Capítulo XXXVIII : En el mar

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Estaba ya muy entrado el día, cuando el padre Romea fue visto de los curiosos que investigaban por la ciudad las ruinas del terremoto. El padre narró a todos su aventura con el calor y el despecho que era de esperar, incitando a las autoridades a que tomasen medidas y persiguiesen a los piratas. Pero el espanto, la confusión la falta de voz y de gobierno en que la catástrofe había dejado a Lima, hacían que nadie le creyese. Creían los más que había sido víctima de alguna partida de negros que salteaba y robaba al favor del trastrono; y atribuían el carácter de piratas que él les daba, a su conocida pesadilla contra estos y contra él celebre Henderson, sobre todo. Era en vano que jurase y afirmase que él había visto a este jefe; que lo había visto, ayudado del boticario y de otros ingleses disfrazados de negros, levantar y llevarse a doña María y a Juana: nadie le creía, y nadie tomaba el menor interés por un suceso que parecía extravagante y absurdo, cuando tantos descalabros, tantas pérdidas, tantos dolores, tanto terror, había allí a la presencia de todos.

El padre Romea se enfurecía, corría por las calles, predicaba, llamaba a la multitud, andaba de los alcaldes al Virrey, del Virrey a los alcaldes; y tal era la exaltación de sus acciones y de su proceder, que ya habían empezado a tenerlo por loco.

El padre Cirilo era el único que entreveía algo de verdad en estos asuntos.

Para colmo del despecho de don Antonio, la casa que habitaba el boticario había quedado en ruinas, y era imposible en el primer momento, sabor, si éste había escapado, o si se hallaba sepultado bajo de ellas.

Había también en las relaciones del padre Romea un punto flaco que ya había sido notado por muchos; y era el paradero del padre Andrés. Romea se guardaba muy bien de decir lo que había sido de él, ni que estaba sepultado entre las ruinas del edificio; porque temía que yendo allí a sacarlo, lo viesen las heridas, y por algún indicio casual descubriesen la verdad.

Pasaron así seis días, sin que se tomase medida alguna; y caía ya la tarde del sétimo día, cuando fondeando un barquichuelo español en el puerto del Callao, bajó a tierra todo azorado su capitán asegurando que había escapado milagrosamente a un pirata inglés de velas negras. Agregaba que su escape lo había debido tan solo a que navegaba en las mismas aguas de dos galeones ricamente cargados, cuyos nombres daba el capitán, y de cuya persecución se había ocupado el pirata exclusivamente. Decía además, que había visto apresar a uno de los galeones, y que quedaba el pirata dando caza tan de cerca al otro, que probablemente no se le escaparía.

Esta noticia cayó en esa noche como un rayo, como una nueva catástrofe, sobre la afligida Lima. Se produjo entonces la reacción con respecto al padre Romea y su extravagante historia cobró todos los accidentes de una verdad palpitante e insoportable. Entró el furor de la actividad en todos los empleados: se despacharon chasques por toda la costa, se armaron dos buques veleros en el Callao, y entre las historias del terremoto, la inaudita audacia de los herejes comenzó a ocuparla primera línea.

El padre Romea se lanzó por tierra con una partida de voluntarios, hacia las costas y poblaciones del norte: iba predicando e incitando, con un crucifijo en las manos a todas las gentes de las campañas y de las villas a que se alzasen y mostrasen su celo por la defensa de la fe y de la dignidad del Reino; y en efecto, lograba a su paso dejarlo todo en fervor y actividad.

Entre tanto, Henderson y Oxenhan, que calculaban bien lo que debía haber sucedido desde que hubiese llegado el buquesillo que se les había escapado, habían afirmado su rumbo hacia el Istmo, y contaban con llegar antes que los partes de alarma. Habían resuelto no abordarla tierra, sino de noche, en precaución de una sorpresa, y contaban con el eficaz auxilio de los indios sus amigos.

