Capítulo XI : Entra el diablo a intervenir en el asunto

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Sarmiento había velado toda la noche sobre el puente de su carabela. No podía perdonarse la fatal imprevisión en que había incurrido embarcándose sin los víveres necesarios: y como era cosa que ya no podía remediar se desesperaba al ver que tenía por delante a los Herejes sin poder consagrarse a su persecución y exterminio. Conocía también que era grave la imprudencia con que había aplazado el día de la retirada, seducido por la esperanza de un encuentro, o por lo mortificante que le era volver al Callao sin ninguno de los resultados que sus compatriotas se habían prometido de su expedición. El temor de que las calmas se prolongasen o se repitiesen lo llenaba de fatales presentimientos, amenazando sus buques con el hambre que es el peor de los desastres en que puede caer el navegante.

Mil veces en aquella noche, se le pasó por la mente, así como vaga tentación, la idea de arrojarse al mar por despecho; pero le contenía la vista de tantos bravos como se habían embarcado entusiasmados con la confianza que les inspiraba su renombre.

Cuando sintió la brisa del levante que sopló al amanecer, no pudo menos que dirigir al cielo una mirada de gratitud: no se le ocultaba que esa brisa soplaba también para Drake favoreciendo su escape; pero prefería a todo la posibilidad de navegar hacia las costas.

Desde que apuntó la primer luz del día, Sarmiento pudo ver las velas del Pirata muy distante ya y en rumbo directo hacia el Norte. Como si esto le sorprendiese, las observó con mucha atención clavando en ellas un ojo desconfiado y reflexivo. Una idea súbita pareció atravesar de pronto por su mente, y su fisonomía se animó también como si recibiera el reflejo de un rayo de luz. -«No penséis que me engañáis, no, pirata insolente (se dijo a sí mismo con el ademán de la amenaza)... ¿Fingís iros por el Norte, eh?... Ya os comprendo: en cuanto os veáis fuera de mi vista virareis al Sur. ¡Pero, Dios mediante, yo sabré atajaros el paso! Si no sois pájaro o brujo, será preciso que tarde o temprano caigáis por el Estrecho y allí os daré yo noticias mías, ¡maldito aventurero!» Su rostro y sus ademanes cobraron con estas palabras aquella animación, aquel apuro que se nota en los hombres de genio vivo cuando conciben de pronto un medio de lograr fines largo tiempo contrariados.

Sarmiento había reparado desde el día anterior al galeón español que tenía a la vista, y como los dos buques del hereje habían venido de la misma dirección, había conjeturado con mucho acierto que ese galeón era necesariamente una de la muchas víctimas que dejaba en aquellos mares la audacia de Drake. Esto no obstante, miró aquella aparición como un favor del cielo porque trasbordando a él parte de su gente e incorporándolo a su escuadrilla podía aliviar muchísimo el consumo de sus víveres.

Como el galeón se había apercibido también del pendón de España que flameaba en las galeras de Sarmiento, hizo todo esfuerzo por reunírseles: y un rato de recíproca marcha bastó para que Sarmiento supiese los detalles del apresamiento del San Juan de Orton, y los demás cruceros de Drake, por boca de don Felipe.

Mientras que Sarmiento ponía en juego toda su habilidad para abreviar el camino que distaba del Callao, el Virrey había tenido la feliz ocurrencia de enviar en su busca dos naves cargadas de abundantes víveres con las que tuvo la dicha de encontrarse cuando más preocupado estaba por la inminencia del hambre. Fácil es conjeturar el júbilo que este encuentro causó en la gente de su escuadrilla: alentados todos, le instaban porque volviera sobre las huellas del Hereje; pero él se resistió a ello, no tan solo por las grandes dificultades que ofrecía su persecución después de tantos días de alejamiento, cuanto porque Sarmiento estaba convencido de que Drake buscaba ya la embocadura del Estrecho para salir al Atlántico. Su plan era, pues, esperarlo en ese paso preciso y anonadarlo de un modo infalible obteniendo el rescate de todo el botín que el Pirata hubiera hecho en las costas y mares del Perú.

Con esta idea, Sarmiento ardía por llegar al Callao y obtener el beneplácito del virrey para ejecutar su gran plan.

Este general de la marina española era un hombre de muy amable compañía y de genio muy festivo.

