La novia del hereje/V
Capítulo V : El amor no está tan lejos del terror y del odio como algunos se lo figuran
editarEn este momento de miedo instintivo que suspendió por un instante aquella escena de matanza, saltó de la goleta inglesa, y se abrió pasó por entre el pelotón de herejes que ya pisaba el puente del San Juan un joven sumamente hermoso y bizarro. Armado de una espada gruesa y corta, que brillaba en sus manos, como si fuera de fuego: «¡Ay del cobarde (dijo con el acento de la ira) que retroceda de un paso ante los enemigos de la Inglaterra!» y con un arrojo lleno de fiereza salvó el espacio que lo separaba de los españoles esgrimiendo su arma con una agilidad inimitable.
Restablecíase así este combate atroz de la desesperación por una parte y de la embriaguez del triunfo por la otra, cuando los marinos del otro buque inglés se descolgaban también como panteras sobre el puente del San Juan. Al verlos, las facciones de nuestro joven revelaron una ansiedad inexplicable; y su disgusto se hizo aún más patente por el gesto de despecho que no pudo contener, cuando vio parado en lo alto de la borda, para saltar como los otros, a un hombre en cuyas miradas y en cuyo empaque estaba impreso el sello del mando.
El rostro de este hombre, tostado por el sol y por las intemperies del mar, parecía tener el temple del bronce. Sus ojos penetrantes, negros y rasgados lanzaban por entre sus ricas cejas una mirada animada todavía por los rayos de una juventud vigorosa. Una cabellera negra y flotante, como la crin de un potro de la pampa, caía desparramada por sus dos hombros poniendo en relieve la frente espaciosa en cuyas líneas fugitivas se leían los signos de una audacia soberana.
Nuestro joven, como hemos dicho, lanzó a este personaje una mirada de despecho, y con una voz de trueno gritó: «¡Cese el combate! ¡Abajo las armas!» El tono de autoridad con que fue dado este grito debió ser irresistible, pues todos se quedaron inmóviles, como movidos por un resorte. Volviéndose entonces al personaje de la borda (que aún no había bajado, pues todo esto fue la obra de un instante que mis palabras alargan) le dijo con altivez:
-¡Almirante: no bajéis! ¡La presa se me ha rendido ya!
-¡El enemigo os resiste todavía, Lord Henderson!
-¡Pues bien! milord, le contestó el joven con arrogante ironía, ¡si queréis vencer a mis rendidos, bajad!
Francisco Drake (pues él era el interlocutor de nuestro joven) se dio vuelta hacia su buque con una sonrisa llena de indulgencia paternal; e iba ya a bajarse, cuando el comandante español le dijo acercándosele con entereza. «¡Esperad, señor inglés! ¡una sola palabra!» y le disparó un pistoletazo a quemarropa que hizo saltar de la cabeza erguida de Drake la gorra de terciopelo negro con tres plumas rojas que la cubría.
El español se dio vuelta entonces incitando a sus soldados al combate; pero aquel momento de reposo había helado el ardor de los combatientes. Ninguno quería resistir más, porque era ya inútil; lo cual, visto por el bravo comandante, agarró su espada y partiéndola con las rodillas, la arrojó al mar.
El Almirante inglés se había conservado impasible sobre la borda: miró de arriba a abajo a su agresor, y le dijo con calma:
-¡Eres bravo, Papista!
-¡Pero tú eres afortunado, Judío!
Cien cuchillos se alzaron a un tiempo para sacrificar al español: pero Drake les gritó con un gesto imponente:
-¡Deteneos! ¡Cuidado con hacer mal a ese hombre! ¡Henderson! vos me respondéis de él.
-Con mi vida, Almirante, respondió el joven.
Drake saltó entonces a su buque; y lo mandó desprender del casco del San Juan.
Henderson era un joven rubio que apenas contaba veinte y tres años. Su brillante cabellera caía a la moda de aquel tiempo en tostados rizos sobre sus hombros. Una tez limpia y rosada daba a sus miradas juveniles una expresión particular de viveza y de petulancia amable. Sus cejas eran como dos líneas rectas sobre sus ojos que venían a borrarse en el delicado arranque de la nariz; y de su boca, pulida como una obra de arte, y airosamente entreabierta, salía franco y fácil el resuello de su noble corazón.
