La leyenda del prestamista
En la mísera covacha, oscura y húmeda como una mazmorra, en medio de la balumba de prendas heterogéneas colgadas de las escarpias o amontonadas en los rincones, el viejo prestamista sentado detrás del mostrador acecha pacientemente la llegada de sus víctimas. ¡Con qué fruición clava sus pupilas de gato en su riqueza, en aquellos mil objetos prisioneros que esperan vanamente su rescate! Aquella falda negra conserva aún la postrera lágrima del esposo al expirar en el regazo de la esposa; este bordado pañolón de burato es de una pecadora que—pasada la época del esplendor—comienza a bajar la pendiente que conduce al hospital; esos libros, empeñados uno tras otro, prolongaron unos días más la agonía del sabio olvidado, quien no acertaba a desprenderse de ellos como si fuesen hijos queridos; la máquina de coser, silenciosa ahora y enmohecida, alegró con su incesante charla el cuartito de la obrera, de la huérfana que durante mucho tiempo luchó contra las tentaciones del vicio, hasta que, falta de trabajo y agotados los recursos, cayó vencida en el arroyo; la condecoración que brilla bajo un fanal fué de un inválido que hoy va de puerta en puerta pidiendo socorro a los mismos a quienes defendió con su fusil; aquellas herramientas, brillantes aún como un trofeo, proporcionaron al carpintero estropeado la medicina para el niño moribundo, pero no lo suficiente para comprarle el ataúd.
De todos esos lúgubres objetos brota un coro de llantos que hiela el alma, pero que en el empedernido corazón del usurero resuena como una alegre música de monedas.
Durante largos años la covacha, con las fauces abiertas como un dragón, devoró hasta los últimos harapos de la miseria y se hartó de dolores.
Las prendas pignoradas se convirtieron poco a poco en oro que fue a hacinarse en el sótano, en montón siempre creciente. Y cuando un día el usurero, oprimiendo contra su pecho el precio de las últimas prendas realizadas, bajó al escondrijo para revolcarse sobre su infame riqueza y embriagarse con el perfume del oro, resbaló en los peldaños y fué rebotando de cabeza hasta el fondo de la cueva. Pero al chocar contra el pavimento de monedas, no se oyó el alegre tintineo del oro. Hundióse su cuerpo en algo frío que mordía sus carnes, en algo muy amargo que invadió su boca, que le llenó la garganta, las entrañas, todos sus poros, ahogándole lentamente, tras largos siglos de infernal agonía.
El sótano se había convertido en un lago de lágrimas.