Desde que su ánimo perdió las preocupaciones amargas en que lo tuvo la falta de víveres, empezó a obsequiar con esmero a sus huéspedes y compañeros: todos los días los reunía en su mesa; y allí eran Drake y sus herejes los que hacían, por supuesto, el gasto de la conversación. Don Felipe, que, como sabemos, era taciturno, casi nunca seguía la tertulia de la sobremesa; y mientras él no se levantaba don Antonio conservaba una actitud modesta y humilde.

Mas cuando el viejo le quitaba el estorbo de su presencia, el mozo cobraba bríos y emprendía ardorosas narraciones de su cautiverio, pintando individualmente a cada uno de los personajes de la escuadra de Drake.

-Miren ustedes: decía un día don Antonio después que don Felipe había dejado la mesa; yo puedo hablar de todo esto con propiedad y con franqueza porque no tengo cola de paja como otros. En mi vida he visto monstruos de la laya: unos a otros se asaltan y se amenazan como una verdadera banda de salteadores. Cuando se reparten el botín se atropellan, se muerden, se puñalean por las mejores partes. El jefe es un demonio encarnado, y roba a sus compañeros con el mayor descaro: eso sí, que cuando alguno corcovea lo cuelga al instante del pescuezo entre las vergas como lo hizo con el Teniente Daute.

-¿Qué sucedió con ese Daute? -le preguntaron algunos de los circunstantes.

-¡Una cosa horrible, atroz! -respondió don Antonio-; y cuidado que lo sé por uno de ellos mismos: es verdad que el que me lo contó aunque es hereje, daría un ojo por ver a Drake conversando con las roldanas de su buque: porque este malvado es tan feroz que todos a bordo tiemblan de solo oírle la voz, y andan allí como mujeres a quienes hubieran puesto por castigo bajo del gobierno de un demente. ¡Pues bien! este facineroso tiene por favorito a un bandolero peor que él: es un tal Henderson; fíjense ustedes bien en el nombre; un tal Henderson; un mozalbete que manda la Isabel, rubio como Judas, porque como ustedes saben el misal dice: rubicundum erat Judas. Este mozalbete que no deja jamás el puñal, y que es bárbaro como un tigre, es hijo bastardo del famoso Leicester que como ustedes saben es el...

Don Antonio se interrumpió al ver a don Felipe que bajándose de la cubierta entraba en la cámara y tomaba allí un asiento retirado.

Los demás, que no comprendían bien los motivos que influían en la interrupción del narrador, le dijeron:

-¡Vamos! ¡continúe usted!

Don Antonio trató de excusarse con palabras evasivas; pero vivamente instado, dijo:

-Según me han dicho los herejes, este Leicester lo puede todo con la que ellas llaman su reina. Devorado por las alarmas que le había empezado a inspirar su rival el conde de Essex, hizo una tentativa para envenenarlo. Daute que era íntimo amigo de este, supo el crimen y habló del asunto con indignación; por lo cual se entendió Leicester con Drake y lograron seducir a Daute con las esperanzas de las riquezas que les prometía este crucero, dándole el mando de la Isabel. Cuando estuvieron lejos en el mar, vino un día Drake a la Isabel, y puso de capitán a su cómplice Henderson rebajando de piloto a Daute; a los tres días lo prendió Henderson a pretexto de complot; y entre los dos cómplices le formaron causa y lo ahorcaron. Vais a ver aquí lo que son estos bandidos; porque os voy a referir un rasgo característico de la vida que llevan mezclando a todos sus nefandos crímenes el de la impiedad y sacrilegio. Cuando Drake vio ahorcado a Daute se paró sobre la meseta de la cámara y dirigió un sermón a su gente invistiéndose y ungiéndose a sí mismo de ministro del Altísimo. Lloró sobre el cadáver de su víctima y peroró más de una hora invocando a cada paso el nombre de Dios y el de nuestro señor Jesucristo, como si él fuese cristiano y no se le estuviese viendo allí mismo el rabo con que Dios ha estigmatizado a todos estos creyentes y secuaces del diablo... Pero volviendo a ese Henderson os diré que es el bandido más insolente que ustedes pueden figurarse. Él mismo, por su propia mano, cortó una oreja y un brazo, la lengua y una pierna del cadáver de Daute, y clavó estos asquerosos despojos por la borda de su buque para escarmiento de las gentes. El mismo Drake respeta y adula las feroces propensiones de este mozo; y yo mismo, yo mismo, señores, he presenciado una cosa de que no puedo acordarme sin que las lágrimas de la indignación llenen mis ojos, dijo don Antonio poniendo trémula la voz, y cubriéndose la vista con las manos: he visto a ese cachorro de ferinas razas... ¡Ah! ¡señores! ¡ah! ¡señores!... ¡qué momento aquel!... ¡lo he visto levantar su bárbaro puñal para atravesar el pecho del señor don Felipe, de este respetable anciano que tenéis delante, y que hubo de sucumbir a la vista de su mujer y de su hija por salvar los preciosos documentos del tesoro que le habían sido encargados! Les juro a ustedes que...

