La novia del hereje/Conclusión


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Muchos años después de estos terribles sucesos surgió una grande alarma en Europa al ver aquel formidable armamento que Felipe II hacia contra la Inglaterra, que ha quedado consignado en la historia, con el nombre de la Invencible Armada. Movidos de un noble espíritu de patriotismo, los mercaderes de Londres levantaron a su propia costa una escuadra de veintiséis naves, que pusieron a las órdenes de Drake, el más popular y célebre de los almirantes, que la Inglaterra tenía a la sazón. Con esta escuadra, Drake asaltó el puerto de Cádiz y destruyó parte de las provisiones y preparativos que allí se hacían para la Armada: apresó la célebre carraca San Felipe con el cargamento de fabulosas riquezas que traía de las Indias Orientales; y cuando las tormentas, o la mano de Dios, dispersó la Invencible, Drake enviaba a los puertos de Inglaterra día a día sorprendentes noticias de hazañas y de victorias parciales, que habían convertido su nombre en boca del pueblo inglés en el mito de la fortuna y del patriotismo.

Era en esta época de excitación y de entusiasmo, cuando tenía lugar una escena doméstica que vamos a describir. En una de esas bellas casas de campo, que los Ingleses llaman countri-mansión, y a las que solo ellos saben dar ese aire de grandeza, ese brillo del orden, ese aspecto risueño, rico y tranquilo a la vez, que une de un modo peculiar lo más exquisito del arte con lo más vivo de la naturaleza, se levantaba un hermoso caserío, rodeado de rejas, de alamedas, más allá de las rejas, y de prados más allá de las alamedas; todo respiraba allí el orden, la riqueza y la cultura.

En un hermoso salón de este caserío, adornado de bellos muebles de jacarandá, de cuadros italianos y de otras preciosidades del lujo, se sentaban alrededor de una mesa alumbrada por una espléndida lámpara de plata dos señoras de la primera aristocracia al parecer, elegantemente vestidas, y se ocupaban como en círculo de familia de algunas ligeras labores de manos. Bordaba junto a ellas mezclándose jovialmente en la franca y fácil conversación que tenían, una bellísima niña de dieciocho años a lo más, que por ser un retrato perfecto de una de las dos señoras revelaba bien ser su hija. Esta señora parecía tener de treinta y cinco a cuarenta años se conservaba hermosa; y si bien una cierta languidez que había en su semblante lo quitaba brillo y lozanía, le daba en recompensa un aire más grave, más melancólico, más distinguido que a su compañera, que aparecía más vivaz, pero más ligera, más pronta, pero menos profunda y reflexiva. En la joven era en quien estaban realzados todos los méritos de la madre, porque en ella estaban reunidas las bellas prendas de ésta al vigor y a la lozanía de la edad.

Alrededor de la mesa y repartidos por el salón andaban algunos otros niños de diferentes edades jugueteando bulliciosamente unos con otros; y se distinguía entre ellos un precioso muchacho de siete años, atolondrado e inquieto, robusto y anarquista, que a cada momento se atraía las reprensiones de su mamá, (la más distinguida de ambas) ya porque hacía llorar a un hermanito menor, ya porque volteaba una silla, ya, en fin, por algún otro exceso de este género. Cansado de no inventar cosa que no le obligasen a dejar, dio una carrera hasta el otro extremo del salón y se enorquetó, como si saltase a un caballo en las rodillas de un caballero que sentado cómodamente en un sillón leía atentamente separado de las damas, algunos papeles. Era este caballero un bello hombre de cuarenta y dos a cuarenta y cinco años de edad.

-¡Hijo, por Dios! -dijo sujetando al muchacho para que no se cayese.

-¡Papá!, ¿cómo te quitaron este brazo? -le dijo el niño con gentileza sacudiéndole una de las mangas del vestido que el caballero tenía vacía y prendida al pecho.

-¡Ya te lo he dicho mil veces, Roberto!, ¡no seas majadero!

-No importa: ¡yo quiero que me lo digas otra vez!

-¡Vete a jugar, hijo!

-Si no me dejan jugar. ¿No ves que mamá se enoja conmigo por todo?

-¡Pero si eres tan travieso, hijito! -le dijo el caballero dándole un beso en la frente.

