Capítulo IV : Peligros que en aquel siglo corrían los que salían al mar con oro y perlas

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Un momento de reflección bastó para serenar al marino inglés del arrebato que le arrancara aquella habitual exclamación, que le hemos de volver a oír antes de que se acabe este libro, en un momento de satisfacción y de venganza.

Una vez calmado, supo del negro todo lo que este pudo decirle; y se volvió al mar al momento con la esperanza de tomar al San Juan sobre el rumbo del noroeste. Su alejamiento dio a los limeños un gozo incomparable. Al distinguir perdiéndose en el horizonte las blancas velas de sus tres buques, como si fuesen las alas de tres gaviotas, ellos calcularon bien que todos los peligros iban ahora a acumularse sobre el San Juan; pero esto les libraba de un riesgo y agitación a que no se habían preparado; y a trueque de la calma que se les dejaba para hacer aprestos de guerra y fabricar coraje, daban por menor daño la pérdida del tesoro del Rey.

Drake corría en verdad sobre su presa. Sus buques eran veleros, y se hallaban tan bien tripulados como manejados; despachó uno de sus bergantines a cruzar sobre las costas de Chile en prevención de que el San Juan hubiera tomado este rumbo; mientras él con el otro bergantín y la goleta se dirigió a los mares del Istmo y costas occidentales de México, desde donde había resuelto volver cargado de riquezas por entre los mares de la China y de la India: navegación admirable para aquellos tiempos que solo un genio como él era, pudo llevar a cabo con un éxito completo.

En la tarde del día siguiente a su salida del Callao, mientras que nosotros teníamos nuestra atención en el San Juan, con la bella doña María y su zamba, oyendo al marinero portugués, estaba ya el audaz corsario a punto de tocar la realidad de sus doradas esperanzas.

Al primer anuncio de las velas que aparecían, el capitán del San Juan mandó subir toda la tripulación; hizo revisar sus doce cañones (pues el San Juan los tenía, y por eso le llamaban también el cagafuego); mandó cerrar las escotillas, y dejar libre y expedita toda la cubierta sin olvidarse de ordenar a sus pasajeros que apagasen todas las luces y se mantuviesen inmóviles en la cámara.

Precaución fue la de las luces que para nada le sirviera ya, porque el diablo del hereje lo había olfateado, y le seguía el rastro con la seguridad tenaz de una ave de rapiña. Sin embargo el marino español y su gente estaban dispuestos a todo; y más por orgullo y dignidad, que por guardar el dinero del Rey, estaban decididos a batirse hasta el último trance en caso que fueran enemigos los buques que se habían avistado.

Entretanto, había anochecido completamente, mas como había luna, no podíamos decir que hubiese oscurecido. La claridad no era tanta tampoco que permitiera ver los buques que por la tarde habían aparecido en el horizonte. Corrieron, pues, algunas horas de ansiedad para la tripulación y pasajeros del San Juan, durante las cuales todos hablaban bajo y guardaban sus puestos con aquella resignación y respetuoso silencio a que se acostumbran también los hombres de mar.

No se oía más ruido en el buque que el que hacían los largos pasos con que el capitán, tomadas sus manos por detrás y metida la barba en el pecho, se paseaba a lo largo de la borda de babor. De vez en cuando se paraba y miraba las velas con inquietud, echando una feroz maldición cada vez que no las veía muy tirantes. Otras veces se arrimaba a la borda y se fijaba en el agua; y entonces, viendo la sombra del bergantín huir como si fuera el cuerpo aéreo de una fantasma sobre la movible y alucinante superficie de las aguas, se volvía satisfecho. Dentro de la cámara estaban reunidos todos los miembros de la familia de don Felipe Pérez y Gonzalvo, y don Antonio con ellos; todos estaban llenos de pavor haciendo conjeturas en voz baja, y asombrándose del oscuro abismo a cuyo borde se hallaban. Doña Mencía quería rezar, pero en vez de rezar lloraba. María estaba espantada; la zamba miraba a sus amos, y acostumbrada a depositar en su autoridad el cuidado de dirigirla, esperaba que de la adusta frente de don Felipe, o de los caprichosos pliegues que rajaban la cara de doña Mencía saliera algún recurso repentino.

Reinaba, pues, un silencio sepulcral a bordo del San Juan que no era perturbado sino por los trancos del capitán y por los golpes con que de vez en cuando venían las olas a estrellarse contra los costados del buque, haciendo crujir sus maderos.