-Usted está equivocado, Romea, le dijo don Felipe interrumpiéndole: ese mozo de quien usted habla no me amenazó con puñal ninguno en la ocasión esa que usted refiere...

-¡Sí, señor: con una daga!... yo admiro la virtud cristiana con que usted, mi digno señor, no solo perdona sino que atenúa el crimen. Pero yo estoy resuelto a promulgar en todo el ámbito de la tierra el nombre de Henderson como el prototipo del diablo, de la ferocidad y de la herejía; para que en el orbe romano, o español que es lo mismo, le quede votado un odio eterno y universal, y reciba algún día en una hoguera el castigo de sus crímenes. ¿Qué español me negará el juramento de este voto? -dijo don Antonio tomando una copa llena de jerez, y dirigiéndose a sus oyentes con un ardor extraordinario.

-¡¡¡Ninguno!!! -le respondieron todos alzando también sus copas.

-Juremos, amigos, por la cruz de estas espadas, odio eterno al malvado Henderson, cómplice principal de los crímenes de Drake.

-¡Odio a Henderson! -dijeron todos y bebieron sendos tragos de buen vino de Jerez.

-¡Juremos vengar en él hasta la saciedad, la insolencia y la ferocidad con que ha tratado a uno de los próceres del virreinato!

-¡Juremos! -repitieron volviendo a beber.

Don Felipe estaba profundamente sorprendido de aquel brío y de aquella independencia que don Antonio había desplegado por primera vez en su presencia.

La bulla de los brindis y los juramentos le había impedido hablar, pero aprovechándose del primer momento de sosiego, dijo:

-Todo eso, Romea, no le autoriza a usted para falsificar los hechos: yo no he sido amenazado con puñal, se lo repito a usted: usted ha visto mal, y quizá ha sido causa de eso el terror del momento.

-Es el terror del momento lo que ha impedido conocer a usted, señor, el riesgo a que estuvo usted expuesto por salvar los preciosos documentos de que era depositario. Verdad es que con eso ha hecho usted un servicio eminente al Rey nuestro Señor...

-¿Se salvaron los documentos? -preguntaron Sarmiento y los demás.

-¡Toma si se salvaron! -respondió don Antonio. Se salvaron por la estoica virtud de este anciano, imperturbable bajo la daga del asesino, virtuoso allí por el valor, como virtuoso lo veis ahora para perdonar y atenuar los crímenes de que fue víctima. Ni el puñal de Henderson, ni las mil seducciones que puso en juego Drake fueron bastantes para arrancarle ese sagrado depósito que tanto interesaba al tesoro del Rey conservar en secreto. Después de la amenaza inútil, vino, señores, la seducción... ¡nada! ¡el depósito se salvó como lo sabréis cuando lleguemos a tierra!

Don Felipe estaba trémulo de rabia al ver la impavidez con que don Antonio estaba sosteniendo la conversación sobre un tema tan vidrioso para él; pues es sabido que él había entregado al fin a Drake todos sus libros y documentos. Todos ellos le eran inútiles por cierto, después del asalto y del saqueo del San Juan, pero como los que oían a don Antonio, concebían necesariamente ideas muy distintas de esos papeles y de su triunfo en salvarlos era inminente el riesgo en que le ponía de que en vez de salvador de ellos, fuese a resultar negociador de la parte de su fortuna que había estado comprometida, con las demás circunstancias de sus conexiones con Drake durante su cautiverio.

Él, empero, no sabía como descifrar las impertinencias de don Antonio: no podía suponer que sus asertos fueran hijos del malicioso plan de perderlo comprometiéndolo en una posición insostenible, y lo atribuía a la ignorancia y al bajo deseo de adularlo, que don Antonio le había manifestado siempre, en conformidad con la costumbre de todos los que en aquel siglo venerable aspiraban a ser yernos de algún viejo rico y concienzudo. Esta creencia, sin embargo no disminuía la impaciencia que los asertos de don Antonio sublevaban en su ánimo; y lo que más le preocupaba era que su dependiente se diera por tan instruido de las seducciones de que él había sido blanco. Mas, como no era posible hacer callar a don Antonio delante de oficiales y de gentes que le escuchaban con anhelo y avidez cuanto era relativo a Drake y a sus secuaces, y como el narrador había sabido interesar el patriotismo de sus oyentes, y no cesaba de ensalzarse a él mismo, don Felipe comprendió que lo mejor era dejarlo; por lo cual se levantó y fue a pasearse de nuevo sobre la cubierta de la nave.

