Cuentos grises (1918) de Carlos Gagini
Espiritismo




ESPIRITISMO


Que por qué estoy siempre triste?—me dijo Raúl, reclinando lánguidamente la cabeza en la poltrona y dejando la pipa sobre la mesa.— A no ser porque eres mi amigo de veras, y sabes que tengo un cerebro sólido y no mal amueblado, me abstendría de referirte mi novela... ¡Quién sabe! Acaso el temor de que por primera vez dudases de mis palabras o me creyeses sugestionado por lecturas fantásticas, me había impedido revelarte antes de ahora este secreto que pesa sobre mi corazón como una lápida de plomo.

Cerró los ojos por un instante y guardó silencio, mientras yo contemplaba con admiración su rostro franco y hermoso y su espaciosa frente guarnecida de cabellos blanqueados más por las penas que por el tiempo.

¿Recuerdas—continuó—cuando fui Inspector de Escuelas en Cartago hace veinticinco años? Tenía yo entonces veintidós. Era la época de los exámenes, y después de visitar no sé cuántas escuelas, harto de oir vaciedades y despropósitos, llegué un domingo a Juan Viñas. El salón de la escuela estaba repleto de gente. Comenzó el acto, y en el momento en que me disponía a interrogar a las alumnas, un rumor me hizo volver la cabeza hacia la puerta y la pregunta se heló en mis labios... No ignoras que desde muchacho fui ferviente adorador de las mujeres y que en la época a que me refiero había tenido ya media docena de novias; sabes también que siempre he sido descontentadizo y que hasta entonces no había encontrado ninguna beldad capaz de trastornarme el seso. Pues bien, la joven que acababa de entrar, saludada por un murmullo de admiración, era algo sobrenatural, algo que hace creer, aun a los más escépticos, en la existencia de un mundo habitado por criaturas superiores.

Su porte majestuoso, su rostro perfecto, ligeramente moreno, sus cabellos negrísimos, recogidos como los de las estatuas griegas, la serenidad olímpica de su frente sin un pliegue y de su boca sin una sonrisa... todo, todo hacía pensar en esos prodigiosos ensueños que el artista desespera de poder fijar en el lienzo.

Sus ojos pardos y grandes parecían iluminar con sus destellos la sala; y ¡cosa extraña! estaban fijos obstinadamente en mí. Jamás he contado entre mis defectos el de la fatuidad; pero en aquella ocasión era imposible no rendirse a la evidencia. No sé cuánto duró el examen; sólo puedo asegurarte que ni un segundo, ni un instante dejamos de mirarnos. ¿De dónde nació aquella mutua fascinación? ¿Qué misterioso encanto tenían aquellos ojos para enloquecerme así? Lo ignoro, pero su última mirada al abandonar el salón dejó en mi alma una estela luminosa.

—¿Quién es? pregunté al maestro, que sonreía maliciosamente.

—No lo sé: unos dicen que es italiana, otros que es griega o árabe. Se llama Lelia y vive aquí en compañía de su padre, que parece muy rico y bien educado. Y lo más raro—continuó el maestro—es que esa joven nunca vuelve a mirar a nadie, ni asiste a reuniones, ni visita: no me explico por qué vino hoy al examen.

En la tarde la volví a ver en la callé, escoltada por un anciano pulcramente vestido. La seguí como un colegial y jamás dejó de mirarme intensamente al doblar una esquina. En la plazoleta de la Iglesia me encontré tan cerca de ellos, que pude oir la conversación de la niña, su voz argentina y de una dulzura infinita, más penetrante aún que su mirada.

¿En qué idioma hablaba? Jamás pude saberlo: era más suave que el italiano, tenía inflexiones más armoniosas que el francés, y más sonora gravedad que el castellano. Pero lo más raro es que yo entendía aquella habla divina... Resonaban realmente en mis oídos aquellas palabras o las estaba leyendo en aquellos ojos? «Te amaba antes de conocerte, te amo ahora y tú serás mi único amor, como yo el tuyo».

Cuando ya su traje blanco iba a trasponer el umbral de la casa, sombreado por el crepúsculo, ella me miró por última vez y dejó caer disimuladamente una rosa que llevaba al pecho. La rosa está aquí todavía—prosiguió Raúl señalando el bolsillo interior de su levita—y la mirada está grabada más adentro, donde nada ni nadie podrá borrarla.

Tú me lo dirás cuando concluya.

¿Fue realmente la última mirada?

Al regresar aquella noche a mi alojamiento recibí un telegrama en que el Ministro me ordenaba presentarme al día siguiente en su despacho.

Ya puedes imaginarte la tristeza con que salí de madrugada para llegar a tiempo de tomar el tren. La casa de Lelia estaba cerrada y silenciosa... Tuve entonces una idea: me acerqué a la ventana de su cuarto, y en la vidriera grabé con una sortija estas palabras: Te adoro, volveré. R.

De San José partí con una comisión para Liberia en donde permanecí un mes, y a mi regreso caí gravemente enfermo. Cuando al cabo de seis semanas recuperé la salud, mi primer pensamiento fué volver a Juan Viñas. Y volví... para encontrar que mi adorada desconocida había partido. La casa estaba desocupada. Me acerqué a la ventana y un rayo de esperanza iluminó de pronto el negro cielo de mi tristeza. Debajo de la despedida que escribí en el cristal una mano femenina había rasgado estas palabras: Te esperaré siempre. L.

Volé á Limón, inquirí, interrogué a todos mis conocidos, y al fin uno de ellos, empleado de la aduana me dijo: Hace dos meses se embarcó esa joven en el vapor Alexander: la recuerdo, por su extraordinaria belleza... Sí, se llamaba Lelia; el anciano que la acompañaba la llamó así en mi presencia. Pero... ¿no sabes que el Alexander nunca llegó a New York? Se supone que se perdió totalmente.

