La bruja de Miramar





LA BRUJA DE MIRAMAR


Ni aún los más guapos del pueblo se atrevían a aventurarse de noche por la calleja del río, temerosos de aquella lucecilla que parpadeaba en la sombra como un ojo felino; y si algún labrador era sorprendido por la oscuridad al volver del abrevadero con su yunta, pasaba de prisa y persignándose delante de la casucha sin atreverse a mirar, por el ventanillo siempre abierto, la humilde estancia alumbrada por una vela de sebo, la mesa llena de potingues, el baúl desvencijado, la camilla de lona y el fogón donde se calentaba la frugal cena.

Sentada en un banquillo al lado de la mesa, una mujer cincuentona, de nariz aguileña, ojillos penetrantes y tupidas cejas grises, removía sin cesar el contenido de un mortero.

Llamábanla en Miramar la Tía Mónica y pasaba por bruja. Vivía absolutamente sola en aquella choza sin vecindario, cultivando de día una huerta de media hectárea y confeccionando de noche jabón de hiel, jarabes para la tos y otros menjurjes que junto con sus hortalizas iba a vender al pueblo dos veces por semana. Comprábanle sus artículos más por miedo que por caridad; y fue sin duda por alejarla de la aldea por lo que don Alonso, el dueño de los terrenos colindantes, insistía en comprarle la exigua finca. ¿Venderla? Ni por pienso. ¿Cómo deshacerse de una propiedad que le proporcionaba la subsistencia y le permitía vivir sin mendigar favores de nadie?

Allí veía deslizarse los años, siempre atareada y silenciosa, cada día más flaca y huraña, gastada prematuramente por las penas del alma y los achaques del cuerpo.

Pero cuando rendida del ajetreo diurno se echaba sobre su pobre lecho, una sonrisa de inefable dicha entreabría sus marchitos labios y parecía iluminar como una aurora las paredes de la estancia. Y es que no hay nadie, por infeliz que sea, que no tenga un recuerdo o una ilusión que mitigue sus penas ... Y la Tía Monica tenía un hijo.

Quince años atrás, cuando vivía en la capital, se vió obligada a separarse de su brutal marido y a irse a Miramar, a aquella casita que le había legado una tía suya; pero su hijo único, su Jorge, fue reclamado por el padre y encerrado en un colegio, con orden expresa de evitar las visitas de la madre. Durante muchos años la pobre mujer se contentó con ir de cuando en cuando a la ciudad para contemplar a su hijo a través de la verja del patio de recreos, y con enviarle furtivamente dinero, dulces y cartas que nunca eran contestadas.

Al fin murió el tirano, cuando el niño, convertido en gallardo adolecente, iba a comenzar sus estudios en la escuela de comercio; y la Tía Mónica pudo entonces visitar con frecuencia a Jorge y enorgullecerse de costear su educación. Por eso se ingeniaba de mil modos para afanar el dinero; por eso trabajaba noche y día sin importarle su quebrantada salud; por eso cuando dormía brillaba en sus labios una sonrisa. ¿Qué importaba que el joven recibiera con frialdad, casi con disgusto sus visitas?

¡Era natural! Estaba relacionado con las principales familias de San José y ¿qué dirían sus amigos si supiesen que era hijo de la bruja de Miramar?

* * *

Terminados sus estudios se encontró Jorge con un problema de más difícil solución. ¡No había plazas vacantes en los almacenes! En vano solicitó, recurrió a los amigos, a los avisos. ¡Nada! ¿Estaba, pues, condenado a morirse de hambre en la capital? No, su madre velaba por él. Precisamente el señor Rodríguez, el tendero más acaudalado de Miramar, necesitaba un tenedor de libros. Por consejo de la Tía Mónica solicitó Jorge la plaza y la obtuvo, gracias a sus excelentes recomendaciones. Pero antes de trasladarse al pueblo manifestó a la pobre vieja la conveniencia de ocultar su parentesco: él alquilaría un cuartito y ella podría visitarle de noche. ¡Y ella que había soñado con arreglarle la única habitación de su casucha y tenerle siempre a su lado! ¡Paciencia! Sí... Jorge tenía razón... ¿Cómo conquistarse buena posición social, si los vecinos se enterasen de que era hijo de la bruja?

* * *

La acogida que le dispensó el señor Rodríguez no pudo ser más cordial: bien es verdad que a su competencia unía el joven cierta distinción de maneras y una formalidad que le captaban las simpatías de todos.

Poco a poco se granjeó la voluntad de de su patrón y llegó a manejar todos los negocios de la casa.

Imposible pintar la satisfacción de la Tía Mónica al ver los progresos de su hijo y el legítimo orgullo con que oía a los vecinos ponderar las prendas del joven forastero. Habría dado los años de vida que le quedaban, por poder decir, a todo el mundo: «ese joven que tanto elogiáis es hijo de esta vieja y su educación es obra de esta pobre bruja!» Y en la imposibilidad de hacer tan imprudente revelación, la Tía Mónica se alejaba suspirando.

Su instinto maternal descubrió una noche un secreto importante. ¡Jorge estaba enamorado! Tenía el señor Rodríguez una hija bellísima y modesta—Anita—y entre ambos jóvenes brotó desde el primer momento una corriente de simpatía que la convivencia convirtió pronto en amor. Estaba resuelto a confesarlo todo a su principal y a solicitar la mano de Anita; pero por consejos de la Tía Mónica aplazó su petición. Era preciso consolidar antes su posición en la casa, acabar de ganarse el cariño del jefe, y sobre todo ahorrar algo. Así lo hizo y el resultado confirmó la previsión de su madre. El señor Rodríguez aprobó aquellos amores y la boda quedó concertada para principios del año siguiente.

