Capítulo XII : El padre, el novio y la criada

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Las palabras francas del General Sarmiento no dejaron de producir una viva sensación en el ánimo del anciano, no obstante la aparente frialdad con que él la disimuló.

Aquel presentimiento espontáneo con que el corazón del hombre sagaz sabe señalar a un ingrato o a un enemigo aun antes que la razón pueda fundarse en el menor indicio, había comenzado a inquietar el alma de don Felipe. Él sentía, sin poder decir como ni por qué, que un secreto recíproco vagaba entre los dos ánimos, trayendo aquella situación desabrida que sirve de germen a las grandes enemistades; y no obstante el esfuerzo del juicio con que rechazaba esta cavilosidad de su suspicacia, era singular la porfía con que ella volvía a inquietar su mente. Llevaba su generosidad el viejo hasta suponerse a sí mismo como la única causa de este estado; él pensaba, que como el arreglo que había hecho con Drake para reembolsarse de sus fondos, lo reducía a una posición falsa y alarmante, nacía de ella, y no de su parásito, la desconfianza y el desabrimiento que él se imaginaba.

Las palabras que el General Sarmiento le había arrojado como de paso, le hirieron en lo vivo de su sensibilidad; pues fueron una especie de sanción extraña dada a sus dudas. Él lo disimuló sin embargo, por aquella firmeza innata propia de una alma bien puesta, que repugna la confidencia de los primeros temores del corazón, como un acto de debilidad o de imprudencia.

-Es preciso sondear con mucho tino este misterio: se repetía el viejo sagaz mientras que continuaba paseándose sobre la cubierta.

Los oyentes de don Antonio se habían ido dispersando poco a poco y saliéndose al aire, como es costumbre entre los navegantes después de comer. Don Antonio salió al fin como los demás; y tan luego como don Felipe le vio, lo llamó a sí.

-Me parece, Romea, le dijo, que no tardaremos mucho tiempo en llegar al Callao.

-Precisamente hoy mismo he hablado de eso con el piloto del buque; y su opinión es que mañana a más tardar echaremos la ancla en el puerto; y usted, mi venerado señor, tendrá el gusto de ver terminadas las crueles vicisitudes de este malhadado viaje.

-Hombre: ¡quién sabe!... ¡Bien venido seas mal si vienes solo! decía Epitecto, el más práctico de los moralistas antiguos. Ya usted ve que volvemos diciendo ¡hemos sido robados! a los que nos habían encomendado la guarda de sus caudales: y por más notoria que sea nuestra inculpabilidad, el despecho y la desesperación de los arruinados ha de buscar sobre quien caer con razón o sin razón.

-Algo he cavilado sobre eso mismo, mi buen señor... no por mí que soy un pigmeo sin méritos y sin responsabilidades; sino por usted, señor, que cuando me acuerdo de esos malvados salteadores, la indignación más profunda y la rabia y la furia se apoderan de mi alma y me hacen hablar como un demente... Yo que he conocido a usted, señor, dueño de una modesta fortuna, saber como sé que le ha sido robada, que está usted arruinado, y que toda la desgracia de este viaje va a pesar sobre usted...

-¡Tanto como eso, no, Romea! ¿Por ventura tengo yo la culpa de lo acaecido?... A nuestra salida nadie sospechaba siquiera que hubiera piratas de este lado del mar. En eso no tiene usted razón.

-Yo lo decía, señor, porque como usted se opuso tanto a que el situado bajase por el Río de la Plata, como querían algunos interesados...

Don Felipe no pudo menos de dirigir una aguda mirada sobre su presunto yerno, como si hubiera querido penetrar con ella en el fondo de su alma, para saber si esas palabras importaban la insinuación insidiosa de un antecedente acusador.

-¡Es singular! -respondió-: me había olvidado de esa circunstancia que usted me recuerda: y que fue apenas una ligera discusión. Yo me opuse a esa innovación, ¡es cierto! y me opuse porque esa es una corruptela de las leyes del Virreinato que hace tiempo empieza a ocupar las cabezas de algunos especuladores sin probidad, para quienes el lucro legítimo o ilegítimo es la razón suprema de todas las cosas. Me opuse: ¡sí, señor!... porque usted sabe muy bien que al Río de la Plata no va flota alguna de Cádiz. ¿A qué iba allí, pues, ese situado?