-¡Vaya, pues, papá!, ¡cuéntame cómo te quitaron este brazo!

-Pero, hijito, ya no te he dicho cien veces que fue por salvar a tu mamá, y a Mistres Drake.

-¿Y de qué las querías salvar? ¿De unos hombres que las querían quemar?

-Y si sabes, ¿para qué me lo preguntas?

-Para conversar con vos; ¿no ves que no me dejan jugar? ¿Y vos, papá, peleaste mucho con el otro brazo?

-¡No, hijo! -le respondió distraído con la lectura que el niño le interrumpía.

-No pudiste pelear porque te pegaron este otro balazo aquí en la frente, ¿no es verdad?, y te quedaste como muerto ¿no es verdad?

-Sí, hijo -respondía siempre distraído el padre.

-Que si no es eso, vos los hubierais corrido a todos, ¿no es verdad?

-Quién sabe, hijo.

-Vos sois guapo ¿no papá?

-Quién sabe.

-Sir Francis Drake me ha dicho que sois muy guapo.

El padre continuó su lectura sin responderle.

-Oidme, papá, ¿y cómo te escapaste?

-¿Ya no te he dicho que me salvó Suttonhall?

-¡Es verdad!, y por eso no te enojas con él cuando se emborra...

-¡Cállate, atrevido! -le dijo el padre con prontitud.

Y el muchacho guardó silencio; pero lo hizo sin dar signo ninguno de miedo, y como cambiando su movediza atención a algún otro objeto.

-Papá, y los que hicieron todo eso, (preguntó bajando la voz) fueron los compatriotas de mamá, ¿no es verdad?

-¡Vete de aquí niño! -le dijo el padre contrariado; y el muchacho sin hacer mucho caudal del disgusto del padre, vino a revolcarse por el suelo y a intrigar de nuevo a sus hermanitos.

Abriose en este momento la puerta, y entró un sirviente perfectamente vestido trayendo en una bandeja de plata algunas cartas recién llegadas, que presentó al caballero. Apenas las tomó éste, dijo con satisfacción ¡cartas de Sir Francis! lo que no bien oyeron las señoras y la niña; cuando incorporándose, al momento vinieron a rodearlo llenas de interés y de curiosidad.

Milord Henderson, pues ya el lector habrá comprendido que él es quien está en acción aquí, abrió rápidamente la carta: y ya iba a empezar a leer, cuando reparando en el criado que permanecía de pie, le mandó retirarse. Éste le dijo entonces que aquellas cartas habían sido traídas por un gentilhombre extranjero que permanecía esperando en el salón de la entrada.

-¡Bien! -dijo Henderson-, decidle que tenga la bondad de esperar a que me informe del contenido de las cartas antes de recibirlo; y que después estaré a sus órdenes, con lo que el criado se retiró.

Henderson entonces comenzó a leer: «No podéis figuraros, mi querido amigo, el pesar que he tenido de haberos dado la delicada comisión que os ha separado de mi escuadra; precisamente cuando la fortuna nos iba a proporcionar uno de los más bellos hechos de nuestra vida. Os conozco demasiado para no decirme yo mismo todos los reproches que vos me vais a hacer, por haber sido causa de que no hayáis participado de este hecho. Pero ¿qué queréis, Milord? Yo no podía encargar sino a vos cosa tan delicada como la que llevasteis; y solo vos podíais tratarla con tan buen éxito como el que habéis obtenido; porque la Reina es difícil, a veces, con sus mejores servidores, y hace más caudal de un favorito, que de un guerrero probado... Pero ¿a dónde voy yo por este camino?... Consolaos, pues, mi querido Henderson, con haber hecho a la marina el vital servicio que os encomendé, y con la seguridad de que vuestros otros hechos sobran para vuestra gloria. La fortuna de que os hablo, es el apresamiento del famoso navío de don Pedro de Valdez, en el que venían cincuenta oficiales de los más distinguidos de España, por la nobleza de sus casas y por sus méritos personales. Entre ellos venía uno que he querido presentaros, para que lo obsequiéis como si fuese un hermano mío, y le transmitáis igual recomendación a Mistres Drake. Os vais a sorprender: es un hijo de Lima.

