada posición, al renombre de su caudal, y a una austeridad de costumbres extraordinaria: el velo impenetrable de gravedad que cubría siempre sus facciones; la competencia de sus juicios sobre las más arduas materias, el tino de sus consejos y la modestia de tren que reunía a todas estas prendas, habían concluido por borrar hasta cierto punto los orígenes de su historia captándole el respeto general, en apariencia al menos.

No obstante todo esto, nuestro anciano conocía bien a su Rey. Él sabía que Felipe II tenía bien presente su diestrísima astucia de que le había dado pruebas en servicio suyo, y que eso mismo era un motivo para que no le apartase ni por un instante su ojo perspicaz. Sabía también que su envío al Perú con aquel empleo, era un honroso destierro para alejarlo de la vista y tentaciones de la corte; y porque comprendía que dentro de todo esto se hallaba envuelto en un peligro permanente para él, era que había resuelto conjurarlo condenándose por toda su vida a la reserva, a la austeridad, al silencio y la prudencia.

Según todas las probabilidades, al día siguiente debían echar la ancla en el puerto del Callao, y comenzar con su bajada a tierra las complicaciones de intereses y de pasiones que hubiera originado su encuentro con los herejes y el consiguiente despojo de los caudales que él conducía. Los sucesos iban pues a urgir, y mil cavilaciones de un género raro agitaban la mente del anciano durante aquella noche de expectativa: se revolvía en su lecho con una inquietud febril: sus párpados estaban secos y ardientes sin querer prestarse a la blanda compresión con que en otras veces se les insinuaba el sueño, y su ojo centelleaba vivo y fogoso en medio de las tinieblas que le rodeaban.

Todas las reminiscencias de su vida pasada parecían haberse citado a comparecer en su mente para este insomnio; y cosas en que ni había soñado cuando se había entendido con Drake, le asaltaban ahora rápidas y ligadas con esta intriga haciéndole temer que sirviesen de datos para perderlo; y como don Felipe conocía la cruel suspicacia de Felipe Segundo, y sabía que este déspota astuto y desconfiado estaba al cabo de muchos de esos antecedentes, se quedaba frío por momentos cuando la propia imaginación excitada por el desvelo le mostraba todos esos recuerdos vivamente ligados con las presentes ocurrencias.

Sus antiguas relaciones con Antonio Pérez, y un vínculo lejano de parentesco con este valido, al que se atribuyó su primera aparición en los negocios de la corte, (muy negado después por él) se juntaban también para inquietarlo. Antonio Pérez, su primer protector había huido de España salvándose milagrosamente de la horca y de la saña furibunda con que el Rey le comenzó a perseguir por el asesinato de Escovedo, desde que descubrió la infidelidad en que la princesa de Eboli había incurrido seducida por las gracias y prestigiosos talentos de aquel tan libertino favorito. Felipe no había cesado de perseguirlo, y mil tentativas había hecho para robarlo de Francia, y también de Inglaterra donde al fin había tenido que asilarse el fugitivo como al único lugar seguro para su persona.

Pero Antonio Pérez era un hombre inquieto, sin creencias y sin principios, y el papel espectable que había hecho en los grandes negocios del mundo, le procuraba elevadísimas conexiones en todas las cortes por donde pasaba. En Inglaterra se había ligado íntimamente con Lord Leviester, y después con Lord Essex; y era fama entre españoles que las audaces tentativas que los piratas ingleses realizaban sobre las costas y las colonias de España eran sugeridas y fomentadas por las relaciones de este tránsfuga eminente. El hecho es que el Conde de Essex trabó con él una amistad muy estrecha; y Essex, como es sabido, era el patronato declarado de las empresas de los corsarios célebres del tiempo -los Hawkins, los Drake, los Cavendish y los Raleigh. Este poderoso valido de la Reina de Inglaterra, concibió tal amistad por Antonio Pérez que lo llevaba de compañero en todas sus partidas de placer y tenía en mucho la experiencia y el discernimiento del antiguo ministro de Felipe II, cuya viva imaginación, vigoroso espíritu y apasionados consejos le agradaban en extremo.