Don Antonio continuó hablando del tiempo de su cautiverio en el buque de Henderson, materialmente como si lo hubiese pasado en el infierno.

-Es cosa admirable, señores; decía a los circunstantes, volviendo a tomar el tono caloroso, con que hablaba antes de que hubiese aparecido allí don Felipe: ¡es cosa admirable lo que sucede con estos herejes! Para mí no hay la menor duda de que hereje y brujo son cosas que se dan la mano. Ese Henderson, señores, es en su figura natural el ente más horrible que pueda imaginarse; pero tiene la virtud de mostrarse con mil y un rostro si se le antoja. De día cuando tiene a quien seducir, por ejemplo, y bastante ha hecho por seducir a la linda hija del señor don Felipe (dijo bajando la voz) de día, digo, suele aparecer como un joven precioso; pero entonces, es preciso repararle los ojos, se descubre en ellos un reflejo infernal, una luz interna como la del gato y el tigre; y los pies, aunque calzados con esmero, revelan por la agudez misma de sus formas que no son pies de gente, sino las corvas uñas del Diablo disimuladas con la posible perfección. De noche jamás duerme: porque es la hora en que evoca los espíritus infernales de quienes depende; él tiene que consagrar toda la noche al servicio del Diablo... Yo hablo a ustedes, señores, de lo que he visto con estos mismos ojos; y ahora mismo, al recordarlo, me encrispo todo, ¡todo de horror! Cuando la gente se ha recogido, y las tinieblas de la noche toman todo el solemne prestigio que les da el silencio universal, se oyen los pasos del hereje retumbando sobre el buque con una cadencia indefinida y lúgubre: cualquiera diría al oírlos, que son golpes o martillazos dados por un brujo o por una ánima en pena sobre el ataúd de un condenado... Un poco después, el renegado empieza a rugir allí solo sobre su buque; y como si le acometieran las convulsiones que el réprobo debe tener cuando columbra el infierno desde su lecho de muerte, se pega con ferocidad sobre la frente, levanta las manos al aire como si invocara las tinieblas, se tuerce los brazos, oculta su cara entre las manos, y va como un loco a dejarse caer al fin sobre algún banco, donde se queda desfallecido y con su vago mirar fijo en las tablas del piso. Sus ojos empiezan a enrojecerse entonces hasta que se ponen como dos brasas de fuego en la oscuridad: silbos y aleteos extraños y horrorosos empiezan a oírse por las vergas del buque, y el endiablado se pone a temblar de pies a cabeza como si tiritase de frío: mientras tanto el ruido del aire se aumenta y se acerca, como si fuese el de una bandada de pajarracos que se batiese sobre los palos luchando ferozmente unos con otros... ¡Ah!... ¡qué espectáculo tan horrible, señores! ¡vosotros que sois fieles católicos, comprenderéis mis amarguras al frente de semejante escena!... ¡Noche horrible aquella cuyo recuerdo jamás saldrá de mi alma!... Hacía ya muchos minutos que yo no dormía aterrado por este ruido infernal que bajaba hasta el vil camarote en que esos perros me habían echado; creía al principio que aquello era alguna borrasca que se había desatado sobre el mar.

-Y no era otra cosa, señor Romea, le dijo con viveza el general Sarmiento que lo había escuchado con un grande interés, hasta entonces.

-¿No era otra cosa? ¡Señor General!...

-¡Por cierto!... si no era una tormenta, fue alguna pesadilla que usted tuvo; dijo el General tomando un trago de vino en su copa.

Don Antonio le fijó la vista y dijo meneando la cabeza: -¡Dice bien el Reverendo padre Andrés! es una fatalidad; pero ello es cierto que la sabiduría es madre de la incredulidad: V. E., señor General, ha nacido católico como nosotros, y no cree en el Diablo ni en los endemoniados porque no cree sino en lo que alcanza su razón!... Vanitas vanitatum! como se lee en el misal... Yo no me atrevo, señores, a explicar ni a querer comprender los misterios del infierno: ¡cuento lo que he visto con estos mismos ojos!