-¡Quién sabe, señor!... ¿qué sé yo de estas graves cosas de gobierno?

-¡Pues yo las sé y se las diré a usted!... iba a invertirse en alguna de las especulaciones fraudulentas que se empiezan a realizar con el extranjero en aquellas costas; y que si el Gobierno no ataja vigorosamente serán la causa de la demolición de nuestras leyes.

-Señor: lo que usted dice es para mí, por solo ser dicho por usted, la verdad digna de fe: yo tengo y tendré siempre sus mismas opiniones, mi señor: así es que no he pretendido negar ni remotamente las sabias razones que fundan la opinión de usted... Si he mencionado ese recuerdo, ha sido porque como los que querían eso, decían que era solo por una excepción motivada en el temor de los piratas...

-¡Qué excepción, ni qué excepción, señor!... Las excepciones, los pretextos con que se incurre en ellas son el principio de muerte de las Leyes antiguas y sólidas de los Reinos... Todo eso no era más que un pretexto para una grande especulación de tejidos de algodón. Usted sabe muy bien que todo lo que se temía respecto de piratas era que alguna banda como la que el año pasado atravesó a pie el Istmo, hubiese construido y amarrado de este lado algún otro lanchón como aquel; y para eso salimos en el San Juan, que era más que suficiente para conjurar ese peligro. Pero ¿quién soñó en encontrar buques de alta mar? ¿quién habló de una escuadra? ¿quién imaginó siquiera que hubiese sucedido lo que pareció siempre un imposible?

-Magallanes ya lo había hecho...

-Pero había sido para todos un milagro cuya repetición nadie había tentado. Y Magallanes lo había hecho, porque, siendo súbdito de nuestro Rey y señor, nada tenía que temer después de vencidos los riesgos del camino... ¡Otra cosa era venir como enemigo a emboscarse en un mar de esta naturaleza como ese audaz hereje lo ha hecho! Esto nadie lo pudo, hasta ahora, imaginar... A propósito de esto: dígame usted, señor, Romea, ¿cómo ha podido usted saber lo que aseguraba de sobremesa acerca de las seducciones que Drake había practicado conmigo para sonsacarme los papeles y documentos del situado?

-¿Habré tenido la desgracia de enfadar a usted con esto?... Me arrepentiría, señor, toda mi vida.

-¡No, señor! no es eso... pero como es una cosa a la que yo mismo estoy ajeno, quisiera al menos poder desengañar a usted y no ser objeto de alabanzas infundadas e injustas.

-¡Oh! señor: ¡eso es otra cosa! la conducta de usted es digna de toda alabanza. ¡Esa firmeza! ¡Señor! para arrostrar la saña de los bandidos, y para vencerlos a fuerza de superioridad: ¡es cosa que yo jamás creí ver, mi querido señor!

-¡No nos extraviemos, señor Romea! tenga usted la bondad de decirme como ha podido usted saber que he sido objeto de seducciones, y no extrañe usted mi curiosidad, pues que habiendo ido yo en un buque y usted en otro, me confunde que usted se crea tan bien informado a mi respecto.

-¡Ah! ¡no señor! usted está trascordado:... ¿no recuerda usted que fue delante de mí?

-¿Delante de usted?

Delante de mí fue que el salteador Drake le ofreció a usted documentos de tal naturaleza que le facilitasen a usted la cobranza de su dinero sobre las arcas del Rey... ¿No se acuerda usted, señor?

-¿Sabe usted, que lo había olvidado?... -dijo don Felipe poniéndose pálido de cólera, pero disimulándolo admirablemente con la suavidad de la voz.

-Pues bien: fue por eso que usted siguió al Hereje, mi buen señor, y que volvió después a sacar todos los libros y los papeles del situado.

-Pues si usted me ha hecho la ofensa, Romea, de creerme capaz de usar de semejantes documentos para buscar la indemnización de mis pérdidas, me da usted el derecho de suponer que al recordar usted todo eso con tanta fijeza es porque no desdeñaría usted, si yo se lo ofreciese, el carácter de socio mío en esa gestión.