Todas estas complicaciones del acaso, por decirlo así, venían a aumentar los temores y el cavilar de don Felipe que no ignoraba cuan bien impuesto de todo ello estaba el Rey, y cuan peligroso era para él que la calumnia o la sospecha cayera sobre un terreno, como este, en el que los pasados casos de su vida podían aparecer en una relación alucinante y falaz con lo que acababa de acontecer.

Llegó un momento en que fueron tan amargos los sentimientos de su fantasía que como movido de un terror espontáneo, juntó las palmas de las manos y las dirigió hacia el cielo exclamando: «¡Sería preciso, Dios mío, no creer en vuestra infinita clemencia para temer que el enlace falaz de tan casuales circunstancias se realizase! ¡Yo os he ofendido mucho, Dios poderoso, Dios clemente, Dios bueno! ¡Soy un pecador de enormes faltas: el recuerdo de mis crímenes me aterra, Señor!... Pero yo he creído, Dios poderoso, en vuestro perdón; y para obtenerlo me habéis visto consagrado al arrepentimiento y a la austeridad. ¿Cómo sería posible que hubieseis querido sorprenderme, señor, en el seno de la confianza y cuando menos lo esperaba?... ¡No, Dios mío! ¡no, Dios mío!»... exclamó y dejó caer la cabeza sobre sus manos quedándose en un profundo y abatido silencio.

En esto percibiose un movimiento extraño de pasos y el ruido de algunas palabras pronunciadas con animación a media voz sobre cubierta; y casi al mismo tiempo se sintió una persona que se acercaba a la puerta de la cámara en que además de don Felipe y su familia, dormían algunos otros y que alzando un poco la voz en medio de la oscuridad dijo con el acento del gozo: «Italiam primus conclamat Achates.»

Tengan la bondad nuestras bellísimas lectoras (y también las que no lo sean) de perdonarnos la falta de urbanidad que hay siempre en hablar delante de gente una lengua que no es de todos entendida. Pero en el tiempo aquel a que pertenece nuestra historia era obligación general el saber latín, y todos, lo supiesen o no, fingían al menos que lo entendían y lo hablaban.

No obstante esto algunos debían ir en aquella cámara que no sabían tal idioma, o que por la sorpresa se olvidaron de la petulancia con que debían ocultar esta ignorancia; pues cuatro o cinco voces salieron a un tiempo de lo oscuro preguntando sorprendidos:

-¿Qué? ¿qué?

-¿Qué? ¿qué?

-...Videmus,

Italiam, Italiam primus conclamat Achates;... les volvía a repetir la misma voz desde la puerta.

-¿Qué demonios está usted diciendo, hombre? -dijo impaciente uno de los de adentro. ¿Hay algún peligro?

-¡Váyase usted al diablo con su peligro!... ¡Señor General! ¡señor General! -dijo el de la puerta.

-¡Ya he oído, piloto! -respondió el General-: Italiam læto socii clamore salutant!

-¡Bueno, bueno, mi general! tenemos una madrugada de oro.

-¿Y la brisa?

-Parece que quiere venir como mandada por los santos del cielo, ¡Excelentísimo Señor!

-Pues, piloto: digámosles entonces «Ferte viam vento facilem, et spirate secundi!»

-¡Bravo, mi general!

-¿Se puede saber de qué diablos están ustedes hablando? -dijo con enfado uno de los pasajeros.

-¡Que tenemos la tierra a la vista, amigo! -le gritó el piloto y se retiró.

-¡Gracias a Dios! -repitieron muchas voces entonces, al mismo tiempo que el general atravesaba ya la cámara y subía a la cubierta de la carabela envuelto en una capa de cueros de cabra.

-¡Hermosísima madrugada! -dijo al respirar el aire de la aurora. ¡Qué tiempo hace que se avistó la tierra?

-«Jamque rubescebat stellis Aurora fugatis:»

«Quum procul oscuros colles humilemque videmus.»