-¡Seguid! ¡seguid! -le dijeron los demás; y el General pareció duplicar su atención para escucharle.

-¡Pues bien!... creyendo yo que se hubiera desencadenado alguna borrasca bajé muy quedo de mi cama, y atravesé por entre las hamacas de los herejes que roncaban como bestias feroces; subí una escalerilla que daba a un agujero de la cubierta, y me quedé espantado al ver lo que os he referido: Henderson temblaba como un azogado; sus ojos eran dos brasas que humeaban.

-¡Estaría fumando en su pipa! -le dijo el General interrumpiéndole de nuevo.

Don Antonio fingió que no oía, y continuó diciendo: -Un relámpago azufrado bañó el buque en este momento, y pude ver que un enorme búho se había desprendido de entre el enjambre que coronaba los palos y se cernía sobre la cabeza del hereje bañándolo con una lluvia inmunda: el hereje se fue poco a poco empinando; sus piernas se convirtieron en patas de chivato, y sus brazos tomaron la forma de los del mono: sus cabellos fueron enderezándose gradualmente hasta que se pusieron verticales como si fuesen de hierro, y separándose a uno y otro lado de las sienes en dos porciones, se retorcieron y tomaron la consistencia del cuerno; y una horrible cola empezó a desenvolverse por un lado y otro lado dando sendos chicotazos sobre las tablas de la cubierta. Una vez que estuvo trasformado así, empezó a dar brincos hasta las vergas; las velas todas se desataron, y todas aquellas horribles figuras de búhos y de lechuzas, de lagartos y de murciélagos, de langostas y de vampiros, empezaron a marinear la goleta como si fuesen su tripulación ordinaria, al zumbar de los volidos y de los silbos...

Don Antonio tenía estupefactos a todos sus oyentes. Muchos de ellos que habían empezado a oírle con grande incredulidad habían ido entregándose gradualmente al prestigio sobrenatural de los sucesos que narraba, y lo escuchaban con sumo interés.

-Pero ¡ah, señores! -continuó diciendo con una voz hueca y gutural-: ¡me faltaba ver lo peor todavía!... cuando cesaron aquellos brincos que parecían la fiesta preparatoria del sabático concilio, el horrible Henderson se sentó en el suelo en medio de una rueda de aquellos espíritus feroces; y un silencio sepulcral reinó en ellos: se levantaron entonces dos enormes langostas, y parándose sobre sus patas prendieron sus dientes a las orejas de Henderson, que se puso a rechinar como un cochino maniatado, mientras que ellos le gritaban: -«¿perdiste ya el alma de la muchacha? ¿Desempeñastes bien la comisión de nuestro Padre? ¿La habéis endemoniado? -¡No todavía!» le respondía él; y cuando la ronda oyó aquella respuesta, se alzó furiosa y cayó a golpes y picotazos sobre el réprobo que estaba exánime y tendido sobre la cubierta. ¡Levántate miserable! le dijo el más grande de los búhos, ¡y ven a darme cuenta de los dones con que te adorné!... ¿Para qué te di esos ojos de topacio con que brillas delante de las mujeres? -Para perderlas, ¡amo mío! -¿Para qué te di esas sortijas de cabellos rubios y lustrosos como la seda joyante? -Para perderlas ¡padre mío! -¿Para qué te di en fin ese rostro y esas formas que yo llevaba cuando era el ángel de la luz? -Para perderlas ¡Rey mío! -¡Ven, imbécil, a darme cuenta de lo que has hecho! -¡Nada, señor! ¡nada, señor!» decía el réprobo revolcándose, mientras que toda la ronda saltaba, brincaba y corría sobre él. Un silbo agudo atravesó el bullicio, y todos los demonios se quedaron clavados como si fuesen de piedra. Vi entonces que el que había silbado era el búho a quien Henderson había llamado su padre y que parado en una verga aleteaba con un ruido espantable: todos los otros pajarracos volaron de la cubierta al verlo, y asentaron a su alrededor por las cuerdas y las otras vergas.

