La hija de las aguas

El Museo universal (1868)
La hija de las aguas
de M. Guillermo Lejean.

Nota: Se ha conservado la ortografía original.
De la serie:

NOVELAS Y CUADROS DE COSTUMBRES.

LA HIJA DE LAS AGUAS.


I.

El príncipe Roberto habia nacido poeta. Su alma, semejante á las flores que sólo se abren por la noche, se empequeñecía procurando ocultarse en el esplendor de la córte y sólo se desahogaba en la soledad. Allí gozaba como en el seno de una madre, allí se sentía a un mismo tiempo pequeño y grande como Moisés viendo á Dios de espaldas (según dice la Biblia) en el Sinaí. Las mujeres decían que era un oso, pero como los artistas hubieran podido tomarle por modelo de sus Apolos, le miraban alejarse de ellas al modo que Fedra á Hipólito. Los guerreros le llamaban «el hermitaño», pero se lo llamaban en voz baja y cuando estaba lejos, porque sabían que era fuerte como Hércules. Los sabios aseguraban que nunca haría cosa de provecho, porque prefería hablar con las llores y los pájaros á oir sus discursos latinos, y solamente le defendían los cortesanos porque era el heredero del trono.

Roberto nada sabia de todo esto, ni le importaba. Se dejaba llevar por el tiempo como un niño en su cuna por la corriente de un rio, y sonreía cuando hacia sol y dormía cuando tronaba la tempestad. «¡Quién fuera pájaro!» decía algunas veces, y á esto se limitaban sus deseos. «Cuando yo sea rey, prohibiré la caza», añadía otras, y á esto se limitaban sus proyectos. Todos los principes no piensan asi. ¿Es una desgracia ó una fortuna?

Corrieron los años: Roberto creció y de niño pasó á ser hombre, y empezó á sentir en su corazón un vacío que no se llenaba con la contemplación de las estrellas por la noche, ni con la contemplación de las flores por el día. Como aquel huérfano recogido por los padres del yermo que, habiendo visto por casualidad á los tí» años una mujer que le dijeron era una ánade cayó enfermo, y preguntado con qué se curaría respondió:—«con una ánade como la que vi días pasados» notó que necesitaba algo de que no se daba cuenta y ese algo era una mujer.

Siguiendo su costumbre de meditar á solas, se fué al campo á meditar en su enfermedad y en el remedio que podia oponerla y que no adivinaba. Vió dos tórtolas que se besaban en una rama, y esclamó: —«¡Quién fuera tórtola!» Vió dos mariposas que morían á consecuencia de haberse dado el primer beso de amor, y esclamó:—«¡Yo quisiera morir asi!»

En una de las tardes en que mas embebido estaba en sus meditaciones poéticas y en que, reclinado al pie de un árbol al lado de una fuente rústica, contemplaba la estrella de Vénus, oyó á su lado un suspiro que le hizo estremecer hasta la médula de los huesos.

Volvió la cabeza y vió á su lado la jóven mas bella que había ideado, un perfume, un esplendor, una melodía encarnados en una mujer.

Roberto cayó de rodillas como un creyente al ver descorrerse el velo del templo. Se creyó, no en presencia de un ángel, sino del mismo Dios. La jóven, la niña por mejor decir, nada tenia de imponente, parecía una hija del pueblo que iba con su cantarillo á la fuente como Rebeca.

Le saludó sonriendo; y cantando en voz baja, pero con una dulzura que la hubieran envidiado todos los ruiseñores del bosque, una canción popular, se puso á llenar su cantarillo.

Roberto la miraba extático. Cuando ella, acabado de llenar su cantarillo, se alejó volviendo de tiempo en tiempo la cabeza, le pareció que le arrancaban el alma, pero no se atrevió á murmurar una palabra, por timidez. Permaneció en el campo mas tiempo que de costumbre, y volvió á su palacio mas pensativo que nunca.

II.

Tan pensativo iba (y por cierto, que él mismo no sabia en qué pensaba) que antes de llegar á la puerta de su habitación, tropezó en una antesala con el médico mas afamado de la córte y le dió un empellón tan fuerte que faltó poco para que le derribase.

El médico dio un traspiés y estuvo á punto de esclamar:—«¡Qué bestia!» pero vió á tiempo que el que le habia empujado era el príncipe y le hizo una cortesía, diciéndole con voz compungida :—¡Perdón, señor! He sido un torpe en no haber visto á V. A.

