Capítulo VI : El lobo viejo

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El aire pensativo y caviloso con que Henderson atravesó la cubierta del navío no disminuía en lo mínimo la marcial elegancia de su paso. Con la rapidez propia de su edad se descolgó desde la borda hasta su lancha, y vino a echarse en la popa como un león que descansa, a lo largo de un hermosísimo cuero de tigre africano ribeteado y forrado de terciopelo punzó que le servía allí de tapiz: apoyó su costado derecho en un rico almohadón de terciopelo blanco bordado lujosamente con hilo de oro, y se echó su gorra sobre los ojos para disminuir la impresión que la luz del día, reflejada por el mar, hacía sobre ellos.

El mar estaba quieto, y rizado apenas por la brisa tibia y excitante de los trópicos. Los navíos ingleses, que poco antes habían parecido animados de las feroces pasiones que arrastran al hombre a la guerra y al exterminio, flotaban ahora muellemente y como adormecidas por el tenue balanceo de las olas.

La lancha de Henderson se desprendió del San Juan, y al primer impulso que le dieron los marineros dejando caer uniformemente sus remos sobre el mar, se deslizó como un delfín sobre la superficie de las aguas, acercándose al «Pelícano,» precioso y velero bergantín montado por sir Francisco Drake.

Al silbido agudo de un pito marino que resonó a bordo del almirante, se vieron acorrer presurosos a la borda varios marineros, que tiraron a la lancha la punta de un cable por el cual quedó sujeta a la escalera de subida. Henderson se incorporó, y conteniendo la vaina de su espada con una mano, subió a largos trancos, apoyado en la otra, las difíciles gradas de la escala y atravesó la cubierta por entre bravos marineros que le hacían el respetuoso saludo de los militares.

Drake lo esperaba ya en la cámara: había sobre la mesa dos bandejas: en una lucía un hermoso jarrón de fábrica oriental, lleno de agua, al lado de una botella de cristal rebosando de un clarísimo y puro brandy; y en la otra varios vasos abrillantados con unas cuantas botellas de cerveza.

-¡Linda jornada, Henderson! -le dijo el célebre Drake a nuestro joven así que le vio aparecer-: ya veis como yo no os engañaba cuando os decía que esta vida de aventuras contra el bucéfalo del antecristo era de lo más ameno y lucrativo que un buen cristiano podía emprender. ¿Estáis satisfecho?... ¡Un marino que empieza como vos habéis empezado, es un hombre de porvenir! Vamos, poned más gotas de brandy en vuestro vaso; y tomando él mismo la botella, llenó dos copas, dio una a Henderson y levantando la otra más alto que la cabeza dijo: ¡Proteja Dios a la Reina! y después de tocarla con la del joven, las empinaron ambos sobre sus labios. Bien: sentaos ahora y hablemos: ¿supongo que habréis visto ya el total de la partida?

-¡No, milord!

-¿Qué diablos tenéis, Henderson? estáis con un gesto que cualquiera creería que los españoles os habían aboyado el costado de vuestra garza. Decidme, hombre, dijo Drake

levantándose con una visible alarma: ¿nos habremos equivocado? ¿no era ese el buque en que iba el situado?

-Es ese mismo, milord: su bodega está llena de sacos de oro, pero no puedo ocultar a vuestra gracia que vengo preocupado, por lo que me acaba de suceder con un prisionero. Permitidme, milord, que os anuncie que con los caudales del Rey de España hemos tomado la familia de uno de sus empleados.

-Sí; ya lo sabía.

-¿Lo sabíais, milord? -dijo Henderson con un asombro profundo.

-Es decir: sabía que esa familia debía haberse embarcado en este navío y que forma parte de ella una bellísima muchacha de diez y ocho años.

-¡Ah! -dijo Henderson con el mismo aturdimiento-; ¿tenéis entonces inteligencias en tierra?

-¿Y qué, no me bastaba para saber eso el negro que levantamos del Callao?

-¡Es verdad! -dijo Henderson pensativo;...- pues el padre de esa señorita (agregó) tiene el alma de un mastín, y me acaba de pasar con él una cosa seria.

-Creí que me ibas a referir algún conflicto con su novio.