* * *

Han pasado muchos años desde el día espantoso en que recibí tan atroz herida en mitad del corazón... Los azares de la vida me han llevado de aquí para allá como brizna de hierba con que juegan las olas: he saboreado los triunfos del arte y las amarguras de la política, he viajado, he amado... Pero en medio de los aplausos, en los salones de los palacios, en las alcobas cortesanas, en las calles de las ciudades extranjeras, en el mar inmenso, en el cielo poblado de constelaciones desconocidas, los ojos pardos y fascinadores de la misteriosa niña brillaban siempre delante de mí con la fijeza de las estrellas.

Y ahora,—prosiguió Raúl, encendiendo la pipa y bajando la voz—llego a la parte de mi narración que a nadie más que a tí me atrevería a referir, temeroso de que me tomases por un alucinado o un embustero, y bien sabes que no merezco aquel calificativo ni toleraría este insulto. Juzga tú mismo.

El mes pasado, al regresar de la misión diplomática que me llevó a Guatemala, me embarqué en el Newport, anclado en el puerto de San José. El barco debía zarpar a la diez de la noche, y a las ocho estaba yo recostado en la borda contemplando las lejanas luces del muelle, cuando súbitamente experimenté una sensación extraña, como si una fuerza magnética me moviera contra mi voluntad. Volví la cabeza... ¡Cielo santo!... Siempre me he vanagloriado de ser dueño de mis nervios y los he puesto a prueba en varias ocasiones; pero en aquélla, francamente lo confieso, tuve miedo y me juzgué víctima de una alucinación. A dos pasos de mí, iluminada por el farol de proa, una joven enlutada me miraba fijamente. ¡Era ella, era Lelia, tal como la conocí veinticinco años antes!

Su rostro virginal tenía la misma expresión etérea de infinita melancolía. Y me habló... sí, era la misma voz dulce y penetrante, el mismo idioma extraño y musical que no se parecía a ninguna lengua humana y que, sin embargo, yo entendía perfectamente. Eran palabras de amor, de amor inmutable más poderoso que la muerte. ¿Qué importaba la separación? Pronto nos uniríamos para siempre... No sé lo que dije, si es que realmente dije algo; oprimí una de sus manos y me pareció fría como una tumba. Poco después se desasió suavemente, y con una aguja de oro que arrancó de su peinado escribió algo en la borda; luego me miró con los ojos llenos de lágrimas y fué a reunirse con una dama enlutada que la aguardaba a cierta distancia. Lleno de curiosidad encendí un fósforo para leer lo que ella había escrito: el fósforo se me escapó de los dedos y me senté en un banco para no caer, apretándome las sienes con las manos para que no se me escapara la razón. ¿Sabes lo que leí? Te esperaré siempre. L.

Permanecí trastornado largo rato; apenas pude coordinar las ideas corrí por todos los pasillos en busca de las dos enlutadas... El barco empezaba ya a andar, y a estribor el segundo oficial vigilaba la operación de izar y asegurar la escala. Le pregunté en inglés: ¿Sabe usted en qué camarote están dos señoras enlutadas que llegaron esta noche?

—No son pasajeras, me contestó; vinieron de paseo y hace media hora regresaron al puerto.

* * *

Calló Raúl y cerró los ojos. Yo no me atrevía a interrumpir su profunda meditación y me puse a cavilar sobre la extraña historia que acababa de oir. ¿No había perecido la misteriosa niña en el naufragio del Alexander? Y aún suponiendo que se hubiese salvado, ¿cómo era posible que apareciese después de veinticinco años tan joven como la primera vez?

¿Sería acaso la enlutada del Newport hija de la verdadera Lelia? en tal caso ¿no sería Lelia la que la acompañaba? Pero, ¿con qué fin fueron a bordo? ¿Por qué tanto misterio?

De mis cavilaciones me sacó la voz de Raúl que decía: Mi resolución está tomada: dentro de ocho días partiré para Guatemala e iré hasta el fin del mundo si es preciso, con tal de resolver este enigma que me atormenta.

* * *

El propósito de mi pobre amigo no llegó a realizarse. Un día recibí de Puntarenas este telegrama: Ven pronto. Estoy enfermo en el hotel. Raúl.

Partí al día siguiente y llegué al puerto ya entrada la noche. En la estación supe que Raúl, atacado de extraña enfermedad, había muerto a las seis de la tarde. Quise verle por última vez y me dirigí al hotel. Daban las ocho y doblaban las campanas de la iglesia vecina cuando comencé a subir la vetusta y crujiente escalera; faltábanme apenas tres o cuatro escalones cuando percibí la estancia mortuoria; di un paso y vi el ataúd entre cuatro cirios; subí otro escalón y... ¡horror!... Una figura esbelta y enlutada estaba de hinojos al lado del cadáver. La vi levantarse y dirigirse hacia la puerta... Quise gritar y mi lengua parecía de plomo; traté de huir y las piernas no se movieron. La enlutada pasó casi rozándome, y al través del espeso velo que cubría su rostro vi fulgurar dos ojos que me helaron la sangre. Apenas me repuse bajé la escalera, avergonzado de mi pueril temor, e interrogué a un agente de policía que estaba en la puerta de la fonda. ¡Nadie había pasado!

Entonces huí de allí como de un lugar maldito y corrí al parque en donde bullía el gentío y tocaba la banda militar. Y al palpar allí la grosera realidad de la vida, experimenté la satisfación del que despierta de una pesadilla, después de haber viajado por el país de la muerte y del misterio.