De repente salió una voz de la cofa más alta del palo mayor, y con aquel acento lánguido y lúgubre que la voz del hombre toma en las soledades del mar, dijo:

-¡Dos velas a babor!

Este grito difundió la inquietud por todo el buque.

Todos hundieron sus ávidas miradas en el vasto horizonte, y se pusieron a escuchar anhelantes y sobresaltados.

-¿Proa a nosotros? -preguntó el capitán.

-Una corre al parecer sobre nuestro bauprés, y la otra sobre nuestra popa.

-¿De qué fuerza parecen ser?

-El que rompe nuestro bauprés es una goleta que riza el agua como el viento; se le ve apenas la borda; todo su casco parece una raya sobre el mar; y el que viene sobre la popa es un bergantín como el nuestro.

-¡Ea, muchachos! -dijo el capitán-; ¡manos a la obra! ¡preparad los cañones; cargadlos bien y teneos listos!

A poco rato se mostraron ya los buques que causaban esta alarma. Los reflejos de la luna daban sobre sus velas, y hacían que se les viese como si fueran dos blancas garzas que volaran rozando las olas del mar. Todos los marineros del San Juan tenían fijos en ellos sus ojos viéndoles correr sobre su buque con un aire de insolencia y de arrojo que los helaba.

El uno, que sin duda era más chico que el San Juan, corría como una flecha a situarse por la proa del buque español; mientras que el otro, menos cargado de velas, y algo más grande, maniobraba de modo a situarse sobre su popa. El capitán del San Juan que era algo avisado, comprendió las intenciones de los que él suponía sus enemigos, y luego que los dos buques se separaron, varió el rumbo hacia el oeste y se alejó del más grande para acercarse de improviso al otro, tomándolo solo por algunos instantes.

Los tres buques se veían ya perfectamente, y podían examinarse sin obstáculos, en todo su casco y su tamaño.

Un fogonazo repentino y el estruendo que hizo un cañón disparado a bordo del bergantín enemigo, intimó al San Juan la orden de detenerse. Este no la obedeció, por cierto, y siguió navegando con firmeza en su nueva dirección para aproximarse a su menor enemigo. La goleta se mostraba también decidida a no evitarle, y corría con intrepidez sobre el buque español; de modo que en un momento se halló el uno sobre el otro. El capitán del San Juan mandó descargar una de sus baterías.

Tronaron los seis cañones, a la vez pero el buquecillo destinado a recibir esta terrible granizada maniobró tan felizmente que todas las balas del San Juan pasaron al mar acertando a entrar tan solo una u otra que rompió cuerdas y maltrató algunas velas.

Los dos buques estaban ya tan cerca que los españoles oyeron distintamente el grito de ¡viva la Inglaterra! con que sus adversarios respondieron a la descarga; y antes que pudieran de nuevo cargar sus cañones, ya el buquecillo inglés atravesaba por la proa, y disparaba cuatro cañonazos que hicieron pedazos todo el bauprés y dejaron flotando los foques. Sobre esta descarga, siguió desde los palos una nueva granizada de tiros de mosquetería que hicieron un notable daño matando e hiriendo muchos marineros.

Una desgracia tan completa desconcertó un momento a los españoles. Todo se revolvió, hubo voces, gritos y gran confusión, sin que nadie reparase que el enemigo maniobraba para presentar el otro costado y arrojar por él una nueva granizada. Pocos momentos tardó en realizarlo, pues la goleta era ágil como un pájaro, y se conocía que el marino que la manejaba a par de experimentado era sagaz y pronto para aprovechar de sus ventajas.

Así que hubo hecho su nueva descarga tomó el largo hacia el Leste dirigiéndose hacia su compañero.

El San Juan estaba casi totalmente inutilizado; mas no era esta la peor de sus desgracias, sino que el valiente capitán había desaparecido. Todos le buscaban, y nadie le encontraba. Uno de sus subalternos se acercó a la cámara gritando con despecho para pedirle órdenes urgentes; pero entonces, el marinero portugués que ya conocemos, y que estaba en el timón como antes, le dijo con calma, y señalando al mar con la boca:

-¡Allá fue a dar!

-¿Cómo es eso? ¿cayó al mar?

-Se lo llevó una bala partiéndolo por medio.