Aquella era la primera acción de guerra en que se encontraba cubierto con los colores de su patria. Algo indómito todavía para la disciplina militar, se había irritado con la sola idea de que Drake, dueño ya de una reputación colosal, tomase parte en la rendición del San Juan, y sofocase con la gloria de su nombradía, la que Lord Henderson creía haber ganado en aquella jornada. Durante el combate el joven Lord no se había ocupado de otra cosa que de rivalizar con el buque de su jefe para ser el primero en decidir y terminar la victoria.
Drake, que comprendía bien el carácter del joven Lord, lo mimaba con gusto; y estaba muy lejos de tomar a mal un ardor que le prometía un poderoso auxiliar para los fines ulteriores de su ambición marítima; porque Henderson era hijo de un Par de Inglaterra de grande influencia en los consejos de Isabel. Justo es también que digamos que independientemente de sus motivos de egoísmo, Drake quería a Henderson como a un hijo: él lo había formado; él lo había lanzado al mar; él era en fin quien había enardecido su imaginación hablándole de las sublimidades del Océano, y de lo fantástico y de lo grande de las aventuras de que es teatro.
Una rica gorra de terciopelo carmesí, de la que volaban hacia atrás tres grandes plumas rojas, brillaba sobre la cabeza juvenil de Henderson. Una blusa del mismo género, corta y airosa cubría con elegancia aquel su cuerpo ágil y esbelto como el tallo de un álamo: tenía ceñida la cintura con un cinturón de cuero de ciervo, guarnecido de oro, en cuyo broche lucían dos perlas de gran precio. Pendía de su cuello una gruesa cadena de oro, a la que estaba colgado un puñal italiano ricamente cincelado; y por fin finísimos encajes de Bruselas adornaban su garganta, que era tan blanca y tan pulida como la de una doncella.
Así que Drake separó su buque, Henderson se volvió al capitán español, (que permanecía fiero y sombrío sobre la cubierta) y le dijo con perfecta urbanidad:
-¡Tened la bondad, señor, de pasar a bordo del bergantín en esa lancha que echan al mar; y que Dios os la depare buena! ¡Suttonhall! -dijo llamando a un subalterno que se le acercó corriendo-, distribuid las guardias; asegurad el buque en todas partes, y haced desprender después la goleta, porque voy a la cámara a revisar los asientos para pasar a dar cuenta de todo al Almirante; y sin envainar la espada bajó las escaleras de la cámara donde toda la familia de don Felipe Pérez y Gonzalvo estaba en la mayor consternación.
Al sentir sus pasos el hielo de la muerte corrió por las venas de todos ellos. Ya creía doña María que se hallaba entre las garras de algún monstruo feroz y coludo, como los que había visto tallados en los altares de Lima; y por un movimiento instintivo se cubrió el rostro con las manos.
Su madre estaba hincada esperando al vencedor para pedirle gracia para su hija: sus entrañas de madre hablaban solas en aquel cruel momento.
Don Felipe, adusto y emperrado, ni se dignó siquiera levantar sus ojos del suelo donde los tenía clavados cuando el joven inglés se presentó a la puerta de la cámara.
Se quedó éste un poco sorprendido al encontrarse con toda aquella gente donde solo creía encontrar libros de asientos: pero reponiéndose al instante al reparar en las señoras, se alzó la gorra con gallardía y dijo en buen español con un tono sumamente insinuante.
-¡Salud, señores! -y alzando del suelo a doña Mencía Manrique, agregó-: ¡Os juro que nada tenéis que temer, señora! soy un caballero que conoce sus deberes.
La perfecta melodía de estos sonidos, y sobre todo el débil con que el sexo femenino se abandona a los impulsos de la curiosidad, hicieron que doña María levantase su purísimo y lindo rostro para mirar al ente extraño que así hablaba; y al verlo no pudo contener el ¡ay! de admiración que le arrancara la belleza del joven que tenía por delante.
Aquello le parecía un sueño; y sus miradas inexpertas y candorosas revelaban de más en más el predominio que estaban ejerciendo sobre su ánimo la hermosura y la gentileza de aquel hombre.
-¡Oh! ¡Dios mío! ¡este es cristiano como nosotros! -se decía. Juana estaba estupefacta, y tampoco podía comprender aquella extraña mistificación en que parecían envueltas.
Hacía ocho meses que Henderson, arrancado a las dulces pasiones de la corte de Inglaterra, no veía en la especie humana sino el rostro de sus toscos marineros. Doña María era una bellísima criatura, como lo saben nuestros lectores: ¿será pues de extrañar que el joven inglés diese toda su voraz atención a aquel lindísimo rostro que se levantaba de entre las manos, tímido y lloroso, como la aurora de entre los vapores de la noche?