-¡Con su novio, milord!... ¿qué decís?... ¿Es acaso su novio un mozo que acompaña al padre?

-Si se llama (dijo Drake hojeando un libro de apuntes), don Antonio Romea, es sin disputa el marido que su padre le destina.

-Y todo eso (dijo Henderson con una mirada llena de sagacidad) ¿lo sabéis también por el negro que alzamos del Callao?

-¿Sería acaso extraño, Roberto?

-Sería casual al menos.

-¿Pero no os parece que habría en eso más probabilidad que en las inteligencias de tierra que me suponéis?

-A deciros la verdad, tengo de vos, milord, tal idea, que lo más audaz y lo menos probable es lo que en todos los casos me parece lo más cierto.

Drake soltó una airosa carcajada, y le dijo: -cuando avancéis más en el camino que habéis emprendido, os iniciaré en toda la diplomacia que puede contener la cámara de un buque: en esta atmósfera que os parece tan limitada caben los intereses del mundo... Mas, no nos distraigamos: ¿qué es lo que os ha pasado con don Felipe?

-¿Quién es don Felipe, milord?

-Pero ¿cómo quién es don Felipe? ¿pues no me acabáis de decir que os ha pasado con él una cosa seria?

-¡Ah!... ¿el anciano se llama don Felipe?... yo no lo sabía.

-Pues ya lo sabéis ahora.

-¿Y su hija, milord, como se llama?... Veo que nada ignoráis de lo que yo os hubiera debido noticiar primero.

-¡Ah! ¿su hija, eh?... se llama doña María, y si queréis nombrarla a lo limeño debéis decirle Mariquita.

-¡Me tenéis sorprendido, Milord!

-¿Me diréis al fin lo que os ha hecho don Felipe? -dijo Drake a Roberto Henderson con una mirada preñada de malicia.

El joven le narró entonces lo sucedido y el riesgo en que se había visto de romper el cráneo al anciano soberbio. Cuando Drake lo hubo oído le dijo con buen humor:

-No sabéis todavía el modo de hacer cuanto queráis con un viejo español. Me parece que habréis hablado mucho y hecho demasiados cumplimientos: los Españoles tienen un horror instintivo a todo lo que es agasajos; les gusta que el enemigo o amigo sea franco y de una pieza, que caiga pronto al terreno positivo de todas las situaciones, y vos habéis empezado probablemente por indignar a don Felipe dirigiendo cumplimientos y tiernas miradas sobre su hija. Ya veréis como me porto yo: vamos allá; es preciso trasbordar pronto la carga de ese cagafuego o cagaoro (dijo Drake riéndose a carcajadas) para incendiarle y seguir nuestro crucero. Vais a ver con qué facilidad me traigo a don Felipe: vos no sabíais lo que yo sé, es avaro como un Onytre. Cuando yo me lo traiga aquí, haced que el resto de la familia se trasborde a vuestro buque porque aquí me trastornarían el orden de mis trabajos, además de que pronto los echaremos a tierra.

-¡Cómo!... no pensáis llevarlos a Inglaterra.

-¡Dios me libre, Roberto!... ¿y para qué?... ¡Nos basta con los zurrones, hijo mío!

Henderson se quedó callado y pensativo.

Drake volvió a llenar de brandy las dos copas; y convidando a Henderson con una de ellas:

-¡Bebed! -le dijo-: ¡os habéis portado como un bravo! doscientas mil libras por lo menos os van a tocar de la presa. ¿Creéis que me importan un bledo los registros de ese viejo maniaco?... ¡No, Henderson! aquí tengo (dijo Drake golpeando sobre su cartera) un resumen exacto de todo.

-¿Os lo dio el negro también?...

-¡No, Roberto! me lo dio mi ingenio y mi política. Ahora verán los que nos trataban de locos aventureros en nuestra patria, todo lo que puede hacerse con voluntad y pertinacia. Vendrá un día en que os revelaré el misterio, y veréis con cuántos trabajos y con cuántas medidas me preparo estos golpes de fortuna. Vos sois mi hijo, Henderson: y seréis el heredero de mi obra: os he visto en la acción, y os digo que nadie os igualará como marino; ¡ya veréis el ruido con que voy a volver vuestro noble nombre a la corte de nuestra soberana!... ¡Bebamos a vuestra gloria!