-¡Quiero ser aún más benigno contigo, hijo indigno de mi grande Majestad! -le dijo el búho a Henderson, que conservaba todavía su figura de chivato-: te voy a prorrogar el plazo: ¡pero mira que es la última prórroga que te doy, y que concluida ella te arrastro de nuevo a los abismos de donde te he sacado! El horrible chivato se puso a temblar -¿Cuántos días quieres para hacer de ella la Novia del Hereje? -le preguntó el búho. -¡Tres! -¡Y son los últimos! -le dijo el búho al mismo tiempo que una luz repentina cayó sobre el chivato, y que una llama vaporosa como la del aguardiente, se apoderó de todo su cuerpo. Cuando yo miraba todo aquello con el terror que debe sentir el alma del condenado las puertas del infierno, recibí, no sé de quien, una fuerte patada en la frente que me hizo rodar sin sentido hasta el fondo del barco.

El general Sarmiento no quitaba sus ojos investigadores de la cara de don Antonio: parecía que lo quisiese fascinar; y de cuando en cuando hacía un gesto casi imperceptible de menosprecio.

-¡Pero bien! -le dijeron algunos de los oyentes a don Antonio-: ¿cuál era el alma a quien el hereje debía perder?

Al mismo tiempo que don Antonio les respondía:

-¡Ah, señores! eso no lo sé yo, el general decía señalando a don Antonio con un tinte ligero de ironía -¡La suya, señores! ¡la suya! ¿cuál otra? -y se reía con burla.

-V. E., señor General, le respondió don Antonio, se burlará de mí cuanto quiera; ¡pero lo que yo he referido es la verdad por desgracia mía!

-¡Y de otros! -le respondió Sarmiento empinando el último trago de vino que había en su copa, y levantándose para salirse. Uno de los marinos que quedaba sentado tomó entonces la palabra y dijo:

-Pero usted, señor Romea, no nos ha dicho como acabó su aventura.

-Ya se los he dicho a ustedes: fui rodando sin sentidos hasta el fondo del buque: y nada más.

-¿Y después?

-Después permanecí así hasta el otro día: cuando volví en mí tenía la cabeza dolorida y embargada...

El general Sarmiento, al ver que don Antonio iba a continuar su historia, se paró en el primer escalón de la salida y se quedó escuchando.

-¡Muy dolorida! -repitió don Antonio sin ver que Sarmiento lo escuchaba-: traté de salir a fuera: era un poco después de la aurora y apenas saqué la cabeza me quedé frío: el señor Henderson con toda su máscara de belleza estaba sobre cubierta; pero yo que lo había visto al natural en la noche antes descubría en sus ojos y en su semblante los diabólicos rasgos del chivato: estaba parado delante de... doña María: (agregó el hipócrita bajando mucho la voz), y ella con la candorosa inocencia que Dios le ha dado, parecía gozar de las urbanas palabras y corteses ademanes con que el demonio la seducía. Arrebatado por el interés que me inspira la hija de mi protector, del que es todo para mí aun antes de mi padre, quise lanzarme a revelarle su peligro; pero se volvió el hereje al mismo tiempo, me clavó sus ojos, que eran ya tales como en la noche anterior, y herido de nuevo, no sé por quien, volví a rodar hasta el fondo del buque.

-Luego, la Novia del Hereje, de quien había hablado el búho, ¿era ella?... -dijeron algunos.

-Al menos, parece que a ella se referían en esa feroz evocación; pero por fortuna llegó a salvarnos el ínclito Sarmiento antes de que el sacrificio estuviese consumado y abundan en la tierra del Perú los Santos varones que borrarán la pestífera huella que hayan podido dejar en nosotros los espíritus del infierno. Yo mismo, señores os juro que contaré con la salvación de mi alma hasta que una severa penitencia no me haya restablecido al camino del cielo por la comunión con el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo contenido en la hostia que el Sacerdote consagra en el altar.

El general meneó la cabeza, comprimió los labios, y subió a la cubierta.

Halló en ella a don Felipe, que se paseaba taciturno; y acercándosele, le dijo con soltura:

-¿Usted conoce bien, señor Pérez, a ese mozo que sigue a usted como dependiente?

-Mucho, señor General... será el marido de mi hija.

-¿De su hija de usted? -le preguntó Sarmiento con asombro.

-Sí, señor: de mi hija.

-Pues, señor: ahora comprendo menos su conducta; yo le iba a decir a usted que me había parecido un tonto o un pícaro: dos entidades muy peligrosas para tenerlas cerca... Pero si usted lo ha destinado para marido de su bella hija, debo haberme engañado, ¡señor Pérez! -agregó el General, y se alejó fumando con delicia en su larga pipa de ámbar, una gruesa carga de tabaco turco.