Henderson no podía dejar de mirarla; y a medida que más la miraba, mejor comprendía todo el efecto que su persona estaba produciendo sobre el corazón de aquella niña. Cortesano y audaz por hábito y por naturaleza, estaba él mismo sucumbiendo, sin saberlo, a la satisfacción halagüeña de estar gustando: raro es el hombre que no es verazmente grato a la mujer que se impresiona de sus buenas dotes.
Hay algo de indefinido en la pasión del amor que irradia como la luz o se insinúa como la electricidad en un solo momento. Sucede muchas veces que dos personas que se han visto durante mucho tiempo con la más pacífica indiferencia, se sienten en un instante imprevisto repentinamente atacados de un amor ardiente. Otras veces nace la pasión con la primera mirada; y nace exclusiva y violenta haciendo comprender que todos los otros vínculos que hasta entonces habían ocupado el alma, eran hilos de seda comparados con los anillos de duro hierro de la nueva cadena.
Que el amor nace siempre de improviso y repentino, es, me parece, una verdad que está fuera de cuestión para los observadores sinceros de la naturaleza humana. Verdad es también que en el corazón de la mujer que ama existe, como un grano dorado de salud, el bellísimo germen del pudor, que, reteniéndola en la conciencia misma de su pasión, la sustrae a la confesión íntima del poder que la somete, para preparar el desenlace del drama psicológico por medio de una escala progresiva de confidencias y de concesiones.
Si tal es el amor real sobre que reposan los más caros intereses de la sociedad humana, no sería justo calificar como licencia de novelista el carácter espontáneo y repentino con que se produjo el germen de esa pasión entre el elegante Henderson y la bella doña María.
Sea sorpresa, o la novedad de la situación; sea el mérito personal que brillaba en aquellas dos figuras tan vivaces y tan simpáticas, o el contraste de las supersticiones con las realidades; sea el prestigio que el vencedor tiene siempre para la cautiva, y la cautiva para el vencedor; sea en fin el destino que ninguna razón hay para desterrar de la novela, puesto que nadie lo puede desterrar del mundo; el hecho es que ambos jóvenes se sintieron definitivamente atraídos por una mutua y dulce impresión. Una mutua y dulce esperanza vino a realzar en el uno el precio de su victoria, y a sostituir en la otra el terror de la cautividad.
Apenas pudo reponerse Henderson de la sorpresa que le causara la vista de su bellísima prisionera, cuando tomó delicadamente con sus manos a la madre, que continuaba sollozando a sus pies, y la aquietó con tal urbanidad que la pobre vieja se santiguaba a cada momento para arrojar de su alma los instintos de la gratitud y del respeto, que estaban a punto de producirse en ella en favor de aquel hereje, de aquel renegado. Ella miraba en los encantos mismos de su figura una celada de Satanás. Sabía que el diablo tenía un poder ilimitado sobre las formas terrenales, y no dudaba que toda aquella belleza de rostro y de talla no era más que la máscara traidora del cornudo y coludo negro; escapado en aquel momento de las plantas de San Miguel.
-¡Santo bendito! repetía la vieja a cada instante; ¡cruz! ¡cruz! ¡cruz! decía atravesando sus dos primeros dedos de la mano derecha; y miraba de hito en hito a Henderson esperanzada de verlo reventar y exhalarse en fétidos vapores al favor de esta santa evocación: ¡tentaciones del infierno! repetía; y no podía negarse a sí misma que Satanás era en aquel instante un joven precioso y de una exquisita urbanidad.
Para terminar aquella situación transitoria el joven inglés dijo a don Felipe y a don Antonio.
-Señores, me placería saber si alguno de ustedes tiene a bordo de este navío algún cargo oficial.
Don Antonio Romea miró a su principal, y como este continuase impasible y engestado, llevaba sus ojos del viejo español al marino inglés y de éste al viejo, sin atreverse a responder una palabra.
-Ustedes comprenderán, volvió a decir Henderson, que tengo serios deberes que desempeñar con respecto a este buque y su carga. Supongo que ustedes no eran más que pasajeros en este navío; ¿no es así? -agregó con una inflexión de voz benévola y marcada que denotaba la intención de que los prisioneros se prevaliesen de este efugio.
-¡No, señor! -contestó secamente don Felipe-: los dos somos leales servidores y empleados de nuestro Amo el Rey de España y de las Indias, Rey de Sicilia y de Jerusalem, Gran Duque de Milán, Conde de Flandes, protector nato de la Fe Católica y perseguidor de la Herejía: heredero legítimo de la corona de Inglaterra...
