​El Museo universal​ (1868)
Viaje a Babilonia
 de M. Guillermo Lejean.

Nota: Se ha conservado la ortografía original.
De la serie: Viajes

Próxima á terminar la publicación del viaje a Filipinas, damos hoy principio al de Babilonia, que, como verán nuestros lectores, es curioso é interesantísimo bajo todos conceptos. A éste, como á aquel, acompañaran grabados que, unidos á la narración, darán la idea mas completa posible de la grandeza del antiguo imperio babilónico y de su desolación y decadencia actuales.

VIAJE A BABILONIA.
I.

Salida De Mosul.—Un Kelek.—Las Náyades de Tekrit.— Antigüedades: El Muro De Media: Opis.— Samara.—Un Recuerdo Del Emperador Juliano.— Llegada á Bagdad.

Después de haber dedicado á Asiría, representada por el moderno Kurdistan, las tres semanas de que podía disponer y que aproveché perfectamente, pues me permitieron ver á Amediah, los novelescos valles de los Nestorianos, las imponentes ruinas diseminadas alrededor de Zachon , y, por último, el campo de Arbelia, que no menos afecta la vista que la imaginación , resolví descender á Bagdad y á Babilonia, que era mi camino natural para trasladarme al golfo Pérsico. Tenia que optar entre ir por tierra, pasando por Kerkouk y por el desierto plagado de kurdos y árabes, ó ir por el Tigris, que me permitía viajar en almadía, rio abajo, cou toda la comodidad apetecible. Preferí tomar este último partido, con tanto mas motivo, cuanto que las raras curiosidades que ofrece el camino de tierra habían de un siglo á esta parte recibido la visita <*de mas de un viajero.

Hice por tanto mis preparativos para no desperdiciar la ocasión de embarcarme eu un kelek que estaba próximo á partir. El kelek, rigurosamente hablando, no es lo mismo que la almadia. El kelek es un trasporte particular que tres mil años atrás era va conocido á lo largo del Tigris, y Herodoto nos da de él una descripción aplicable al tiempo presente. El inmóvil Oriente ofrece á cada paso irregularidades análogas, y en él la antigüedad se puede comentar teniéndola á la vista.

Hé aquí, pues, lo que es un kelek.

Un mercader que va de Djarbekír á Mosul ó de Mosul á Bagdad, se construye una almadia sostenida por una carapa de pellejos hinchados, cuyo número es proporcionado al peso que la almaida tiene que soportar. En la almadia coloca sus mercancías, y entre los pellejos levanta con tablas una covacha o una simple tienda para meterse él ó cualquier pasajero de distinción; parte luego siguiendo la corriente, y se detiene ordinariamente durante la noche, s¡ el pais no ofrece peligros, en el punto en que le sorprende la caida de la tarde. Es menester que apremie mucho el tiempo para viajar de noche a la claridad de la luna. Al llegar á su destino, el kelek se desarma; el mercader deshincha los pellejos y regresa á su casa montado en un camello, y las tablas se venden ventajosamente, porque la madera está muy barata en las comarcas que hay rio arriba, y se vende muy cara en Mosul y mas aun en Bagdad.

Yo encontré fácilmente lo que necesitaba. Hice construir á mi costa un camarote de madera blanca, á mas de pagar mi travesía al propietario del kelek, y después de despedirme de mu amables huéspedes de Mosul, el cónsul M. Lamasse y su sobrino, me trasladé en una hermosa mañana de marzo de 1866, á bordo de mi kelek, amarrado delante de Variandje, y descendimos con bastante rapidez por el Tigris, cuya crecida habia ya empezado. Pasamos sin detenernos junto á las ruinas imponentes de Nimroud, harto conocidas para ocuparme de ellas, y al ponerse el sol nos detuvimos á lo largo de una isla llana, cubierta de plantaciones de maíz pertenecientes á una aldea árabe que teníamos á tiro de fusil.

No era tanta mi prisa que me desagradasen aquellas detenciones. A mas de la necesidad de reponerme algo de las molestias que me causaba mi forzada inmovilidad á bordo de la almadia, mis compañeros de navegación aprovechaban aquellos altos para preparar la comida, cosa difícil y peligrosa á bordo por el hacinamiento en el kelek de mercancías inflamables. Estuve cerca de media hora paseándome á lo largo del ribazo y entre los sauces para prepararme higiénicamente un sueño tranquilo, y luego me hice poner la cama encima de la yerba. El dia siguiente, al asomar el alba, el kelek prosiguió su camino.