Esto es por lo que hace a los proyectos políticos, diremos así, de la empresa. En cuanto a la situación de los corazones, el lenguaje es impotente para verter las delicias que Henderson gozaba con el amor y la vista de su idolatrada María. Oxenhan estaba sumido en las amarguras del dolor y de la resignación: era demasiado tosco, demasiado rudo, para que Juana, naturaleza delicada y chispeante, pudiese amarlo ¡y él lo había comprendido! Juana lo llenaba de demostraciones de gratitud; lo llamaba su padre, su protector; pero le había dicho con una gentil franqueza que no podría amarlo como marido; le había pedido perdón por ello: había llorado con él de verlo sombrío y macilento; ¡Oxenhan había comprendido que no sería amado jamás!

Al fin divisaron las costas del Istmo a la caída de una bellísima tarde; y enderezaron firmemente hacia ellas. Al poco rato las sombras de la noche habían ya cubierto el mar; y como no había luna, las estrellas reverberaban con aquella luz fugaz y palpitante con que brillan al través de la atmósfera de las noches obscuras bajo el cielo diáfano de los trópicos.

Doña María, reclinada encima de cubierta sobre el pecho de Henderson, y sostenida por el brazo con que éste le rodeaba la cintura, tenía sus ojos preciosos levantados hacia el rostro de su amado, llena su mirada de aquel fuego indefinible de la pasión y de la felicidad suprema a que puede aspirar un mortal sobre la tierra. Su blanco vestido se extendía cubriendo los pies de su marido; y los largos rulos de sus cabellos caían como seda brillante sobre las faldas de Henderson que los batía con sus dedos con una delicia suave y exquisita.

-¿Te acuerdas de aquella estrella, mi María? -le dijo Henderson con una voz insinuante y trémula de pasión, mostrándolo el planeta Venus.

-¿Y cómo no me he de acordar, mi Roberto? -le respondió ella, y completó el sentido de sus palabras apretando con dulzura la mano de su marido contra su pecho-. La he recordado tanto, querido mío, que jamás podía imaginarme tu semblante bajo otra forma que la de esa estrella. No puedes tú figurarte las angustias que esto me ha causado: quería traer a mi memoria tu rostro tal cual es, para gravarlo en mi alma, para poseerlo, para contemplarlo, para mirarte; y no sé qué mano fugaz e invisible te borraba al mismo tiempo que ya te iba a concebir, que ya te iba a tener; huía de mí tu imagen, y me quedaba solo el disco diamantino de esa estrella deslumbrando mis ojos bañados en lágrimas de melancolía. ¡Cuántas veces, Roberto, hubiera querido pasar mi mano sobre esa luz perenne en mis pupilas, para borrar ese su brillo hermoso que me impedía ver el de tus ojos, y percibir esos tus labios con que me habíais jurado tanto amor! Pero mis esfuerzos eran vanos: la estrella se ponía siempre delante de ti. Algunas veces lo tomaba yo por un horrible presagio, y me desesperaba y desfallecía. Otras veces me decía: esto no es otra cosa que la ardentía de mi pasión: ¡es ella quien quita a mi mente la tranquilidad que sería necesaria para que el recuerdo de aquel amado rostro se estampase en su superficie! Mis emociones, mis palpitaciones, son demasiado vivas, demasiado tumultuosas para dar lugar a que se forme la idea. ¡Pues bien! (me repetía yo) si es por exceso de amor que sufro este tormento, ¡bienvenido sea! ¡Es porque lo amo demasiado!, y eso bastaba para extasiar mi alma ¡amado mío!... Pero ahora que te veo, y que puedo pasar mi mano, así, sobre tu rostro ¡qué bello!, ¡qué suave!, ¡qué amigo me parece el resplandor de esa estrella!

-¡María! ¡María! -le decía Lord Henderson, oprimiéndole suavemente los labios con la palma de la mano-. ¡No hables así, por Dios! Que temo que me envidien hasta los Ángeles; y que Dios juzgue que esta dicha mía es demasiado grande para un pobre mortal.

-¿Y por qué ha de creer eso Dios, que es todo amor y todo benignidad, cuando ésta no es sino la compensación justa de las grandes amarguras con que nos ha probado? ¡Yo no temo, Roberto! mi pureza misma me da confianza: yo dejo a mi corazón que estalle: dejo a mis labios que copien con palabras el mundo de amor que rebosa en mi alma; y todo, todo, me parece escaso para decirte que te amo, y ¡cómo te amo!