-Yo no puedo decir a usted otra cosa, mi buen señor, sino que mi veneración y amor por la persona de usted, es ilimitada. Usted, señor, me ha prometido la mano de su hija, y como usted no ignora que apenas empiezo mi carrera (aunque bien sostenido y con un seguro porvenir), yo he creído siempre que al darme usted esa situación en su familia pensaba usted hacerlo de modo que quedase decentemente asegurada la independencia de la mía.

-Si eso importa una exigencia, Romea, quedo enterado de ella; pero, ahora, dígame usted, francamente, la queja que usted tenga de mí, o de alguno de los míos.

-¡Oh! ¡Señor! no tengo ninguna.

-¿Le ha ofendido a usted mi hija?

-Usted, mi buen señor, me ha prometido que será mi mujer; y no obstante los inconvenientes que preveo, en ello cifro mi porvenir.

-¿Qué inconvenientes son esos, Romea, de que me habla usted ahora por la primera vez?

-El que más me preocupaba es como se lo acabo de indicar a usted, que soy un empleado pobre todavía.

-Pero está usted ya en carrera; y tiene usted favor, como usted mismo me lo decía.

-Es verdad, señor, pero antes de diez años es difícil que llegue a tener lo bastante para ser independiente; ¡y diez años de pupilaje!... ya lo ve usted, mi señor: es una perspectiva...

-¿De cuál pupilaje habla usted, Romea?

-De aquel en que necesariamente cae un hombre pobre y humilde, como yo, dijo don Antonio haciéndose el inocente, cuando entra en una casa rica como marido de la hija única de ella.

-Usted conoce demasiado bien mi casa y a mi hija, para que me sea permitido tener por sincera semejante observación. Usted sabe que mi hija es modesta y humilde por educación, y que jamás le hemos permitido lujo ni distracciones: es una criatura obediente, sumisa, y que no es capaz de exigir a usted, cosa ninguna sino un rincón en el hogar. Usted sabe bien que para eso la he educado.

-Es verdad, señor, que en eso ha cifrado usted su esmero. Pero usted sabe que la corrupción moderna es grande, y que las niñas no siempre son para los demás lo que aparentan ser para sus padres... y un marido, señor... es bueno que cuente para todo caso con independencia de posición.

-¡Bien, Romea! -dijo don Felipe disimulando siempre su profunda indignación. Me voy a recoger... ¡pase usted buenas noches!

-Así las pase usted, ¡mi señor! -le respondió Romea inclinándose con humildad. Mientras que el anciano bajaba a su camarote no podía menos que decirse a sí mismo -«Preciso es que haya aquí algún misterio. O este mozo me cree arruinado por el salteo que he sufrido, o tiene en su poder parte de mis secretos... ¡Quiera Dios que sea lo primero!... Pero no hay duda, es un intrigante que forja algún plan de ingratitud: ¡¡¡yo le tenía por humilde y bondadoso!!!... ¡Prudencia y calma!... El Padre Andrés me ha precipitado... Este mozo no es lo que él me ha dicho, y yo he sido muy imprudente en haberlo aceptado por yerno antes de tomarme tiempo para conocerlo bien.»

Y al pensarlo, el sagaz anciano echaba sobre su semblante la capa impenetrable de austeridad que le era habitual. Bajó a la cámara y tomando a solas a su mujer le preguntó sin preámbulos:

-¿Qué desagrado ha ocurrido entre Romea y ustedes durante el tiempo de nuestro cautiverio?

-¡Ninguno! -le respondió Doña Mencía sorprendida de semejante pregunta-; ¿y por qué me lo preguntas? -agregó.

-Cuando yo pregunto algo, dijo don Felipe, es porque quiero saber, y no porque quiera contestar. ¿Sabes tú si han tenido algún desagrado con la María?

-Te puedo asegurar que ninguno. Ni se han hablado siquiera; pues bien sabes que nuestra hija no habla jamás con hombres.

-Sin embargo, algo ha sucedido... Llámame a Juana y déjame solo con ella.