»-¡De Lima! -exclamaron las dos señoras llenas de emoción.

»Es un hijo de Lima -continuó leyendo Henderson conmovido también- y goza de un crédito cabal entre todos sus compañeros por su bravura, por sus bellas prendas, y por sus extensos conocimientos: es un criollo pur-sang, por su vivacidad, por su franqueza, por su desparpajo, y un cierto pulido de formas y de alma, que no encuentro yo en el español puro, bien está que soy parte interesada, pues tengo una costilla criolla.

»En cuanto a los detalles del hecho glorioso, que os participo, no tengo tiempo de ponéroslos y sería esto inútil también, pues los veréis necesariamente en los despachos que envío al gobierno.

»Disculpadme con Mistres Drake: me falta tiempo material para escribirle en estos primeros momentos.

»Supongo que cuando hayáis llegado a este renglón de mi carta, sabréis ya que el caballero que os recomiendo tanto es digno bajo todos respectos de ser, como es, el cercano pariente de vuestra señora, el señor don Manuel Argensola y Manrique.»

-¡Manuel! -exclamó llena de júbilo Mistres Henderson.

-¡Don Manuelito! -exclamó Mistres Drake.

Y ambas seguidas de Henderson, se lanzaron hacia el lugar de la casa, en que el querido huésped estaba esperando que le recibieran. Pero Mistres Drake, entrando en reflexión, se detuvo en la pieza siguiente, y volviéndose al salón, dejó correr a los demás hacia el recién venido.

Don Manuel fue recibido como un hermano por aquella familia. Después de haber abrazado una y cien veces a su prima y a todas las interesantes criaturas que lo rodeaban aturdidas, volvió entre ellos al salón. Pero antes de llegar mirando en derredor suyo, dijo:

-No veo aquí a Mistres Drake; y el Almirante me había dicho que aquí la encontraría.

-En efecto -dijo doña María-, se ha quedado en el salón: ahora la verás.

-Me dijo el Almirante que era Limeña también: ¿de qué familia es?

-¡Cómo!... Me preguntó asombrada doña María, ¿pues qué ignoras que es... yo creí que lo sabías...? -agregó medio cortada.

-¡Es Juana!

-¿Juana? -preguntó asombrado don Manue-. ¿Juana tú?

-¡Calla, por Dios! No podemos decirte más por ahora sino que es digna de todo punto de la alta suerte que le ha cabido.

-¡Ya lo sabrá usted todo! -le dijo Henderson con un tono caballeroso y de intimidad-. Me parece que usted debe presentársele, como si su posición le fuese bien conocida desde antes, y la tuviese por sancionada.

-Por cierto, que así lo haré, Milord -le contestó don Manuel-, con una gracia fácil y urbana.

Y entrando entonces al salón se dirigió hacia Juana abriéndole los brazos y diciéndole: «-Juanita; ¡cuánto gusto tengo en ver a usted tan feliz y tan altamente colocada! Créame usted que me felicito de ello con el más íntimo placer.» Ella le dio las gracias; y un momento después, gracias a la urbanidad de don Manuel, Mistres Drake había vuelto a su tono natural y salido de la difícil posición en que se había creído al principio.

Sentados todos alegremente alrededor de la mesa y agrupados los niños alrededor de su madre y de su padre, con la candorosa curiosidad pintada en sus semblantes, comenzó el ir y venir de las preguntas.

-¿Tardaste mucho, María, en saber la muerte de mi tío?

-Hace diez años que la supe -dijo con una suave tristeza la señora.

-Os voy a preguntar, señor Argensola -dijo Henderson-, una cosa que conjeturo, pero que no puedo dejar de preguntaros.

-¡Lo que gustéis, Milord!

-¿Y Juan Oxenhan?

-Juan Oxenhan, como sabéis, construyó un buquecillo al sur del Istmo; si no me engaño, le acompañasteis en esa empresa -dijo don Manuel sonriéndose- al volverse fue hecho prisionero; y llevado a Lima, fue ejecutado.

-¿Qué suplicio le dieron? -preguntó Henderson sofocando apenas su dolor.

-¡Uno atroz, Milord!

-¿Cuál?, ¡tened la bondad de instruirme!