-¡María! ¡María! ¡El exceso sublime de la pasión y de la ternura me ahogan! -dijo Henderson bañando en lágrimas el rostro de su esposa-. ¡Estoy oprimido, sofocado! ¡Déjame salir por un momento del círculo mágico de tus encantos para sentir que estoy en la tierra y que soy un mortal! ¡Para sentir siquiera que esto no es un sueño que eres tú, en fin, a la que oigo y sostengo entre mis brazos!

-¡Capitán! -dijo una voz sombría por detrás-, se acerca el momento de examinar la costa y de desembarcar.

-¡Ah!, ¿eres tú Oxenhan?

-Perdonad, señor, os interrumpo por deber -agregó el marino con una voz ronca y llena de melancolía.

-No, mi querido Juan, no tengo nada que perdonarte, sois intachable y os amaré...

-¡Gracias!

-¡María mía! -dijo el joven dirigiéndose a su esposa-, es preciso que te bajes, porque el momento exige un trabajo asiduo aquí. Ven, te conduciré; y ambos jóvenes bajaron a la camarilla del buque enlazados por el brazo.

Cuando Henderson volvió a subir, Oxenhan tenía el timón con una calma y una energía perfecta.

-Yo soy quien tengo que pedirte perdón, mi querido Juan, de haberte hecho presenciar una escena que debe haber destrozado tu alma... Pero, Juan, sufre por algún tiempo: yo te prometo que María y yo haremos inclinar el corazón de Juana hacia el prestigio de tus sublimes prendas.

-¡Aún no me conocéis, Milord! Si creéis que pueda haber sentido otra cosa que íntimo placer al veros tan feliz -dijo el marino con una franquísima honradez. Por lo que hace a Juana, Milord, no intentéis nada: tiene un corazón demasiado noble para resistiros; si la forzáis por medio de la gratitud y del deber, sería capaz de condenarse al sacrificio: ya me lo ha dicho, Milord: su alma es española, soberbia y noble por esencia; si hablarais con ella, como yo he hablado, veríais que me parece la hija de un duque, tanta es la dignidad genial que la distingue. ¡No, Milord! No quiero ya nada, sino que me hagáis un servicio en caso que muera, como me lo dice un horrible presentimiento que tengo dentro del alma.

-La melancolía os vuelve niño, ¡bravo Oxenhan!, ¿por qué habéis de morir, cuando apenas nos quedan ya sombras lejanas de peligro?

-¡Tengo un presentimiento!, y os confieso que me tendría por feliz, si muriese luchando en una batalla contra bravos enemigos: ¡me gustaría arremeterlos, acuchillarlos, aterrarlos, y recibir en el momento del triunfo un balazo de lleno en el corazón! -exclamó Oxenhan con la ardentía de un veraz entusiasmo.

-¿O un abrazo de Juana? -le dijo Henderson.

-¡No seáis cruel, Milord! -le respondió el bravo marino con una amargura tan sentida, que el joven se arrepintió de haberle querido inspirar aquella esperanza.

-¡Vive Dios, Juan, que hacéis una cosa incomprensible! ¡Pensar en presentimientos cuando hemos triunfado! ¿No estamos en el mar? ¿No es la mar el reino sin límites que Dios ha entregado a la bravura del inglés? ¡Vamos, Juan! ¡Fortaleza!

-¡Eh, Milord!, ¿pues qué pensáis que me falta fortaleza? ¡Sois aún muy joven para saber lo que pasa dentro de un hombre como yo!

Henderson se sonrió con indulgencia, y le dijo:

-También tenéis razón, mi querido Juan.

-Vamos al caso: ¿queréis hacerme el servicio que os he indicado?, ¿sí o no?

-¡Sí, Juan, sí!

-Pues bien: tomad este papel, y si llegáis algún día a ver al Almirante, entregádselo de mi parte.