-¡Lo siento, señor! -dijo el joven Lord afectando indiferencia-; tened entonces la bondad de subir para poneros con los demás prisioneros.
La mujer y la hija de don Felipe alarmadas con las palabras imprudentes que le habían oído, creyeron percibir en los conceptos del oficial inglés una amenaza que les pareció tanto más terrible cuanto que era más vaga, y ambas se echaron a los pies del hereje llorando.
-¿Qué le vais a hacer, señor oficial? -decía la niña-: ¡tened piedad por él! es un anciano; ¡es mi padre! ¡dejadlo con nosotros!
-¡Señorita! ¿qué pensáis que pueda hacerle yo?... No temáis nada. ¿Es vuestro padre?
-¡Oh, sí, señor! -dijo doña María bañando al joven con una mirada angelical.
-Pues os juro que está aquí tan seguro como yo mismo; nada más necesito sino que os tranquilicéis; y me permitáis sacar de aquí todos los libros y papeles del buque, porque mi jefe ha de tener ya por incomprensible mi demora en instruirlo de lo que se ha capturado. Sentaos, señoras: permitidme concluir para dejaros solas y dueñas de esta cámara; y al levantar Henderson con sus manos a doña María palpitaba de emoción y de ternura.
-¡Señor oficial! -dijo entonces don Felipe-: los libros y los papeles que buscáis son
mi propiedad. Con ellos debo yo responder ante mi Rey de los caudales en que merecí su excelsa confianza; y antes me quitaréis la vida que recibir uno solo de mis manos, consagrando el insigne salteo que habéis hecho.
Era la primera vez que hombre alguno dirigía a Henderson palabras de este género con tono semejante. Altivo y fiero por carácter y por nacimiento, y en una edad en la que nada somete los ardores del enojo; no bien se vio provocado con aquella altanería, cuando olvidando las hipocresías de su urbanidad dio un terrible golpe con su guante de hierro sobre la mesa de la cámara; y con el gesto de la ira dijo:
-¡Voto al Papa! ¡que si así me habláis, anciano!...
-¡Calla, salteador! ¡calla, blasfemo! -dijo con furia no menos profunda el viejo airado-: vendrá una hora en que comprenderéis, renegado, la justicia del cielo, y tendréis el galardón de las impiedades de que sois presa.
Es imposible concebir una sorpresa, un aturdimiento igual, al que se pintó en la mirada y en el gesto de Henderson cuando se sintió herido por tan crudas injurias. Era un anciano indefenso el que lo provocaba, y el joven inglés se quedó aterrado cuando se vio ya casi sobre él con su puño de hierro levantado sobre aquella cabeza cubierta de canas.
El alarido que al ver esa acción lanzaron las tres mujeres; las invocaciones religiosas y el llanto de doña María, petrificaron al joven lord en aquella terrible actitud; pero volviendo todo confuso al uso de su razón, bajó lentamente su brazo, y dijo con un marcado remordimiento:
-¡Casi me habéis obligado a degradarme, anciano imprudente, con esas vanas provocaciones!... y ese joven (dijo apretando con rabia los carrillos y señalando a nuestro novio;) ¿por qué no es él el que me ha provocado, ya que es vuestro dependiente?
Don Antonio Romea había estado encogido y cabizbajo desde el principio de esta escena, y no respondió ni alzando la cabeza siquiera.
-¡Señoras! -dijo Henderson después de una pausa dirigiéndose con calma a doña María y a su madre-: estoy educado bajo el principio del santo respeto que se debe a vuestro sexo, y no tengo rubor en confesaros que me retiro vencido por vuestra presencia. Dios haga que el almirante, a quien voy a dar cuenta de todo, no encuentre digna de un severo castigo la terquedad de vuestro padre; creed, señoras, que es a vosotras a quienes ofrezco este sacrificio de mi orgullo.
Henderson subió a la cubierta con el semblante descompuesto, y gritó desde el alcázar de popa:
-¡Suttonhall! ¡Suttonhall!
El subalterno estaba al momento con su sombrero entre las manos delante del comandante.
-Poned dos centinelas en la cámara; bajad vos mismo a colocarlos, con la orden de que si alguno de los hombres que están en ella abriera algún cajón o se moviera del lugar en que se sienta, lo aprisionen y conduzcan a la bodega. Mi lancha para ir al bergantín.
-La tenéis pronta, señor, con seis remeros.
-¡Vigilad bien en el navío! ¡mirad que los españoles son gente muy capaz de incendiarlo!
-¡Perded cuidado, señor, que los conozco!