Juana vino en efecto: y haciéndola entrar don Felipe a su cuartejo, le preguntó de un modo imperioso y breve:

-¿Qué disgusto ha tenido don Antonio con la María?

-Ninguno, señor, dijo Juana, pero se puso tan pálida y tan turbada con este ataque repentino, que, dominada por la mirada fija y penetrante que don Felipe le clavaba empezó a temblar.

-¡Bribona! -le dijo este con un enfado reprimido- ¿te has figurado que tú puedes engañarme?

-¡Señor!... ¡por Dios!... le juro a su merced... -dijo Juana juntando las manos.

-¡Silencio, demonio! ¡Baja la voz te digo! -le dijo don Felipe poniéndole la palma de la mano sobre la boca-: o te hago azotar sobre cubierta, perra alc...

Juana se hincó de rodillas y sofocando sus sollozos, le decía: ¡no, mi amo, por Dios!

-¡Nada! dime ¿qué le ha hecho la María a don Antonio? -repitió el viejo con voz sofocada y alzando el dedo con un terrible aire de amenaza.

La muchacha se arrojó a sus pies; pero el anciano la alejó de un puntapié.

-¡Te digo que hables, perra mula, si no quieres tener que arrepentirte!

-Sí, amo mío, ¡por Dios! ya voy a decírselo todo a su merced;... pero créame, señor, que estoy inocente lo mismo que la niña...

-Habla despacio, ¡anabolena! -volvió a decir el viejo, tapándole la boca a la muchacha-, ¡o te deshago!...

-Sí, señor... voy a hablar despacio; decía ella temblando y recogiendo toda la voz: muy despacio, señor... vea su merced... Un día subió la niña al aire a... no me acuerdo a qué... don Antonio se le acercó, y la niña quería volverse a bajar... y don Antonio la agarró del brazo, y la hacía estar con él por fuerza...

Don Felipe apretó los dientes y los puños, y dio una vuelta rápida por el cuartejo: y como si no tuviera por donde salir volvió a pararse delante de Juana.

-¡Sigue! -le dijo con una voz impregnada de rabia comprimida.

-¡Perdón, señor!... yo no estaba, pero la niña me lo ha contado...

-¡Sigue, te digo!

-Sí, señor: voy a seguir:... la niña se quería bajar... créamelo su merced... pero don Antonio no la dejaba, y al fin... perdón, señor... le dio un beso y...

Don Felipe se dirigió con furia hacia atrás, rasgó con sus manos el cortinado de la cama.

-La niña se puso furiosa, señor, y le dijo que solo por fuerza la harían casar con él... y así se lo dice siempre, mi querido amo, haciéndolo muchos desprecios... ¡Esto es lo que yo sé, señor!... no sé nada más... ¡se lo juro a su merced!

Don Felipe se había dominado ya, y volviéndose a la muchacha le dijo: ¡Mientes!... ¡tú sabes algo más!

-Nada más, mi amo, se lo juro a su merced, decía Juana bañada en lágrimas... nada más sino que don Antonio, por venganza le acumula una mentira, señor, a la pobre niña. Pero, señor ¡por Dios! ¡créame su merced que es una mentira infame!

-¿Cuál es esa mentira? -dijo el viejo con imperio.

-Que la niña... ¡Ah, señor!... ¡es una mentira infame!

-¡Dila pronto! ¡demonio! que te rompo los dientes si me precipitas.

-Sí, señor... ya se la voy decir a su merced... es que la niña ha tenido amores con el oficial inglés que nos tenía prisioneras... ¡Pero señor! -don Felipe se agarró la frente con las dos manos y se quedó inmóvil por un rato. Alzando después la cabeza.

-¡Vete! -le dijo a Juana-; ¡cuidado con que hables una palabra de todo esto, ni contigo misma, porque si lo haces, te hago quemar en medio de una plaza!

Juana salió temblando y bañada en lágrimas.

Ella sabía que había dado un paso decisivo: o había puesto del lado de su señorita la buena causa, o había arrojado la primera chispa de un incendio cuya voracidad no podía graduar en aquel momento.