-¡Juan! -le dijo Henderson poniéndose serio-, ¿qué premeditáis?

-¡Nada!

-¡Os creo incapaz de un crimen!...

-¿Y por qué me lo decís? -preguntó el marino asombrado.

-Porque el atentar a vuestra vida sería.

-¡Vamos mi Roberto! -dijo el marino, como si recién hubiera concebido la indicación de Henderson-, ¿queréis dejaros de absurdos? Yo tengo religión, señor mío; y no soy capaz ni de pensar en eso ¡eh! -agregó con desprecio.

-Así lo he creído siempre.

-¿Y porqué me lo decís entonces?

-Porque estáis tan extraño, que no atino...

-Bueno, ¿me haréis el servicio que os he pedido? Aquí está el papel.

Henderson tomó y guardó el papel, prometiéndole hacer lo que se le pedía.

Habían llegado en esto a una distancia de la costa, en que ya necesitaban toda su vigilancia y esmero para encontrar el fondeadero. Llenos de cautela y de silencio, echaron un bote, en el que fue Oxenhan a la orilla; y unos minutos después, volvió trayendo a un indio, puesto allí de vigía para esperarlos por el cacique Cimarrón. El indio les participó que se había sentido en aquel día bastante alarma y movimiento en las poblaciones de Panamá, Nombre de Dios y Venta de Cruz; pero que aún no habían explorado aquellas costas, ni descubierto el lugar en que se escondía El Drake.

Con esta nueva, Henderson y Oxenhan pusieron en movimiento toda la tripulación. Ya habían ajustado de antemano en varios sacos las riquezas movibles que habían sacado de los galeones apresados; y haciéndolas cargar por unos cuantos marineros, armaron y municionaron bien el resto de ellos, y bajaron a tierra barrenando el buquecillo. Puestos en orden y decididos, acomodaron a María y a Juana en una silla de manos que habían preparado a bordo al efecto, y emprendieron la travesía del Istmo, contando con llegar a la otra orilla a la madrugada del día siguiente.

En efecto, caminaron con la mayor felicidad, y serían como las cinco de la mañana, cuando avistaron como a una cuadra de distancia los palos del Drake meciéndose en una abra bañada por el mar, y rodeada de bosque.

Por más grande que hubiese sido la disciplina con que los piratas estaban habituados a portarse, no pudieron reprimir un grito de júbilo al ver colmadas sus esperanzas.

No se habían aun apagado los últimos ecos de ese grito, cuando un bote manejado por los cuatro marineros que habían quedado al cuidado del Drake, se desprendió veloz hacia tierra, haciendo flotar el pabellón inglés. Pero al mismo tiempo, una detonación violenta atronó e iluminó repentinamente el bosque: cientos de balas silbaron por encima de las cabezas de los aventureros; y el grito de ¡viva España! resonando como el bramido de cien fieras, vino a dejar helado y sorprendido el corazón de los más valientes de los ingleses.

-¡El enemigo!, ¡el enemigo! -exclamaron sobrecogidos, y haciéndose un pelotón informe.

-¡Sí, bravos ingleses!, ¡es el enemigo! -gritó Henderson exaltado-, ¡y vamos a darle otro escarmiento! -agregó saltando hacia adelante, y dando voces de orden y de obediencia.

Por fortuna de los aventureros se pudieron reponer del primer estupor, y cuando los españoles se presentaron diciendo, ¡A ellos!, ¡a ellos! -fueron contenidos por una vigorosa descarga, que los obligó a su vez a reconcentrarse, a reconocerse, y sistemar mejor su ataque.

Henderson entonces, lleno de animación y de valentía, había logrado inspirar su coraje a su gente: la alegría y la confianza habían renacido en los semblantes; y formado ya en un vigoroso cuadro, que él y Oxenhan dirigían, se pusieron en retirada hacia la orilla, llevando en el centro, la silla de manos y las cargas de riquezas.

Las descargas por una y otra parte, y los gritos de guerra se repetían con un vigor extraordinario; seis marinos corrieron hacia la orilla, mandados por sus jefes, y echándose al mar fueron nadando hasta el buquecillo: con la presteza del rayo dirigiendo hacia el bosque la culebrina giratoria con que estaba armado, y lanzaron una horrible granizada de metrallas, que causó mucho espanto, y mucho daño también entre los asaltantes.