Este médico no debía su fama á la casualidad. En medicina ciertamente no era de los mas doctos. Habia escrito en diversas papeletas todas las recelas posibles, las bahía arrollado una por una y las guardaba en una gran bolsa. Cuando le llamaban á la cabecera de un enfermo, acudia sin darse prisa, con la cara muy seria, el trage muy arreglado y la bolsa colgada de la cintura. Examinaba al paciente con detención, le hacia una infinidad de preguntas, meditaba, tosía, volvía á meditar. Después metía la mano en la bolsa, sacaba una receta como quien saca un número de la lotería, y decia á la familia:—«Dadle esto», añadiendo por lo bajo, mirando al enfermo al guardarse el precio de la consulta:—«Dios te la depare buena.» A pesar de esto, aseguraba que no se le morían mas enfermos que á otro cualquiera y quizá tenia razón.

En cambio, sabia como el que mas el arte de conocer á las personas, y tenia una medicina cortesana, como él la llamaba, en que nadie le igualaba. Veía á un ministro a punto de caer:—«Usted está enfermo, le decia y le conviene tomar aires.» El ministro en desgracia decia á todos: «Me voy, porque los negocios arruinan mi salud. El doctor X. me manda á tomar aires y es un gran doctor; por lo demás, tengo ahora mas favor que nunca en la córte.» Veia á un general derrotado:—«¡Vive Dios! esclamaba, que sólo un loco ha podido ir á combatir en el estado de salud en que usted se encuentra. Usted padece una enfermedad terrible que le quitará siempre las fuerzas y la vista cuando se encuentre á caballo al aire libre. Por fortuna, hé aquí un remedio que cura eso en veinte y cuatro horas (y sacaba una receta de la bolsa); tómelo usted y estando sano, no volverá á ser vencido. Usted no ha sido vencido por su culpa, sino por la de la enfermedad» y el general decia á todo el inundo:—«Si he sido vencido no ha consistido en mí, sino en mi enfermedad, y sino preguntárselo al doctor, que es un oráculo.» ¡Cuantas veces leía en los ojos de una mujer que al marido le convenia tomar baños, y en los ojos de un devoto heredero que á un tio ochentón le era indispensable el último sistema de entrar en calor que se recomendó á David!

El príncipe iba á pasar sin hacer caso del doctor, pero este le miró fijamente y haciéndole un nuevo saludo:—Perdón, señor, le dijo, mi deber me obliga á molestar un momento la atención de V. A.

—¿Qué quieres? le preguntó el príncipe, distraído.

—O mi ciencia es una locura é Hipócrates y Galeno indignos de crédito, ó V. A. está enfermo.

—Creo que sí y que necesito reposo; por eso me voy á acostar.

—No es malo eso como primera providencia, pero no es suficiente; Bonus sed non satis. Permita V. A. que yo me encargue de su salud.

Y metiendo la mano en su bolsa, sacó una recela que entregó al príncipe, sin mirarla, diciendo:— «Tome eso V. A.» y añadiendo por lo bajo, como de costumbre:—«Dios te la depare buena.»

La receta decía Recipe: una cantárida al costado, dos sangrías de 8 onzas cada una, pildoras de opio y dieta.

—Está bien, dijo el principe, sin mirarla y disponiéndose á seguir su camino. Pero el médico le detuvo aun, añadiendo:

—Señor, no es eso todo.

—Pues ¿qué mas hay? despacha.

—V. A. está visiblemente afectado por una afección moral.

El príncipe, se estremeció.

—¿Quién te ha dicho eso? preguntó.

—Señor, para la ciencia no hay secretos, y como el médico de Antioco y Seleuco acertó que el principe estaba enamorado...

—¡Calla, calla! le interrumpió el príncipe, mirando á todas partes como si temiese que alguno sorprendiera su secreto.

—Dios me la ha deparado ahora buena á mí, dijo el médico para su capote; iba á hacer una comparación para adorno del discurso y descubro, merced á ella, la enfermedad; ¿y habrá quién sostenga que son inútiles la retórica y la erudición? Veamos ahora de quién está enamorado el príncipe.

Pero cuando se preparaba á tomar de nuevo la palabra, se vió interrumpido por dos personajes que, entrando por diferente puerta cada uno, habían oído parle del coloquio anterior.

Uno de estos personajes era un gran sabio, el otro un gran géneral.