«Italiam!»... le respondió el piloto con un aire completo de buen humor.

El general levantó su brazo derecho, y abriendo la palma de la mano buscó de donde venía la brisa. Vamos a tener una bellísima mañana para entrar, dijo. ¡Ah, si hubiéramos traído algunos de los piratas!

-¡Otro día será otro día, General! -le respondió el piloto-: ¡y Dios sabe más que nosotros! Nos hemos librado del hambre, y eso basta para dar gracias al cielo.

El general se quedó callado.

Los pasajeros y demás oficiales de la nave, alborotados con el anuncio de estar la tierra a la vista, empezaban a salir gozosos unos tras de otros a la cubierta; y no pasó mucho tiempo sin que las señoras y Juana saliesen también a disfrutar de una vista de que hacía tanto tiempo que carecían, y que tanto se ligaba a las grandes preocupaciones que cada una llevaba en su propio espíritu.

Las costas del Callao se divisaban en efecto a lo lejos como una faja oscura tirada sobre el mar allá en el horizonte. De trecho en trecho se veían algunos picos de forma vaga e irregular alzarse sobre la línea baja y densa con que se marcaba toda la costa.

Pasado el primer momento de la novedad, se fueron aburriendo poco a poco de contemplar aquella vaga indicación de costa los mismos que habían acudido presurosos al principio. Don Felipe Pérez y Gonzalvo era el único entre todos que no había salido de su camarote.

El hecho es que los mirones fueron desertando poco a poco de la borda, como lo hemos indicado, hasta que nadie quedó allí sino doña María que recostada en ella, e inmóvil parecía absorta en la contemplación de aquella faja azulada que le cerraba el horizonte. Largo tiempo hacía que estaba como clavada en aquel lugar, cuando apareciendo don Antonio la vio y vino con paso cauteloso y leve a apoyar sus codos cerca de la niña que le rozó el brazo con ellos.

Doña María miró con prontitud y cuando vio que era don Antonio quien se le había puesto al lado no pudo contener el ¡ay! que le arrancó su sorpresa.

-¡No se alarme usted, Mariquita!... Soy yo que vengo a conversar un poco con usted de cosas de nuestro interés; dijo don Antonio con un tono entre amable y burlesco.

-¿Conmigo, señor?...

-¡Con usted! ¿por qué no?... ¿No ha de ser usted...? ¡No se vaya usted! -le dijo don Antonio casi con imperio y tomándola del brazo al ver el ademán de retirada que ella hizo cuando le oyó estas palabras...- Es preciso que conversemos.

-¡Mire usted, señor Romea, que si usted no me suelta voy a gritar! -le dijo la niña con una mirada llena de cólera.

-¡Sería usted muy imprudente! créamelo usted, pues me vería forzado a perderla a usted ¿se ha olvidado usted de todo lo que yo he visto? ¿de todo lo que yo sé?... ¿No reflexiona usted que dentro de pocas horas podré hablar de todo con el Padre Andrés, su confesor de usted, y hacerla conocer en toda Lima por la Novia del Hereje?

-¡Dios mío!... ¡Es usted un infame!

Pero antes de que la joven pudiese proseguir, Juana rápida y cuidadosa como un ángel de la guarda se le acercó diciéndole con un tono suplicante:

-¡Señorita, por Dios, no meta bulla su merced!... ¡Oiga su merced con amistad al menos al señor Romea... mire usted que yo se lo ruego!... -y desapareció rápida como había aparecido, dejando a su amita en la más confusa ambigüedad.

-Ya usted ve, le dijo Romea reponiéndola en su anterior posición cerca de la borda: ya usted ve como es indispensable que usted me escuche... Y esta vez, señorita, me acerco a usted seguro de que no será el flujo de reír lo que me hará dejar su amable sociedad.

-Ni será tampoco el de llorar, le respondió la joven tomando una actitud firme y resuelta, que hasta entonces nadie le había conocido, y que parecía haber sido un recurso reservado dentro de aquel notable corazón para los momentos de prueba.