-¡Jesús! -dijo el subalterno, y se quedó recostado sobre la meseta de la cámara como si estuviera abismado en el dolor y desesperación que le causara la humillación de su bandera y la pérdida de un amigo a quien hacía mucho tiempo que acompañaba.

Después de un rato alzó la cabeza, tomó la bocina y dijo:

-«¡Atención! El capitán ha muerto, como un bravo español que era: ahora mando yo; y os juro que no hay más que vencer o seguir el ejemplo que él nos ha dejado.»

«¡Ea! ¡ánimo, muchachos! ¡viva España! ¡viva la Fe!»

La goleta inglesa seguía alejándose ignorando todo el estrago que había hecho en su enemigo y reputándose quizá débil para el abordaje, se retiraba a una distancia satisfecha de haber aprovechado tan bien su tiempo y sus maniobras. Su mira manifiesta era esperar al otro buque, o bien esperar el día para medir bien las fuerzas de su adversario, y saber a punto fijo el estado en que se hallaba.

El nuevo jefe del buque español sabía bien que no tardaría mucho en caer en manos de los ingleses. Toda la tripulación lo comprendía como él, y así es que fue muy poco el entusiasmo que infundieron sus altivas palabras.

Cerca ya de la madrugada que iba a poner fin a esta noche tan funesta para la gente del pobre buque español, se levantó hacia el Leste, y a corta distancia, un banco de niebla que envolvió y ocultó a los dos buques ingleses. Cuando amaneció, y cuando todos tendían su vista con ansiedad por el horizonte para descubrir el terrible enemigo en cuyas garras creían iban a caer, solo pudieron ver una faja de vapores blanquiscos interpuestos entre el azul del cielo y el verde oscuro del mar. Así estuvieron un corto rato, hasta que el marinero portugués con su ordinaria calma y tranquila resignación dijo apuntando con el dedo a más altura que la neblina.

-¡Ahí vienen ya!

-¿Dónde? -dijo el nuevo capitán.

-Por sobre el banco de neblina se ven dos altos y gallardos palos que nos muestran el frente de sus hinchadas velas.

Efectivamente: por sobre la neblina aparecían los palos y las vergas de un precioso bergantín. A poco rato la espesa nube que cubría el Océano se entreabrió como el leve tul que se raja; y se pudo distinguir perfectamente el gallardo porte de toda la embarcación. Venía navegando a su lado la certera y ágil goleta que había causado tan grande estrago dentro del San Juan. Ambos buques abrieron un poco las paralelas en que navegaban. El bergantín rompía el agua como una bala, y al pasar a estribor del San Juan despidió una andanada de seis cañonazos. El español le contestó con otros seis, no muy mal recomendados que digamos; y que un poco antes hubieran quizá servido para cambiar de suerte. ¡Pero ya era tarde! había perdido el palo mayor con el timón, y flotando al acaso, se hallaba a la merced de dos enemigos provistos todavía de todas sus ventajas.

La confusión y espanto que la proximidad y la descarga del bergantín causaron a bordo del San Juan de Orton impidieron que fuesen percibidos los maliciosos movimientos de la goleta. Pero no bien se serenaron los ánimos cuando se le vio, con sus ganchos de abordaje, prendida como una araña al costado del San Juan, vomitando sobre el puente algunas decenas de intrépidos herejes en cuyos nervudos brazos relucían las hachas y pistolas del combate.

Tocando ya por el otro costado, ejecutaba el bergantín la misma operación.

El gozo del corsario inglés en aquel momento puede deducirse de estos versos del buen Arcediano Centenera.


«San Juan de Orton, navío muy nombrado,
»con la plata del Rey había salido;
»en breve el Luterano le ha alcanzado,
»y como de improviso le ha cogido.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

»Aquesta fue la presa más famosa
»y robo que jamás hizo un corsario:
»que es cosa de decir muy mostruosa
»el número de plata; y temerario
»negocio nunca visto ni leído,
»que a un corsario jamás ha sucedido.»


Los marinos del San Juan se habían recostado sobre la popa con su nuevo capitán a la cabeza; y así que la horda del hereje puso el pie sobre su cubierta le arrojaron una descarga de arcabuzazos.

Los invasores recularon como por un súbito instinto de miedo, dejando entre los dos campos los yertos cadáveres de tres de los suyos.