El sabio, filósofo que declamaba como Séneca contra el lujo, era rico como Séneca, hablaba contra las mujeres como Salomón y tenia un serrallo tan provisto como el de Salomón, etc.

El general se preciaba de literato y podia ponerse al lado de Duras, á quien, cuando obtuvo en 1775 el gran sillón de la Academia francesa, dirigieron el siguiente epigrama:

Duras invoquait á la fois
Le dieu des vers et le dieu de la guerre:
II réclamait leprix de ses vaillants exploits
Et de son savoir litteraire.
Tous deux, par un suffrage égal,
Ont satisfait sa noble envié:
Phébus lui dit: Je te fais maréchal;
Mars lui donna place á l'Academie.

—Si este jóven está atacado de una enfermedad moral, dijo el sabio, á mí, médico del alma, corresponde su curación, y si su enfermedad moral es la conocida en eI mundo con el nombre de amor, lo receto la medicina que en casos tales usaba San Francisco, que se revolcaba en la nieve, porque la mujer, como dice Marcial, es lo que hay de peor en el mundo; como dice Montaigne, es la enemiga natural del hombre; es la fuente de todo mal, como dice Sócrates; es lo que hay en el mundo de mas corruptor y mas corrompido, como dice Confucio; es la mas peligrosa de las bestias feroces, como dice San Juan Crisóstomo; es la reunión de los siete pecados capitales, como dice Orígenes; y en ella la maldad es innata, como dice Hipócrates; y no hay malicia semejante a la suya, como dice San Buenaventura; y ha hecho apostar á los ángeles, como dice Inocencio III; y es el órgano del diablo, como dice San Bernardo; y tiene el Veneno del áspid y la malicia del mono, como dice San Gregorio; y es la aumentación del pecado, como dice San Agustín; y hay menos estrellasen el cielo que picardías en su corazón, como dice Codro; y es inútil tratar de escoger entre las mujeres, porque ninguna de ellas vale nada, como dice Plauto...

—Vuestra elocuencia erudita, esclamó el general, se asemeja á aquellos vientos del desierto que envuelven á los viajeros con granos de arena liaste ahogarlos. Dejadnos respirar. Digan lo que quieran vuestros autores, la verdad es que la mujer, ángel de la guarda junto á nuestra cuna, ángel de amor en nuestra juventud, ángel de la amistad en nuestra edad madura, y ángel del dolor sobre nuestro sepulcro, me parece el único rayo del sol eterno que entra en la prisión de nuestra alma. Pero se debe amar á la mujer en general, y no á una mujer en particular, como se debe amar el dinero y no una pieza de dinero. Si S. A. está enamorado, yo soy de opinión de que se le curo con una mujer, y sí no basta, con dos mujeres, con diez mujeres, con cíen mujeres, con mil mujeres, con un millón de mujeres, con el doble de las que pueda apetecer. Dejádmele por mí cuenta, y yo os prometo que si hoy ama á una mujer sola, dentro de poco se acordará de ella ni mas ni menos que del primero que sembró pepinos.

—Tengo que oponer, dijo el médico, que Hipócrates..

—Y yo, dijo el filósofo, que Zoroastro...

—Señores, esclamó el principe impacientado, tengo mucho sueño, seguid aquí disputando mientras me voy á descansar.

Y corrió á su cámara, cuya puerta cerró con llave.

Pero ni aun allí se encontró sólo. Su ayuda de cámara, enterado de lodo por haber escuchado por el ojo ile la llave le esperaba como en una emboscada y le dijo al verle:

—Señor, esos tres sabios me parecen tres imbéciles. Déjelos V. A. discutir sobre, sus cantáridas, sus sangrías, su nieve y sus burdeles y haga sólo caso de mí, que tengo la mejor receta.

—¡Tu quoque...! suspiró el principe, con dolor.

—Yo, repitió el ayuda de cámara... Yo haré que ame á V. M. la mujer que desea.

—¡Tú!

—Yo. ¿Sabe V. A. quién es?

—No.

—¿Ni su nombre?

—No.

—¿Ni dónde vive?

—No... La he visto esta tarde junto á la fuente de... Es rubia, ojos azules, tendrá apenas 15 años...

—Eso me basta. Antes de ocho dias V. A. la tendrá. No sé si el príncipe durmió aquella noche, creo que no; pero estoy seguro de que estuvo soñando hasta el amanecer.

(Se continuará.)
C. R.