Duró el viaje cinco dias sin ningún accidente notable. El pais, llano, monótono, sin monumentos, sin poblaciones, no ofrecía ningún atractivo. Y la tierra sin embargo, es una tierra de aluvión admirablemente fértil, pero cuya fertilidad inutilizan la mala vecindad de los árabes merodeadores y la incuria de una administración lastimosa. A los cuatro dias pasé por delante de los montes de Hamrin, que forman una cordillera baja y muy enmarañada, la cual corta el Tigris y el Diyala en una dirección Nor-oeste Sud-este, dirección que es poco mas ó menos la de todas las cordilleras de montañas de la Persia occidental, á que nos íbamos acercando. Al dia siguiente por la tarde nos detuvimos delante de Tekrit.

Esta bicoca, que es como se llama una plaza de armas de poca importancia, está flanqueada por una ruina antigua bastante curiosa. Es una fortaleza rectangular , de ladrillos sin cocer, que, como todas las fortificaciones babilónicas, se ha convertido en una mole de tierra informe, y apenas conserva mas que vestigios de los cimientos de las construcciones que contenia sobre todo por la parte del Sur, y el arco de una puerta que puede ser de la época de los Sasánides. Los fosos, cortados en la meseta baja de que aquella ruina es la punta avanzada, son anchos y profundos.

Saludo con cierto respeto aquella ruina cenicienta, porque es el lugar de la cuna de un grande hombre, del sultán Saladino, el venturoso rival de Ricardo Corazón de León.

La misma población no es en si mas que una lea barriada árabe que, según la tradición, había sido cristiana en otro tiempo. En el lado opuesto al castillo se nota una ruina llamada el kenité (la iglesia). A un viajero inglés, que al pasar por Tekrit preguntó á los habitantes cuáles eran las curiosidades de aquel sitio, le respondieron: «Un kafir judío y una palmera estéril.» En efecto, no hay en la comarca mas que una palmera, que es la representada en mi diseño de Tekrit.

Después de haber herborizado algún tanto á lo largo del Tigris, sigo mi marcha y paso por delante de una aldea árabe de la margen oriental. Allí recibió el kelek una singular visita. Lecheras árabes llegaron andando á ofrecernos leche. Aquellas nereidas de agua dulce llevaban dos gamellitas, una en la cabeza y otra en la palma de la mano izquierda, levantada de modo que formaba un plano horizontal, lo que era un grande esfuerzo que yo no pude imitar no obstante desarticularme casi la muñeca. Las tales lecheras, tan morenas como las mujeres árabes del Nilo Blanco, eran bien formadas y su actitud tenia algo de la de la Esfinge; el busto enhiesto, y sobresaliendo enteramente de la superficie del agua, se mecia con indolencia, mantenido en equilibrio por el ligero movimiento del brazo derecho de las hábiles y esbeltas nadadoras. Un ropaje ligero, enteramente mojado, que llevaban echado con negligencia, se ceñía á los miembros permitiendo descubrir sus vigorosos contornos. Un trage tan ligero que nada ocultaba de una belleza de que aquellas náyades salvajes no hacían al parecer ningún caso, bastaba para cumplir las prescripciones de la decencia. He dicho que no hacían al parecer ningún caso de su belleza, y tal vez me engañe. ¿En qué país habrá mujeres que no den á su belleza importancia alguna?

VIAJE A BABILONIA.—NAVEGANTES EN LAS EMBARCACIONES LLAMADAS KELEK, SOBRE EL TIGRIS.


VIAJE Á BABILONIA. —NAVEGANTE DEL TIGRIS, EN ALMADIAS DE CUERO.


Toda la población es poco menos que anfibia. Veo pasar el rio á varios hombres que nadan abrazando un gran pellejo hinchado, que desempeña el mismo oficio que las dos vejigas indispensables de nuestros nadadores novicios. Forman un paquete con sus vestidos y lo llevan en la cabeza á manera de turbante; unos calzoncillos cortos de algodón cubren sus muslos, y queda desnudo todo lo restante del cuerpo. Al llegar a tierra el nadador se echa encima su albaya ó alquicel, se cuelga de la espalda su pellejo ó sus dos pellejos y prosigue su camino. Las mujeres no tienen necesidad de este auxiliar, y si preguntáis por qué razón á cualquiera de los badulaques que miran cómo pasa el kelek, capaz será de responderos que las mujeres están conformadas espresamente para flotar y nadar entre dos aguas. Hasta dos días antes de llegar á Bagdad no empecé á ver en las dos millas algo que me interesase. En el primer gran recodo que forma el Tigris por el lado del Oeste, vi una línea de montecillos hacia el Sur-sur-Oeste, siguiendo la dirección del Eufrates. Esta línea es llamada por los indígenas sidd Nimrud, el dique de Nemrod, y, según los comentadores, es la antigua muralla de Media que salvaron los Diez Mil después de la batalla de Cunara, acerca de la cual no se tienen mas que nociones muy vagas. ¿Era un parapeto análogo á la muralla de la China, erigido Sara oponerse á las invasiones de los bárbaros de Mesopotamia? Es muy posible. ¿Era la escarpa de un canal destinado á llevar las aguas del Tigris al interior de la península? Esta hipótesis es menos probable que la otra.