-Fue despedazado entre cuatro caballos.

-¡Qué bárbaros! -dijo Henderson con rencor.

-¡Qué horror! -exclamaron consternadas las señoras.

-Ya sabéis, Milord -dijo don Manuel con moderación-, que la ley es cruel para con los piratas.

-Tenían el derecho de matarlo, no digo que no; pero no tenían el de ser atroces.

-¡Era un pirata! -repuso con una firmeza moderada el oficial español.

-¡Perdonad, señor! -le dijo Henderson-. Todos los que aquí veis, debemos tanto a la memoria de Oxenhan, que sería una impiedad el que no tomásemos siempre su defensa.

-Entonces, ¿es a mí a quien me toca callar? -dijo don Manuel con una perfecta urbanidad.

-¿Y el padre Andrés, señor? -preguntó Mrs. Drake.

-Nada se ha sabido de él después del terremoto: se supone que quedó sepultado bajo las ruinas de la inquisición. En esto al menos, no hubo quien no viese la justicia del cielo.

-¿Y Mercedes? -preguntó doña María.

-Mercedes había sido encarcelada en la Inquisición, la noche misma del terremoto, y allí pereció.

-¡Cuántas catástrofes! -exclamó conmovida la señora.

-El señor Lentini fue ejecutado, por supuesto -dijo Henderson.

-Sí, señor; y con el mismo suplicio de Oxenhan.

-Papá -dijo el niño muy despacio-, ¿este señor fue también de los que te cortaron el brazo?

-¡Calla, niño!

-¡No, mi hijito! -dijo don Manuel atrayendo al niño a sus faldas-, yo no he hecho daño alguno a tu papá jamás. Pues como os iba a decir la prisión de don Juan Bautista, tuvo un grande eco por una circunstancia rara.

-¿Cuál? -dijeron todos.

-La de habérsele encontrado atados a su cuerpo unos papeles de grande importancia, que descubrieron cosas extraordinarias del padre Andrés, que no pueden referirse delante de señoras.

Siguieron conversando de otras cosas, hasta que haciéndose tarde, las señoras se retiraron, quedando solos los dos caballeros.

-Tened la bondad de decirme, Milord, ¿cómo es que Juana ha venido a ser la señora del Almirante Drake? -preguntó don Manuel a Lord Henderson.

-Como sabéis, éste es un país esencialmente aristócrata. Mr. Drake es de una familia oscura: debe su gloria y su grandeza a sus hechos: es el ídolo del pueblo, pero la aristocracia no lo acoge, y no habría podido hallar en su seno una mujer de rango con quien casarse, yo lo lamento, porque es una injusticia. ¿Pero qué queréis? ¡Así es el país!

-¡Ya!

-Yo entiendo que Mr. Drake ha tenido grandes disgustos a este respecto, pero ni la Reina misma, que lo protege con todo su favor, ha podido darle nobleza. En esta situación conoció a Juana: era bellísima, como sabéis, y como lo es todavía; Juan Oxenhan le había escrito una carta, (que me confió a mí como un testamento para que se la entregase) en la que le pedía que fuese el padre de Juana, si no podía ser otra cosa, que la recibiese como una hija que él le legaba. Con estos antecedentes se fue formando cariño, amor, y al fin, celebrándolo todos, se casaron. Hoy Mr. Drake y Mrs. Drake figuran como una digna pareja, y empiezan a ser aceptados, hasta por la más alta nobleza del reino.

-Pues, Milord: os vais a asombrar, cuando os diga, que por parte de su madre, al menos, Juana es tan noble como el primer noble de Europa.

-¿Qué decís?

-Sí, señor; eso quedó completamente revelado, en los papeles que se le encontraron a don Bautista, según os he dicho: Juana es hija de la primer familia en nobleza del imperio de los Huincas.

-¿Y esos papeles dónde están?

-En el archivo general de Lima.

-¡Oh! Pues se lo escribiré al Almirante: tiene débil por la nobleza, y va a tener un grande júbilo. ¿Y podéis decirme, quién fue su padre?

-¡Oh!, ¡eso es ya otra cosa! Su padre fue un malvado: ¡era el padre Andrés!