Un rayo de orgullo atravesó la fisonomía del joven lord al oír estas palabras, y golpeando su copa sobre la de su jefe, bebió.

-Vamos, Roberto, a ordenar el trasbordo; dijo Drake levantándose y poniéndose su gorra.

-Vamos, milord.

Y ambos salieron de la cámara.

Al costado derecho del Pelícano flotaba una hermosa lancha, a la que Drake bajó mientras que Henderson iba a tomar su asiento en la que lo había traído.

Cuando Drake subió al navío capturado, arrugó de un modo formidable las cejas, puso torva y feroz la mirada, y ordenó que se emprendiese el trasbordo con todas las lanchas y los botes de los tres buques.

Dejando a Henderson encargado de la inspección inmediata del trabajo, bajó a la cámara y entró sin saludar a nadie.

-¡Señor Pérez! -dijo encarando con imperio a don Felipe, (que lo miró sorprendido al oírse llamar por su nombre)- el caudal que veníais custodiando se trasborda en este momento a mi buque.

-Desde que lo hacéis a fuer de salteador, yo no lo puedo impedir.

-Pero como os voy a echar a tierra en la primera costa en que toquemos, es necesario que veáis lo que os tomo para que os pueda documentar en regla.

Estas palabras produjeron una revolución súbita en la cara del anciano, que dijo con un visible interés:

-¿Lo decís formalmente?

-¿Y por qué no?... pudiera tocar mañana a algún navío de vuestro amo, la fortuna de apresar alguno de los buques del rico Drake; y yo soy amigo de ofrecer revancha a mis enemigos; entonces presentarías vuestra letra, y...

-¡Id en hora mala! ¡y jugad con el diablo, si os place!


-¿Desconfiáis del poder de vuestro amo, para exterminar a un pobre pirata como yo?

Don Felipe que había vuelto a tomar su gesto torvo, no respondió.

-¡Mirad, anciano! -le dijo Drake- reflexiono ahora que es muy probable que todo el caudal que llevaba este buque no fuese de solo tu rey: quizá había alguna parte vuestra y de vuestros amigos los comerciantes de Lima: esto es natural al menos: y os voy a documentar por el doble de lo vuestro, y por lo que fuere de vuestros amigos. Supongo que con un documento de mi puño y letra os bastará para que se os indemnice de lo que habéis sufrido en servicio de vuestro amo.

La fisonomía de don Felipe cambiaba de más en más. La duda, el contento y la esperanza se disputaban el hogar de sus miradas.

-¡Ya veréis qué certificados os doy! -añadió Drake; y fingiendo al momento una resolución repentina hizo ademán de subirse a la cubierta.

-¡Esperad! -le dijo con anhelo don Felipe.

Pero Drake se había subido ya; y no pudiendo contener el anciano su inquietud, lo siguió también dejando a su familia, con la esperanza de que Drake adelantase algo más la benigna generosidad de que parecía animado.

Drake estaba ya al lado de Henderson cuando don Felipe le alcanzó.

-Decidme (le dijo este tomándole del brazo) ya que robáis tanto a mi rey, ¿por qué me robáis a mí también?

-¿Yo os robo? -le dijo Drake mirándolo de arriba a bajo.

-¡Si me quitáis mi dinero, me robáis!

-¿Es acaso vuestro lo que sacáis al mar con la bandera de mi enemigo, del que me robó inicuamente sin riesgo ni razón? ¿Podéis contar como vuestro lo que quitamos de vuestro rey a riesgo de nuestra vida, y con el derecho que nos da la ley de las represalias? ¿Por qué no os protege él mejor de lo que veis?

Henderson había escuchado con interés pero en silencio hasta entonces; tomando empero parte en la discusión, dijo dirigiéndose a su jefe:

-¡Milord! ¿tratáis de algún dinero perteneciente a este anciano?

-Él al menos se empeña, como veis, en salvar lo que dice que le pertenece, le respondió Drake.

-¡Pues, milord! (dijo Henderson levantando con nobleza su cabeza) ¡haced que ese dinero caiga en la parte de botín que a mí me toque, y devolvedlo porque yo renuncio a él!

-¡Roberto!