Algunas millas mas abajo, llego á Tell Mandjour, montón de ruinas considerables en que el comandante Janes, que es el que mejor ha estudiado aquella comarca, coloca á Opis, la ciudad mas considerable de la alta Babilonia hasta el tiempo de los Seleucides. Estos le dieron por rival una ciudad de Antioquía, de la cual se tienen muy pocas noticias y cuya posición es dudosa.

Mas adelante llama mi atención un edificio estraño, una especie de torre de ladrillo, de forma espiral, junto á una ciudad cuyo nombre antiguo (Sumara ó Samara) no ha sufrido alteración alguna. La tal torre era un observatorio del tiempo de los califas y no parece imposible que antes de este tiempo se hubiese destinado ya á lo mismo. No se olvide que entramos en la tierra clásica de la Astronomía.

No son estos vestigios de ciencia los únicos que nos acompañan. La llanura monótona y desnuda que dejo á mi izquierda, ha sido teatro de una Me las mas nobles escenas que la antigüedad nos ha conservado. Allí es donde pereció, á la edad de treinta y un años, un romano que pertenece á nuestra historia francesa, aquel César Juliano tan injuriado por libelistas injustos, sin mas razón que la de haber intentado restablecer sin violencia caducidades en que tal vez él mismo no creia. Los mismos que han perdonado á Constantino el Grande una serie de crímenes enormes, han sido implacablos con los errores y ridiculeces de un César ideólogo. Pero los que rechazan con merecido desden la historia que se compone de habladurías, no pueden olvidar que aquel filósofo contra las tendencias de su siglo, fue un hombre honrado y un héroe. En Babilonia no he podido recorrer sin conmoverme el teatro de aquella brillante campaña del año 363, que en la historia de aquellas comarcas se coloca al lado de las de Alejandro el Grande y de las de Heráclio, y hubiera probablemente con- cluido con el imperio de los persas, sin la jabalina que, cerca de Maranga, hirió mortalmente al jóven vencedor. Tomo de Amiano Marcelino las últimas palabras de Juliano, que son muy superiores á la ironía amarga de las últimas que Alejandro pronunció casi en el mismo lugar, siete siglos antes:

«Muero sin remordimientos. No tengo que echarme en cara ninguna felonía cometida durante mi destierro, ni tampoco durante el tiempo que han estado en mis manos las riendas del imperio. Lo recibí de los inmortales como un depósito, y me glorío de haberlo conservado puro, gobernando con moderación y no declarando ni sosteniendo jamás la guerra sino después de un maduro exámen. Si no siempre han correspondido á mis esperanzas las ventajas ó la utilidad que de ello me prometía, se debe á que los dioses disponen de los acontecimientos. Convencido de que un gobierno justo no aspira mas que al interés y bienestar del pueblo, me he sentido siempre inclinado á la paz, y no he sido nunca crapuloso, porque la crápula de los gobernantes destruye las costumbres de os pueblos. Cuantas veces la república, que he considerado constantemente como una madre soberana, me ha mandado arrostrar un peligro, me he lanzado á él con alegría, y me he acostumbrado á despreciar los caprichos de la suerte. Razón tienen los que califican de cobardes á todos los que desean la muerte cuando ésta no es necesaria, y á todos los que la temen cuando llega la ocasión de sufrirla. Mis fuerzas no me permiten decir nada mas. No es por olvido por lo que no os nombro mi sucesor. Podría no indicar el mas digno, ó tal vez nombrando al que considerase mas capaz, le espondria con mi predilección á los mayores peligros. A fuer de amante hijo de la república, deseo que ésta después de mi muerte encuentre un jefe digno de ella.»

Paso sucesivamente por delante de las ruinas de Sitacia y de Apamia y por delante de Kadasieh, la Santa, ciudad relativamente moderna, pues no es anterior á los califas. Según Aboulfeda, era famosa por la piedad de sus habitantes, y (lo que para mí es mas interesante) por sus hornos de vidrio.

Empezamos á ver las orillas cubiertas de palmeras, coronadas de jardines, y luego la imponente mole de Bagdad se destaca delante de nosotros. El kelek se detiene, y yo tomo un kafat, lancha redonda, especie de cesto de mimbres embreado, y llego al puente de barcas y luego á tierra. Voy derecho al consulado de Francia, donde me encuentro con un antiguo amigo, con mi activo compañero del mar Rojo, M. Pellisier, recien establecido, el cual me ofrece una hospitalidad que yo acepto sin vacilaciones.

(Se continuará.)

M. Guillermo Lejean.