* * *

En Diciembre se efectuaron las fiestas cívicas del pueblo, y a ellas concurrieron muchos forasteros entre los cuales se encontraban tres o cuatro calaveras de la capital, antiguos condiscípulos de Jorge. Este se creyó en el deber de obsequiarlos y fué a cenar con ellos después de la corrida de toros. En la sala contigua al comedor se jugaba fuerte, y nuestros amigos, excitados por el champaña, resolvieron probar fortuna. Esa tarde había cobrado Jorge quinientos colones de un deudor del señor Rodríguez, y los llevaba en el bolsillo por no haber tenido tiempo de guardarlos en la caja.

Trastornado por el licor y deslumbrado por los montones de oro y de billetes, jugó por primera vez, jugó toda la noche, y al amanecer había perdido cuanto llevaba, inclusive el dinero que no era suyo.

Cuando el aire de la mañana hubo refrescado su frente, pensó avergonzado en su calaverada y recordó con horror que dos días después era el balance anual de la tienda. ¿Cómo confesar su falta, su cadena de faltas a un hombre de tan rígidos principios? ¿Dónde conseguir aquel dinero si había invertido todas sus economías en los preparativos de boda?

Estaba perdido, irremisiblemente perdido . . . Posición, estimación, amor . . . todo se había hundido en el abismo de aquella noche fatal.

* * *

A las diez, cuando la Tía Mónica llegó sigilosamente al cuarto de su hijo, sintió helársele el corazón. Echado sobre el escritorio, en el cual se veían algunos pliegos recién escritos, Jorge sollozaba con el rostro oculto entre las manos. Sobre los papeles había un revólver cargado. A fuerza de caricias, de súplicas y de lágrimas la pobre mujer logró averiguar la causa de tan terrible determinación. ¡Cómo! ¡Si aquello no valía la pena!

¿No estaba allí su madre?

No, no había que menear la cabeza con desconfianza.

¿Qué estaba pensando? Ella tenía sus ahorros; si al día siguiente no estaba allí el dinero, podía él suicidarse si quería. Y así que le hizo jurar que no atentaría contra su vida hasta la noche siguiente y después de asegurarle de nuevo que para entonces traería los quinientos colones, la Tía Mónica sé retiró llevándose el revólver.

* * *

Algunos curiosos la vieron otro día entrar con el rico don Alonso en la oficina del notario y salir luego con el rostro radiante de gozo y apretando algo bajo el raído pañolón. ¡Eran los quinientos colones en que había vendido su casa y su huerta que valían más de mil. Ocho días de plazo le había dado el comprador para desocupar la casa. ¿A donde iría a refugiarse? ¿De qué viviría en adelante? ¿Qué importaban esas pequeñeces con tal de salvar el ídolo de su corazón?

* * *

Durante dos semanas la vieron por las calles del pueblo vendiendo potingues, pero ya no hortalizas, cada vez más flaca y tosiendo sin cesar. Su hijo ignoraba la venta de aquella heredad que ni siquiera conocía, e ignoraba también que su madre vivía en un cobertizo azotado por el viento y por la lluvia.

«¡Cuanto sufriría si lo supiera!» Pensaba la infeliz, cegada por su amor materno, sin comprender el profundo egoísmo de aquel hijo desnaturalizado.

Después... nadie la volvió a ver por las calles del pueblo. Devorada por la tisis, y postrada en el lecho, habría muerto abandonada si una vecina caritativa no le hubiese llevado de tarde en tarde algún socorro. Una esperanza galvanizaba aún su endeble cuerpo: la de presenciar la boda de su hijo y confundida entre el gentío verle salir del templo, dando el brazo a la gentil Anita.

Faltaban apenas ocho días...

¿Le concedería Dios tanta felicidad?

* * *

El viento de aquella sombría noche de Enero azotaba el rostro de los escasos transeúntes con una llovizna fría y penetrante como puntas de agujas.

A las once no se veía un alma en las calles ni una luz en las casas: solamente los balcones de un edificio de dos pisos frente al Mercado proyectaban sobre la plazoleta cuatro barras de luz dorada. Dentro resonaban los acordes de la música, el rumor de las carcajadas y el chocar delos vasos

A la misma hora, por la callejuela del río avanzaba penosamente una sombra, se detenía de cuando en cuando para apoyarse en las paredes o sentarse en una piedra, y continuaba luego su camino, casi arrastrando, murmurando entre accesos de tos: «¡Dios mío, dame fuerzas para llegar!»

Más de media hora tardó en recorrer los trescientos metros que la separaban de aquellos balcones. Al llegar frente a ellos se dejó caer extenuada sobre la hierba...

¿Era sueño o realidad?

Al través de las vidrieras vio una lujosa mesa guarnecida de señoras y caballeros: en el sitio de honor una bellísima joven vestida de blanco y coronada de azahares bajaba los ojos ruborizada y sonriente, mientras a su lado un apuesto mancebo murmuraba a su oído palabras de amor.

Y la moribunda pensó enajenada que toda aquella felicidad era obra suya, que su misión estaba cumplida, y que el cielo la había otorgado la recompensa debida a su heroica abnegación...

Y mientras en la sala continuaba el alegre concierto de la música y las risas, fuera la llovizna seguía cayendo, cayendo fría como el olvido y despiadada como el egoísmo.

* * *

A la mañana siguiente se encontró sobre la hierba de la plaza el cadáver de la Tía Mónica. Su rostro reflejaba aún en una inefable sonrisa la encantadora visión que tuvo al partir de este mundo.