Y don Manuel refirió aquí a Henderson, aquella antigua historia de Mamapanki y de Sinchiloya, que conocen nuestros lectores.

-Decidme, señor Argensola, qué paradero ha tenido un señor Romea que...

-Sí, el padre Romea: se jactaba de haberos muerto; y por lo menos, él fue quien os hirió.

-Puede ser.

-Pues bien: este padre Romea venía en la Invencible, como grande Inquisidor de Inglaterra, es decir, a establecer su institución en este reino: venía a bordo del mismo buque en que yo.

-¿Del buque del señor Valdez?

-Sí, señor.

-¿Y qué se ha hecho?

-Milord, cuando el padre Romea oyó que habíamos sido apresados por sir Francis Drake, se apoderó tal terror de él, que se arrojó al mar. Fue imposible socorrerlo en el primer momento, y cuando se acudió para ello, se lo había tragado ya el abismo.

Henderson se quedó reflexivo por un momento: «-Veo -dijo- que el Almirante os ha dejado libre, señor Argensola.»

-Completamente libre, Milord; no me ha impuesto más condición, sino la que he cumplido, la de haceros esta breve visita.

-¿Breve, decís?, ¿y por qué?

-Porque soy casado en España, Milord, con una mujer que adoro, y tengo seis preciosos niños, que a la fecha estarán derramando todos amargas lágrimas por mí: quiero volar para consolarlos, y mañana mismo parto para allá.

-¡Ah!, ¡pues tenéis razón, señor! No os ruego más, sino que no partáis antes de que María y toda la familia pueda abrazaros.

-¡Contad con eso, Milord! -le dijo don Manuel, y ambos se retiraron a dormir, porque ya era muy tarde de la noche.

Al otro día, después de las despedidas y tiernos abrazos de regla, don Manuel de Argensola marchaba montado en un buen caballo, y siguiendo al guía de que lord Henderson le había provisto, cuando se halló detenido en una de las alamedas por donde salía de la propiedad, por un indio o mulato, que no sólo presentaba todos los rasgos de un peruano, sino que trajo a la memoria del caballero a algún individuo muy conocido suyo, cuyo nombre no podía en aquel momento recordar. Éste venía deprisa, parecía ya entrado en la vejez, y corriendo hacia el caballo del caballero, lo detuvo gritándole con júbilo: «¡Don Manuelito!, ¡don Manuelito!, ¿que usted no me conoce? ¡Soy Mateo!, ¡soy Mateo!»

-¡Mateo! -dijo el caballero al instante-. ¡Es verdad! -agregó, y saltando del caballo, estrechó entre sus brazos al antiguo amigo por un largo rato-. ¿Y cómo es que todavía no te había visto, Mateo? -le preguntó con las mayores muestras de ternura.

-¡Es que vivo lejos, señor! Allá en unas tierras que me tiene cedidas Milord, con su generosidad de costumbre.

-¿Te hallas, Mateo, aquí?

-¡No, señor! -dijo Mateo con una profunda melancolía-, ¡qué no daría yo, por poder vivir con Milord, con la señora, y con los niños, en una tierra donde se hablase español, como el que estoy hablando con su señoría! -dijo Mateo levantando sus ojos al cielo.

-Pues mira, Mateo, yo también tengo una señora y unos niños que son unos ángeles y vivo en España, ¿quieres venirte conmigo?

-¡Señor!, ¡ojalá!

-¡Pues vente, Mateo! -le dijo don Manuel estrechándole las manos.

-Sería preciso que me esperarais un día... a lo menos -dijo el cholo cavilando.

-Te esperaré cuantos quieras, amigo mío, por llevarte.

Mateo parecía en una grande indecisión, pronto de un momento a otro a resolverse.

-¿Hay Inquisición en España? -le preguntó a don Manuel.

-¡Más fuerte que en ninguna otra parte! -le respondió éste con abatimiento y con vergüenza.

-¡Ah!, ¡pues entonces no, amito! Prefiero quedarme entre estos bozales!... -Y dando el abrazo de despedida a su antiguo patrón, se dio vuelta para sus tierras con sus ojos bañados de lágrimas; mientras el otro montaba a caballo enternecido, hasta lo íntimo también, y seguía su camino hacia el puerto en que debía embarcarse para España.