Bien lo necesitaban los ingleses, porque ya su retirada era penosa; los más audaces de entre sus enemigos tocaban ya con sus filas.

Al favor de este auxilio pudo Henderson llegar hasta la orilla: defendiendo su posesión como un tigre: hizo saltar seis marineros con Suttonhall al bote, y con trabajos infinitos logró poner dentro de él la silla que llevaba la prenda de su alma. Se desprendía ya el bote para partir, y él se quedaba premeditando lanzarse a nado con algunos compañeros después que hubiese embarcado el mayor número posible, cuando en medio del alboroto y de los horribles silbidos de las balas, se sintió desfallecer y calló como un escombro en tierra.

Miró Oxenhan aterrado hacia un árbol cercano de donde creyó haber visto partir la detonación que había derribado a su joven jefe, y percibió entre sus ramas a un fraile que bajaba con satisfacción la boca de su arcabuz. La rabia del marino fue atroz, levantó su arma bien cargada para bajar al matador de su amigo; pero éste, que apercibió con rapidez su intención en medio de la confusión general, se dejó caer a plomo desde la altura y evitó así una muerte segura.

Oxenhan, rápido y animado más que nunca con el dolor de la pérdida que había hecho su partido, se arrojó sobre el cuerpo de Henderson, lo alzó en sus robustas espaldas, gritó a Suttonhall que se detuviese un breve momento, se metió al mar, arrojó su querida carga dentro del bote, o instó y azuzó a Suttonhall para que partiese al instante: parte éste en efecto; y Oxenhan se vuelve como un perro lleno de ira y de orgullo a defender el resto de sus marinos. Cuando entró de nuevo entre ellos, los encontró audaces todavía. El señor Lentini les servía de jefe con una calma y un valor a toda prueba: haciendo un fuego incesante con su arcabuz, cuando algún enemigo se acercaba demasiado se lanzaban con Oxenhan, espada en mano, y lo acuchillaban.

-Tenemos tiempo aun de salvarnos, Oxenhan: -le dijo el boticario con una frialdad ejemplar- si nos mantenemos así hasta que vuelva el bote, somos... veinte.

-¡Y ellos trescientos por lo menos!

El momento era crítico: los españoles se habían reorganizado en una fuerte columna, y habían resuelto dar el último golpe. Arremetieron con un empuje irresistible, destrozaron y dividieron el grupo que formaban los ingleses; y éstos, reducidos ya al extremo, se defendían parcialmente los unos, mientras los otros se arrojaban al mar para ganar a nado el buque si escapaban a las balas del enemigo, apoderado ya de la orilla.

Oxenhan y el señor Lentini se defendieron con una constancia admirable; pero rodeados y golpeados de todos lados, heridos, exánimes casi, cayeron al fin en tierra, y quedaron con muchos otros en manos de los Españoles.

Suttonhall que ya venía trayendo en su bote un refuerzo, pudo ver el triste fin que había tenido la lucha; hizo algunos tiros con su culebrina; pero vio bien claro que si no se apuraba a zarpar, tardaría muy poco en caer bajo el tremendo poder de los que habían despertado de su letargo.

Cuando los españoles cubrieron, por decirlo así, el campo de batalla, el padre Romea desesperado, se revolcaba por el suelo y maldecía la falta de energía y de rapidez del jefe de la fuerza.

-¡Se escapan! -exclamaba-, ¡se escapan!, ¡pronto un parte para Porto Bello, que dé la noticia, para que salgan buques a perseguirlos! ¡Ah! -gritaba-, ¡si no hubiese sido por mí, hasta con vida se hubiera salvado el bandido! ¡Pero se la llevan!, ¡se la llevan! -repetía con la exaltación del despecho; y frenético como un demente gritaba y maldecía al ver caer sobre sus vergas las velas del Drake, y empezar el buquecillo a correr como un delfín sobre las aguas del mar.