-Tanto mejor, Mariquita... pues de ese modo podremos uno y otro usar de nuestra fría razón para apreciar nuestros respectivos intereses.

-Yo no tengo ningún interés común con usted, señor, dijo doña María con entereza.

-¡Oh! usted se engaña; permítame usted recordarle las mil razones que tenemos para considerarnos estrechamente ligados: en primer lugar su taita de usted me ha dado su palabra, y se halla comprometido a casarla a usted conmigo...

Doña María fijó una mirada de indignación sobre Romea: pero sus ojos estaban húmedos y centellantes como si el llanto estuviese en ellos para reventar. Romea continuó diciendo sin turbarse: -y su taita de usted es hombre que consentirá primero en hacer arder toda su casa antes que en faltar a una palabra de ese género. Siendo usted mi esposa, no sé como puede usted decir que nada de común hay entre nosotros...

-No se quejará usted de que me falta paciencia para escucharle.

-¡Permítame usted continuar, Mariquita!... En segundo lugar... usted lo sabe... yo soy testigo de los desvaríos que ha tenido con el Hereje, con el mismo que puso sus manos polutas y abominables sobre el rostro de su venerable padre...

La niña se tomó las manos y apretándoselas contra el pecho miró con ansia a todos lados y acabó por fijar sus ojos llenos de lágrimas en el cielo.

-¡Es en vano implorar al cielo, señorita! -le dijo don Antonio. ¿Cree usted, agregó, que en él pueda haber protección para la hija que entrega su amor y las caricias de su mano a un hereje, a un salteador cebado en el robo y en la matanza?... ¡No, señorita!

Doña María se había dominado; ya se había secado los ojos, y había vuelto a fijarlos con soberbia en don Antonio.

-En tercer lugar... -decía este-, no se lo diré a usted, porque es mejor que lo reserve para otro tiempo.

-Concluya usted, señor... ¿qué es lo que usted quiere por fin? ¿Cuál es el cambio que usted me pide para no perderme, hombre generoso?

-Nada: ¡Mariquita!... Pero siendo inevitable el que usted sea mi mujer en breve, lo que pido humildemente a usted en recompensa del olvido a que daré las gravísimas faltas que usted ha cometido, es que urja usted a su padre para que acelere nuestro enlace diciéndole que lo exige el bien y la quietud de la casa.

-¿Y por qué no lo hace usted, puesto que hasta ahora ni usted ni él han tratado de eso conmigo?

-Porque me conviene reservarle mi deseo; y a fe que pendiendo de mi silencio la suerte de usted es exigir muy poco no pedir nada más por guardarlo; pues que me limito a una forma que en nada variará el resultado final de las cosas... Mire usted, Mariquita: después que esté usted casada conmigo ha de comprender usted cuan dichosos pueden ser los cónyuges que unen sus intereses con la bastante razón para conciliar sus recíprocas pasiones.

-No, sé, ni quiero saber lo que usted quiere decirme... ¡Pero una vez por todas quiero decirle a usted bien claro que antes moriré mil veces que casarme con usted! ¡Y tenga usted entendido que aunque mi padre y todos los confesores del Perú quisieran obligarme, no me he de casar!

Y la joven resuelta y ligera como una ave que se escapa de la mano de su aprehensor, sacudió su brazo y con un paso animado se dirigió a la puerta de la cámara y bajó antes de que don Antonio hubiera podido pensar siquiera en retenerla.

La miró por un momento, como aturdido, y al verla desaparecer se quedó pensativo.

-Y sin embargo, dijo después de un rato, ¡es preciso que don Felipe sea urgido por otro para que yo pueda imponerle la ley, y emanciparme de su tiranía!... ¡Tal vez que yo haya andado demasiado ligero y poco diestro en hablarle antes de que el terror y las influencias la hayan oprimido y doblegado!... ¡Mejor hubiera sido comenzar por instruir de todo al padre Andrés y recibir sus direcciones!... Pero ya no hay remedio lo hecho, hecho; y tratemos ahora de sacar la ventaja que se pueda.