-Si obrando así, estoy en mi derecho, dejadme hacer a mi antojo.

Drake calló, y volviéndose a don Felipe le dijo:

-Ya veis, anciano, que para todo esto tenemos que arreglar nuestras cuentas.

-Fácil es hacerlo pronto por los libros: todo está asentado en regla; os los voy a mostrar, dijo don Felipe con rapidez.

-No tengo tiempo. Venid conmigo si queréis... ¿os espero? -le dijo Drake haciendo ademán de bajar a su lancha.

Don Felipe no se hizo repetir dos veces la indicación; bajó presuroso a la Cámara, recogió todos sus libros, y salió cubriéndose la cabeza, cuando Drake tomaba asiento ya a la popa de su lancha; la que así que bajó aquel, se separó del casco del San Juan en dirección al Pelícano.

El pirata inglés no era, en cuanto a bienes terrenales, de la misma escuela que el caballero e inexperto Henderson. No era pues liviana la tarea que el viejo español había emprendido al consentir en debatir con él sus cuentas y las del comercio de Lima. Drake, además, tenía un interés positivo en llevarse a su bordo a don Felipe; porque este hombre era depositario por su empleo de una gran parte de las operaciones comerciales y fiscales del Perú, de lo que el inglés pensaba aprovecharse sonsacándole diestramente los datos de que necesitaba para combinar sus futuras correrías.

De todos modos, nosotros vamos a retirar nuestra atención del Pelícano. Un debate sobre cuentas es de suyo demasiado anti-novelesco en este siglo, para que podamos pensar en que sus detalles interesen a alguno de nuestros lectores. En la novela, como en la historia, el interés dramático de los sucesos es naturalmente viajero y emigrante; y doña María acaba de ser trasbordada con el resto de su familia a la agilísima goleta que manda Henderson, blanco por ahora de todo nuestro drama.

Cuando concluyó el trasbordo de los zurrones de onzas de oro y de pesos fuertes que constituían el cargamento del San Juan, era ya de noche. Un viento recio que aumentaba por instantes, iba sucediendo a la bonanza que había reinado por dos días en aquellos parajes, cuando el buque de Drake hizo la señal de ponerse a la vela con rumbo al Golfo Darieno y costas del Istmo.

El casco del San Juan había sido incendiado por los marineros de la última lancha que se había separado de su costado; y en muy pocos instantes el fuego había crecido a términos que parecían subir hasta el cielo las voraces llamaradas que vomitaba el sombrío esqueleto del navío.

El rumor colérico con que empezaban a agitarse las aguas del Océano parecía venir como un rugido sordo desde todos los horizontes alumbrados por el reflejo sanguinolento del incendio.

Arrebatados entretanto por la fuerza del viento los buques del hereje, como dos blancas gaviotas, se alejaban del trofeo ardiente de su victoria: silenciosos y resueltos, como las aves de la noche, se les veía correr sobre las aguas cual si llevasen la intención de hundirse en las tinieblas impenetrables del horizonte.

Drake se paseaba solitario y pensativo por el alcázar de su buque: su cabeza parecía inclinada por la grandeza de los proyectos que meditaba: se había propuesto volver a Inglaterra por los mares de la China y de la India.

Sin más testigo de la audacia de sus miras que las tinieblas de la noche, brillábanle los ojos y se grababa en su semblante la intensa concentración de las potencias que denota los grandes momentos de la actividad del alma: el mundo entero parecía concretado bajo la mirada del célebre marino mientras que los golpes del viento hacían ondular las plumas de su gorra y flamear sus largos cabellos.

El interés que inspiran los grandes hombres y las grandes empresas es un patrimonio de todos; y bajo ese punto de vista, que debe ser un dogma para el escritor de conciencia, sería un atentado de parte del novelista adulterar el contenido de esa preciosa herencia de la humanidad. Por lo que a mí hace puedo jurar a mis lectores que he seguido paso a paso la historia de los acontecimientos que forma el fondo de mi trabajo. No es una invención mía, no, el orden de los sucesos que se ha leído: y ese mismo Henderson cuya gentil figura está destinada a concentrar todo el interés novelesco de este escrito, se halla muy lejos de ser una mera ficción de mi fantasía.